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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (112 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Y es una encomiable actitud! —replicó Cota—. Así como hace cuatrocientos o quinientos años no eran bien vistos los nacimientos de niñas, ahora las madres las aceptan mejor.

—¡Sí, claro! ¡Es una simple actitud! —replicó Rutilia—. Si no me quejo de su tranquilidad, lo que me indigna es que te haga creer que eres tonta por decir lo evidente.

—Yo la quiero mucho —terció Rutilio Rufo, conteniendo la risa.

—¡Sí, claro! —apostilló Rutilia.

—¿Es bonita la niña? —inquirió Rutilio.

—Preciosa. ¿Qué otra cosa puede esperarse? Esa pareja no podría tener un hijo feo ni aunque lo hicieran de pie en la cama —contestó Rutilia, irritada.

—Vamos, vamos, a ver si hablas como una noble romana —añadió Cota, dirigiendo un guiño a Rutilio Rufo.

—¡Ojalá se os cayeran los dientes! —chilló Rutilia, tirándoles los almohadones.

Poco después de nacer Ju-Ju, Aurelia tuvo que enfrentarse al asunto de la taberna de la esquina. Era algo que había querido evitar, pues, aunque se hallaba en su ínsula, no podía cobrar alquiler por tratarse de un lugar de reunión de una cofradía religiosa; aunque no tenía categoría de templo ni de aedos, era un centro "oficial" que figuraba en los libros de registro del pretor urbano.

Pero era una molestia porque siempre había movimiento junto a ella, incluso por la noche, y algunos de los cofrades echaban en seguida de la acera a los peatones; por el contrario, no se daban mucha prisa en limpiar la constante acumulación de basura ante la puerta.

Cardixa fue la primera en enterarse de un aspecto más siniestro de la cofradía religiosa de la taberna. Aurelia la había enviado a la tiendecita contigua a la entrada de la casa a comprar un ungüento para el culito de Ju-Ju, y se encontró con la dueña —una anciana de Galacia, experta en medicinas, tónicos, remedios y panaceas— junto a la pared, mientras un par de individuos de mala catadura discutían sobre qué tarros y botellas iban a destrozar primero. Gracias a Cardixa no destrozaron nada y fue ella quien los molió a golpes, poniéndolos en fuga, al tiempo que lanzaba imprecaciones. Luego, la aterrada anciana le contó que no había podido pagar el impuesto de protección.

—Todas las tiendas pagan a la cofradía de la taberna para que no les molesten —contó Cardixa a Aurelia—. Dicen que prestan servicio de protección a los tenderos contra los robos y las violencias, pero los únicos robos y violencias que padecen son por mano de la cofradía si no les pagan el impuesto de protección. Como sabéis, domínilla, esa pobre gálata ha enterrado hace poco a su esposo, y le hizo unos funerales caros; por eso no tiene dinero.

—¡No se hable más! —dijo Aurelia, dispuesta a presentar batalla—. Vamos a arreglar esto, Cardixa.

Y, muy decidida, salió de su casa y fue deteniéndose en todas las tiendas del Vicus Patricii preguntando a los propietarios por aquello del impuesto de protección. Por lo que algunos le dijeron, supo que los asuntos de la cofradía desbordaban el estricto marco de las tiendas de la ínsula, por lo que acabó recorriendo todo el vecindario, enterándose así de una increíble historia de flagrante coacción. Incluso las dos mujeres encargadas de la letrina pública en la acera opuesta del Subura Minor al servicio de la empresa que tenía contrato con el Estado se veían obligadas a pagar un porcentaje del dinero que los clientes con recursos les pagaban para disponer de una esponja o un palo para limpiarse después de defecar; cuando la cofradía se enteró de que las dos mujeres hacían además el servicio de recoger orinales de diversas viviendas para vaciarlos y limpiarlos y que no lo habían dicho, les rompieron todos los orinales y las pobres mujeres tuvieron que comprar otros. Los baños contiguos a la letrina pública eran de un propietario particular —como todos los de Roma— y eran un buen negocio. Allí también estipuló un impuesto la cofradía para garantizar que no se mantendría a los clientes sumergidos en el agua hasta que casi se ahogaran.

