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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (52 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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La historia había llegado a oídos de Cepio siendo gobernador de la Hispania Ulterior tres años antes, y desde entonces había soñado con encontrar el oro de Tolosa, pese a que su informante hispano le había asegurado que aquel tesoro era un mito. En Tolosa no había oro, así lo juraban todos los que habían visitado la ciudad de los volcos tectosagos. Los volcos no tenían más riqueza que su generoso río y las fértiles tierras. Pero Cepio confiaba en su suerte; estaba convencido de que el oro estaba en Tolosa. Si no, ¿cómo había sabido él la historia en Hispania, y había recibido después la encomienda de seguir los pasos de Lucio Casio hasta Tolosa, encontrándose con que los germanos habían partido y pudiendo tomar la ciudad sin lucha? Porque la fortuna estaba de su parte.

Se despojó del atuendo militar, vistió su toga bordada en púrpura y recorrió las calles bastante primitivas de la ciudad, fisgando en todos los escondrijos y huecos de la fortaleza; y aun recorrió todos los campos y prados que rodeaban las afueras de la ciudad, más de estilo hispano que galo. Efectivamente, Tolosa tenía poco espíritu galo; allí no había druidas ni notaba la característica aversión gala por los entornos urbanos. Los templos y sus recintos estaban construidos a la manera de los de las ciudades hispanas, con pintorescos jardines con lagos y riachuelos artificiales alimentados por el Garumna. ¡Una delicia!

Como no encontraba nada, Cepio puso al ejército a trabajar en busca del oro; una búsqueda con ambiente festivo, realizada por unas tropas ya sin la angustia de un enfrentamiento con el enemigo y ansiosas de cobrar su parte del fabuloso botín.

Pero no daban con el oro. Si, en los templos se hallaron algunos objetos de gran valor, pero sólo unos pocos y nada de barras de oro. Y la ciudadela fue una gran decepción, como ya había comprobado el propio Cepio: nada más que armas y dioses de madera, recipientes de asta y platos de cerámica. El rey Copilo vivía con gran sencillez y no había sótanos secretos de almacenamiento.

Entonces, Cepio tuvo una genial idea y mandó a los soldados excavar en los jardines que rodeaban los templos. En vano. Ni una sola zanja, aun la más profunda, reveló el menor indicio de oro. Los zahoríes enarbolaron sus varitas de mimbre sin obtener la menor señal que las hiciera vibrar o doblarse como arcos. Del recinto de los templos, la búsqueda pasó a los campos de labor y a las calles de la ciudad, pero todo fue inútil. Y mientras el paisaje se iba pareciendo cada vez más a la obra de un topo gigante enloquecido, Cepio no paraba de pasearse y pensar.

En el Garumna había pesca abundante, incluido el salmón y ciertas variedades de carpa, y como el río alimentaba los lagos de los templos, también en éstos proliferaban los peces. A los legionarios de Cepio les resultaba más fácil pescarlos en los lagos que en el río, de ancho y profundo cauce y corriente rápida; así, paseando de arriba abajo, no veía más que soldados prendiendo moscas y haciendo cañas con ramas de sauce. Pensativo y sin dejar de pasear, llegó hasta el lago más grande. Y alli, absorto en sus pensamientos, contempló distraídamente el juego que producía la luz en las escamas de los abundantes peces, dando mil centelleos y fulgores entre los juncos. Eran en su mayoría reflejos plateados, pero de vez en cuando fulguraba una carpa con un brillo aurífero.

La idea se fue abriendo paso en su subconsciente y, de pronto, le acometió y estalló en su cerebro. Mandó llamar a su cuerpo de ingenieros y les ordenó vaciar el lago; no fue una tarea difícil y, desde luego, valió la pena. El oro de Tolosa se hallaba en el fondo de aquellos estanques sagrados, oculto por el fango, los juncos y los residuos naturales de muchas décadas.

Una vez seco y amontonado el último lingote de oro, Cepio fue a examinar el botín y tuvo que contener un grito. No había querido asistir a la operación porque, por su carácter, le gustaba sorprenderse. ¡Y menuda sorpresa! Pasmado quedó en realidad, porque habría unas cincuenta mil barras de oro de unas quince libras, un total de 15000 talentos. Y, además, diez mil barras de plata de veinte libras: 3.500 talentos de plata. Luego, los zapadores encontraron más plata en los lagos, pues resultaba que los volcos habían utilizado su tesoro para hacer piedras de plata maciza para moler, y una vez al mes las sacaban del río y las dedicaban a moler trigo para tener provisión de harina durante un mes.

—Muy bien —dijo enérgicamente Cepio—. ¿Cuántos carros podemos dedicar a transportar el oro a Narbo?

La pregunta se la había hecho a Marco Furio, su praefectus fabrum, el encargado de los aprovisionamientos, pertrechos, equipos, arreos, forrajes y todo lo necesario para mantener un ejército en campaña.

