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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (111 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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El inquilino era un famoso actor llamado Epafrodito, que, según el registro, llevaba viviendo allí más de tres años.

—Di a Epafrodito que la casera desea verle —dijo Aurelia al portero.

Mientras esperaba en el vestíbulo —tan grande como el de su propia vivienda— lo examinó con la experiencia acumulada en lo relativo a grietas, desportilladuras, desconchados, etcétera, y lanzó un suspiro. Estaba mejor que su propio vestíbulo y lo habían decorado hacía poco con un fresco representando ramos de flores y frutas, colgados de regordetes Cupidos entre cortinas púrpuras muy bien conseguidas.

—¡No lo puedo creer! —exclamó una hermosa voz en griego.

Aurelia giró sobre sus talones para ver al inquilino. Era más viejo de lo que la voz, su fama en el escenario o la vista a través del patio daban a entender: un cincuentón con peluca dorada y un elaborado maquillaje, con amplia túnica púrpura de Tiro bordada con estrellas de oro. Aunque muchos de los que vestían la púrpura pretendían que era de Tiro, ésta silo era, pues reunía ese tono negro con un brillo que cambiaba de matiz según la incidencia de la luz, tiñéndose de oscuras irisaciones ciruela y carmesí; en tapicería era más frecuente, pero únicamente una vez en su vida había visto Aurelia genuina púrpura de Tiro en un vestido, y había sido con ocasión de su visita a la villa de Cornelia, madre de los Gracos, quien había mostrado con orgullo una túnica apresada por Emilio Paulo al rey Perseo de Macedonia.

—¿No os creéis qué? —inquirió Aurelia, también en griego.

—¡Veros a vos, querida! Había oído que nuestra casera era una beldad con ojos malva, pero la realidad supera a cuanto había imaginado viéndoos de lejos en el patio —replicó el actor con voz aflautada, más melodiosa que grotesca, pese al tono afeminado—. ¡Sentaos, sentaos! —añadió.

—Prefiero estar de pie.

Él se detuvo en seco y la miró con las cejas enarcadas.

—¡Venís a hablar de negocios!

—Exactamente.

—¿Y en qué puedo serviros?

—Dejando la vivienda —contestó Aurelia.

—¿Qué? —replicó él, conteniendo un grito, sorprendido, y llevándose las manos al pecho con gesto horrorizado.

—Os doy ocho días de plazo —añadió Aurelia.

—¡No podéis hacer eso! ¡He pagado el alquiler sin falta y cuido esta vivienda como si fuese mía! Indicadme las razones, domina —añadió, ahora con voz firme y gesto que desdecía toda la máscara de maquillaje.

—No me gustan vuestras costumbres —adujo Aurelia.

—Mis costumbres son asunto mio —replicó Epafrodito.

—No, cuando tengo que criar a mis hijos y éstos ven por el patio escenas que no son convenientes, y menos para un niño —replicó ella—. Y mucho menos aún cuando la prostitución de ambos sexos sale a ese patio a proseguir sus actividades.

—Poned cortinas —alegó Epafrodíto.

—No pienso hacerlo, ni me contentaría con que las pusieseis vos. En mi casa, además de ojos hay oídos.

—Bueno, siento mucho que os lo toméis así, pero me da igual. No pienso marcharme —dijo él con firmeza.

—En ese caso contrataré alguaciles para que os desahucien.

Recurriendo a su maestría para aumentar de estatura a fin de dominarla, Epafrodito se le aproximó, logrando hacerle recordar a la medrosa Aurelia de Aquiles, escondida en el harén del rey Licomedes de Esquiro.

—Escuchad un momento, joven señora —dijo el actor—. He gastado una fortuna adaptando esta vivienda a mi gusto y no tengo intención de marcharme. Si intentáis recurrir al truco de enviarme alguaciles, os demandaré por daños y perjuicios. De hecho, en cuanto hayáis abandonado mi casa, voy a ir al tribunal del pretor urbano a presentar una denuncia.

El malva de los ojos de Aurelia hizo una farsa imitando los matices de la púrpura tiria, secundado por la expresión que adoptó.

—¡Hacedlo! —dijo con dulce voz—. Se llama Cayo Memio y es primo mio. De todos modos, ahora están muy ocupados para atender pleitos; así que mejor es que veáis primero a su ayudante. Es un nuevo senador, pero yo le conozco bien. Cuando vayáis, preguntad por él en persona: Sexto Julio César. Es mi cuñado —añadió, apartándose y examinando las paredes recién pintadas y el costoso piso de mosaico, impensable en una vivienda de alquiler—. ¡Sí, es todo muy bonito! Me alegro de que vuestro gusto en cuanto a decoración de la casa sea tan superior a vuestro gusto en lo relativo a amistades. Pero supongo que sabréis que todas las mejoras realizadas en las viviendas alquiladas pertenecen al propietario y que éste, según la ley, no está obligado a pagar un solo sestercio en compensacion.

