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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (22 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Una vez ante la puerta, respiró hondo y llamó con la aldaba. Las mujeres le rodearon chillando. Era evidente que Nicopolis y Clitumna estaban encantadas de verle; lloraban, gimoteaban y se le agarraron al cuello hasta que las apartó; y después no dejaron de acosarle un solo instante.

—¿Dónde duermo yo ahora? —inquirió, negándose a entregar las alforjas al criado.

—Conmigo —respondió Nicopolis, radiante, mirando a Clitumna, que, de pronto, se mostraba abatida.

Al salir con Nicopolis al porche de columnas, mientras su madrastra se quedaba en el vestíbulo retorciéndose las manos, Sila advirtió que la puerta de la habitación estaba bien cerrada.

—Supongo que el pegajoso ya estará perfectamente instalado —dijo cuando llegaron a las habitaciones.

—Mira —dijo ella, haciendo caso omiso de su pregunta, deseosa de mostrar a Sila su nueva vivienda.

Le había dejado toda su espaciosa sala de estar y ella se había quedado con un simple dormitorio y un cuarto mucho más pequeño. Sintió que su corazón se llenaba de gratitud, y la miró un tanto entristecido; le gustaba fisicamente más que nunca.

—¿Para mi? —inquirió.

—Para ti —contestó ella sonriendo.

—¿Y Stichus? —preguntó, tirando las alforjas en la cama, impaciente por saber la mala noticia.

Claro que quería que la besara, que le hiciera el amor, pero le conocía de sobra para saber que él no necesitaba desahogo sexual porque hubiese estado apartado de las dos. El amor tendría que esperar; lanzó un suspiro y se limitó al papel de informante.

—Stichus está perfectamente atrincherado —respondió, dirigiéndose a las bolsas para vaciarlas.

Él la apartó con firmeza, dejó las bolsas en el suelo detrás de una arca y se sentó en su silla preferida, que estaba detrás de un escritorio nuevo. Nicopolis tomó asiento en la cama.

—Cuéntamelo todo —dijo.

—Pues sí, tenemos aquí a Stichus; duerme en el cuarto del señor de la casa y utiliza el despacho, claro. En realidad ha sido mejor de lo que esperábamos, en cierto sentido, porque tenerle todo el día encima es insoportable, incluso para la propia Clitumna. Unos meses más, y seguro que lo echa. Ha sido un acierto que te marchases, ¿sabes? —añadió, mullendo el montón de almohadas con gesto ausente—. En aquel momento no me lo pareció, lo confieso; pero tú tenias razón y la equivocada era yo. Stichus entró en la casa como un general victorioso y tú no estabas para hacerle sombra. ¡No sabes la que organizó! Tiró tus libros a la basura... No te preocupes; los criados los recogieron. Y toda tu ropa y otros objetos. Como a los criados tú les gustas y a él le odian, no se perdió ninguna de tus pertenencias; lo tienes todo por ahí.

—Me alegro —dijo recorriendo con la vista las paredes y el bonito suelo de mosaico—. Continúa.

—Clitumna estaba hecha una pena. No había podido pensar que fuera a tirar tus cosas. En realidad, creo que no quería que él se viniera a vivir aquí, pero como había dicho que sí, no podía volverse atrás; porque es de su sangre, el hijo único de esa rama y todo eso. Clitumna no es muy lista, pero se dio cuenta de que el único motivo por el que él le había pedido venirse a vivir aquí era para que tu te largases. A Stichus le hacía falta, pero el que tú no estuvieras aquí para ver que tiraba tus cosas le fastidió el placer que él esperaba, porque no se produjo ningún enfrentamiento, ni hubo oposición; no había nadie... Sólo la pasiva y malhumorada servidumbre, la llorona tía Clitumna y yo... Bueno, yo hago como si no existiera.

La pequeña Biti entró sigilosamente con una bandeja de bollos, empanadas, tortas y pasteles, la dejó en la esquina del escritorio, con una tímida sonrisa dirigida a Sila, y miró a la correa de cuero que unía las dos alforjas, que asomaba por detrás del arca. Y allá se dirigió para vaciarlas.

Sila se movió con tal rapidez, que Nicopolis no le vio apartar a la muchacha. Estaba tranquilamente sentado en la silla y en un abrir y cerrar de ojos se había levantado para apartar amablemente a la muchacha del arca. Le sonrió, la pellizcó gentilmente en la mejilla y la hizo salir de la habitación. Nicopolis se lo quedó mirando.

—¡Vaya, sí que te preocupan esas bolsas! dijo—. ¿Qué hay en ellas? Pareces un perro defendiendo un hueso.

—Sírveme vino —dijo él, volviendo a sentarse y cogiendo una empanada de carne.

Hizo lo que pedía, pero no estaba dispuesta a dejar la cosa así.

—Vamos, Lucio Cornelio, ¿qué hay en esas bolsas que no quieres que nadie lo vea?

Ante él tenía una copa de vino puro.

Esbozó una sonrisa y alargó los brazos con exasperación.