—Quinto Servilio, tenemos mil carros de pertrechos, de los cuales en este momento hay vacíos un tercio. Pongamos trescientos cincuenta, haciendo un esfuerzo. Si cada carro carga unos treinta y cinco talentos, que ya está bien aunque no es un peso excesivo, necesitaremos unos trescientos cincuenta carros para la plata y cuatrocientos cincuenta para el oro —respondió Marco Furio, que no era miembro de la antigua familia de los Furios, sino nieto de un esclavo Furio, y en aquel entonces cliente y banquero de Cepio.

—Pues entonces mejor será que enviemos primero la plata en trescientos cincuenta carros, la descarguemos en Narbo y que los carros vuelvan a Tolosa para transportar el oro —dijo Cepio—. Entretanto, haré que las tropas descarguen otros cien carros para luego poder enviar el oro en un solo convoy.

A finales de julio, la plata había llegado a la costa, fue descargada, y los carros habían vuelto a Tolosa a por el oro. Cepio, cumpliendo su palabra, se había agenciado otros cien carros.

Mientras cargaban el oro, Cepio se paseaba arrobado entre los sacos de áureos ladrillos, sin poder resistir la tentación de acariciar uno de vez en cuando. Mordiéndose el canto de la mano, pensando con tesón, lanzó un suspiro y dijo:

—Mejor será que partas con el oro, Marco Furio. Alguien con alta autoridad debe estar en Narbo hasta que se embarque la última barra. La plata ya está camino de Roma, ¿verdad? —añadió, volviéndose hacia su liberto griego Bias.

—No, Quinto Servilio —contestó Bias, sumiso—. Los barcos de transporte que viajaron con gran carga, con los vientos de invierno a principios de año se hallan dispersos. Sólo he podido localizar doce buenas naves, y consideré más prudente reservarlas para el oro. La plata está bien guardada en un almacén. Creo que cuanto antes embarquemos el oro para Roma, mejor. Cuando vayan llegando mejores barcos, los reservaré para la plata.

—Bueno, la plata quizá podamos enviarla por tierra —dijo Cepio sin pensarlo mucho.

—Aun con los riesgos de naufragio, Quinto Servilio, yo preferiría el mar para las barras de oro y de plata —replicó Marco Furio—. Por tierra existen muchos riesgos a causa de las tribus alpinas.

—Sí, tienes razón —dijo Cepio con un suspiro—. ¡Oh, es un sueño!, ¿no es cierto? ¡Estamos enviando a Roma más oro y plata de la que hay en todos sus tesoros juntos!

—Cierto, Quinto Servilio —añadió Marco Furio—. Es magnífico.

 

El oro salió de Tolosa en cuatrocientos cincuenta carros a mediados de agosto. Lo escoltaba una sola cohorte de legionarios, pues la vía romana cruzaba por terreno civilizado que no se había alzado contra Roma en mucho tiempo y los agentes de Cepio le habían informado de que el rey Copilo con sus guerreros seguían en Burdigala, esperando a que el cónsul se aventurase por el camino que había llevado a Lucio Casio a la muerte.

Una vez alcanzada Carcaso, la carretera seguía virtualmente cuesta abajo hasta el mar, por lo que aumentó el ritmo del convoy de carros. Todos iban contentos y despreocupados; los soldados de la cohorte comenzaban ya a bromear diciendo que se olía el aire salino; sabían que al anochecer entrarían en las calles de Narbo y no pensaban más que en ostras, salmonetes y mujeres.

Los asaltantes, en número de un millar, surgieron dando alaridos por la derecha de un espeso bosque que bordeaba la carretera por ambos lados, desplegándose delante del primer carro y del último, a unas dos millas más atrás, con la cohorte de escolta distribuida la mitad en cada extremo. En poco tiempo no quedó un soldado romano con vida y los conductores de los carros fueron simples montones de cuerpos desmadejados.

Había luna llena y era una noche cálida; durante las horas en que el convoy de carros había esperado a que se hiciera de noche, no había habido tráfico alguno en ambas direcciones de la carretera, pues las vías romanas eran para el movimiento de tropas, y el comercio en aquella región de la provincia era escaso entre la costa y el interior, sobre todo desde que los germanos se habían asentado en las cercanías de Tolosa.

Cuando ya la luna estaba alta, volvieron a enganchar las mulas a los carros y parte de los atacantes montaron al pescante, mientras el resto flanqueaba el convoy. En el punto en que el bosque ya no bordeaba la carretera, la caravana tomó por una franja costera en la que pastaban las ovejas. Al amanecer tenían a la vista Ruscino y su río. El convoy volvió a entrar en la Via Domicia y cruzó los Pirineos a la luz del día.

Pasados los Pirineos, siguió un camino tortuoso, alejado de todas las vías romanas, hasta cruzar el río Sucro a la izquierda de la ciudad de Saetabis, y de allí se encaminó a la llanura de los Juncos, una zona desierta y árida situada entre dos sistemas montañosos hispánicos, pero que no se utilizaba como atajo por su falta de agua. Después se perdió su rastro y los agentes de Cepio nunca supieron a dónde fue a parar el oro de Tolosa.

