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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (124 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Los veinte candidatos a la elección de tribuno de la plebe fueron compareciendo uno a uno, atentamente observados por Mario. El primero en hacerlo fue el tribuno presidente, Lucio Apuleyo Saturnino, al que la multitud comenzó a aclamar de forma ensordecedora, recibimiento que le causó una evidente sorpresa, como reparó Mario al cambiarse de sitio para poderle ver la cara. Saturnino estaba sin duda pensando en aquellos partidarios tan numerosos. ¿Qué no sería capaz de hacer respaldado por trescientos mil romanos del populacho? ¿Quién tendría valor para impedir que asumiera el cargo de tribuno de la plebe con aquella multitud dándole la aprobación?

Los que siguieron a Saturnino declarando su candidatura fueron recibidos con un silencio indiferente: Publio Furio, Quinto Pompeyo Rufo, de los Pompeyos de Picenum, Sixto Titio, de orígen samnita, y el pelirrojo de ojos grises y aire aristocrático Marco Porcio Catón Saloniano, nieto del campesino tusculano Catón el censor y biznieto de un esclavo celta.

El último en presentarse fue nada menos que Lucio Equitio, el curioso bastardo de Tiberio Graco a quien Metelo el Numídico había querido excluir de la lista del ordo equester. La multitud reanudó sus vítores en oleadas entusiásticas ante aquel legado del recordado Tiberio Graco. Mario comprobó lo acertada que era su metáfora del gigantesco toro manso, pues la muchedumbre comenzó a abalanzarse sobre Lucio Equitio, de pie en la tribuna, con absoluta ignorancia del poder que representaba. La inexorable ola achuchó a los que estaban en la zona de votación y sus inmediaciones, apiñándolos aún más. Modestas olas de pánico comenzaron a surgir entre los que iban a votar al notar aquella sensación angustiosa de terror irrefrenable que se siente en medio de una fuerza imposible de resistir.

Mientras todos permanecían paralizados, el parapléjico Mario dio apresuradamente un paso al frente y abrió brazos y manos, con las palmas dirigidas a la multitud, en gesto imperativo para que se detuviera. La muchedumbre se detuvo en seco y la avalancha disminuyó un tanto; ahora los vítores eran para Cayo Mario, el primer hombre de Roma, el tercer fundador de la urbe, el vencedor de los germanos.

—¡Rápido, estúpido! —espetó Mario a Saturnino, que seguía como arrobado y en trance por los gritos de aquellas gargantas vitoreantes—. ¡Decid que habéis oído truenos o lo que sea para desconvocar la asamblea! ¡Si no sacamos a los electores de aquí, la multitud los aplastará! —Luego hizo que los heraldos tocasen las trompetas y, en el silencio que se hizo después, alzó sus manos otra vez—. ¡Truenos! —gritó—. ¡Mañana se procederá a la votación! ¡Id a vuestras casas, pueblo de Roma! ¡A casa, a casa!

Y la multitud se marchó a casa.

Afortunadamente, la mayoría de los senadores se habían refugiado en la Curia, a donde Mario los siguió tan pronto como pudo abrirse paso. Advirtió que Saturnino había bajado de la tribuna y caminaba sin temor por entre las fauces de la multitud, sonriendo y abriendo los brazos como uno de aquellos místicos pisidianos que creían en la imposición de manos. ¿Y Glaucia, el pretor urbano? Había subido a la tribuna de los Espolones y observaba a Saturnino en el baño de multitudes, con una inmensa sonrisa.

Los rostros que se volvieron hacia Mario cuando entró en la Curia estaban pálidos y más serios que sonrientes.

—¡Vaya tinaja de pepinillos! —exclamó Escauro, príncipe del Senado, tan tieso como de costumbre, pero algo acobardado.

—¡Os ruego que os marchéis a vuestras casas! —dijo Mario con firmeza, mirando a los grupos de senadores—. La muchedumbre no os hará nada, pero id por el Argiletum aunque vayáis camino del Palatino. El único inconveniente será una buena caminata hasta casa. ¡Vamos, marchaos!