HQué te piensas? ¡Me he pasado casi cuatro meses lejos de mis mujeres, y confieso que no he estado pensando en vosotras todo el tiempo, pero sí que os he recordado! Sobre todo cuando veía alguna cosilla que sabía que os podría gustar a alguna de las dos.

A Nicopolis se le iluminó el rostro de satisfacción. Sila no era hombre que hiciera regalos. De hecho, no recordaba una sola ocasión en que las hubiera obsequiado, a ella o a Clitumna, con el más mínimo objeto, y conocía de sobra la naturaleza humana para darse cuenta de que, más que prueba de pobreza, era indicio de tacañería, porque el pobre regala aunque no tenga posibilidades.

—¡Oh, Lucio Cornelio! —exclamó radiante—. ¿De verdad? ¿Me lo enseñas?

—Cuando esté tranquilo y en su momento —respondió él. Giró la silla y miró por la amplia ventana que tenía detrás—. ¿Qué hora es?

—No sé; será la hora octava. Pero aún no es hora de cenar.

Sila se puso en pie, fue hasta el arca y sacó las alforjas de detrás, colgándoselas del hombro.

—Volveré antes de la hora de la cena —dijo.

Nicopolis, boquiabierta, le vio dirigirse a la puerta.

—¡Sila! ¡Eres el ser más irritante del mundo, te lo juro! Acabas de llegar y ya te vas a no sé dónde. ¡No me extrañaría que fueses a ver a Metrobio, ya que te fuiste con él de viaje...!

Sila se detuvo y sonrió, mirándola.

—Ah, ya. Scilax hizo una visita para quejarse, ¿no es eso?

—Y que lo digas. Llegó como una trágica en el papel de Antígona y se marchó como un eunuco de comedia. ¡Si hubieras visto cómo imitaba Clitumna su voz chillona! —y rió al recordarlo.

—Le está bien empleado a ese viejo puto. ¿Sabes que había impedido que el muchacho aprendiese a leer y a escribir?

—¿No nos tienes confianza para dejarlas aquí? —inquirió ella, intrigada de nuevo por las bolsas.

—No soy tonto —respondió él, saliendo del cuarto.

La curiosidad femenina. Era tonto por no haberlo previsto. Y allá se fue con las bolsas hacia el Gran Mercado, donde durante la hora que siguió se dedicó a gastarse los últimos denarios que le quedaban, el resto que había pensado ahorrar para el futuro. ¡Las mujeres! ¡Unas puercas que se entrometen en todo! ¿Cómo no lo había pensado?

Las alforjas pesaban con la carga de pañuelos y ajorcas, frívolas chalinas orientales y chismes para el pelo; le abrió la puerta de casa de Clitumna un criado, que le informó de que las señoras y el amo Stichus estaban en el comedor y habían decidido esperar un momento antes de empezar.

—Diles que voy en seguida —dijo, dirigiéndose hacia la vivienda de Nicopolis.

 

No parecía haber nadie a la vista, mas para mayor seguridad cerró las contraventanas y echó el cerrojo a la puerta. Los regalos comprados apresuradamente los amontonó en el escritorio, con algunos rollos de libros nuevos. La bolsa de la izquierda no lá tocó y las primeras capas de ropa de la derecha las echó en la cama. Luego extrajo del fondo dos pares de calcetines enrollados y rebuscó hasta sacar dos frasquitos con tapón sellado con cera. A continuación cogió una cajita corriente de madera que cabía perfectamente en la mano y, como si fuera incapaz de resistir la tentación, abrió la ajustada tapa: contenía un simple polvillo inerte amarillento. Volvió a cerrarla apretando bien con los dedos y a continuación miró en derredor por el cuarto, con el entrecejo fruncido. ¿Dónde?

Una fila de decrépitos relicarios en forma de templos ocupaban la superficie de una mesa lateral alargada: restos de la casa de Cornelio Sila; todo lo que había heredado de su padre y que éste no había podido vender para procurarse vino. Cinco relicarios en forma de cubo de dos pies de arista; todos con puertas pintadas flanqueadas por un porche de columnas, con un frontón adornado con figuras de templo, y en el sencillo entablamento debajo del frontón, un nombre masculino. Uno era el antepasado del que descendían las siete ramas de la casa patricia de Cornelio; otro un tal Publio Cornelio Rufino, cónsul y dictador más de doscientos años atrás; otro, el hijo de éste, dos veces cónsul y una vez dictador durante las guerras con los sannitas, y luego expulsado del Senado por atesorar plata; otro era el primer Rufino con el nombre de Sila, sacerdote de Júpiter durante toda su vida, y el último era su hijo, el pretor Publio Cornelio Sila Rufo, famoso por ser el fundadór de los ludi Apollinares o juegos de Apolo.

