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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (98 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Nos marchamos! —dijo Mario, eufórico, a Sila, entregándole la carta de Saturnino—. Recoge tus cosas, no hay tiempo que perder. Vas a testificar ante la cámara que los germanos van a invadir Italia por tres frentes distintos el año que viene en otoño, y yo diré a los electores que soy el único capaz de detenerlos.

—¿Hasta dónde llego? —inquirió Sila, sorprendido.

—Hasta donde tengas que hacerlo. Yo iniciaré el asunto y expondré lo que hemos descubierto. Y tú lo corroborarás, pero no de un modo que des a entender a la cámara que has vivido como un bárbaro —respondió Mario con gesto de tristeza—. Hay cosas, Lucio Cornelio, que es mejor no decirlas. Ellos no te conocen lo suficiente para entender la clase de hombre que eres. No les digas cosas que puedan utilizar contra ti más adelante. Eres un patricio romano; déjalos que crean que tus audaces hazañas las hiciste como patricio romano.

—¡Es de todo punto imposible andar entre los germanos vestido de patricio romano! —replicó Sila meneando la cabeza.

—Ellos no lo saben —replicó Mario con una sonrisa—. ¿Recuerdas lo que decía Publio Rutilio en su carta? Los generales de salón de los bancos de atrás, los llamaba. Pues, igualmente, son espías de salón y serían incapaces de conocer las reglas del espionaje aunque las tuvieran delante de las narices —añadió con una carcajada—. En realidad, ojalá te hubiese dicho que te dejases un poco más el bigote y el pelo largo. Te habría vestido de germano y te habría paseado por el Foro. Y sabes lo que habría sucedido, ¿no?

—Que nadie me habría reconocido —respondió Sila con un suspiro.

—Exacto. Así que no sometas a esfuerzo innecesario su imaginación romana. Yo tomaré la palabra primero y tú continúas —dijo Mario.

 

Para Sila, Roma no ofrecía ese vigor político o esa calidez doméstica que representaban para Mario. Pese al brillante desempeño de su cargo de cuestor con Mario y su no menos brillante carrera de espía, también a las órdenes de Mario, no era más que uno de los nuevos senadores jóvenes con futuro que actuaban ensombrecidos por el primer hombre de Roma. Y su carrera política para el porvenir tampoco marchaba lo bastante aprisa, sobre todo teniendo en cuenta su tardía incorporación al Senado; era un patricio, y, por consiguiente, no podía ser tribuno de la plebe, no tenía dinero para aspirar a una silla curul y no llevaba suficiente tiempo en el Senado para poder ser pretor. Era el aspecto político de las cosas. En su casa se encontró con un ambiente amargo e irritante, perturbado aún más por una esposa que bebía en exceso y no se ocupaba de los niños, y por una suegra que sentía por él la misma repulsa que por su propia situación. Esa era la faceta doméstica.

Sí, el ambiente político mejoraría para él; no estaba tan deprimido como para no verlo, pero el clima del hogar tenía necesariamente que empeorar. Y lo que más arduo le resultaba en su estancia en Roma era el cambio de vida de estilo germano al romano. Durante casi un año había vivido con Germana en un medio más ajeno aún a su mundo aristocrático que el de los viejos tiempos de lupanar del Subura. Y Germana era su solaz, su fortaleza, su punto normal de referencia en aquella extraña sociedad bárbara.

No le había sido difícil agarrarse a la cola de la cometa cimbra, porque él era un guerrero valiente y fuerte, y, además, era un guerrero que sabía pensar. En valentía y fortaleza física le aventajaban muchos germanos; pero ellos eran un metal sin aleación, y él poseía el temple final en el que la astucia se unía al valor y era tan escurridizo como fuerte. Sila era el muchacho frente al gigante, el hombre que, para destacar en el combate armado, no disponía de otro medio que el de pensar. Por eso había destacado en seguida en el campo de batalla contra las tribus de los Pirineos de Hispania, siendo aceptado en la hermandad de guerreros.

Luego, él y Sertorio habían acordado que si tenían que integrarse en aquel extraño mundo con posibilidades de acceder a los planes de los germanos (como habían hecho), tenían que ser algo más que soldados útiles. Tendrían que crearse un núcleo en la vida tribal. Por eso se habían separado para integrarse en tribus distintas y habían elegido esposa entre las viudas recientes.

Había puesto los ojos en Germana porque también era una forastera y no tenía hijos. Su hombre había sido jefe de su propia tribu cimbra, porque, si no, las mujeres de la tribu nunca habrían tolerado la presencia de una extranjera, ya que usurpaba el puesto que habría debido ocupar una mujer cimbra. Y las indignadas cimbras ya planeaban apalearla a muerte cuando Sila —meteoro entre los demás guerreros— había saltado sobre su carro para apropiársela. Compartirían su condición de extranjeros. No había habido ningún sentimiento ni atracción alguna en la elección de Germana la querusca; sencillamente, ella le necesitaba más que cualquier mujer cimbra de la tribu y, al mismo tiempo, se encontraba menos ligada al grupo que una cimbra auténtica. Así, si llegaba a descubrir su origen romano, existían menores posibilidades de que le denunciase que en el caso de una cimbra.

