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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (116 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Ahí lo tenéis! —vociferó con voz chillona Catulo César desde la escalinata del Senado—. ¡Ahí lo tenéis! ¡Escuchadle! ¡No habla de Roma! ¡Italia, Italia, Italia, siempre Italia! ¡Él no es romano y Roma le trae sin cuidado!

—¡Italia es Roma! —tronó Mario—. ¡Son uno y lo mismo! ¡Sin una, la otra no podría existir! ¿Es que no han dado sus vidas romanos e itálicos en los ejércitos de Roma? Y si eso es así, y no puede negarse, ¿por qué un soldado ha de ser distinto de otro?

—¡Italia! —gritó Catulo César—. ¡Siempre Italia!

—¡Bobadas! —replicó Mario—. ¡La primera asignación de tierras es para soldados romanos, no itálicos! ¿Acaso demuestra eso un favoritismo por los itálicos? ¿Y no es mejor que de los miles de veteranos de las legiones que vayan a esas colonias, tres de los itálicos que las compongan reciban la ciudadanía romana? ¡He dicho tres, pueblo de Roma! ¡No tres mil itálicos, pueblo de Roma! ¡No trescientos itálicos, pueblo de Roma! ¡No tres docenas de itálicos, pueblo de Roma! ¡Tres! ¡Una gota en medio de tantos millares! ¡Una gota ínfima en un océano humano!

—¡Una gota de veneno en un océano humano! —gritó Catulo César desde la escalinata del Senado.

—La ley dice que los soldados romanos serán los primeros en recibir las tierras, pero ¿dónde dice que las primeras tierras concedidas sean las mejores? —gritó Metelo el Numídico.

Pero, a pesar de la oposición, la Asamblea de la plebe aprobó la primera de las leyes agrarias que afectaba a diversas parcelas públicas que Roma había subarrendado a terratenientes absentistas.

Quinto Popedio Silo, que se había convertido en el portavoz de los marsos pese a su juventud, había acudido a Roma a escuchar los debates sobre las leyes agrarias; le había invitado Marco Livio Druso y se alojaba en casa de éste.

—Organizan mucha polémica con ese tema de Roma e Italia, ¿no? —inquirió Silo, que nunca había tenido noticia de semejante debate.

—Ya lo creo —contestó Druso, compungido—. Es una actitud que sólo cambiará con el tiempo. Al menos eso espero, Quinto Popedio.

—Y eso que no te gusta Cayo Mario.

—Detesto a ese hombre, pero he votado por él —replicó Druso.

—Han pasado cuatro años desde la batalla de Arausio —añadió Silo, pensativo—. Sí, quizá tengas razón; las cosas irán cambiando. Dudo mucho que antes de Arausio Cayo Mario hubiese podido incluir tropas itálicas entre los colonos.

—Gracias a Arausio obtuvieron la libertad los esclavos itálicos por deudas —dijo Druso.

—Me alegra saber que no murieron inútilmente. Sin embargo, mira Sicilia; allí no se libertó a los esclavos y sí murieron.

—Es una vergüenza lo de Sicilia —contestó Druso enrojeciendo—. La culpa la tuvieron dos magistrados romanos corruptos y egoistas. ¡Dos mentulae miserables! Puede que no te gusten, Quinto Popedio, pero tienes que admitir que un Metelo el Numídico o un Emilio Escauro no mancharían la orla de su toga con una estafa de trigo.

—Sí, no digo que no, Marco Livio —replicó Silo—, pero ellos siguen creyendo que ser romano es lo más exclusivo del mundo y que ningún itálico merece la adopción.

—¿Adopción?

—Bueno, ¿no es eso realmente el otorgamiento de la ciudadanía romana? Una adopción por la que se entra en la familia de Roma...

—Tienes razón —dijo Druso con un suspiro—. Lo único que cambia es el nombre. Pero la concesión de la ciudadanía no convierte en romano a un itálico ni a un griego. Conforme pasa el tiempo, el Senado se resiste cada vez más a crear romanos artificiales.

