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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (53 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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El ejército de Africa sabía que le esperaban grandes acciones en la primavera del consulado de Cepio, aunque esto sólo se sabía en las altas esferas del mando. Recibieron órdenes de marcha ligera, lo cual significaba que no habría que formar un convoy de pertrechos de varias millas en carros tirados por bueyes, sino de carros con mulas capaces de seguir el paso de la marcha y acampar cada noche. Ahora todos los soldados estaban obligados a llevar su equipo a la espalda, lo que hacían muy ingeniosamente, colgado de un fuerte palo desbastado que portaban sobre el hombro izquierdo, con los adminículos de afeitarse, las túnicas de muda, calcetines, calzones de invierno y pañuelos para el cuello para evitar el roce de la cota de malla, todo ello dentro de la manta enrollada y metido en una funda de cuero y con el sagum, la capa circular para la lluvia; y en una bolsa de piel, cubiertos y cazuela, cantimplora, un mínimo de raciones para tres días, una estaca ya cortada para la empalizada del campamento, las herramientas de atrincheramiento que les entregasen, un cubo de cuero, una cesta de mimbre, una sierra y una hoz, y productos para cuidar las armas y la armadura. El escudo, guardado en una funda de piel fina, lo llevaban colgado a la espalda debajo de su equipo, mientras que el casco, desprovisto del penacho de crin de caballo, cuidadosamente guardado, lo metían con lo demás, se lo colgaban del pecho o lo llevaban puesto si marchaban para atacar. El soldado siempre se quitaba la cota de malla para la marcha y se ceñía a la cintura las veinte libras de peso con el cinturón para distribuir la carga en las caderas. Al lado derecho del cinturón fijaba la espada en la vaina y a la izquierda la daga, igualmente envainada, para portarlas en las marchas. No llevaba las dos lanzas.

Cada ocho hombres disponían de una mula en la que cargar la tienda de cuero, los piquetes y las lanzas, además de las raciones suplementarias si no se las repartían cada tres dias. Ochenta legionarios y veinte auxiliares formaban una centuria al mando de un centurión, y cada centuria disponía de un carro tirado por una mula en el que iba el resto de los pertrechos: ropa, herramientas, armas de reserva, parapetos de mimbre para la fortificación del campamento, raciones cuando no se repartían durante períodos largos y otras cosas. Si se desplazaba todo el ejército sabiendo que no iba a volver sobre sus pasos al final de la campaña, todas las pertenencias, desde los botines a la artillería, se transportaba en carros tirados por bueyes que le seguían varias millas a retaguardia fuertemente vigilados.

Cuando, en primavera, Mario se puso en marcha hacia Numidia occidental, dejó los pertrechos pesados en Utica. No obstante, era un impresionante desfile de tropas que se alargaba hasta el infinito, pues cada legión con sus carros de mulas y artillería ocuparía una milla, y Mario avanzaba en dirección oeste con seis legiones y la caballería. De todos modos, ésta la dispuso sobre los flancos de la infantería, con lo cual la columna se extendía unas seis millas.

En campo abierto no había posibilidad de emboscadas y el enemigo no podía lanzar un ataque simultáneo por sorpresa sobre todo el largo de la columna, y en un ataque parcial, el resto de la tropa se habría lanzado contra los agresores, rodeándolos.

No obstante, cada noche se cursaba la misma orden: acampar. Lo que significaba medir y marcar un área lo bastante grande para albergar a todos los hombres y animales del ejército, excavar hondas trincheras, fijar en el fondo las estacas afiladas llamadas stimuli, levantar taludes de tierra y empalizadas. Pero, al final, todos —excepto los centinelas—, podían dormir como un tronco, a sabiendas de que el enemigo no podía infiltrarse con suficiente rapidez para tomar el campamento por sorpresa.

Fueron los hombres de este ejército, el primero totalmente formado por "el censo por cabezas", los que se autobautizaron "mulas de Mario", porque el cónsul los había cargado como mulas. En los ejércitos al estilo tradicional, formados por propietarios, hasta la clase de tropa marchaba con los efectos cargados en mulas, burros o esclavos, y los que no podían procurárselos, alquilaban espacio de carga a los que disponían de él. En consecuencia, se tenía un mal control del número de carros y furgones, porque muchos eran privados. Y, por lo tanto, un ejército al estilo antiguo marchaba más despacio y con menor eficacia que el de Mario y otros similares que le sucederían en los seis siglos siguientes.

Mario había dado a los proletarios del "censo por cabezas" un trabajo útil y un salario por hacerlo. Pero, aparte de eso, pocos favores les hizo, salvo rebanar por arriba y por abajo el borde curvado del viejo escudo de infantería de metro y medio de altura, porque si no los soldados no habrían podido llevarlo a la espalda bajo el palo con los efectos; el nuevo escudo era noventa centimetros más bajo y no chocaba con la carga ni les pegaba en los talones durante la marcha.