Un mensajero que llevaba un despacho de Narbo tuvo la mala fortuna de hallar los montones de cadáveres a lo largo del tramo de carretera que bordeaba el bosque al este de Carcaso, y al presentarse ante Quinto Servilio Cepio, en Tolosa, éste se desmoronó y rompió a llorar. Lloró por la suerte de Marco Furio, de la cohorte de soldados romanos y por las viudas y huérfanos que dejaban en Italia, pero sobre todo lloró por aquellos montones relucientes de barras de oro, por la pérdida del oro de Tolosa. ¡No era justo! ¿Qué había sucedido con su suerte?, se lamentaba. Y no cesaba de llorar. Ataviado con toga negra de luto, túnica negra y sin franja en el hombro derecho, Cepio volvió a llorar cuando mandó formar al ejército y les comunicó la noticia que ya se había difundido por el campamento.

—Pero al menos aún tenemos la plata —dijo, enjugándose las lágrimas—. La plata sola garantiza una buena ganancia para todos al final de la campaña.

—Yo estoy agradecido dentro de lo malo —comentó un veterano a su compañero de tienda que, como él, había sido obligado a abandonar la granja en Umbría, a pesar de haber servido antes en diez campañas durante más de quince años.

—¡No me digas! —replicó el compañero, algo más lento en su discurrir, a causa de una antigua herida en la cabeza.

—¡Ya lo creo! ¿Tú has visto algún general que comparta el oro con nosotros, la escoria de la tropa? No sé cómo, pero siempre encuentran alguna razón para quedárselo ellos. Ah, y el erario se lleva una parte; así es como se las arreglan para quedárselo: sobornando a los del Tesoro. Al menos nos darán algo de plata, y de plata había una montaña. Pero claro, con todo el revuelo que se ha organizado con la pérdida del oro, al cónsul no le quedaba más remedio que ser justo repartiendo la plata.

—Ya te entiendo —dijo el compañero—. Vamos a pescar un salmón gordo para cenar, ¿eh?

El año avanzaba y el ejército de Cepio aún no había entrado en combate, salvo la malhadada cohorte destinada a escoltar el oro de Tolosa. Cepio escribió a Roma contando toda la historia desde la marcha de los germanos hasta la pérdida del oro, y pidió instrucciones.

En octubre le llegó la respuesta, que era más o menos la que se esperaba: se le ordenaba permanecer en las cercanías de Narbo con su ejército, invernar allí y esperar nuevas órdenes en primavera. Lo que significaba que le habían prorrogado un año el mando y seguía siendo gobernador de la Galia romana.

Pero no era igual sin el oro. Cepio se mostraba irritable y mohíno y a veces lloraba; sus oficiales advirtieron que le costaba sentarse y no hacía más que pasear arriba y abajo. La impresión general era que se debía a su carácter y nadie creía que derramase lágrimas por la muerte de Marco Furio y de sus soldados. Cepio lloraba por el oro perdido.

 

* * *

 

Una de las principales características de una larga campaña en tierra extranjera es el modo en que el ejército y su jerarquía de mando se amoldan a un estilo de vida en el que el país extranjero llega a adquirir categoría de hogar semipermanente. A pesar de todos los movimientos de incursiones y expediciones, el campamento cobra aspecto de ciudad y la mayoría de los soldados encuentran mujer y casi todas ellas dan a luz; tiendas, tabernas y comerciantes se multiplican fuera de las fortificaciones y las casuchas de adobe para las mujeres y los niños crecen como setas en un improvisado sistema de callejas.

Tal era la situación en el campamento romano en las afueras de Utica, y, en menor grado, la del campamento de Cirta. Como Mario elegía a sus centuriones y tribunos militares con gran cuidado, el período de las lluvias invernales, durante el cual no se combatía, se dedicaba, además de a la instrucción y a maniobras, a dividir a la tropa en octetos de afinidad por tiendas y a solventar los mil y un problemas disciplinarios que por fuerza se dan entre tantos hombres obligados a vivir juntos durante plazos tan largos.

Con la llegada de la primavera africana, cálida, lujuriante, fértil y seca, el campamento entró en ebullición, con un movimiento parecido al que le acomete al caballo por un extremo y recorre su piel hasta el otro. Sacaban los equipos para la campaña que se avecinaba, encargaban la redacción de testamentos a los escribas de las legiones, se limpiaban y engrasaban las cotas de malla, se afilaban espadas y dagas, se rellenaban los cascos con fieltro en previsión del calor y de las abolladuras, se examinaban minuciosamente las sandalias para reponerles los clavos, se remendaban túnicas, y cualquier pertrecho gastado o estropeado se mostraba al centurión y se devolvía a intendencia para que lo reemplazara.

En invierno había llegado de Roma un cuestor del Tesoro con la paga de las legiones y ello provocó un aumento de la actividad entre los funcionarios, dedicados a la contabilidad y al pago de la tropa. Como sus soldados eran insolventes, Mario había creado dos fondos obligatorios para ingresar en ellos parte de la soldada de cada hombre: un fondo para el entierro digno de los legionarios que muriesen fuera de Italia y no en combate (si morían luchando, el entierro lo pagaba el Estado) y un fondo de ahorro en el que se guardaba el dinero de la tropa hasta que se licenciase.

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