Ocho días después Epafrodito se marchaba, lanzando improperios contra las mujeres y sin poder hacer lo que se había propuesto —rascar los frescos y arrancar el mosaico— porque Aurelia había apostado dos gladiadores dentro de la vivienda.

—¡Estupendo! —exclamó, sacudiéndose el polvo de las manos—. Cardixa, ahora puedo buscar un inquilino decente.

El método de alquiler de una vivienda seguía diversos procedimientos; el propietario ponía un cartel en la puerta y otros en las tiendas de la ínsula, así como en los baños y letrinas públicos y en las paredes de propietarios que fuesen amigos suyos, y difundía de viva voz la noticia de que había una vivienda libre. Como la ínsula de Aurelia tenía fama por su buena construcción, no faltaron interesados a quienes ella misma atendió. Hubo quienes le gustaron, algunos que no le inspiraron confianza y otros a quienes no se la habría alquilado por nada del mundo aunque hubieran sido los únicos pretendientes. Pero ninguno de ellos respondió a sus aspiraciones, y por eso siguió entrevistando a gente.

Tardó siete semanas en encontrar los inquilinos idóneos: un caballero hijo de caballero llamado Cayo Matio; tenía la misma edad que César y su esposa era de la misma edad que Aurelia. Los dos eran personas cultas y educadas, se habían casado por la misma época que César y Aurelia y tenían una hijita de la misma edad que Lia. Además, su situación era desahogada. La mujer se llamaba Priscila, derivado probablemente del cognomen del padre y no del gentilicio, pero en todos los años que la familia Matio vivió allí, Aurelia no lograría averiguar el verdadero nombre de Priscila. La familia Matio se dedicaba al corretaje y a gestionar contratos, y el padre de Cayo Matio vivía con su segunda esposa y un hijo pequeño en una espaciosa casa del Quirinal. Aurelia tuvo buen cuidado en comprobar todos estos datos, y una vez verificados alquiló la vivienda de la planta baja a Cayo Matio por 10000 denarios anuales. Los costosos murales y el suelo de mosaico de Epafrodito propiciaron la firma del contrato, así como la promesa por parte de Aurelia de que todos los futuros contratos de alquiler los gestionara el propio Cayo Matio en su empresa.

Porque Aurelia había decidido prescindir de los agentes recaudadores. A partir de ahora seria ella quien decidiera los alquileres. Todas las viviendas se alquilarían mediante contrato por escrito, renovable cada dos años, incluyendo en él cláusulas multando al inquilino por daños a la propiedad y otras protegiéndole de abusos del propietario.

Aurelia transformó la sala de estar en despacho, lo llenó de libros de contabilidad, conservando sólo el telar, y se dispuso a aprender las complejidades de su papel de propietaria. Después de recabar la documentación de la ínsula de los anteriores agentes, descubrió que había archivos de todo tipo: albañilería, pintura, enyesado, compras diversas, recibos de agua, impuestos, contribuciones, facturas y recibos varios. Y vio que gran parte de los ingresos se desembolsaban casi inmediatamente. Además de cobrar el agua y la instalación de desagües, el Estado percibía una contribución según el número de ventanas con que contase la ínsula, las puertas que diesen a la calle y las escaleras de cada piso. Y aunque era un edificio bien construido, constantemente había que efectuar reparaciones. Entre los artesanos de las listas figuraban varios carpinteros, y, verificando las fechas, Aurelia vio que había uno que era el que más trabajos llevaba realizados. Mandó llamarle y le encargó quitar las celosías de madera que recubrían el patio de luces.

Era un proyecto que abrigaba desde que se había trasladado a la ínsula, porque había pensado hacer un jardín y transformar el poco lucido patio central en un oasis que alegrara la vida de todos los vecinos. Pero todo habían sido obstáculos, empezando por el inconveniente de tener a Epafrodito, que habría tenido derecho a utilizar el jardín. César nunca había sido testigo de las actividades del actor porque éste tenía buen cuidado de llevarlas a cabo sólo cuando César no estaba. Y César, como supo Aurelia, pensaba que las mujeres eran unas exageradas.

Entre las columnas de las galerías que daban al patio habían colocado unas molestas celosías de madera y ningún vecino de los pisos superiores tenía vista al patio. En teoría, tales celosías garantizaban la intimidad del patio y servían para tamizar el continuo raudal de ruidos que surgían de todas las viviendas, pero lo convertían en una horrible chimenea oscura de nueve plantas de altura, un horrendo pozo oscuro, además de impedir la entrada de luz y aire a los pisos.

Así, nada más marcharse César, Aurelia llamó al carpintero y le mandó quitar las celosías.

El hombre la miró como si se hubiese vuelto loca.

—¿Qué sucede? —inquirió ella, sorprendida.

—Domina, dentro de tres días la mierda y los orines os llegarán a la rodilla —dijo él—, aparte de todo lo que quieran tirar, desde perros muertos hasta la abuela difunta o fetos.