 

Y así se dirigieron hacia el oeste de Numidia en una columna de seis millas de largo, cantando a grito pelado himnos de marcha para guardar el paso y sentir la camaradería militar; avanzando juntos, cantando juntos y formando una compacta máquina humana que todo lo arrollaba a su paso. A la mitad de la columna marchaba el general Mario con su estado mayor y los carros de mulas que transportaban sus efectos, cantando como los demás. Ningún oficial iba a caballo, porque era incómodo y llamaba la atención aunque llevaban caballos a mano para el caso de un ataque en el que el general necesitara ver desde lo alto para observar el despliegue y distribuir sus órdenes.

—Saquearemos todas las ciudades, pueblos y aldeas que vayamos encontrando —dijo Mario a Sila.

Y el programa se llevó a rajatabla, con la adición de algunos silos y almacenes de ahumados que se pillaron para aumentar los aprovisionamientos, además de la violación de las mujeres que encontraban, porque los soldados echaban de menos a sus mujeres y la homosexualidad estaba penada con la muerte. Pero sobre todo, la tropa ansiaba tomar un botín, que no estaba permitido guardar como propiedad privada, sino que quedaría sumado a los fondos del ejército.

Cada ocho días el ejército se tomaba un descanso, y siempre que llegaba a un punto en que la costa coincidía con la ruta de marcha, Mario concedía tres días para descansar, nadar, pescar y comer bien. A finales de mayo se encontraban al oeste de Cirta, y a finales de julio habían alcanzado el río Muluya, cubriendo seiscientas millas hacia el oeste.

Había sido una campaña fácil; el ejército de Yugurta no se había dejado ver, las poblaciones no podían ofrecerles resistencia y en ningún momento les había faltado comida ni agua. El inexorable régimen de galleta, gachas de legumbres, tocino salado y queso salado se había visto adornado con suficiente carne de cabra, pescado, ternera, cordero, frutas y verduras para que todos estuvieran de buen humor, y el vino agrio que a veces daba el ejército se había visto mejorado con cerveza beréber de cebada y buen vino.

El río Muluya constituía la frontera entre Numidia y Mauritania oriental. Si a finales del invierno era un turbulento torrente, a mediados de verano quedaba reducido a una serie de pozas y a finales de otoño se hallaba completamente seco. En medio de aquella llanura, no muy distante del mar, se alzaba un abrupto elevamiento volcánico en el que Yugurta había construido una fortaleza. Y en ella —le habían informado a Mario sus espías— se guardaba un gran tesoro porque la fortaleza era el cuartel general occidental de Yugurta.

El ejército romano llegó a la llanura, se aproximó a las altas riberas que el río había excavado y construyó un campamento permanente lo más cerca posible de la fortaleza de la montaña. Luego, Mario, Sila, Sertorio y Aulo Manlio, con el resto de los mandos, se dedicaron a estudiar la inexpugnable posición.

—Hay que descartar la idea de un asalto frontal —dijo Mario—. Y, la verdad, no veo el modo de sitiarla.

—Porque no hay ningún modo de sitiarla —dijo sin vacilación el joven Sertorio, que había efectuado varias inspecciones del picacho desde todos los ángulos.

Sila alzó la cabeza para ver la cumbre, bajo el ala de su sombrero.

—Creo que vamos a estarnos aquí abajo plantados sin poder subir —dijo, con una sonrisa—. Aunque construyésemos un caballo gigantesco de madera, no podríamos hacerlo llegar hasta las puertas.

—Ni tampoco una torre de asalto —añadió Aulo Manlio.

—Bien; tenemos un mes por delante antes de regresar al Este —concluyó Mario—. Vamos a pasarlo acampados aquí, haciendo la vida lo más agradable posible a los hombres. Lucio Cornelio, mira a ver de dónde vas a aprovisionarte de agua, y, después, busca río abajo unas pozas profundas para el baño. Aulo Manlio, organiza grupos de pesca para que vayan hasta el mar, que queda a unas diez millas, según los exploradores. Mañana, tú y yo cabalgaremos a lo largo de la costa para echar un vistazo. No van a correr el riesgo de hacer una incursión fuera de la fortaleza para atacarnos, así que podemos dejar que la tropa se divierta. Quinto Sertorio, encárgate del aprovisionamiento de fruta y verdura.

—Esta campaña ha sido como unas vacaciones —dijo Sila a Mario cuando estuvieron solos en la tienda—. ¿Cuándo voy a tener el bautismo de sangre?

—Deberías haber estado en Capsa, aunque se rindieron sin lucha dijo Mario, mirando inquisitivo a su cuestor—. ¿Te estás aburriendo, Lucio Cornelio?

—En realidad, no —contestó Sila, ceñudo—. No me habría imaginado lo interesante que es esta forma de vida; siempre hay algo útil que hacer, problemas interesantes que resolver. ¡Ni siquiera me importa la contabilidad! Lo que sucede es que necesito entrar en combate. Mira tu caso: cuando tenías mi edad ya habías participado en cincuenta batallas, mientras que yo soy un novato.

—Ya entrarás en combate, Lucio Cornelio, y espero que pronto.

