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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (121 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Inmediatamente comenzó a llenarse el Foro Romano con multitudes de una clase nunca vista, mientras que los habituales concurrentes desaparecían o permanecían discretamente detrás de los recién llegados. Eran muchedumbres de proletarios y de gentes de la quinta clase con cara de pocos amigos. Los senadores y otros magistrados comenzaron a sufrir el abucheo de miles de bocas conforme caminaban por lo que ellos consideraban su propio territorio; pero al principio no se intimidaron gran cosa. Luego, los abucheos se convirtieron en una verdadera lluvia de basura, excrementos, estiércol, fango pestilente del Tíber y cosas podridas. Ante lo cual, el Senado eludió la confrontación suspendiendo sus sesiones y dejando que fuesen banqueros, mercaderes, abogados y tribunos del Tesoro quienes sufrieran solos la afrenta en sus personas.

No sintiéndose lo bastante fuerte para adoptar la iniciativa, el segundo cónsul Flaco dejó correr el asunto, mientras Cepio hijo y Metelo el joven se regocijaban por el éxito de su plan. Si en invierno morían unos cuantos miles de pobres del censo por cabezas, menos bocas habría que alimentar.

Y en ese momento, el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo Saturnino convocó la Asamblea plebeya y propuso una ley frumentaria: el Estado estaba obligado a adquirir inmediatamente todo el trigo, cebada y mijo de Italia y la Galia itálica y ponerlo a la venta al precio absurdamente módico de un sestercio por modius. Naturalmente, Saturnino no hizo mención alguna de la imposibilidad logística del transporte de mercancías desde la Galia itálica a las regiones al sur de los Apeninos, ni del hecho de que al sur de los Apeninos casi no había grano que comprar. Lo que él quería era la multitud y para ello tenía que situarse ante ella como su único valedor.

La oposición casi no existía dada la ausencia de sesiones del Senado, ya que la carestía de grano afectaba a todos los romanos de categoría inferior a la de los ricos. Toda la cadena de alimentación y sus miembros estaban de parte de Saturnino, igual que la tercera y cuarta clases y hasta muchas centurias de la segunda clase. Ya en la segunda quincena de noviembre toda Roma estaba de parte de Saturnino.

—¡Si la gente no puede comprar trigo no habrá pan! —gritaba el gremio de molineros y panaderos.

—¡Si la gente pasa hambre no trabaja bien! —gritaba el gremio de la construcción.

—Si la gente no puede alimentar a sus hijos, ¿qué será de sus esclavos? —tronaba el gremio de los libertos.

—¡Si la gente tiene que dedicar todo el dinero a comida, no podrá pagar el alquiler! —se lamentaba el gremio de caseros.

—Si la gente pasa tanta hambre que se entrega a asaltar tiendas y puestos de mercados, ¿qué haremos? —se preguntaba el gremio del comercio.

—¡Si la gente invade las huertas para buscar comida, no podremos producir nada! —clamaba el gremio de hortelanos.

Porque no se trataba de una simple hambruna en la que murieran unos cuantos miles de personas del censo por cabezas. Si el ciudadano medio y el pobre no podían comer, ello repercutía en mil clases de negocios y profesiones. En resumen, que una hambruna era un desastre económico. Pero el Senado no se reunía ni en los templos, fuera del concurrido espacio del Foro, y dejó que Saturnino propusiera una solución, solución basada en una falsa premisa: que había grano para que lo adquiriese el Estado. El, personalmente, pensaba que sí lo había, pues juzgaba que era una crisis totalmente prefabricada, imputable a un pacto entre los padres de la patria del Senado y los capitostes de las empresas abastecedoras de grano.

