Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (97 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es posible —respondió Sila.

—¿Y con unos pequeños Quintos Sertorios?

—Con uno por lo menos.

—Continúa, Lucio Cornelio —dijo Mario, ya serio.

—Ese Boiorix es muy muy listo. Hagamos lo que hagamos, no debemos subestimarle porque sea un bárbaro. Delineó una estrategia de la que tú mismo te habrías enorgullecido. Y no exagero, créeme.

—¡Te creo! —replicó Mario, tenso de interés—. ¿Qué estrategia?

—El año que viene, en cuanto el tiempo lo permita, a más tardar en marzo, los germanos tratarán de invadir Italia por tres frentes —respondió Sila—. Y cuando digo marzo, quiero decir que será la fecha en que los ochocientos mil bárbaros abandonarán las tierras de los aduatucos. Boiorix ha fijado en seis meses el plazo para que todos cubran el viaje desde el río Mosa hasta la Galia itálica.

Ambos se inclinaron hacia adelante.

—Los ha dividido en tres contingentes de fuerzas. Los teutones invadirán la Galia itálica desde el oeste; éstos son unos doscientos cincuenta mil, los dirigirá su rey Teutobodo, y su plan es bajar por el Rhodanus y a lo largo de la costa de Liguria hasta Genua y Pisae. No obstante, yo imagino que, al estar Boiorix al mando de la invasión, antes de que se inicie habrán cambiado el itinerario para llegar por la Via Domitia y el paso del monte Genava. Con lo cual avanzarán por el Padus en Taurasia.

—Aparte de latín, están aprendiendo geografía, ¿no? —inquirió Mario, sonriente.

—Ya te he dicho que Boiorix lee mucho. Además, ha sometido a tortura a prisioneros romanos, porque no todos los que perdimos en Arausio murieron. Si cayeron en manos de los cimbros, Boiorix los conservó con vida hasta enterarse de lo que le interesaba. A los nuestros no se les puede reprochar que hablasen —añadió Sila con una mueca—. Los germanos recurren a la tortura como cosa natural.

—O sea que los teutones seguirán la misma ruta que tomaron todos ellos antes de Arausio —dijo Mario—. ¿Y los otros cómo piensan penetrar en la Galia itálica?

—Los cimbros son los más numerosos de los tres grandes grupos de germanos —respondió Sila—. En total, cuatrocientos mil por lo menos. Mientras que los teutones bajan directamente siguiendo el curso del Mosa hasta el Arar y el Rhodanus, los cimbros avanzarán a lo largo del Rhenus hasta el lago Brigantinus, seguirán en dirección norte para rebasar el lago y alcanzar el nacimiento del Danubius. Luego seguirán hacia el este del Danubius hasta llegar al Aenus y continuar aguas abajo para entrar en la Galia itálica por el paso de Brennus, con lo que aparecerán en Athesis, cerca de Verona.

—Dirigidos por el propio Boiorix —dijo Mario, hundiendo la cabeza entre los hombros—. Esto me gusta cada vez menos.

—El tercer grupo es el más reducido y menos compacto —prosiguió Sila—. Lo forman tigurinos, marcomanos y queruscos; unos doscientos mil. Irán al mando de Getorix de los tigurinos. Al principio, Boiorix iba a dirigirlos en línea recta cruzando las grandes selvas germanas, la Hercinia, la Gabreta, etcétera, para hacerlos caer a través de Panonia en Noricum; pero luego creo que dudó de si seguirían ese plan y decidió hacerlos avanzar con él por el Danubius hasta el Aenus. Desde allí proseguirán en dirección este a lo largo del Danubius hasta alcanzar Noricum para girar hacia el sur y entrar en la Galia itálica por los Alpes Cárnicos, con lo que caerán sobre Tergeste, no lejos de Aquileia.

—¿Y dices que los tres grupos disponen de seis meses para hacer el viaje? —inquirió Mario—. Bien, no digo que los teutones no lo consigan, pero los cimbros tienen un itinerario mucho más largo, y el grupo hibrido, todavía más.