—¿Ah, sí?

—Claro. ¿Por qué crees que estamos aquí, tan lejos de todo centro importante?

—No, no me lo digas. ¡Déjame adivinarlo! —replicó Sila sin dejarle seguir—. Estás aquí porque... porque esperas darle un buen susto al rey Boco para que no se alíe con Yugurta... Porque si Boco se une a Yugurta, éste se sentirá lo bastante fuerte para atacar.

—¡Excelente! —dijo Mario, sonriendo—. Este país es tan grande, que podríamos pasarnos diez años recorriéndolo de arriba abajo sin llegar a encontrar a Yugurta. Si éste no contara con los gétulos arrasando las regiones habitadas, se habría acabado su resistencia, pero los tiene a ellos. Sin embargo, es demasiado orgulloso para hacerse a la idea de un ejército romano haciendo de las suyas por las ciudades de Numidia, y no cabe duda de que debe de estar pasando apuros por nuestros pillajes, sobre todo por el de sus reservas de grano. De todos modos es lo bastante astuto para arriesgarse a una batalla campal estando yo al mando. A menos que empujemos a Boco para que se una a él, y en ese caso los moros formarían una buena fuerza de veinte mil hombres y cinco mil excelentes jinetes. Así que, si Boco se le une, Yugurta atacará. Estoy seguro.—

—¿Y no te preocupa que con Boco nos sobrepase en número?

—¡No! Seis legiones romanas bien entrenadas y con buen mando pueden hacer frente a cualquier enemigo, por nutrido que sea.

—Pero Yugurta ha aprendido a hacer la guerra con Escipión Emiliano en Numancia —replicó Sila—, y luchará al estilo romano.

—Hay otros reyes extranjeros que luchan al estilo romano —replicó Mario—, pero no tienen tropas romanas. Nuestros métodos han sido concebidos para que se adapten a la mentalidad y carácter de nuestra gente, y en este aspecto no hago distingos entre romanos, latinos e itálicos.

—¿Disciplina? —inquirió Sila.

—Y organización —dijo Mario.

—Pero ninguna de esas cosas nos va a llevar a la cumbre de esa montaña —replicó Sila.

—¡Cierto! —añadió Mario, riendo—. Pero siempre hay una posibilidad, Lucio Cornelio.

—¿Cuál?

—La suerte —respondió Mario—. Nunca olvides la suerte.

Se habían hecho buenos amigos, pues, aunque eran muy distintos, había una similitud básica entre ambos: ninguno de los dos era de mentalidad ortodoxa y ambos eran capaces de gran desprendimiento y pasión. Pero la semejanza más importante era que tanto a Mario como a Sila les gustaba hacer su cometido lo mejor posible. Los aspectos de su carácter que habrían podido separarlos estaban latentes durante aquellos primeros años en que el joven no podía esperar rivalizar a ningún nivel con el mayor, y el más joven no necesitaba utilizar su sangre fría, del mismo modo que el mayor no necesitaba hacer gala de su iconoclastia.

—Hay quienes sostienen que un hombre es el propio artífice de su suerte —dijo Sila, estirando los brazos por encima de la cabeza.

Mario abrió unos grandes ojos, con la consiguiente elevación de sus espesas cejas.

—¡Desde luego! ¿Pero no es bonito saber que se tiene?

 

Publio Vagienio, que procedía del agro de Liguria y servía en un escuadrón auxiliar de caballería, se encontró con más trabajo del que le gustaba cuando Mario montó el campamento a orillas del río Muluya. Suerte que la llanura estaba cubierta por una espesa capa de hierba, plateada por el sol estival, de modo que el pasto de los miles de mulas del ejército no representaba un problema, pero los caballos eran más delicados y comían a regañadientes aquella correosa cobertura vegetal. Por eso había que llevarlos al norte de la fortaleza, en el centro de la llanura, a que pastaran en un sitio en que las aguas subterráneas habían estimulado el crecimiento de hierba más tierna.

Si el comandante no hubiese sido Mario, pensaba enfurruñado Publio Vagienio, la caballería habría acampado aparte, cerca de unos pastos adecuados. Pero no; Cayo Mario no quería tentar a los de la fortaleza y había ordenado que todas las tropas acampasen juntas. Así que todos los días los escuchas tenían que asegurarse de que el enemigo no acechase por los alrededores y luego los auxiliares de caballería llevaban a los animales a pastar, para volver a traerlos de nuevo al campamento por la tarde; ello implicaba atar a los caballos, para que pastaran sin peligro de que escaparan.

Así, todas las mañanas, Publio Vagienio tenía que montar en uno de sus dos corceles y llevarlo con el otro al centro de la llanura hasta los buenos pastos, trabarlos para que pacieran apaciblemente todo el día y volver a cubrir las cinco millas que los separaban del campamento, en donde, apenas habían comenzado (le parecía a él) sus horas de descanso, ya tenía que reunir de nuevo a los caballos y volver a lo mismo. A lo que había que añadir que a nadie de caballería le gustaba andar al paso.

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