—Entonces, quizá sea cometido de los itálicos hacernos romanos artificiales —dijo Silo—, con la aprobación del Senado o sin ella.

Una segunda ley agraria siguió a la primera; ésta afectaba a todas las nuevas tierras públicas conquistadas por Roma en el curso de las guerras contra los germanos. Fue, con gran diferencia, la más importante de las dos, porque tales tierras eran prácticamente vírgenes y no estaban explotadas a gran escala por agricultores o ganaderos, y eran potencialmente ricas en minerales y piedras preciosas. Todas ellas se hallaban en la Galia Transalpina occidental, en torno a Narbo, Tolosa, Carcasso, y en la Galia Transalpina central, además de una zona en la Hispania Citerior, que se había sublevado mientras los cimbros presionaban junto a los Pirineos.

Había muchos caballeros romanos y muchas empresas deseosas de expansionarse en la Galia Transalpina, y todos habían cifrado sus esperanzas en la derrota de los germanos, solicitando de sus patrones en el Senado que les asegurasen el acceso al nuevo ager publicus Galiae. Por lo que ahora, al ver que la mayor parte iba a parar a manos de los soldados proletarios, asumieron una furiosa protesta, desconocida desde la época de los Gracos.

A medida que el Senado se endurecía, igual sucedió con la primera clase de caballeros, otrora principales partidarios de Mario, quienes ahora veían frustrada su posibilidad de convertirse en terratenientes absentistas de la Galia Ulterior y se volvieron sus más encarnizados adversarios. Los agentes de Metelo el Numídico y de Catulo César circulaban por todas partes divulgando acusaciones.

—Da lo que pertenece al Estado como si él fuese dueño de las tierras y el Estado propiedad suya —era una de las acusaciones, pronto generalizada.

—Pretende apoderarse del Estado, ¿por qué tiene que ser cónsul otra vez, ahora que se ha derrotado a los germanos?

—¡Roma nunca ha recompensado a sus soldados con tierras!

—¡A los itálicos se les da más de lo que merecen!

—¡La tierra arrebatada a los enemigos de Roma pertenece exclusivamente a los romanos, no a latinos y a itálicos también!

—¡Empieza con el ager publicus en el extranjero, pero antes de que nos demos cuenta estará repartiendo el ager publicus de Italia y se lo dará a los itálicos!

—¡Se autoproclama tercer fundador de Roma, pero lo que realmente quiere es convertirse en rey de Roma!

Y la retahíla no acababa. Cuanto más clamaba Mario desde la tribuna del Foro y en el Senado que Roma necesitaba sembrar las provincias de colonias de romanos corrientes, que los soldados veteranos constituirían buenas guarniciones y que las tierras romanas en el extranjero las cuidarían mejor muchos hombres humildes que un puñado de hombres ilustres, más acerba se volvía la oposición. Crecía en vez de disminuir por reiterativa y cada día era más fuerte y tenaz. Hasta que, poco a poco, sutilmente, casi involuntariamente, la actitud pública ante la segunda ley agraria de Saturnino comenzó a cambiar. Muchos de los personajes relevantes de la plebe —y los había entre los que frecuentaban el Foro, así como entre los caballeros más influyentes— comenzaron a dudar de que Mario tuviera razón, porque nunca habían visto semejante oposición.

—No puede haber humo sin fuego —comenzaron a decirse entre sí y a los que los escuchaban porque eran personas importantes.

—Esto ya no es una rencilla senatorial; está demasiado generalizada.

—Cuando una persona como Quinto Cecilio Metelo el Numídico, que además de cónsul ha sido censor, y todos recordamos lo bien que actuó siendo censor, sigue acrecentando el número de partidarios, debe ser por algo.

—Ayer oí que un caballero cuyo apoyo necesita desesperadamente Cayo Mario le hizo un desaire en público, y que las tierras de Tolosa que tenía prometidas se las va a dar ahora a los veteranos proletarios.

