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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (110 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Pero no sucedió nada de eso. Vieron que a la señora no le importaba hacer la compra, ni tenía pelos en la lengua para cortar de plano a cualquier rijoso que intentara hacerle proposiciones, ni se asustaba cuando las mujeres le hacían corrillo, cuando cruzaba el Vicus Patricii, diciéndole que se fuera a vivir al Palatino, que era lo que le correspondía. En cuanto al señor, era un auténtico caballero, en todo el sentido de la palabra: imperturbable, cortés, interesado por cualquier cosa que le dijeran los vecinos y solícito en cuanto a arrendamientos y contratos.

Así, pronto se ganaron el respeto y hasta el afecto, pues muchas de sus virtudes eran novedad, como su disposición a no inmiscuirse en asuntos ajenos ni a preguntar a los demás por sus cosas; nunca se quejaban ni criticaban y jamás pretendían destacar sobre sus congéneres. Si les hablaban, ellos en seguida sonreían y mostraban auténtico interés, cortesía y sensibilidad. Aunque al principio esto parecía una simple postura, al final los vecinos de aquella zona del barrio comprendieron que César y Aurelia eran tal como parecían.

Para Aurelia la aceptación del vecindario fue mucho más importante que para César; ella era quien intervenía en los asuntos del Subura y la propietaria de la populosa ínsula. Al principio no había sido fácil, aunque ella no comprendió el porqué hasta después de que César dejara Roma. Eran dificultades derivadas de su falta de experiencia. Los agentes que le habían vendido la ínsula se ofrecieron como intermediarios para cobrar los alquileres y tratar con los inquilinos; a César le pareció buena idea, y por eso ella, como obediente esposa, aceptó. Pero César no entendió el comentario latente de algo que ella le dijo un mes después de vivir allí, relativo a los inquilinos.

—Lo que más me cuesta es la diversidad —comentó con animada expresión, prescindiendo de su habitual compostura.

—¿Diversidad? —inquirió él.

—Mira, en los dos últimos pisos son casi todos libertos y todos parecen llevar el mismo estilo de vida que sus antiguos amos, tienen el rostro arrugadísimo y más novios que esposas. En la planta principal hay de todo: desde un herrero romano con hijos, un ceramista romano con hijos y un pastor romano con hijos. ¿Sabías que hubiera pastores en Roma? Apacienta las ovejas por los Campus Lunatarius hasta que se las compran para llevarlas al matadero, ¿no es fantástico? Le pregunté por qué no vivía más cerca de su trabajo, y me dijo que tanto él como su esposa eran del Subura y no les gustaba vivir en otro sitio que no fuera el barrio, y que no le importa andar tanto.

—No es que sea elitista, Aurelia —replicó César con ceño—, pero no sé si es conveniente eso de entablar conversación con tus inquilinos. Eres la esposa de un Julio y debes guardar ciertas reglas de conducta. No hay que ser nunca autoritario ni grosero con esas gentes, pero tampoco mostrar excesivo interés por ellos; pronto partiré de Roma y no quiero que mi esposa haga amistad con personas que no conoce. Debes mantenerte un poco por encima de tus inquilinos. Menos mal que los agentes recaudan el alquiler y son los que se entienden con ellos.

Aurelia había puesto mala cara y le miraba decepcionada.

—Lo... lo siento, Cayo Julio; no... no lo había pensado. No creas que es que yo me meto en sus vidas. Sólo consideré interesante saber a qué se dedicaban.

—Sí, claro, lo es —dijo él, consciente de que la había herido—. Cuéntame más cosas.

—Hay un maestro de retórica griego con su familia, y un maestro romano con la suya que están interesados en alquilar los dos cuartos contiguos a su vivienda cuando queden libres para dar clases en ellos. Me lo han dicho los agentes —añadió, lanzando una breve mirada a su marido y mintiéndole por primera vez.