Los miles de rostros que llenaban el Foro se volvían hacia él como girasoles, y Saturnino, dejándose arrebatar apasionadamente por la fuerza de su oratoria, comenzó a creerse todo lo que vociferaba, a verse apoyado por toda aquella multitud de rostros atentos y a maquinar una nueva modalidad de gobierno. ¿Qué importaba realmente el consulado? ¿Qué importancia podían tener los senadores, cuando la muchedumbre los obligaba a refugiarse en sus casas con las orejas gachas? Con las apuestas en la mesa y los dados a punto de ser arrojados, lo único que importaba era aquella multitud de rostros. Ellos eran el auténtico poder, y los que creían tenerlo, únicamente lo tenían mientras lo permitiese aquella multitud de rostros.

Así que, ¿qué importaba realmente el consulado? ¿Qué podía importar el Senado? ¡Cháchara, humo, nada! No había en Roma ni en sus cercanías tropas, salvo en los centros de reclutamiento de Capua. Los cónsules y el Senado no conservaban el poder sin el respaldo de la fuerza de las armas ni de las masas. El verdadero poder estaba allí en el Foro; allí estaban las masas para respaldar el auténtico poder. ¿Por qué tenía uno que ser cónsul para ser el primer hombre de Roma? ¡No hacía falta! ¿Se había dado cuenta de ello Cayo Graco? ¿O le habían obligado a matarse antes de darse cuenta?

¡Yo seré el primer hombre de Roma!, pensó Saturnino contemplando aquellos miles de rostros. Pero sin ser cónsul; simplemente como tribuno de la plebe. Con el auténtico poder investido a los tribunos de la plebe y no a los cónsules. Si Cayo Mario se hacía elegir cónsul prácticamente a perpetuidad, ¿qué iba a impedir que Lucio Apuleyo Saturnino se hiciera elegir tribuno de la plebe a perpetuidad?

No obstante, Saturnino eligió un día tranquilo para aprobar su ley frumentaria, principalmente porque no había perdido la capacidad para comprender que la oposición a la distribución de grano barato debía seguir pareciendo elitista y arbitraria, y, por consiguiente, no debía haber una gran multitud en el Foro que diera al Senado ocasión de acusar a la Asamblea plebeya de alborotos, desórdenes y violencia, para denunciar la invalidez de la ley. Aún le dolía la segunda ley agraria, la deserción de Cayo Mario y el exilio de Metelo el Numídico; que la ley siguiera inscrita en las tablillas era obra suya, no de Cayo Mario, lo que le convertía en el verdadero artífice de las concesiones de tierras a los veteranos de los ejércitos proletarios.

En noviembre había pocas fiestas, sobre todo fiestas en las que pudiesen reunirse los comicios. Pero la ocasión de disponer de un día tranquilo se le presentó al morir un caballero riquísimo. Sus hijos organizaron unos variados juegos funerarios de gladiadores en su honor, y como escenario de los juegos, en lugar del habitual del Foro, eligieron el Circo Flaminio para evitar las muchedumbres que a diario se congregaban en el Foro.

Cepio hijo echó por tierra los planes de Saturnino. Se convocó la Asamblea de la plebe y los presagios fueron favorables; en el Foro estaban los habituales porque las masas habían acudido al Circo Flaminio y los otros tribunos de la plebe estaban ocupados sacando a suertes el orden de votación de las tribus. Saturnino estaba en la tribuna de los Espolones, exhortando a los grupos de tribus que se iban congregando en la zona de comicios para que le dieran el voto.

Dada la reiterada falta de reuniones del Senado, no se le había ocurrido a Saturnino que hubiese miembros del mismo vigilando los acontecimientos del Foro, salvo sus nueve colegas tribunos de la plebe, quienes, aquellos días, se limitaban a hacer lo que les decía. Pero había algunos senadores que sentían tanto desprecio como el propio Saturnino por la cobarde actitud de la cámara. Eran todos gente joven, en el año de la cuestura o con dos años más, y todos con aliados entre los hijos de senadores y de caballeros de la primera clase; gente aun demasiado joven para ingresar en el Senado y ocupar puestos de responsabilidad en las empresas paternas. Se reunían en grupos en sus casas y eran Cepio hijo y Metelo el joven quienes los animaban, contando con un consejero de confianza de más edad, que estructuraba lo que de otro modo no habría pasado de ser una simple serie de exaltadas discusiones producto de un excesivo consumo de vino.