Cuando Aurelia concluyó la investigación, estaba tan indignada que prefirió volver a su casa para calmarse antes de enfrentarse a la cofradía.

—¡Y eso en mi casa! —exclamó abrumada—. ¡En mi propia casa!

—No os preocupéis, Aurelia, ya les daremos su merecido —dijo Cardixa.

—¿Dónde está Ju-Ju? —inquirió Aurelia con un profundo suspiro.

—En el cuarto piso. Esta mañana le toca a Rebeca amamantarla.

—¿Por qué no podré yo tener leche? —exclamó Aurelia, retorciéndose las manos—. ¡Estoy más seca que una vieja!

—Hay mujeres que tienen leche y otras que no —replicó Cardixa, encogiéndose de hombros—. No se sabe por qué. No os dejéis deprimir, lo que realmente os preocupa es el asunto de la cofradía. Ya sabéis que a ninguna le importa dar el pecho a Ju-Ju. Enviaré a una criada al cuarto a que diga a Rebeca que se quede un ratito con la pequeña y nosotras saldremos a zanjar ese asunto.

—Pues vamos —dijo Aurelia poniéndose en pie—. Acabemos de una vez.

No había mucha luz dentro de la taberna y Aurelia permaneció en el umbral; a contraluz, aquella belleza que conservaría toda su vida irradiaba toda su plenitud y fue como si el interior se iluminara, pero volvió a ensombrecerse en cuanto apareció Cardixa detrás de su ama.

—¡Es el elefante que nos sacudió esta mañana! —dijo una voz en la penumbra.

En los bancos se produjeron varias deserciones, mientras Aurelia avanzaba y miraba a su alrededor, respaldada por Cardixa.

—¿Quién es aquí el responsable? —inquirió Aurelia.

De la mesa de un rincón se levantó un hombrecillo delgado de unos cuarenta años con inconfundible aspecto romano.

—Soy yo —dijo, acercándose—. Lucio Decumio, para serviros.

—¿Sabéis quién soy? —inquirió Aurelia.

El hombre asintió con la cabeza.

—Estáis ocupando, sin pagar alquiler, unas dependencias que son mías —le espetó Aurelia.

—Las dependencias no son vuestras, señora, sino del Estado —replicó Lucio Decumio.

—Del Estado, no —contestó ella, mirando en derredor puesto que sus ojos se habían acostumbrado a la escasa iluminación—. Este lugar es un asco; lo tenéis totalmente descuidado. Quedáis desahuciado.

Se hizo un impresionante silencio y Lucio Decumio frunció los ojillos con gesto avieso.

—No podéis desahuciarnos —dijo

—¡Ya lo veremos!

—Me quejaré al pretor urbano.

—¡Hacedlo, hacedlo! Es mi primo.

—Pues recurriré al pontífice máximo.

—Claro que sí. También es primo mío.

—No serán todos primos vuestros —replicó Lucio Decumio con un retintín que bien podía ser desacato o sorna.

—Ya lo creo que lo son —replicó Aurelia—. Tomad buena nota, Lucio Decumio, de que vos y vuestros rufianes tenéis que evacuar.

El hombre se la quedó mirando pensativo, rascándose la barbilla y con una especie de sonrisa en sus ojos gris claro; luego dio un paso a un lado, haciendo un gesto en dirección a la mesa que ocupaba.

—¿Y si lo hablamos tranquilamente? —inquirió con la misma calma que el mismísimo Escauro.

—No hay nada que hablar —replicó Aurelia—. Tenéis que marcharos.

—¡Bah! Siempre queda el recurso de hablar de las cosas. Vamos, señora, sentémonos —insistió Lucio Decumio.

Y Aurelia se dio cuenta de que le estaba pasando algo horrible: ¡comenzaba a gustarle aquel Lucio Decumio! Era absurdo, pero estaba sucediendo.

—De acuerdo —dijo—. Cardixa, quédate detrás de mí.

Lucio Decumio acercó una silla y él tomó asiento en un banco.

—¿Un poco de vino, señora?

—Ni mucho menos.

—¡Oh!