A los que quería que se quedasen les fue dando en el hombro; eran sólo Sila, Escauro, Metelo Caprario el censor, Ahenobarbo, pontífice máximo, Craso Orator y Escévola, primo de Craso, que eran los ediles curules. Notó que, curiosamente, Sila se acercaba a Cepio hijo y a Metelo el joven, les susurraba algo y les daba en la espalda lo que le pareció unas sospechosas palmadas afectuosas cuando salían del edificio. Tengo que enterarme de lo que está sucediendo —se dijo Mario—, pero más tarde; cuando tenga tiempo. Si es que lo tengo, dadas las circunstancias.

—Bien, hoy hemos visto algo desconocido para nosotros —dijo—. Pavoroso, ¿no es cierto?

—No creo que sean de temer —replicó Sila.

—Ni yo —añadió Mario—, pero siguen siendo un toro gigantesco que no conoce su propia fuerza —añadió dirigiendo un gesto al escriba mayor—. Mandad a alguien inmediatamente al Foro y que venga el presidente del colegio de lictores.

—¿Qué sugerís que hagamos? —inquirió Escauro—. ¿Aplazar las elecciones plebeyas?

—No, más vale que las celebremos y nos las quitemos de encima —respondió Mario, decidido—. En este momento el toro de la muchedumbre es una bestia mansa, pero ¿quién sabe hasta qué extremo puede enfurecerse si se acentúa el hambre? No esperemos a que tenga heno en los cuernos como indicio de que cornea, porque nos cornearía mortalmente. He mandado llamar al comandante de los lictores porque creo que lo mejor es engañar al toro mañana con una barrera que pueda saltar. Haré que los esclavos del servicio público trabajen toda la noche y monten una inocua barrera en torno a la zona de votaciones y el espacio entre ésta y las gradas del Senado, como las que ponemos en el Foro para impedir que el público invada el área de combate durante los juegos funerarios, porque a eso están acostumbrados y no lo considerarán una muestra de temor por nuestra parte. Luego situaré a todos los lictores urbanos en la parte interior del perímetro, con sus túnicas rojas y sin toga, y únicamente armados de bastones. Hagamos lo que hagamos, no debemos dar la impresión al peligroso toro de que es más grande y más fuerte que nosotros, porque los toros piensan, ¿sabéis? Mañana celebramos las elecciones tribunicias, y poco me importa si sólo acuden treinta y cinco personas a votar. Lo que quiere decir que cuando vayáis a vuestras casas, paséis a visitar a los senadores que conozcáis en la vecindad para que mañana acudan a votar. Así tendremos la seguridad de que hay al menos un miembro de cada tribu. Será una votación exigua, pero una votación en cualquier caso. ¿Lo habéis entendido todos?

—Entendido —contestó Escauro.

—¿Dónde está hoy Quinto Lutacio? —preguntó Sila a Escauro.

—Creo que se encuentra enfermo —contestó éste—. Debe de ser verdad porque no es ningún pusilánime.

Mario miró al censor Metelo Caprario.

—En vos, Cayo Cecilio, recaerá mañana la peor tarea —dijo—, pues cuando Equitio se declare candidato, yo os preguntaré si se lo permitís. ¿Qué diréis?

—Responderé que no, Cayo Mario —contestó Caprario sin vacilar—. ¿Elegido tribuno de la plebe un hombre que ha sido esclavo? Es impensable.

—Muy bien, eso es todo. Gracias —dijo Mario—. Podéis marcharos, y mañana traed a todos vuestros atemorizados colegas. Lucio Cornelio, quedaos, porque voy a encargaros de los lictores y conviene que estéis presente cuando llegue el que los manda.