Este consejero no tardó en convertirse en una especie de ídolo, pues poseía las cualidades que tanto admiran los jóvenes: era audaz, intrépido, flemático, sofisticado, tenía fama de vividor y mujeriego, era muy inteligente, tenía estilo y un impresionante historial militar. Se llamaba Lucio Cornelio Sila.

Hallándose Mario enfermo en Cumas desde un tiempo que ya parecían meses, Sila se había dedicado a observar los acontecimientos de Roma de un modo que Publio Rutilio Rufo, por ejemplo, jamás habría podido imaginar. Los motivos de Sila no dimanaban exclusivamente de su lealtad a Mario. Después de su conversación con Aurelia, había examinado objetivamente sus perspectivas de ingresar en el Senado, llegando a la conclusión de que Aurelia tenía razón: él, igual que Cayo Mario, sería lo que un hortelano llamaría fruta tardía. En cuyo caso no tenía objeto que se buscase amistades y alianzas entre los senadores de más edad que él. Escauro, por ejemplo, le resultaba inútil. ¡Y qué adecuada fue esa decisión en concreto! Eso le mantendría alejado de la deliciosa esposa del príncipe del Senado, ya madre de la niña Emilia Escaura. Al recibir la noticia de que Escauro era padre de una niña, Sila había sentido un auténtico arrebato de placer. Bien se lo merecía aquel chivo rijoso.

Pensando en salvaguardar su propio futuro político a la vez que conservaba a Mario, Sila se dedicó a cortejar a la generación senatorial más joven, centrándose en los más maleables, más influenciables, menos inteligentes y más acaudalados de las principales familias, o en los tan engreídos que fácilmente sucumbían a sus sutiles halagos. Sus primeros objetivos fueron Cepio hijo y Metelo el joven; Cepio porque era un patricio obtuso muy relacionado con jóvenes como Marco Livio Druso (a quien Sila ni por un momento pensó en cortejar), y Metelo el joven porque estaba al tanto de lo que sucedía en los ambientes de los boni. Nadie mejor que Sila sabía cómo cortejar a los jóvenes, pese a que sus propósitos no encerrasen ninguna intención sexual, y no tardó en tener una buena audiencia, adoptando un acercamiento con un matiz de complacencia por sus juveniles actitudes, como si insinuara que fuese a cambiar de idea y tomarlos en serio. Tampoco eran adolescentes; los mayores tenían sólo siete u ocho años menos que él y el más joven quince o dieciséis menos. Es decir, lo bastante mayores para considerarse formados y lo bastante jóvenes para que Sila los desconcertara; un núcleo de seguidores senatoriales que con el tiempo sería de gran utilidad para un hombre dispuesto a ser cónsul.

En aquel momento, la principal preocupación de Sila era Saturnino, a quien llevaba observando muy de cerca desde que las primeras multitudes comenzaran a congregarse en el Foro y se iniciaran los primeros acosos a los dignatarios togados. Que la lex Appuleia frumentaria hubiese sido aprobada o no, no le preocupaba a Sila; lo que hacía falta, pensó, es que a Saturnino se le demostrara que no iba a salirse con la suya.

Cuando unos cincuenta jóvenes de buena familia se reunieron en casa de Metelo el joven la víspera del dia en que Saturnino pensaba aprobar la ley frumentaria, Sila se mantuvo callado y escuchó lo que decían, adoptando un aire de indolente regocijo, hasta que Cepio hijo se volvió hacia él y le preguntó qué le parecía que debían hacer.

