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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (48 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Hubo otros cambios en el ejército de Mario aparte de la tropa básica, pues, al ser soldados sin tradición militar, ignoraban completamente en qué consistía y no mostraron oposición ni rechazo. Durante muchos años, la antigua unidad táctica denominada manípulo había quedado demasiado reducida para contener a los ejércitos abigarrados e indisciplinados con que tenían que combatir muchas veces las legiones; la cohorte, tres veces mayor que el manípulo, la había ido sustituyendo en la práctica, pero nadie había reestructurado las legiones en cohortes en lugar de manípulos, ni cambiado la jerarquía de los centuriones para ajustarla al mando por cohortes. Y eso fue lo que hizo Mario la primavera y el verano de su primer año de consulado. A partir de entonces, salvo como unidad de adorno en los desfiles, el manípulo dejó de existir oficialmente y quedó sustituido por la cohorte.

Pero había inconvenientes imprevistos en la organización de un ejército de proletarios. Los antiguos soldados de Roma sabían leer y contar y no presentaban inconveniente en cuanto a reconocer banderas, cifras, letras y símbolos, mientras que los que formaban el ejército de Mario eran en su mayoría analfabetos que apenas sabían de números. Sila instauró un programa formando agrupaciones de ocho hombres que ocupasen la misma tienda y entre los que hubiese uno por lo menos capaz de leer y escribir, a quien se le concedió antigüedad respecto a sus camaradas a cambio de enseñarles a interpretar los números, las letras, los símbolos y los estandartes, así como a leer y escribir, en la medida de lo posible. Pero el programa avanzaba despacio y la alfabetización tendría que posponerse hasta que las lluvias invernales impidieran las operaciones.

El propio Mario inventó un nuevo punto de reunión sencillo y muy emotivo para sus legiones, asegurándose de que se aleccionaba a toda la tropa con temor y reverencia al respecto. Dio a todas las legiones una preciosa águila de plata con las alas abiertas montada en un mástil plateado; el águila la portaría el aquilifer o soldado considerado el más fuerte de su legión, revestido de una piel de león y una armadura de plata. El águila, decía Mario, era el símbolo de Roma para las legiones y todos los soldados estaban obligados al atroz juramento de estar dispuestos a morir antes que consentir que el águila cayese en manos del enemigo.

Mario sabía perfectamente lo que hacía. Habiendo pasado media vida en el ejército, y siendo la clase de hombre que era, tenía firmes opiniones y sabía mucho más sobre la tropa que ningún aristócrata. Sus orígenes rurales le capacitaban para la observación y su inteligencia superior le facultaba perfectamente para deducir ideas a partir de tales observaciones. Por haberse visto detenido en su carrera personal y haber sido su innegable valía utilizada para el medro de sus superiores, Cayo Mario llevaba esperando muchos años antes de conseguir el consulado, y se los había pasado pensando.

 

La reacción de Quinto Cecilio Metelo ante el gran revuelo que Mario había provocado en Roma sorprendió hasta a su propio hijo, dado que a Metelo siempre se le había considerado una clase de hombre racional y con dominio de sí mismo. Pero cuando le llegó la noticia de que se quedaba sin mando en Africa y tenía que cedérselo a Mario, se volvió loco y se puso a llorar y a chillar, mesándose los cabellos y golpeándose el pecho, y, en vez de hacerlo en su despacho, dio el espectáculo en plena plaza del mercado de Utica, para asombro de la población púnica. Aun después del primer amago de indignación, una vez abandonada la residencia oficial, la simple mención del nombre de Mario bastaba para desencadenar otro ataque de ruidoso llanto, sazonado con ininteligibles alusiones a Numancia, a un determinado trío y a unos cerdos.

Pero la carta que recibió de Lucio Casio Longino, primer cónsul electo, consiguió animarle bastante, y durante unos días estuvo dedicado a organizar la desmovilización de sus seis legiones, tras obtener de ellas el acuerdo para que se realistasen con Lucio Casio nada más llegar a Italia. Pues, como le decía Casio en la carta, estaba decidido a conseguir resultados mucho mejores en la Galia Transalpina contra los germanos y sus aliados los volcos tectosagos que el arribista Mario en Africa, al carecer éste de tropas.

Ignorante de la solución de Mario al problema (no la conocería hasta regresar a Roma), Metelo salió de Utica a finales de marzo con sus seis legiones para dirigirse al puerto de Hadrumetum, a unas cien millas al sur de Utica, donde aguardó mohíno hasta que le llegó la noticia de que había desembarcado Mario para asumir el mando de la provincia. En Utica había dejado a Rutilio Rufo para recibirle.

Así, al desembarcar Mario, fue Rutilio quien le esperaba en el muelle y quien formalmente mandaba en la provincia.

—¿Dónde está el Meneítos? —inquirió Mario de camino hacia el palacio del gobernador.

—Sumido en una tremenda depresión en Hadrumetum con sus legiones —contestó Rutilio con un suspiro—. Ha hecho juramento ante Júpiter Stator de no verte ni hablarte.