—Pues ahí te equivocas, Cayo Mario —replicó Sila—, porque, en realidad, desde el punto del Mosa en que se separan los tres grupos, la distancia que recorre cada uno de ellos es igual. Los tres tienen que atravesar los Alpes, pero sólo los teutones los cruzan por territorio que no han atravesado antes. ¡En los últimos dieciocho años los germanos han ido a todos los sitios cruzando los Alpes! Han bajado desde el nacimiento del Danubius en Dacia, han bajado por el Rhenus desde sus fuentes en Helella y han descendido por el Rhodanus desde sus fuentes en Arausio. Son veteranos alpinistas.

—¡Por Júpiter, Lucio Cornelio, es magistral! —masculló Mario con un silbido—. Pero ¿llegarán en la fecha prevista? Quiero decir que Boiorix tiene que contar con que los tres grupos lleguen a la Galia itálica en octubre.

—Yo creo que los teutones y los cimbros la alcanzarán por esa fecha, porque están bien dirigidos y muy motivados. En cuanto a los otros, no estoy muy seguro; ni creo que lo esté Boiorix.

Sila se levantó de la camilla y comenzó a pasear de arriba abajo.

—Hay otra cosa, Cayo Mario, y es algo muy serio. Después de dieciocho años de andar de un lado para otro, los germanos están cansados y quieren desesperadamente asentarse. Hay un gran número de niños que han crecido, convirtiéndose en jóvenes guerreros sin tener una patria. En realidad se ha estado hablando de regresar al Quersoneso Címbrico, ya que hace tiempo que el mar ha retrocedido y la tierra vuelve a ser fértil.

—¡Ojalá lo hicieran! —exclamó Mario.

—Pero ya es demasiado tarde —dijo Sila, paseando incansable—. Ahora ya se han acostumbrado al pan blanco crujiente para untar mantequilla, a mojar la salsa de buey y a acompañar sus horrendas morcillas de sangre. Les gusta el calor del sol del sur y la proximidad de las grandes montañas blancas. Primero Panonia y Noricum, luego la Galia. Nuestro mundo es más rico, y ahora que tienen por jefe a Boiorix, han decidido apoderarse de él.

—No, mientras yo tenga el mando, no lo conseguirán —dijo Mario arrellanándose en la silla—. ¿Eso es todo?

—Todo... y nada —replicó Sila con aire entristecido—. Podría hablarte de ellos días seguidos. Pero de momento es cuanto necesitas saber.

—¿Y tu mujer y tus hijos? ¿Los has dejado para que los eliminen al no tener un guerrero que ofrecer a la comunidad?

—¿No es curioso? —inquirió Sila, pensativo—. Me resultó imposible, y lo que hice fue llevar a Germana y a los niños con los queruscos que viven al norte del Chatti, a orillas del río Visurgis. Su tribu pertenece a los queruscos, aunque se llaman los marsos. Extraño, ¿no crees? Nosotros tenemos nuestros marsos y los germanos los suyos; el nombre se pronuncia exactamente igual. Lo que hace pensar en cómo llegamos a ser lo que somos... ¿Será parte de la naturaleza humana vagabundear en busca de nuevas patrias? ¿Nos cansaremos los romanos de Italia algún día y emigraremos a otra parte? He pensado mucho a propósito del mundo desde que me uní a los germanos, Cayo Mario.

Por algún motivo que no alcanzaba a entender, estas últimas palabras de Sila casi hicieron llorar a Mario, por lo que dijo con voz más queda de lo habitual:

—Me alegro de que no dejaras que la matasen.

—Yo también, a pesar de que no tenía tiempo. Me preocupaba no llegar a verte antes de las elecciones consulares, ya que pensé que mis informaciones te servirían mucho —dijo con un carraspeo—. En realidad, me comprometí a concluir un tratado de paz y amistad, en tu nombre, naturalmente, con los marsos de Germania. Pensé que así, en cierto modo, mis hijos tendrán un atisbo de Roma. Germana me ha prometido criarlos de forma que piensen bien de Roma.

—¿No volverás a verla? —inquirió Mario.