—Me parece muy bien. ¿Y quién más hay, cariño?

—En la planta que tenemos encima, gente muy rara. Hay un mercader de especias que tiene una esposa engreída y horrenda, ¡y un inventor! Es soltero y tiene toda la vivienda llena de fantásticas maquetas de grúas, bombas y molinos —contestó ella, dándole gusto a la lengua.

—¿Es que has estado en la vivienda de un soltero, Aurelia? —inquirió César.

—¡No, Cayo Julio, qué va! —replicó ella, diciéndole la segunda mentira, con el corazón latiéndole apresuradamente—. El agente pensó que convenía que le acompañase en una visita de inspección para ver cómo vivían los inquilinos.

—¡Ah, ya! —dijo César, tranquilizándose—. ¿Y qué inventa ese inventor?

—Frenos y poleas principalmente, creo. Con una maqueta me demostró cómo funciona una grúa, pero dijo que no tengo conocimientos técnicos, así que no entendí gran cosa.

—Pues debe de ganar dinero con sus inventos, si vive en el piso principal —comentó César, consciente de que su esposa no hablaba con la misma animación que al principio y dándose cuenta por intuición a qué se debía.

—Para las poleas está asociado con una fundición que trabaja para los contratistas de la construcción y los frenos los fabrica en un pequeño taller suyo que tiene no lejos de aquí —contestó Aurelia, lanzando un profundo suspiro y cambiando al tema de los otros inquilinos—. ¡Hay una planta entera de judíos, Cayo Julio! Me dijeron que les gusta vivir juntos porque tienen muchas reglas y preceptos, que por cierto parecen haberse impuesto ellos mismos. ¡Son gente muy religiosa! No me extraña que provoquen xenofobia porque con su actitud nos dejan como si fuésemos gente moralmente despreciable. Todos trabajan de forma independiente, más que nada porque descansan cada siete días. ¿Verdad que es curioso? Como en Roma se celebra mercado cada ocho días, aparte de las fiestas y celebraciones, ellos no se adaptan con los trabajadores no judíos y por eso hacen tratos en lugar de aceptar empleos normales.

—¡Qué cosa tan rara! —exclamó César.

—Son todos artesanos e intelectuales —añadió Aurelia, con cuidado de hablar en tono indiferente—. Uno de ellos, creo que se llama Simón, es un escriba extraordinario. ¡Qué maravillosos trabajos hace, Cayo Julio; una maravilla! Sólo escribe en griego. Ninguno de ellos domina muy bien el latín, pero siempre que hay un autor que desea hacer una edición especial a un precio más alto de lo normal, acude a Simón, que tiene cuatro hijos a quienes está enseñando el oficio de escriba y que van a clase con el maestro romano además de a su propia escuela religiosa, porque Simón quiere que sepan el latín tan bien como el griego, el arameo y el hebreo, creo que me dijo. Así nunca les faltará trabajo en Roma.

—¿son escribas todos ellos?

—Oh, no, sólo Simón. Hay uno que trabaja el oro para algunas tiendas del Porticus Margaritaria. Y también un escultor, un sastre, un armero, un tejedor, un albañil y un mercader de bálsamo.

—No trabajarán todos en la vivienda... —comentó César, alarmado.

—Sólo el escriba y el orfebre, Cayo Julio. El armero tiene un taller en la cumbre de Alta Semita, el escultor tiene alquilado el suyo a una empresa de Velabrum y el albañil trabaja cerca de los muelles del puerto de Roma. —Contra su voluntad, los ojos color malva de Julia comenzaron a brillar—. Cantan mucho; sobre todo himnos religiosos. Es un modo de canto muy extraño, ¿sabes?, al estilo oriental, y disonante. Pero mucho mejor que el llanto de los críos.

César alargó la mano y le apartó un mechón que le había caído sobre el rostro; dieciocho años tenía su esposa.

—Por lo visto, a los judíos les gusta vivir en esta casa —dijo.