—Qué estúpido... —dijo Mario, sonriendo—. ¿Has recibido mis cartas hablando de los capíte censii y las nuevas legiones?

—Claro. Y me duelen los tímpanos de tanto oír los elogios que hace de ti ese Aulo Manlio desde que ha llegado. Es una magnífica estructura, Cayo Mario. —Pero cuando le miró, Rutilio no sonreía—. Te harán pagar esa audacia, amigo. ¡Ya lo creo que te la harán pagar!

—Sabes que no. ¡Los tengo bien a raya y juro por los dioses que los mantendré así hasta que muera! Voy a triturar ese Senado, Publio Rutilio.

—No podrás. Al final será el Senado quien te triture a ti.

—¡Jamás!

Y Publio Rutilio no pudo sacarle de ahí.

Utica presentaba una imagen inmejorable; acababan de enjalbegar las casas después de las lluvias de invierno y tenía el aspecto de una ciudad limpia y reluciente de construcciones de cierta altura, árboles en flor, cálida atmósfera y gentes ataviadas con vivos Colores. En sus placitas abundaban los quioscos y tabernas y en su centro crecían árboles que daban sombra. Adoquines y losas aparecían limpios. Al igual que la mayor parte de las ciudades romanas, griegas de Asia Menor y púnicas, contaba con una buena red de pozos y cloacas, buenos baños públicos y un buen abastecimiento de aguas traídas por un acueducto desde las colinas que la rodeaban, azules en la distancia.

—Publio Rutilio, ¿qué vas a hacer? —inquirió Mario al entrar en el despacho del gobernador, en donde tomaron asiento, risueños al ver a los ex servidores de Metelo hacer reverencias al nuevo comandante—. ¿Quieres seguir aquí como legado mío? No he querido ofrecer el cargo máximo a Aulo Manlio.

—No, Cayo Mario —contestó Rutilio, moviendo enfático la cabeza—. Regreso a Italia. Como el Meneítos se marcha, mi plazo cumple y ya estoy harto de Africa. Te lo diré sinceramente: no me apetece ver al pobre Yugurta cargado de cadenas, que es como acabará ahora que tienes tú el mando. No, yo me marcho a Roma a tomarme un descanso, escribir lo que pueda y ver a los amigos.

—¿Y si un día no muy lejano te pido que te presentes al consulado como colega mio?

—Pero ¿qué estás urdiendo? —replicó Rutilio, sorprendido, mirándole de hito en hito.

—Me lo han vaticinado, Publio Rutilio: seré cónsul de Roma nada menos que siete veces.

Otro se habría echado a reír o sencillamente habría desechado con desdén semejante afirmación, pero no Publio Rutilio Rufo. Conocía bien a Mario.

—Gran destino. Te pone por encima de tus iguales, y yo soy demasiado romano para aprobarlo. Pero si ésa es tu suerte, nada podemos hacer ni tú ni yo. ¿Si me gustaría ser cónsul? ¡Claro que sí! Considero un deber ennoblecer a mi familia. Pero resérvalo para un año en que me necesites, Cayo Mario.

—Así lo haré —respondió satisfecho Mario.

 

Cuando la noticia del nombramiento de Mario como comandante en jefe de la guerra llegó a oídos de los dos reyes africanos, Boco se atemorizó y se apresuró a regresar a Mauritania, abandonando a Yugurta frente al cónsul. A Yugurta no le intimidó la deserción de su suegro ni el nuevo cargo de Mario; se dedicó a reclutar gétulos y a esperar acontecimientos, dejando al romano la iniciativa.

A finales de junio estaban ya en la provincia africana cuatro de las seis legiones, y Mario, satisfecho con sus progresos, las condujo a Numidia, en donde se dedicó al saqueo de poblaciones, pillaje de granjas y escaramuzas sin trascendencia para darles el bautismo de sangre e ir forjando tenazmente su pequeño ejército. Pero cuando Yugurta vio la potencia de la tropa romana y advirtió las implicaciones de su composición mediante proletarios, decidió arriesgarse a plantear batalla para recuperar Cirta.

Pero Mario acudió en auxilio de la guarnición antes de que cayese y al númida no le quedó más remedio que hacerle frente, con lo cual los nuevos soldados tuvieron ocasión de acallar las críticas que había suscitado en Roma su reclutamiento. Después del combate, Mario, alborozado, pudo escribir al Senado que sus tropas formadas por pobres se habían comportado admirablemente, luchando tan valiente y animosamente como las primeras, aunque no tuviesen intereses y propiedades en la capital. De hecho, su ejército de proletarios combatió con tal ardor contra Yugurta, que éste tuvo que abandonar escudo y lanza para que no le capturasen.

Sabido el resultado del enfrentamiento por el rey Boco, éste envió mensajeros a Mario solicitando volver a ser cliente de Roma; como Mario no le respondiese, volvió a enviarlos. Finalmente, Mario accedió a recibir a una delegación, la cual se apresuró a regresar a Mauritania para comunicar a su rey que el romano no quería ninguna clase de tratos con él. Por lo tanto, a Boco no le quedó más remedio que morderse las uñas, reconcomiéndose por haber accedido a los halagos de su yerno.

