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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (49 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Bueno, Sila lo hace, y le gusta que le acompañen.

—¿Sila? ¿Le llamas por el sobrenombre?

—¡Oh, Julia, qué anticuada eres! —replicó Julilla, echándose a reír—. ¡Claro que le llamo por el sobrenombre! ¡No vivimos en el Senado! Hoy día, en nuestros círculos, todo el mundo emplea el sobrenombre; es de buen gusto. Además, a Sila le gusta que le llame así; dicé que le hace muy mayor que le llamen Lucio Cornelio.

—Pues entonces es que soy anticuada —replicó Julia, esforzándose por no sonar irónica. Una sonrisa iluminó su rostro, y quizá fuese la luz, pero parecía mucho más joven que su hermana y más hermosa—. Claro que es explicable, porque Cayo Mario no tiene sobrenombre.

Trajeron el vino y Julilla sirvió una copa, haciendo caso omiso de la jarra de alabastro con agua.

—Siempre he pensado en eso —dijo, dando un buen trago—. Pero seguro que cuando derrote a Yugurta es de suponer que adopte un buen sobrenombre. Aunque creo que ese estirado y desabrido Metelo hará que el Senado le deje celebrar un triunfo y asumir el cognomen de Numídico. ¡El sobrenombre de Numídico habrían debido reservarlo para Cayo Mario!

—Metelo el Numídico —añadió Julia, puntillosa con la realidad— ha merecido ese triunfo, Julilla, porque ha matado a muchos númidas y ha traído un buen botín. Y si quería llamarse el Numídico y el Senado le ha autorizado, pues ya está. Además, Cayo Mario siempre ha dicho que a él le basta con el simple apellido latino de su padre. Sólo hay un Cayo Mario, mientras que hay docenas de Cecilios Metelos. Ya verás como mi esposo no necesita diferenciarse de la multitud por algo tan artificial como un cognomen. Mi Mario será el primer hombre de Roma, y eso gracias a su capacidad sin igual.

¡Qué fastidio oír a Julia alabando los méritos de Cayo Mario! Los sentimientos de Julilla respecto a su cuñado eran una mezcla de gratitud natural por su generosidad y de disgusto, producto de la influencia de sus nuevas amistades, que le despreciaban por arribista, y en consecuencia despreciaban a su esposa. Julilla volvió a llenar su copa y cambió de tema.

—Es bueno este vino, hermana. Aunque, claro, Mario se lo puede permitir —dijo dando otro sorbo más breve que los de la primera copa—. ¿Estás enamorada de Mario? —inquirió, percatándose de pronto de que realmente no lo sabía.

Julia se ruborizó y, molesta por ello, contestó en un tono a la defensiva.

—¡Claro que estoy enamorada! Y, además, le echo muchísimo de menos. Supongo que no hay nada de malo en ello, incluso entre los círculos que tú frecuentas. ¿No amas tú a Lucio Cornelio?

—¡Sí! —exclamó Julilla, a su vez a la defensiva—. Pero yo no le echo de menos ahora que está lejos, tenlo por seguro. Porque si está fuera dos o tres años no volveré a estar embarazada en cuanto nazca éste —añadió, sonándose—. Mi concepto de la felicidad no es ir por ahí con un talento más de peso. A mí me gusta flotar como una pluma y detesto sentirme pesada. En todo el tiempo que llevo casada no he hecho más que estar embarazada o a punto de quedarme. ¡Uf!

—Tu obligación es estar embarazada —añadió Julia, muy tranquila.

—¿Y por qué las mujeres no podemos aspirar a un trabajo? —replicó Julilla, ya con los ojos húmedos.

—¡Bah, no seas absurda! —replicó Julia tajante.

—Pues es horroroso estar obligada a vivir esta vida —añadió finalmente Julilla, sublevada bajo los efectos del vino, que comenzaba a animarla. Hizo un esfuerzo y sonrió—. ¡No discutamos, Julia! Ya es bastante lamentable que nuestra madre no sea capaz de tener la cortesía de dirigirme la palabra.