—Parece que les encanta —contestó Aurelia.

Aquella noche, cuando César se quedó dormido, ella, tumbada a su lado, regó la almohada con unas lágrimas. No había pensado en que César le exigiría la misma conducta allí en la ínsula del Subura que en una casa del Palatino; ¿es que no entendía que en aquel populoso barrio no existían las diversiones y esparcimientos propios de una esposa en el Palatino? No, claro que no, El estaba totalmente absorto en su incipiente carrera pública y se pasaba el día en los tribunales, con senadores importantes como Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, la casa de la moneda, el Tesoro y los diversos soportales y columnatas a los que acudía a formarse en su cargo de senador bisoño. No había esposo más amable y considerado, pero Cayo Julio César seguía creyéndola alguien especial.

Lo cierto es que Aurelia había concebido la idea de regentar ella sola la ínsula sin necesidad de ningún administrador. Por ello había visitado a todos los inquilinos; para conocerlos y saber qué clase de gente eran. Le habían gustado y no había encontrado motivo alguno para no tratar directamente con ellos. Hasta que habló con su esposo y comprendió que ella, su apreciadísima esposa, era una mujer distinta, una mujer ungida con la dignítas de los Julios, a la que nunca se permitiría hacer nada que pudiera ser un desdoro para su familia. Su formación era lo bastante similar a la de él para darse cuenta y entenderlo; pero ¿en qué iba a ocuparse, si no? Y en el hecho de haberle dicho dos mentiras, ni se atrevía a pensar; así que optó por dejar que le venciese el sueño.

Afortunadamente, su dilema quedó provisionalmente resuelto por el embarazo. Su estado la hizo más flemática, aunque no sufrió ninguno de los trastornos característicos. Tratándose de una mujer joven y sanísima, contaba, además, con suficiente sangre nueva por ambas partes a guisa de garantía contra la fragilidad de las doncellas de la rancia nobleza; aparte de que había adoptado la costumbre de andar varias millas cada día para que no le abatiera el aburrimiento, y tenía de sobra con su gigantesca criada Cardixa como protección en la calle.

César fue destinado a servir con Cayo Mario en la Galia Transalpina antes de que naciera el niño, por lo que le inquietó dejar sola en Roma a su esposa en tan avanzado estado.

—No te preocupes; estaré perfectamente —dijo ella.

—Ten cuidado de irte a casa de tu madre con suficiente antelación —dijo él.

—Tú déjame que ya me las arreglaré —fue todo lo que ella prometió.

Por supuesto que no fue a casa de su madre; el niño nació en su casa y sin necesidad de que interviniesen los físicos famosos del Palatino, sino simplemente la comadrona y Cardixa. Fue un parto bastante breve y fácil, en el que vino al mundo una niña, otra Julia, tan rubia y con ojos tan azules como era de rigor en una Julia.

—La llamaremos "Lia" para abreviar —dijo Aurelia a su madre.

—¡Oh, no! —exclamó Rutilia, a quien eso de "Lia" le parecía demasiado corriente y anodino—. ¿Qué te parece Julilla?

—No —contestó Aurelia, meneando enérgicamente la cabeza—, es un diminutivo aciago. La llamaremos "Lia".

Pero Lia no medraba; estuvo llorando sin cesar durante seis semanas, hasta que Ruth, la esposa de Simón, bajó a casa de Aurelia, rechazó con desdén las alegaciones de los médicos de Aurelia y de los preocupados abuelos Cota sobre cólicos y resfriados.

—Esta niña lo que tiene es hambre —dijo Ruth en un griego con un fuerte deje—. ¡No tenéis leche, muchacha tonta!

—¡Oh!, ¿y dónde voy a encontrar un ama de cría? —inquirió Aurelia, profundamente aliviada al ver que aquello era lo cierto, pero sin saber cómo iba a convencer a la servidumbre para que admitieran a otro miembro en sus cuartos.