—A mí me han dicho que le han oído decir que quiere conceder la ciudadanía a todos los itálicos.

—Es su sexto consulado y el quinto sucesivo. El otro dia le oyeron decir en una cena que ya no dejará de ser cónsul y que va a presentarse todos los años hasta que muera.

—¡Lo que quiere es ser rey de Roma!

Éste fue el resultado de la campaña de rumores desatada por Metelo el Numídico y Catulo César. Y, de pronto, incluso Glaucia y Saturnino comenzaron a temerse que la segunda ley agraria estuviera condenada al fracaso.

—¡Tengo que conseguir esas tierras! —exclamó Mario, desesperado, dirigiéndose a su esposa, que había estado varios días aguardando pacientemente a que hablase de sus asuntos con ella. No porque tuviese nuevas ideas que ofrecerle ni nada positivo que decir, sino porque sabía que era la única persona amiga que tenía a su lado. Sila había regresado a la Galia Transalpina después del triunfo y Sertorio había emprendido viaje a la Hispania Citerior para ver a su esposa germana y a su hijo.

—Cayo Mario, ¿es realmente tan esencial? —inquirió Julia—. ¿De verdad que tanto importaría si tus soldados no reciben tierras? A los soldados romanos nunca se les han concedido tierras; no existe ningún precedente. Y no podrán reprocharte que no lo hayas intentado.

—No lo entiendes —replicó él, impaciente—. Ya no tiene que ver con los soldados, sino con mi dígnítas, mi posición en la vida pública. Si no se aprueba la ley, dejaré de ser el primer hombre de Roma.

—¿Y no puede ayudarte Lucio Apuleyo?

—Hace lo que puede, ¡bien lo saben los dioses! Pero en lugar de ganar terreno, estamos perdiéndolo. Me siento como Aquiles en el río, incapaz de salir del agua porque la orilla se aleja; subo un poco con grandes esfuerzos y luego retrocedo el doble. ¡Hay increíbles rumores, Julia! Y no hay modo de contrarrestarlos porque no se dicen abiertamente. Si hubiese una décima parte de verdad en las cosas que se me atribuyen, hace tiempo que me habrían condenado a empujar una roca cuesta arriba en el Tártaro.

—Bien, sí, las campañas de difamación no se pueden combatir —comentó Julia con toda naturalidad—. Tarde o temprano, los rumores se hacen tan absurdos que todos se despiertan con un sobresalto. Es lo que va a suceder en este caso. Te han matado, pero seguirán apuñalándote hasta que toda Roma esté más que harta. La gente es terriblemente ingenua y crédula, pero hasta los más ingenuos y crédulos tienen su límite. Estoy segura de que aprobarán la ley, Cayo Mario. No te impacientes y espera a que la opinión cambie de rumbo a favor tuyo.

—Oh, sí, es muy posible que sea como tú dices, Julia, pero ¿qué puede impedir que la cámara la derogue en cuanto Lucio Apuleyo cese en el cargo y yo no disponga de un tribuno de la plebe como él para contener al Senado? —gruñó Mario.

—Entiendo.

—¿De verdad?

—Por supuesto. Soy una Julio César, esposo mío, lo que significa que me he criado oyendo comentarios sobre política, pese a que mi sexo me impidiese la carrera pública —replicó ella mordiéndose el labio—. Es un problema, ¿verdad? Las leyes agrarias no pueden llevarse a la práctica de la noche a la mañana; tardan toda una vida. Años y años. Hay que encontrar la tierra, medirla, parcelarla, hallar la gente que se ha inscrito para asentarse en ella, comisiones y personal adecuado. No se acaba nunca.

—¡Has estado hablando con Cayo Julio! —dijo Mario, sonriente.

—Efectivamente. En realidad, es un asunto del que entiendo mucho —dijo ella dando una palmadita en el extremo vacío del sofá—. ¡ Siéntate, amor mío!

—No puedo, Julia.