—¿Y bien?

—¿Y bien, qué? —replicó Lucio Decumio.

—Erais vos quien quería hablar —dijo Aurelia.

—Ah, sí, era yo —dijo Lucio Decumio con un carraspeo—. Vamos a ver, ¿de qué os quejáis exactamente, señora?

—De vuestra presencia bajo mi techo.

—Bueno, bueno, eso es bastante ambiguo, ¿no? Quiero decir que podemos llegar a algún acuerdo; vos me decís qué es lo que no os gusta y yo veré de arreglarlo —dijo Lucio Decumio.

—El deplorable estado, la porquería, el ruido, el derecho que os arrogáis sobre la acera y este local, cosa totalmente falsa —comenzó a decir Aurelia, contando con los dedos de la mano—. ¡Y ese negocio que tenéis con el vecindario, aterrorizando a los inocuos tenderos para que paguen un dinero que no tienen! ¡Qué despreciable comportamiento!

—El mundo, señora —contestó Lucio Decumio, inclinándose hacia ella muy serio—, se divide en lobos y corderos. Es ley natural. Si no fuese natural, habría muchos más corderos que lobos, mientras que, como se sabe, hay unos mil corderos por cada lobo. Considerad que nosotros somos los lobos del barrio, y no somos unos lobos tan malos. Sólo enseñamos los dientes y damos algún mordisco que otro, pero no matamos a nadie.

—Eso es una metáfora repugnante —replicó Aurelia— que no me conmueve lo más mínimo. Tenéis que marcharos.

—¡Ay de mí! —exclamó Lucio Decumio, echándose hacia atrás—. ¡Ay de mi! —repitió, mirándola a los ojos—. ¿De verdad que son primos vuestros?

—Mi padre es el ex cónsul Lucio Aurelio Cota y mi tío el cónsul Publio Rutilio Rufo, mi otro tío es el pretor Marco Aurelio Cota y mi esposo el cuestor Cayo Julio César —replicó Aurelia reclinándose en la silla, alzando un poco la cabeza y cerrando los ojos—. Además, mi cuñado es Cayo Mario.

—Pues bien, mi cuñado es el rey de Egipto, ¡ja, ja, ja! —espetó Lucio Decumio ante aquella sarta de nombres.

—Pues os aconsejo que os vayáis a vivir a Egipto —réplicó Aurelia sin imnutarse lo más mínimo por el sarcasmo—. Os digo que el cónsul Cayo Mario es mi cuñado.

—Ah, claro, y, naturalmente, la cuñada de Cayo Mario vive en pleno culo del Subura —replicó Lucio Decumio.

—Esta ínsula es mía. Es mi dote, Lucio Decumio. Mi esposo no es el primogénito y de momento vivimos en la ínsula. Más adelante viviremos en otro lugar.

—¿De verdad que Cayo Mario es cuñado vuestro?

—Hasta el último pelo de sus cejas.

—Me gusta estar aquí —dijo Lucio Decumio con un suspiro—, así que mejor será que lleguemos a un acuerdo.

—Quiero que os marchéis —insistió Aurelia.

—Vamos a ver, señora. Me asiste cierto derecho —dijo Lucio Decumio—. Los miembros de esta cofradía son los guardianes del altar de la encrucijada; sus legítimos guardianes. Quizá os creáis que vuestros primos son los dueños del Estado, pero si nosotros nos vamos, entrarán otros, ¿cierto? Esto es un colegio de encrucijada, señora, registrado oficialmente ante el pretor urbano. Y os diré un secreto —añadió, inclinándose de nuevo y alargando el cuello como una tortuga—. ¡Todos los de los cruces son lobos! Lleguemos a un acuerdo, señora. Mantenemos el local limpio, pintamos un poco las paredes, andamos de puntillas cuando sea de noche, ayudamos a cruzar la calle a las ancianas, renunciamos a esa operación con el vecindario ¡y nos convertimos en pilares de la sociedad, como quien dice! ¿Qué os parece?

Pese a sus esfuerzos por reprimirla, la sonrisa se dibujó en su rostro.

—Mejor que el horror que yo conozco, ¿no, Lucio Decumio?