Como todas las mujeres bárbaras, Germana era muy ordinaria. La mayoría eran altas, fuertes y físicamente armónicas, con piernas largas y buenos pechos, pelo pajizo, ojos muy azules y un rostro blanco que le hacía a uno olvidar la fealdad de sus grandes bocas y pequeñas narices rectas. Germana era mucho más baja que Sila (quien, según los cánones romanos, tenía la respetable estatura de seis pies menos tres pulgadas; Mario, con una pulgada por encima de seis pies, era muy alto) y más regordeta que sus congéneres. Aunque tenía el pelo muy espeso y largo, era de esa tonalidad indefinida, universalmente conocido como color "ratón", y tenía ojos gris oscuro que entonaban con el pelo. En lo demás, correspondía bastante al tipo germano: huesos craneales bien marcados, nariz fina y delgada como una hoja corta y recta. Tenía treinta años y no había concebido; de no haber sido su hombre el jefe, que se había negado a dejarla, Germana habría perecido.

Lo que destacaba en ella para haber sido elegida sucesivamente por dos hombres de categoría superior, no era evidente a primera vista. Su primer hombre la había calificado de distinta e interesante, pero sin precisar más; Sila detectó en ella una aristocracia natural, viéndola como una mujer delicada y altiva que irradiaba un gran atractivo sexual.

Se avinieron muy bien en todos los aspectos, pues ella era lo bastante inteligente para no exigir demasiado sexualmente, razonable para no ponerle trabas, lo bastante apasionada para darle placer en la cama, lo bastante coherente para establecer una buena comunicación y hacendosa de sobra para no darle más tarea. Germana sabía tener siempre recogidos los animales, bien marcados, bien ordeñados, debidamente emparejados y bien cuidados. El carro de Germana estaba siempre perfectamente con el toldo bien tenso y arreglado o parcheado, con las maderas bien engrasadas y limpias, igual que las grandes ruedas que lubricaba con una mezcla de mantequilla y unto de buey en los ejes y los pivotes y a las que nunca faltaban radios ni segmentos de la llanta. Las cacerolas y vasijas de Germana siempre estaban limpias; las provisiones las tenía bien preservadas de la humedad y los insectos; la ropa y las esteras, siempre bien aireadas y secas; poseía unos cuchillos admirablemente afilados y nunca se dejaba nada tirado. Germana, realmente, era la antítesis de Julilla. Salvo que no tenía sangre romana.

Cuando supo que estaba encinta —cosa que advirtió en seguida—, a los dos les encantó. Y a Germana con mayor motivo. Ahora estaba en paz con la tribu a la que no pertenecía y la vergüenza de su anterior esterilidad repercutía claramente sobre el jefe muerto. Detalle que no gustó nada a las mujeres de la tribu, que tanto la odiaban. Pero no pudieron hacer nada, porque en primavera, cuando los cimbros pusieron rumbo norte hacia las tierras de los aduatucos, Sila era el nuevo jefe. Germana, como puede colegirse, había tenido una inmensa suerte.

Y luego, en el Sextilis, tras una gestación que soportó sin una queja, dio a luz dos mellizos, gordos, sanos y pelirrojos. Sila les llamó German y Cornel. Se había estrujado la mollera para encontrar un nombre que en cierto modo perpetuase su gens Cornelio, y que, al mismo tiempo, no sonase extraño en lengua germana. "Cornel" fue la solución.

Los niños eran una delicia como todos los gemelos: tan iguales, que era difícil distinguirlos, muy bien avenidos y más dedicados a crecer que a llorar. Los mellizos no eran muy frecuentes, y su nacimiento en el seno de aquella pareja extranjera se consideró un buen augurio, que a Sila le valió la jefatura del grupo de pequeñas tribus. En consecuencia, pudo asistir al gran consejo convocado por Boiorix para los tres pueblos de germanos cuando el rey de los cimbros dirimió sin sangre las fricciones entre aduatúcos y teutones.

Ya hacía tiempo, naturalmente, que Sila sabía que tendría que irse pronto, pero había pospuesto la marcha hasta después del gran consejo, consciente de que le preocupaba lo que habría debido ser una consideración muy secundaria, es decir, qué les sucedería a Germana y a sus hijos al desaparecer él. Era muy posible que pudiese confiar en los hombres de su propia tribu, pero no en las mujeres; y era sabido que en cualquier situación interna de la tribu prevalecería la opinión de las mujeres. En cuanto él desapareciera, Germana perecería apaleada, aunque no mataran a los niños.

Estaban en septiembre y el tiempo apremiaba. Sin embargo, Sila adoptó una decisión que iba contra sus propios intereses y contra los de Roma. Aunque apenas tenía tiempo, antes de regresar al campamento de Mario llevaría a Germana a su propia tribu en Germania. Y eso significaba que tendría que decirle quién era. A ella, más que sorprenderla, la fascinó; miró sucesivamente a sus hijos, maravillada, como si en ese momento comprendiese realmente lo importantes que eran, cual si fuesen los hijos de un semidiós, y no se mostró apenada cuando le dijo que tendría que dejarla para siempre, pero sí manifestó gratitud cuando le aseguró que antes la conduciría hasta su tribu de los marsos en Germania, con la esperanza de que entre sus gentes estaría protegida y salvaría la vida.