Su aspecto era magnífico, con aquel pelo rojo dorado, cortado para dar mayor relieve a las ondas, y su impecable cutis blanco, con cejas y pestañas oscuras (no sabían ellos que se las perfilaba con stibium porque de lo contrario no se veían) en contraste, y aquellos ojos glaciales tan obsesionantes como los de un gato.

—Creo que todo lo que decís es agua de borrajas —contestó.

Metelo el Meneitos hijo se había criado en el criterio de que Sila era el simple peón de Mario, y, como buen romano, nada tenía contra alguien que perteneciese a una facción; imaginaba que no se le podía desvincular de la misma.

—No es que sea agua de borrajas, es que no sabemos cuál es la táctica adecuada —graznó sin tartamudear.

—¿Os importa cierta violencia? —inquirió Sila.

—No si es para defender el derecho del Senado a decidir cómo ha de gastarse el dinero público de Roma —contestó Cepio hijo.

—Pues de eso se trata —dijo Sila—. Al pueblo nunca se le ha concedido el derecho a gastar el dinero de Roma. Que el pueblo haga las leyes, eso no lo cuestionamos, pero es el Senado el que ostenta el derecho a denegar los fondos. Si nos despojan de nuestro derecho a apretar las correas de la bolsa, no tendremos poder alguno. El dinero es el único medio por el que podemos convertir en impotentes las leyes del pueblo cuando no estemos de acuerdo con ellas. Así nos enfrentamos a las leyes frumentarias de Cayo Graco.

—No podremos impedir que el Senado vote los fondos cuando se apruebe la ley —dijo Metelo hijo sin tartamudear, porque entre sus íntimos nunca lo hacía.

—¡Claro que no! —dijo Sila—. Ni tampoco podremos impedir que la aprueben. Pero, de todos modos, podemos demostrar a Lucio Apuleyo algo de nuestra fuerza.

Así, mientras Saturnino arengaba a sus electores a que votasen debidamente la lex Appuleia frumentaria, con la muchedumbre en el Circo Flaminio y desarrollándose la votación tan rigurosamente como cualquier consular habría podido exigir, Cepio hijo encabezaba un grupo de unos doscientos partidarios hacia el bajo Foro Romano. Armados con bastones y palos de madera, la mayoría eran musculosos individuos de papada caída, indicio de ser ex gladiadores reducidos a la condición de alquilar sus servicios para una tarea que requiriese fuerza o capacidad para ser peligrosos. Aunque los cincuenta habían estado en casa de Metelo el Meneitos hijo la noche anterior, era Cepio hijo quien los dirigía. Lucio Cornelio Sila no iba con ellos.

Saturnino se encogió de hombros y miró impasible cómo el grupo cruzaba el Foro, se volvió hacia la saepta y desconvocó la asamblea.

—¡No habrá cabezas rotas por mi culpa! —gritó a los electores, que se dispersaron alarmados—. ¡Id a casa y volved mañana! ¡Mañana aprobaremos la ley!

Al día siguiente, el censo por cabezas volvía a la zona de comicios, ningún grupo de matones senatoriales se presentó a disolver la asamblea y la ley fue aprobada.

—Lo único que pretendía hacer, redomado imbécil —dijo Saturnino a Cepio hijo cuando se encontraron en el templo de Júpiter optimus Maximus en el que Valerio Flaco había considerado que los padres conscriptos estarían a salvo de la muchedumbre mientras trataban de la financiación de la lex Appuleia frumentaria, era aprobar una ley en una asamblea legalmente convocada. No había multitudes y el ambiente era pacífico; y los presagios, impecables. ¿Y qué sucede? Vos y vuestros amigos cretinos irrumpís dispuestos a romper unas cuantas cabezas. —Se volvió hacia los grupos de senadores que había cerca—. ¡No me reprochéis que la ley tuviera que ser aprobada en medio de veinte mil proletarios! ¡Reprochádselo a este loco!

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