 

La multitud volvió a invadir el Foro al amanecer y se encontró con la zona de comicios delimitada por la cerca de estacas y cuerdas que veía siempre que allí se celebraban los combates de gladiadores en honor de algún fallecido famoso. Cada determinado número de pasos dentro del perímetro había apostado un lictor en túnica carmesí con un largo palo. Nada de particular había en ello. Y cuando Cayo Mario dio un paso al frente y explicó a voces que no quería que nadie pereciese aplastado, la aclamación fue tan estentórea como el día anterior. Lo que no veía la muchedumbre era el grupo que había dentro de la Curia Hostilia, alojado allí por Sila mucho antes del amanecer y formado por cincuenta miembros jóvenes de la primera clase, todos con coraza y casco, espada, puñal y escudo. El enardecido Cepio hijo era el lugarteniente, pues Sila ostentaba el mando.

—Sólo saldremos si yo doy la orden —dijo Sila—. Que quede claro. Si alguien da un paso sin que yo lo ordene, lo mato.

En la tribuna de los Espolones todo estaba dispuesto y ya en la zona de comicios comenzaba a congregarse un sorprendente número de electores junto con la mitad de los senadores aproximadamente, mientras que los patricios miembros de la cámara permanecían en pie en las gradas del Senado, como de costumbre. Entre ellos se encontraba Catulo César, con un aspecto enfermizo que habría requerido una silla; se hallaba también entre ellos el censor Caprario, otro cuya categoría plebeya le habría permitido participar en la elección, pero que quería estar a la vista de todos.

Cuando Saturnino declaró su candidatura una vez más, la multitud le vitoreó hasta el delirio. Era evidente que la imposición de manos del día anterior daba excelentes resultados. Y, como la jornada anterior, los demás candidatos fueron acogidos con silencio. Hasta que en último lugar se personó Lucio Equitio.

Mario se dio la vuelta para ponerse de cara a la escalinata del Senado y alzó su ceja móvil a guisa de interrogante dirigido a Metelo Caprario, quien asintió enérgicamente con la cabeza. Era imposible preguntarle en voz alta porque la multitud aclamaba sin cesar a Lucio Equitio.

Los heraldos tocaron las trompetas, y al dar Mario un paso al frente se hizo el silencio.

—¡Este hombre, Lucio Equitio, no reúne condiciones para ser elegido tribuno de la plebe! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Existen dudas sobre su ciudadanía, que el censor debe aclarar antes de que Lucio Equitio pueda desempeñar un cargo público por cuenta del Senado del pueblo de Roma!

Saturnino pasó rozando a Mario y se situó al mismo borde de la tribuna de los Espolones.

—¡Niego que exista irregularidad!

—Declaro por cuenta del censor que existe irregularidad —replicó Mario, impasible.

—¡Lucio Equitio es tan romano como vosotros! —clamó Saturnino dirigiéndose a la muchedumbre—. ¡Miradle, no tenéis más que mirarle! ¡Es la viva imagen de Tiberio Graco!

Pero Lucio Equitio estaba mirando hacia abajo, a un lugar fuera de la vista de la muchedumbre, incluso los de las primeras filas. En aquel lugar que miraba Equitio había unos cuantos senadores e hijos de senadores sacando puñales y porras de las togas y rebulléndose como dispuestos a bajarle de la tribuna.

Lucio Equitio, valiente veterano con diez años en las legiones, según su propia versión, retrocedió, se volvió hacia Mario y se aferró a su brazo.

—¡Ayudadme! —gimoteó.

—Con una patada os ayudaría, imbécil alborotador —gruñó Mario—. Pero de lo que ahora se trata es de celebrar la elección y acabar de una vez. Podéis quedaros, pero si permanecéis en la tribuna corréis el riesgo de que os linchen. Lo mejor que puedo hacer por salvar vuestro pellejo es encerraros en la Lautumiae hasta que todos se hayan ido a casa.

Dos docenas de lictores se apostaron en la tribuna, la mitad de ellos con los fasces porque eran la guardia del cónsul Cayo Mario, quien los formó como escolta de Lucio Equitio y les ordenó dirigirse a la Lautumiae; a su paso, el mar de la multitud se abrió en virtud de la autoridad representada por aquellos haces de varitas atadas con cordel rojo.