—¡Mucho mejor! —añadió él efusivamente.

—Desde luego no me gustaría tener que volver a plantear todo esto con otra gente —dijo Aurelia—. Muy bien, Lucio Decumio: os pondré a prueba seis meses —añadió, levantándose y dirigiéndose a la puerta, seguida por Lucio Decumio—. Pero no penséis ni por un instante que vacilaré en echaros y dejar que entren otros —concluyó diciendo, con un pie ya en la calle.

Lucio Decumio la acompañó por el Vicus Patricii, abriéndole paso entre la multitud con asombrosa facilidad.

—Os aseguro, señora, que nos convertiremos en pilares de la sociedad.

—Veo muy difícil que podáis prescindir de unos ingresos a los que estabais acostumbrados —dijo Aurelia.

—¡Oh, no os preocupéis, señora! —replicó Lucio Decumio, animado—. Roma es muy grande. Nos limitaremos a trasladar lo bastante lejos nuestra operación para no molestaros... al Viminal, al Ager... hay muchos sitios. No os preocupéis lo más mínimo por Lucio Decumio y sus hermanos de los cruces sagrados. Nos las arreglaremos.

—¡Eso no es una respuesta! —replicó Aurelia—. ¿Qué diferencia hay entre aterrorizar a nuestro vecindario y hacerlo en otra parte?

—Lo que el ojo no ve y la oreja no oye, el corazón no lo lamenta —contestó el hombre, francamente sorprendido de que fuese tan obtusa—. Es la realidad, señora.

En aquel momento llegaban a la puerta principal.

—Supongo que haréis lo que queráis, Lucio Decumio —dijo ella, deteniéndose y mirándole con cara de pocos amigos—, pero que yo no me entere a dónde trasladáis vuestra "operación", como la llamáis.

—Punto en boca, señora. ¡Lo juro! ¡Punto en boca! —dijo él adelantándose a llamar a la puerta, que abrió con sospechosa prontitud el propio mayordomo—. Ah, Eutico, hace días que no se os ve por la cofradía —añadió Lucio Decumio con voz suave—. La próxima vez que la señora os dé fiesta, espero veros por el local. Vamos a limpiarlo y pintarlo para complacer a la señora. Hay que tener contenta a la cuñada de Cayo Mario, ¿no os parece?

—Por supuesto —contestó Eutico, totalmente anonadado.

—¿Así que nos lo habías ocultado? ¿Por qué no nos dijiste quién era la señora? —insistió Lucio Decumio con voz tan suave como la seda.

—Como habréis advertido a lo largo de los años, Lucio Decumio, yo no hablo de mi familia —contestó Eutico dándose importancia.

—Malditos griegos; todos son iguales —dijo Lucio Decumio, dando un papirotazo a un mechón de su lacio pelo en dirección de Aurelia—. Que lo paséis bien, señora. Encantado de conoceros. Si deseáis algo de nosotros, servíos comunicármelo.

Cuando se cerró la puerta, Aurelia miró al mayordomo con rostro impasible.

—Bien, ¿qué me dices? —inquirió.

—¡Domina, tengo que pertenecer a la cofradía! ¡Soy el mayordomo de los caseros y no consentirían que me quedara al margen!

—Eutico, ¿te das cuenta que podría mandar azotarte por esto? —dijo Aurelia sin cambiar de expresión.

—Sí —musitó el griego.

—Azotamiento es el castigo establecido, ¿verdad?

—Sí.

—Pues tienes suerte de que sea la esposa de mi marido y la hija de mi padre —añadió Aurelia—. Creo que mi suegro, Cayo Julio, lo concibió mejor. Antes de morir dijo que no entendía cómo una familia podía vivir en la misma casa con gente a la que mandaba azotar, ya fuesen hijos o esclavos. Sin embargo, hay otros modos de tratar la deslealtad y la insolencia. Y no pienses que no estoy dispuesta a asumir la pérdida económica de venderte con malas referencias, y cobrar mil sestercios en lugar de diez mil denarios; aparte de que tu nuevo propietario sería de tan baja clase social que te mandaría azotar sin piedad.

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