—¡Claro que no! —replicó Sila sin pensárselo dos veces—. Ni a los gemelos. Cayo Mario, no pienso volver a dejarme crecer el pelo ni el bigote, ni a viajar lejos de las tierras mediterráneas. La dieta de buey, leche, mantequilla y gachas de avena no se acomoda a mi estómago romano; ni me gusta vivir sin bañarme y me desagrada la cerveza. Yo he hecho lo que he podido por Germana y los niños, llevándolos a donde la falta de un guerrero no significa la muerte para ellos; pero le he dicho a ella que intente buscar otro hombre. Es lo razonable y lógico. Si todo va bien, sobrevivirán; y mis hijos serán unos buenos germanos. ¡Fieros guerreros, espero! Y espero que más importantes que yo. No obstante, si la Fortuna no hace que sobrevivan, mejor que yo no lo sepa, ¿no crees?

—Efectivamente, Lucio Cornelio —contestó Mario, mirándose las manos que asían la copa y sorprendiéndose al verse los nudillos blancos.

—La única ocasión en que doy crédito a las alegaciones de Metelo Numídico el Meneítos respecto a tus orígenes vulgares —dijo Sila en tono jocoso—, es cuando algún incidente excita tu adormecida sentimentalidad de campesino.

—Lo peor de ti, Sila —replicó Mario, clavando en él su mirada—, es que no sé qué es lo que te hace funcionar. Qué es lo que te hace mover las piernas, balancear los brazos y por qué sonríes como un lobo. Ni qué es lo que realmente piensas. Eso sí que no lo sabré nunca.

—Ni nadie, cuñado, por si te sirve de consuelo. Ni yo mismo —respondió Sila.

 

* * *

 

Aquel mes de noviembre parecía que Cayo Mario no iba a conseguir ser cónsul para el próximo año. Una carta de Lucio Apuleyo Saturnino disipó toda esperanza de otro plebiscito que le autorizase a ser nombrado por tercera vez cónsul in absentia.

 

El Senado no va a cruzarse de brazos de nuevo, porque ahora casi toda Roma está convencida de que los germanos no van a presentarse. Nunca. De hecho, los germanos se han convertido en una nueva Lamia, un monstruo tan manido para inspirar terror, que ya no asusta a nadie.

Naturalmente, vuestros enemigos han puesto el grito en el cielo alegando que ya es el segundo año en la Galia Transalpina en que os dedicáis a reparar calzadas y a excavar canales navegables, y alegan que vuestra presencia allá con un numeroso ejército le cuesta al Estado más de lo que puede permitirse, y más teniendo en cuenta el precio que ha alcanzado el trigo.

He sondeado las aguas electorales en lo que respecta a nombraros cónsul in absentia por tercera vez y se me ha quedado helado el dedo del pie que sumergí en ellas. Vuestras posibilidades mejorarían algo si vinierais a Roma y participaseis personalmente en los comicios. Pero, claro, si hacéis eso, vuestros enemigos argüirán que el supuesto peligro en la Galia Transalpina no existe.

Sin embargo, he hecho cuanto pude y he obtenido apoyo del Senado de modo que logréis que se os prorrogue el mando con categoría proconsular. Esto significa que los cónsules del año que viene serán vuestros superiores. Y, como divertida nota final, os diré que el candidato consular favorito para el año que viene es Quinto Lutacio Catulo. Los electores están tan hartos de que se presente cada año que han decidido quitárselo de en medio votándole. Espero que ésta os halle bien de salud.

 

Cuando Mario acabó de leer la breve misiva de Saturnino, permaneció sentado un buen rato con el entrecejo fruncido. Aunque las noticias eran adversas, había cierto aire desenvuelto en la carta, como si el propio Saturnino diese por sentado que Mario era algo del pasado y estuviera dedicándose a reconsiderar las cosas. Cayo Mario no tenía garra para el electorado; había perdido influencia, dado que los germanos eran un peligro menor en comparación con la revuelta de esclavos en Sicilia y el abastecimiento de trigo. El monstruo Lamia había muerto.

Bien, pues el monstruo Lamia no estaba muerto, y Lucio Cornelio Sila estaba vivo para demostrarlo. Pero ¿qué interés había en enviar a Sila a Roma para que lo corroborara si él, Cayo Mario, no podía acompañarle? Sin apoyo y sin poder, Sila no lograría imponerse; tendría que explicar la historia a demasiados personajes adversarios de su comandante, hombres a quienes aquello de que un aristócrata romano hubiese estado casi dos años disfrazado de galo les parecía una farsa tan sin pies ni cabeza, que toda Roma acabaría pensando que era un cuento. No, o viajaban los dos a Roma o ninguno.