No acabo de creérmelo, pensó Mario, siguiendo con la mirada el movimiento de apertura de la muchedumbre. Oyéndolos aclamarle, se diría que lo adoran como a un dios, y ahora debe parecerles que he mandado arrestarle. ¿Y qué hacen? Lo que siempre han hecho sin vacilar cuando ven una fila de lictores que marchan con los fasces al hombro y la toga bordada en púrpura flotando a la espalda: abrir paso a la majestad de Roma. Ni por un Lucio Equitio destruirían el poder de los haces y la toga bordada en púrpura. Ahí va Roma. ¿Qué es un Lucio Equitio? Una réplica lamentable de Tiberio Sempronio Graco a quien tanto quisieron. ¡No vitorean a Lucio Equitio! Vitorean al recuerdo de Tiberio Graco.

Y una nueva emoción henchida de orgullo llenó el ser de Cayo Mario conforme seguía contemplando aquella especie de aleta formada por los lictores abriéndose paso por entre el populacho romano; un orgullo por las tradiciones y las costumbres de seiscientos cincuenta y cuatro años atrás, tan enraizadas aún que podían afrontar una ola mayor que la de la invasión germana simplemente portando al hombro unos haces de varillas. Y yo —pensó— aquí estoy con mi toga bordada en púrpura, sin temor a nada por el simple hecho de vestirla, y sé que soy más grande que ningún rey de los que ha pisado el orbe. Pues no tengo ejército, y dentro de la ciudad no llevo hachas en los haces, ni guardia con espadas; y sin embargo me abren paso por el mero símbolo de mi autoridad, unos haces y un trozo informe de tela ribeteado de menos cantidad de púrpura de la que pueden ver a diario en una horrenda salatrix tonsa haciendo el artículo. Sí, prefiero ser cónsul de Roma a rey del universo.

Regresaron los lictores de la Lautumiae y poco después volvía Lucio Equitio, a quien la muchedumbre había rescatado de su encierro y ahora le hacía subir a la tribuna sin alboroto, casi como pidiendo perdón, le pareció a Mario. Y allí estaba, hecho una ruina y temblando, deseando desaparecer. Mario entendió claramente el aviso de la muchedumbre: llena el cubo que tengo hambre; no escondas la comida.

Entretanto, Saturnino seguía adelante con el proceso electoral lo más rápido posible, ansiando salir elegido antes de que se produjera un imprevisto. Llenaban su cabeza sueños futuros, con la potencia y la majestad de aquella multitud y la adoración que le mostraban. ¿Vitoreaban a Lucio Equitio porque se parecía a Tiberio Graco? ¿Vitoreaban a aquel viejo idiota de Cayo Mario porque había salvado a Roma de los bárbaros? ¡Ah, pero a Equitio y a Mario no los vitoreaban igual que a él! ¡Y qué instrumento mas ideal; nada de escoria de los lupanares del Subura! Aquella multitud la formaban gente respetable, con el estómago vacío pero de principios inquebrantables.

Uno a uno fueron avanzando los candidatos y las tribus procedieron a votar, mientras los escribas repasaban febrilmente las listas; Mario y Saturnino supervisaban la operación; hasta el momento en que, el último de todos, compareció Lucio Equitio. Mario miró a Saturnino. Saturnino miró a Mario. Y éste dirigió la mirada hacia las gradas del Senado.

—¿Qué deseáis que diga esta vez, Cayo Cecilio Metelo Caprario? —dijo Mario con voz estentórea—. cQueréis que siga negando a este hombre el derecho a presentarse a la elección, o retiráis el impedimento?

Caprario miró desesperado a Escauro, quien miró al demudado Catulo César, que miró al pontífice máximo Ahenobarbo, quien no quiso mirar a nadie, produciéndose una larga pausa. La multitud los miraba a todos en silencio, fascinada, sin tener la más remota idea de lo que sucedía.

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