Y era cierto, se dijo Julia. Marcia no había perdonado a su hija menor el comportamiento para con Sila, aunque el motivo era realmente un misterio. La frialdad del padre había durado sólo unos días, después de lo cual volvió a tratar a Julilla con todo el cariño y la alegría motivados por el inicio de su recuperación física; pero la frialdad de la madre continuaba. ¡Pobre Julilla! ¿Sería verdad que a Sila le gustaba que le acompañase bebiendo vino por la mañana, o era una excusa? ¡Mira que llamarle Sila! Qué poco respeto.

 

Sila llegó a Africa al final de la primera semana de septiembre con las dos últimas legiones y ocho mil magníficos jinetes celtas de la Galia itálica, y se halló con un Mario febrilmente dedicado a preparar una importante expedición a Numidia, que le recibió alborozado y le puso inmediatamente manos a la obra.

—He obligado a Yugurta a huir —dijo Mario, eufórico—, a pesar de no tener el ejército completo. Ahora que has llegado tú, vamos a atacar a fondo, Lucio Cornelio.

Sila le entregó las cartas de Julia y de Cayo Julio César, y a continuación se armó de valor y le dio el pésame por la muerte de su segundo hijo.

—Te ruego que aceptes mis sentimientos por el fallecimiento de tu pequeño Marco Mario —dijo con torpeza, sabedor de que su propia hijita, la enclenque Cornelia Sila, seguía con vida.

Una sombra cruzó el rostro de Mario, pero sólo duró un instante.

—Gracias, Lucio Cornelio. Tiempo habrá para hacer más hijos; además, tengo al pequeño Mario. ¿Estaban bien la madre y el hijo cuando los dejaste?

—Muy bien. Y los Julios César también.

—¡Estupendo! —exclamó Mario, olvidando inmediatamente los asuntos familiares, dejando las cartas en una mesita y llegándose al escritorio, en el que tenía desplegado un mapa de piel de ternera tratada con un proceso especial—. Llegas justo a tiempo para hacerte una idea directa de Numidia. Dentro de una semana salimos para Capsa. —Los despiertos ojos castaño escrutaron el rostro de Sila, pelado por el sol—. Lucio Cornelio, te aconsejo que busques en los mercados de Utica un sombrero bien fuerte con ala lo más ancha posible. Ya sé que has estado por toda Italia este verano, pero el sol de Numidia es mucho más intenso y aquí uno se abrasa como yesca.

Era cierto; la blanca e impoluta tez de Sila, hasta entonces indemne por una vida fundamentalmente sedentaria, acusaba los avatares al aire libre de aquellos meses de viaje por Italia, entrenando tropas y aprendiendo él mismo lo más posible. Su orgullo no le había permitido permanecer a la sombra mientras los demás sufrían el sol, y por orgullo se había impuesto llevar el casco ático, símbolo de su alcurnia, que no le protegía convenientemente. Ya había pasado lo peor, pero tenía muy poco pigmento cutáneo para que estuviera atezado, y las zonas ya curtidas y en curso de curación eran tan blancas como siempre; sus brazos habían salido mejor librados que la cara, y era muy posible que pasado un tiempo brazos y piernas pudiesen aguantar la insolación, pero jamás su rostro.

Algo debió de imaginar Mario mientras observaba la reacción de Sila a su consejo de procurarse un sombrero, porque tomó asiento y señaló la bandeja con el vino.

—Lucio Cornelio, desde que entré en las legiones, a los diecisiete años, siempre he causado irrisión por una cosa u otra. Al principio, por ser escuálido y pequeño; luego, por ser demasiado grande y torpe. No hablaba griego; era provinciano y no de Roma. Así que me hago cargo de lo humillado que te sientes por tener una piel blanca tan delicada; pero para mi es más importante, como comandante jefe, que tengas buena salud y te sientas fisicamente cómodo y no que conserves lo que consideras tu imagen ante tus iguales. ¡Búscate un sombrero! Y sujétatelo con un pañuelo de mujer, con cintas o con un cordón oro y púrpura si lo encuentras. ¡Y riete tú de ellos! Hazlo como algo excéntrico, y pronto observarás como nadie se fija. Te recomiendo también que busques alguna crema o ungüento que reduzca la cantidad de sol que absorbe la piel. Y si la más adecuada apesta a perfume, ¿qué más da?