—No necesitáis ama de cría, muchacha tonta —replicó Ruth—. En la casa hay muchas mujeres con niños de pecho. No os preocupéis, entre todas alimentarán a la pequeña.

—Yo os lo pagaré —dijo Aurelia, procurando no mostrarse excesivamente protectora.

—¿El qué? ¿La naturaleza? Dejadlo en mis manos, muchacha tonta. ¡Y ya me aseguraré de que primero se lavan bien los pechos! Esta pequeña tiene que recuperar el tiempo perdido, no queremos que se ponga enferma —dijo Ruth.

Y así la pequeña Lia tuvo a su disposición las amas de cría de toda una ínsula y aquella increíble batería de pezones que le ponían en la boquita parecía importarle tan poco como la mezcla de leche griega, romana, judía, hispana y siria. Y la pequeña Lia comenzó a medrar. Igual que la madre, una vez recuperada del parto y de la preocupación de oírla llorar constantemente. Una vez que César dejó Roma, el verdadero carácter de Aurelia comenzó a afirmarse. Primero venció fácilmente a sus parientes varones, a quienes él había encomendado vigilarla.

—Padre, si os necesitase —dijo con firmeza a Cota—, ya os llamaría.

—¡Tío Publio, déjame en paz! —le espetó a Rutilio Rufo.

—¡Sexto Julio, vete a la Galia! —conminó al hermano mayor de su esposo.

Luego miró a Cardixa y se frotó las manos, satisfecha.

—¡Por fin puedo vivir mi vida! —exclamó—. ¡Ya verás los cambios!

Comenzó en su propia vivienda, en la que los esclavos que César había aportado con el matrimonio mandaban en la joven pareja, en vez de ser al revés. La servidumbre, dirigida por el mayordomo, un griego llamado Eutico, se había confabulado para que Aurelia no tuviese motivos de censurarlos ante su esposo, pues había comprobado que César veía las cosas de distinto modo que ella, y, sobre todo, los asuntos domésticos. Pero, en un solo día, Aurelia metió a los criados en cintura y les imbuyó perfectamente lo que esperaba de ellos con un discurso y luego con un programa. Cayo Mario habría aprobado totalmente el discurso, porque era breve, aplastantemente sincero y dirigido al estilo de un general.

—¡Vaya con la domina! —comentó Murgus, el cocinero, al mayordomo—. ¡Y yo que creía que era una muñequita...!

—¿Y qué voy a decir yo? —añadió Eutico, alzando al cielo sus seductores ojos de largas pestañas—. ¡Yo, que pensaba que iba a poder meterme en su dormitorio para consolarla durante la ausencia de Cayo Julio! ¡Antes me metería en la cama con un león!

—¿Tú crees que tendría riñones para asumir la pérdida económica de vendernos con malas referencias? —inquirió el cocinero, temblando ante la perspectiva.

—Y para crucificarnos —contestó el mayordomo.

—¡Vaya con la domina! —exclamó afligido el cocinero.

Después de aquella primera iniciativa, Aurelia fue a hablar con el inquilino de la otra vivienda de la planta baja. Su conversación con César respecto a los inquilinos la había disuadido de su primitiva intención de echarle, y al final no había hablado a su esposo de aquel hombre, comprendiendo que él no iba a ver el asunto igual que ella. Pero ahora podía actuar; y sin dilación.

A la otra vivienda de la planta baja tenía también acceso por el interior de la ínsula y lo único que tenía que hacer era cruzar el patio de luces; pero eso confería a su visita una familiaridad que en modo alguno deseaba, y optó por ir directamente a la puerta principal de la vivienda, lo que la obligaba a salir a la calle por la puerta de su casa al Vicus Patricii, doblar la esquina para pasar por delante de las tiendas que tenía alquiladas hasta la entrada de aquella segunda vivienda de la planta baja.

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