Tomó papel, pluma y tinta, y se dispuso a escribir a Lucio Apuleyo Saturnino.

 

Os habréis vengado, Lucio Apuleyo, pero recordad que fui yo quien hizo posible que sobrevivieseis hasta poder resarciros. Aún me estáis obligado, y yo espero de vos una clientela leal.

No supongáis que no puedo acudir a Roma. Aún puede presentarse la oportunidad. O, cuando menos, quiero que actuéis como si efectivamente, fuese a presentarme en Roma. Así que aquí está lo que quiero. La necesidad más inmediata es posponer las elecciones consulares, una tarea que vos y Cayo Norbano, como tribunos de la plebe, sois bien capaces de llevar a cabo. Lo haréis con todo entusiasmo, dedicando a ello todas vuestras energías. Después, espero que sepáis utilizar ese cerebro de que gozáis para aprovechar la primera oportunidad que os permita presionar al Senado y al pueblo para que me llamen a Roma.

Iré a Roma, no lo dudéis. Así que, si queréis elevaros mucho más en el tribunado del pueblo, os interesa seguir siendo el instrumento de Cayo Mario.

 

Y a finales de noviembre un viento del este trajo a Cayo Mario el inesperado beso de la diosa Fortuna, en forma de una segunda carta de Saturnino, que llegó por mar dos días antes de que el correo del Senado con los despachos alcanzase Glanum. Decía Saturnino, muy humilde:

 

No dudo de que vendréis a Roma. Al mismo día siguiente al recibo de vuestra aleccionadora nota, vuestro estimado colega Lucio Aurelio Orestes, segundo cónsul, murió de repente. Y, aun a riesgo de sufrir vuestras censuras, aproveché la oportunidad para forzar al Senado a que os llamase. No era ése el plan trazado por los padres de la patria, quienes mediante el portavoz de la cámara recomendaron que los padres conscriptos eligiesen un cónsul suffectus para ocupar la silla dejada vacante por Orestes. Pero, ¡oh sorprendente suerte!, el día anterior Escauro habia pronunciado un largo discurso en la cámara diciendo que vuestra presencia en la Galia Transalpina era una afrenta a la credulidad de todos los varones honrados y que habíais fabricado el pánico a los germanos para haceros elegir como auténtico dictador. Por supuesto, nada más morir Orestes, Escauro cambió de tonada completamente: la cámara no osaría llamaros a ejercer las funciones electorales teniendo Italia encima la amenaza germana, y, por consiguiente, la cámara debía nombrar un cónsul suplente para no interrumpir las elecciones.

Como no he tenido tiempo de comenzar a valerme del cargo de tribuno para posponer las elecciones, creo que ya es innecesario. En lugar de eso, me levanté en la cámara y pronuncié un sagaz discurso para que nuestro estimado príncipe del Senado pudiera interpretarlo de dos maneras. O hay una amenaza germana o no la hay. Y decidí aceptar su discurso del día anterior como su sincera opinión: no había amenaza germana. Por consiguiente, no había necesidad de ocupar la silla de marfil del finado cónsul con un suffectus. No, dije, hay que llamar a Cayo Mario y que Cayo Mario lleve a cabo la tarea para la que ha sido elegido. No necesitaba acusar a Escauro de modificar su punto de vista en el segundo discurso para acomodarse a las circunstancias. Todos lo entendieron.

Espero que ésta llegue antes que el correo oficial. La época del año favorece la ruta marítima, aunque, naturalmente, podríais deducir perfectamente los acontecimientos leyendo los comunicados del Senado. Pero si consigo que mi carta llegue antes que ellos, tendréis algo más de tiempo para planificar vuestra campaña en Roma. He comenzado a mover las cosas entre los electores, naturalmente, y cuando lleguéis a Roma dispondréis de una delegación de los más respetables dirigentes del pueblo que os rogará que os presentéis a las elecciones de cónsul.

BOOK: El primer hombre de Roma
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jagged Hearts by Lacey Thorn
Manacled in Monaco by Jianne Carlo
Justice Denied by J. A. Jance
Royal Pain by Mulry, Megan
The Boar by Joe R. Lansdale