—Tienes razón —dijo Sila con una sonrisa—. Es un excelente consejo. Lo seguiré, Cayo Mario.

—Bien.

Se hizo el silencio y Sila notó que Mario estaba nervioso e inquieto, pero no a causa de él, estaba seguro. Y de pronto el cuestor comprendió el motivo. ¿No le había sucedido lo mismo a él? ¿No sucedía igual en Roma?

—Los germanos —dijo.

—Los germanos —repitió Mario, estirando el brazo para coger su taza de vino con mucha agua—. ¿De dónde han venido y adónde se dirigen, Lucio Cornelio?

Sila tuvo un estremecimiento.

—Se dirigen a Roma, Cayo Mario. Eso es lo que todos presentimos. De dónde vienen, no lo sabemos. Quizá sea cosa de Némesis. Lo único que sabemos es que no tienen patria y se teme que quieran apoderarse de la nuestra.

—Serían tontos si no lo hicieran —añadió Mario, sombrío—. Esas incursiones en la Galia son conatos, Lucio Cornelio. Están haciendo tiempo y armándose de valor. Serán bárbaros, pero hasta el bárbaro más inculto sabe que si quiere asentarse en el Mediterráneo tiene que habérselas con Roma. Los germanos llegarán.

—Estoy de acuerdo. Pero no creas que somos los únicos en pensarlo; ésa es la impresión que predomina actualmente en Roma. Una horrible preocupación, un nefando temor a lo inevitable. Y no nos ayudan nada nuestras derrotas —dijo Sila—. Todo se conjura en favor de los germanos. Hay gente, incluso del Senado, que va por ahí hablando de nuestra perdición como si ya se hubiese consumado. Y hay quien habla de los germanos como un castigo divino.

—Un castigo, no —replicó Mario—. Una prueba —añadió, dejando la copa y cruzando las manos—. Dime qué sabes de Lucio Casio. Los escasos despachos oficiales no dicen nada.

—Bien —comenzó Sila, con una mueca—, con las seis legiones que trajo Metelo de Africa..., por cierto, ¿qué te parece lo de el Numidico?..., se encaminó por la Via Domitia hacia Narbo, a donde por lo visto llegó a principios de julio, después de una marcha de dos meses. Eran buenas tropas y podía haber avanzado más rápido, pero nadie le reprocha que no haya abusado de ellas alprincipio de lo que prometía ser una dura campaña. Gracias a la decisión de Metelo el Numídico de no dejar un solo hombre en Africa, todas las legiones de Casio estaban reforzadas por dos cohortes, lo que da una cifra aproximada de cuarenta mil soldados de infantería, más una gran fuerza de caballería que fue aumentando sobre la marcha con galos sometidos; unos tres mil jinetes. Es un gran ejército.

—Eran buenos hombres —dijo Mario con un gruñido.

—Sí. Los ví cuando cruzaban el valle del Po camino del paso alpino del monte Genava. Yo estaba reclutando la caballería y, aunque te cueste creerlo, Cayo Mario, nunca había visto un ejército romano marchando en formación, en filas cerradas, todos bien armados y equipados y con los furgones de pertrechos. ¡Un espectáculo inolvidable! —añadió con un suspiro—. En fin..., parece que los germanos han llegado a un acuerdo con los volcos tectosagos, que dicen ser parientes suyos, y les han cedido tierras al nordeste de Tolosa.