A principios de octubre abandonaron el gigantesco enclave de los carros germanos a primeras horas de la noche, tras elegir previamente un emplazamiento para su carro y sus animales desde el cual su marcha llamase menos la atención. Al amanecer aún estaban abriéndose camino entre los carros de las tribus, pero nadie se fijó en ellos y un par de días después ya habían salido del enclave de la migración.

Los aduatucos estaban a unas cien millas de los marsos y el terreno que los separaba era bastante plano; pero entre la Galia Cabelluda de los belgas y Germania se hallaba el río mayor de toda Europa occidental: el Rhenus. Tendría que cruzarlo con el carro de su esposa y tenía que defender a su familia de los merodeadores. Y Sila lo hizo a su manera simple y directa: confiando en sus vínculos con la diosa Fortuna, que nunca le abandonaba.

Cuando llegaron al Rhenus, se encontraron las orillas llenas de gente que no prestaba atención a un carro solitario en el que viajaba un germano con dos mellizos pelirrojos en brazos de la madre. Una barcaza para transbordar carros cruzaba periódicamente el gran río a cambio de una tinaja del apreciadísimo trigo; como el verano había sido bastante seco, las aguas bajaban tranquilas, y Sila, previo el pago de tres tinajas de trigo, logró que cruzasen el carro de Germana y los animales.

Una vez en Germania, prosiguieron el viaje a buen ritmo, ya que no había grandes bosques en aquella región y solamente algunos cultivos de forraje para el ganado en invierno. La tercera semana de octubre Sila dio con la tribu marsa de Germana y se la confió, al mismo tiempo que concluía un tratado de paz y amistad entre los marsos germanos y el Senado y el pueblo de Roma.

Luego, cuando llegó el momento de la despedida definitiva, lloraron muy apenados y vieron que resultaba más difícil de lo que habían creído. Con los mellizos en brazos, Germana siguió a pie a Sila hasta que el caballo la dejó atrás y, entre grandes lamentos, su imagen se fue perdiendo en la distancia para siempre, y él, enceguecido por las lágrimas, impulsaba al animal hacia el sudoeste, confiando durante varias millas en su solo instinto.

La gente de Germana le había dado una buena montura y pudo cambiarla por otro buen corcel al final de la jornada y continuar así cambiando de caballo durante los doce días que tardó en llegar desde el nacimiento del río Amisia, en donde estaba asentada la tribu de los marsos, hasta el campamento de Mario en Glanum. Viajaba siempre a campo traviesa, evitando montañas y espesos bosques, y siguiendo el curso de los grandes ríos del Rhenus al Mosela, del Mosela al Arar y de éste al Rhodanus.

Iba tan acongojado que tuvo que esforzarse por fijarse bien en las gentes de las regiones por las que pasaba, aunque en cierta ocasión se sorprendió al oírse hablando el galo de los druidas y se dijo que dominaba varios dialectos germánicos y el galo carnútico, ¡él, Lucio Cornelio Sila, senador romano!

Pero lo que él y Quinto Sertorio descubrieron referente a las disposiciones de los germanos en tierras de los aduatucos no cristalizaría hasta la primavera siguiente, mucho después de que ambos hubiesen dejado a sus esposas en Germania. Pues cuando los miles y miles de carros comenzaron a moverse y los tres grandes contingentes de bárbaros se separaron para invadir Italia, cimbros, teutones, tigurinos, queruscos y marcomanos dejaron con los aduatucos algo que los protegiese hasta su regreso: una fuerza de seis mil de los mejores guerreros, que impidiesen las incursiones de otras tribus y que defendiesen los tesoros tribales que también les confiaron; todas las estatuillas de oro, los carros de oro, los arneses de oro, las ofrendas votivas de oro, las monedas de oro, los lingotes de oro, varias toneladas del más fino ámbar y otros objetos preciosos que habían añadido durante su última migración al acervo de varias generaciones. El único oro que transportaron los bárbaros fue el que llevaban sobre sus personas; lo demás quedó escondido en tierras de los aduatucos, de forma muy parecida a como los volcos tectosagos habían hecho en Tolosa con el oro de los pueblos galos.

 

Así, cuando Sila volvió a ver a Julilla, no pudo por menos de establecer la comparación con Germana y la encontró descuidada, veleidosa, poco instruida, desordenada y odiosa. Al menos desde su anterior reencuentro había aprendido a no lanzarse indecorosamente en sus brazos a la vista de los criados. Pero durante la comida en casa aquel primer día pensó que, probablemente, aquella actitud contenida era más bien debida a la presencia de Marcia que a un auténtico deseo por complacerle. Sí, Marcia se hacía notar: era una matrona rígida, hierática, seria, adusta e implacable. No había envejecido bien y, tras tantos años de felicidad como esposa de Cayo Julio César, la viudez le resultaba insoportable. Además, Sila sospechaba que detestaba ser la madre de una hija tan poco satisfactoria como Julilla.

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