—¿No hay un modo de proteger esa legislación?

Mario dejó de pasear, se volvió y la miró por debajo de sus espesas cejas.

—Sí, en realidad lo hay...

—Explícamelo —insistió ella con afecto.

—Ya pensó en ello Cayo Servilio Glaucia, pero a Lucio Apuleyo no le gusta nada y los dos intentan disuadirme, y yo no se...

—¿Tan nuevo es? —inquirió ella, consciente de la fama de Glaucia.

—Bastante.

—Explícamelo, por favor, Cayo Mario.

Sería un alivio contárselo a alguien que no tenía que actuar de un modo interesado, si no era a favor de su propio marido, pensó Mario, cansado.

 —Julia, yo soy un militar y me gustan las soluciones militares —dijo—. En el ejército todos saben que cuando doy una orden es la mejor posible que las circunstancias permiten. Por eso todos se aprestan a obedecerla sin cuestionarla, porque me conocen y confían en mí. Bien, esa pandilla de Roma también me conoce y deberían confiar en mí, pero ¿lo hacen? ¡No! Están tan apegados a que se hagan las cosas a su manera, que ni siquiera se fijan en las ideas de los demás por mejores que sean. Voy al Senado sabiendo de antemano que voy a encontrarme con un ambiente de odio y de protestas que me agota antes de empezar. Soy demasiado mayor y habituado a mis modos para darles importancia, Julia. ¡Son unos idiotas y van a destruir la república si siguen haciendo como si las cosas no hubiesen cambiado desde los tiempos en que Escipión el Africano era niño! ¡El asentamiento que propongo para los soldados es una buena idea!

—Lo es —asintió Julia, ocultando su consternación. Aquellos últimos días, Mario estaba abatido y en lugar de parecer más joven, se le veía más viejo; por primera vez en su vida estaba engordando, por estar tanto tiempo sentado en reuniones en lugar de andar al aire libre. Y el pelo ya se le encanecía y empezaba a perderlo. Indudablemente era más beneficioso para el cuerpo de un hombre la guerra que la legislación—. ¡Cayo Mario, acaba de una vez y cuéntamelo! —insistió.

—Esta segunda ley tiene una cláusula adicional especial que ideó Glaucia —contestó Mario, comenzando a pasear de nuevo—. En un plazo máximo de cinco días después de la aprobación de la ley se exige a los senadores que juren defenderla para siempre.

Julia, sin poder evitarlo, se llevó las manos a la garganta para contener un grito, miró desconcertada a Mario y profirió la palabra más fuerte de su vocabulario:

—¡Ecastor!

—Te sorprende, ¿verdad?

—¡Cayo Mario, no te lo perdonarán nunca si la incluyes en la ley!

—¿Crees que no lo sé? —replicó él a voces, alzando las manos como garras hacia el techo—. Pero ¿qué quieres? ¡Si no, no consigo esas tierras!

—Estarás muchos años en el Senado —dijo ella, humedeciéndose los labios—. ¿No puedes tratar de defender el cumplimiento de la ley?

—¿Defenderla? ¿Y cuándo acabaría? —inquirió él—. ¡Estoy harto de luchar, Julia!

—¡Oh, bah! —replicó ella fingiendo burlona irrisión—. ¿Cayo Mario cansado de luchar? ¡Si has luchado toda tu vida!

—Pero era una lucha distinta —replicó él—. Esto es sucio; no hay reglas y no sabes quiénes son ni dónde van a surgir tus enemigos. ¡A mí que me den una batalla precisa y al menos el resultado es rápido y limpio, vence el mejor! Pero el Senado de Roma es un burdel en el que se dan las conductas más ignominiosas, y yo me paso los días gateando en ese fango. Mira, Julia, de verdad te lo digo, ¡prefiero bañarme en la sangre de una batalla! Y si hay alguien tan ingenuo que crea que la intriga política no destruye más vidas que cualquier guerra, merece todas las adversidades que depara la política.

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