Aurelia sintió un gran sofoco al ruborizarse hasta en las orejas. No era la cruda verdad de lo que decía el carpintero lo que la mortificaba, sino su propia ingenuidad. ¡Tonta, tonta, tonta! ¿Por qué no lo habría pensado? Porque, se contestó a sí misma, toda una vida pasando por las puertas y las escaleras de una casa de viviendas no bastaba para que una persona que siempre había vivido en una espaciosa casa privada adquiriera la más remota idea de lo que sucedía en el interior de una ínsula. Su tío Cota tampoco había adivinado el propósito de aquellas celosías.

Se llevó las manos a las encendidas mejillas y dirigió al carpintero una mirada tan adorable de sorprendida inocencia, que el hombre soñó con ella casi un año, pasó periódicamente a ver cómo iban las cosas y mejoró sus trabajos el cien por cien.

—¡Gracias! —le dijo ella con fervor.

Con la marcha del asqueroso Epafrodito tenía ocasión de iniciar el jardín del patio, y descubrió que al nuevo inquilino Cayo Matio le encantaba la jardinería.

—¡Dejad que os ayude! —suplicó Matio.

—Claro que podéis ayudarme —contestó ella, pensando en que no podía negarse después de haber buscado con tanto afán aquella clase de inquilinos.

Y con ello aprendió otra lección, pues, por medio de Cayo Matio, Aurelia supo que una cosa era soñar con hacer un jardín maravilloso y otra muy distinta conseguirlo. Porque ella no tenía ideas claras sobre ese arte y Cayo Matio sí. De hecho, era un genio de la jardinería. Anteriormente, el agua del baño de César iba a parar a las cloacas, pero ahora la recogían en una cisterna en el patio y alimentaba a las plantas que Cayo Matio sacaba adelante con increíble rapidez, en su mayoría robándolas —según informó a Aurelia— de la mansión de su padre en el Quirinal y de donde podía. Matio sabía cómo injertar plantas débiles con otras más fuertes de la misma especie; conocía las plantas a las que convenía un poco de cal y a cuáles el suelo de Roma, ácido por naturaleza; sabia la época exacta del año en que había que sembrar, plantar y podar. Al cabo de un año, el patio, un cuadrado de treinta pies de lado, era una enramada y las trepadoras subían por las celosías de las columnas hacia el trozo de cielo de lo alto.

Un día fue a verla Simón el judío; a sus ojos romanos, resultaba una curiosa imagen con su larga barba y sus largos rizos asomando por el solideo.

—Domina Aurelia, la cuarta planta quiere pediros un favor particular —dijo el hombre.

—Si en mi mano está, podéis contar con ello, Simón —le contestó, muy seria.

—Lo comprenderemos si os negáis, pues lo que solicitamos va en detrimento de vuestra intimidad —dijo Simón, eligiendo las palabras con una delicadeza que generalmente reservaba para su trabajo—. Pero si os damos nuestra palabra de que no abusaremos del privilegio tirando desperdicios y basura, ¿podríamos quitar las celosías de madera que cierran el patio de luces? Así tendríamos más ventilación y podríamos ver vuestro precioso jardín.

—Os lo concedo encantada —respondió Aurelia con una amplia sonrisa—. Sin embargo, eso no quiere decir que apruebe el echar la basura a la calle por las ventanas. Debéis prometerme que todos los desechos serán llevados al otro lado de la calle, a la letrina pública y arrojados a la cloaca.

Simón se lo prometió encantado.

Y quitaron las celosías del patio de luces en el cuarto piso, aunque Cayo Matio rogó que se dejasen en la parte de las columnas para que las enredaderas pudieran seguir trepando. El piso en que vivían los judíos inició una moda, que imitaron a continuación el inventor y el mercader de especias que vivían en el de arriba, solicitando lo mismo, seguidos por el sexto, el segundo y el quinto, hasta que sólo quedaron las de los dos últimos pisos de libertos.

En primavera, antes de la batalla de Aquae Sextiae, César efectuó un rápido viaje a través de los Alpes para llevar despachos a Roma, y esta breve visita produjo un segundo embarazo de Aurelia, que dio a luz otra niña en febrero, también en su casa e igualmente atendida por la comadrona y Cardixa. En esta ocasión sí advirtió su falta de leche, y la segunda pequeña Julia —que toda su vida tendría que aguantar el diminutivo de "Ju-Ju"— comenzó inmediatamente a mamar de una docena de madres repartidas por los distintos pisos de la ínsula.

—Muy bien —contestó César a la carta en que le anunciaba el nacimiento de Ju-Ju—, ya tenemos la tradicional pareja de niñas de los Julios. La próxima vez que lleve despachos para el Senado empezaremos con los chicos.

Que era muy parecido a lo que su madre Rutilia le había dicho para consolarla de haber concebido niñas.

—Tendrías que haber pensado que tus palabras caían en saco roto —comentó Cota sonriente.

—¡Ya lo creo! —exclamó Rutilia, irritada—. ¡De verdad, Marco Aurelio, esta hija mía me desconcierta! Cuando quise animarla, se limitó a enarcar las cejas y a decirme que a ella le daba absolutamente igual que fuesen niños o niñas, con tal de que fuesen sanos.

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