—De acuerdo en que los galos son casi tan misteriosos como los germanos, Lucio Cornelio —dijo Mario, inclinándose hacia adelante—, pero, según los informes, galos y germanos no son de la misma raza. ¿Cómo pueden los volcos tectosagos llamar parientes a los germanos? Al fin y al cabo, ellos ni siquiera son galos de pelo largo; han vivido en los alrededores de Tolosa desde mucho antes que Hispania fuese nuestra, hablan griego y comercian con nosotros. No lo entiendo.

—Pues yo tampoco lo sé. Y parece que nadie —contestó Sila.

—Perdona que te haya interrumpido, Lucio Cornelio. Continúa.

—Lucio Casio marchó desde la costa hasta Narbo por la estupenda vía construida por Cneo Domicio y dispuso su ejército en posición de combate en una zona próxima a Tolosa. Los volcos tectosagos se habían aliado con los germanos y se enfrentaba a una poderosa fuerza; pero Lucio Casio supo atraerlos al combate en un terreno adecuado y los derrotó estrepitosamente. Como buenos bárbaros, tras la derrota no permanecieron en las proximidades, sino que germanos y galos huyeron de Tolosa y de nuestros ejércitos.

Hizo una pausa, con el entrecejo fruncido, dio un sorbo de vino y volvió a dejar la copa.

—Me lo dijo Popilio Lenas en persona, que vino por mar desde Narbo poco antes de zarpar yo.

—Pobre infeliz, será el chivo expiatorio del Senado —dijo Mario.

—Desde luego —asintió Sila, enarcando cauteloso las cejas.

—Los despachos dicen que Casio siguió a los bárbaros fugitívos —añadió Mario.

—Sí, así es —contestó Sila, asintiendo con la cabeza—. Casio los vio partir de Tolosa, huyendo por las dos oríllas del Garumna hacia el mar en absoluto desorden, como era de esperar. Yo diría que él los despreció como bárbaros patanes, porque no se preocupó de desplegar el ejército en formación adecuada para perseguirlos.

—¿No puso las legiones en orden de marcha defensiva? —inquirió Mario incrédulo.

—No. Quiso perseguirlos como si emprendiera una marcha normal, llevando todos los pertrechos, incluido el botín de los carros abandonados por los germanos. Como sabes, la calzada romana termina en Tolosa, y el avance por el Garumna en territorio extraño fue lento; además, Casio se preocupó más que nada de proteger la columna de pertrechos.

—¿Y por qué no los dejó en Tolosa?

—Por lo visto no confiaba en los pocos volcos que quedaban en Tolosa —respondió Sila encogiéndose de hombros—. Bien, cuando había avanzado a lo largo del Garumna hasta Burdigala, los germanos y los galos habían tenido al menos quince días para recuperarse de la derrota. Se habían refugiado en Burdigala, que por lo visto es mucho mayor que el oppidum galo habitual y muy fortificada, y no digamos surtida de armas. Las tribus locales no querían un ejército romano en sus tierras y se pusieron totalmente del lado de los germanos y los galos, aportando más tropas y albergándolas en Burdigala. Luego prepararon una ingeniosa emboscada a Lucio Casio.

—¡Necio! —exclamó Mario.

—Nuestro ejército había acampado al este cerca de Burdigala, y cuando Casio decidió avanzar para atacar, dejó los pertrechos en el campamento, protegidos por la fuerza de media legión aproximadamente. ¡No!, cinco cohortes. ¡Ya me aprenderé la terminología!

—Por supuesto, Lucio Cornelio —dijo Mario con una sonrisa—. Yo me encargo. Sigue.

—Parece que Casio confiaba totalmente en no encontrar resistencia y dio orden de marcha hacia Burdigala sin siquiera cerrar filas, avanzar en cuadro o mandar avanzadillas. El ejército cayó en una trampa perfecta y los germanos y los galos prácticamente lo aniquilaron. El propio Casio cayó en el campo de batalla con su legado mayor. En total, Popilio Lenas calcula que habrán perecido en Burdigala treinta y cinco mil soldados —concluyó Sila.

—Tengo entendido que Popilio Lenas había quedado en el campamento guardando los pertrechos —dijo Mario.

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