El propio Mario estaba lo bastante ocupado pacificando progresivamente el terreno que arrebatara a Yugurta con el propósito fundamental de impedirle obtener reclutas y aprovisionamientos en los fértiles valles y ricas zonas costeras de su reino, y al mismo tiempo cerrarle las posibilidades de ingresos monetarios. Sólo entre los gétulos y garamantes, tribus bereberes del interior, podía Yugurta encontrar apoyo y soldados sin temor a que el armamento y los tesoros cayeran en manos de los romanos.

 

Julilla dio a luz una sietemesina debilucha en junio, y a finales de julio su hermana Julia traía al mundo, al término normal del embarazo, un hermoso niño sano, un hermanito para el pequeño Mario. Sin embargo, fue el débil retoño de Julilla el que sobrevivió, y el robusto niño de Julia murió en los días en que las fétidas miasmas de agosto rodearon con sus malignos tentáculos las colinas de Roma, causando una epidemia de fiebres tifoideas.

—No digo que esté mal una niña —dijo Sila a su esposa—, pero antes de que regrese a Africa volveré a dejarte embarazada, y esta vez tendrás un niño.

Insatisfecha por haberle dado a Sila una niña llorona y debilucha, Julilla se dedicó a engendrar un niño con gran entusiasmo. Curiosamente, había superado el parto de su niña sietemesina mucho mejor que su hermana Julia, aun estando delgada y enfermiza y a pesar de su constante nerviosismo. Mientras que Julia, mejor formada fisicamente y más preparada emocionalmente para los avatares del matrimonio y la maternidad, tuvo un segundo parto muy penoso.

—Al menos tenemos una niña para casarla con quien nos convenga cuando llegue el caso —comentó Julilla aquel otoño a su hermana, tras la muerte de su segundo hijo, y a sabiendas de que estaba de nuevo embarazada—. Espero que el que venga sea niño —añadió, apresurándose a coger el pañuelo para sonarse ruidosamente.

Aún no recuperada de su desconsuelo, Julia mostraba menos paciencia y simpatía con su hermana que antaño, y por fin entendía por qué su madre, Marcia, había comentado entristecida que Julilla no tenía enmienda.

Curioso, pensaba, que pueda una criarse con una persona y no llegar nunca a entenderla del todo. Julilla envejecía a toda marcha, no fisicamente o siquiera mentalmente, sino más bien en virtud de un proceso espiritual muy destructivo. La desnutrición había causado un raro estrago en ella, incapacitándola para llevar una vida feliz. O quizá la nueva Julilla siempre había existido por debajo de las risitas, simplezas y encantadores detalles de chiquilla que hacían las delicias del resto de la familia.

Había que creer que la enfermedad era la causa de aquel cambio, se decía Julia, apenada; hay que creer en esa causa externa, porque si no habría que admitir que era congénita.

Julilla únicamente sería siempre bonita, con su mágica tez color miel y ámbar, su gracia de movimientos y su perfecto rostro. Pero aquellos días se la veía con ojeras y dos pliegues que ya surcaban su rostro entre las mejillas y la nariz, con las comisuras de los labios caídos. Sí, tenía aspecto cansado, insatisfecho, nervioso. En sus palabras trascendía un leve deje quejumbroso y seguía lanzando aquellos exagerados suspiros, un hábito inconsciente pero enormemente irritante. Igual que su manía de sonarse.

—¿Tienes algo de vino? —dijo Julilla de pronto.

Julia se quedó perpleja, algo escandalizada por un lado y al mismo tiempo molesta por reaccionar de forma tan gazmoña, pues al fin y al cabo ya había muchas mujeres que bebían vino y ello había dejado de considerarse un signo de decadencia moral, salvo en círculos que a ella misma le parecían terriblemente intolerantes y pacatos. Pero si una hermana, de apenas veinte años y criada en el hogar de Cayo Julio César, pide vino a media mañana sin haber comido nada y no habiendo ningún hombre a la vista... ¡era preocupante!

—Claro que tengo vino —contestó.

—Me encantaría tomar una copa —dijo Julilla, que se había estado reprimiendo, porque sabía que su hermana podía hacer algún comentario y no era agradable hacerse reprender por una hermana mayor, más virtuosa y de mejor posición. Pero al final no había podido aguantarse, tanto más cuanto que ya habían agotado la conversación.

Aquellos días se veía incapaz de aguantar a su familia, no le interesaba nada; le aburría. Y sobre todo la admirada Julia, esposa del cónsul, que con gran rapidez se estaba convirtiendo en una de las matronas jóvenes más apreciadas de Roma. Nunca daba un mal paso, Julia. Feliz con su destino, enamorada de su horroroso Mario, esposa modelo, madre ejemplar. Qué aburrido.

—¿Sueles beber vino por las mañanas? —inquirió su hermana sin particular énfasis.

Un encogimiento de hombros, un revoloteo de manos, con una mirada furiosa por el comentario, pero al mismo tiempo sin tomarlo en serio.

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