Fue el relicario del primer Sila el que Lucio Cornelio abrió, con sumo cuidado, porque la madera llevaba muchos años sin cuidar y estaba muy deteriorada; otrora la pintura había sido vistosa y las pequeñas figuras en relieve dejaban ver su trazo perfecto, pero ahora todo estaba desgastado y astillado. Algún día encontraría dinero para restaurar aquellos recuerdos ancestrales y tendría una casa con un atrium espléndido en el que los exhibiría con orgullo. En cualquier caso, de momento le pareció adecuado esconder aquellos dos frasquitos y la cajita con el polvo en el relicario de Sila, el Flamen Dialis, el hombre más sagrado en la Roma de su tiempo, sacerdote del templo de Júpiter Optimus Maximus.

Dentro del relicario había una máscara de tamaño natural con peluca y exquisito naturalismo, por lo bien policromada que estaba. Miraban a Sila unos ojos azules y no gris claro como los suyos; Rufino era de tez clara, pero no tanto como la de su descendiente; el cabello, espeso y rizado, era rojo zanahoria más que rojo dorado. Quedaba espacio a los lados de la máscara para extraerla, pues estaba montada sobre un bloque en forma de cráneo, del que se desprendía. La última ocasión en que la habían sacado había sido en el funeral de su padre, que Sila había pagado en una serie de molestos encuentros con un hombre que detestaba.

Cerró las puertas con sumo cuidado y luego tiró de la escalinata del podio, que parecía lisa y sin fisuras pero que, igual que en un templo auténtico, estaba hueca. Sila dio con el punto preciso y de los escalones centrales surgió un cajoncito. No estaba destinado a ser escondrijo, sino como receptáculo seguro para guardar la lista de las hazañas del finado, así como una descrípción minuciosa de su estatura, modo de andar, prestancia, hábitos físicos y marcas anatómicas relevantes. Cuando moría un Cornelio Sila, se contrataba a un actor que portase la máscara e imitase lo más perfectamente posible al antepasado, de modo que pareciese que había vuelto a ver al último retoño de la noble casa salir de aquel mundo que él mismo antaño había habitado.

El cajoncito guardaba, efectivamente, los documentos relativos a Publio Cornelio Sila Rufino, el sacerdote; pero quedaba espacio suficiente para los frasquitos y la caja. Sila los introdujo y tornó el cajoncito a su primitiva posición, asegurándose de que el cierre quedaba camuflado. Su secreto estaría a buen recaudo con Rufino.

Ya más tranquilo, abrió las contraventanas y descorrió el cerrojo de la puerta. Luego recogió el montón de chucherías que había en el escritorio, dirigiendo una sonrisa maliciosa a un rollo que eligió de entre los demás.

 

Naturalmente, Lucio Gavio Stichus ocupaba el puesto de invitado en el extremo izquierdo de la camilla central; era uno de los pocos comedores en los que las mujeres comían reclinadas en vez de sentadas en sillas rectas, ya que ni Clitumna ni Nicopolis se regían por dogmas anticuados.

—Aquí tenéis, muchachas —dijo Sila, entregando el manojo de regalos a sus dos adoradas, que seguían sus pasos en el comedor como dos girasoles. Había elegido acertadamente: cosas que podían pasar por proceder de lugares fuera de Roma, y prendas que ninguna mujer sentiría vergüenza de ponerse.

Pero antes de situarse hábilmente entre Clitumna y Nicopolis en la primera camilla, dio una palmadita al rollo que llevaba y se lo entregó a Stichus.

—Un regalito para ti, Stichus —dijo.

Mientras tomaba asiento entre las dos mujeres, que respondieron con risitas y ronroneos, Stichus, sorprendido al verse obsequiado, desató las cubiertas del libro y lo desplegó. Dos manchas rojas encendieron sus mejillas llenas de acné y sus ojos protuberantes se clavaron en aquellos preciosos dibujos coloreados de hombres con el pene erecto, que realizaban unos con otros toda suerte de juegos atléticos. Con dedos temblorosos enrolló el papiro y lo cerró, y a continuación tuvo que hacer acopio de valor para mirar a su benefactor. Los temibles ojos de Sila despedían fuego por encima de la cabeza de Clitumna, expresando su profundo desprecio.

—Gracias, Lucio Cornelio —dijo Stichus con un plañido.

—No hay de qué, Lucio Gavio —respondió Sila con voz ronca.

En aquel preciso momento llegó el primer plato o gustatio, apresuradamente aumentado en honor a su regreso, sospechó Sila; ya que, aparte de la normal ración de aceitunas, lechuga y huevos duros, incluía unas pequeñas salchichas de faisán y trozos de atún en aceite. Sila comió con excelente apetito, dirigiendo aviesas miradas a Stichus, que, solo en su camilla, veía a su tía achucharse cuanto podía contra su adversario y a Nicopolis acariciarle descaradamente la entrepierna.

—Bien, ¿y qué noticias hay en esta casa? —preguntó cuando retiraron el primer plato.

—No gran cosa —respondió Nicopolis, más interesada por lo que estaba manoseando.

—No la creo —dijo Sila, volviendo la cabeza hacia Clitumna, al tiempo que le cogía la mano y comenzaba a besuquearle los dedos. Al ver el gesto de disgusto de Stichus, comenzó a lamérselos voluptuosamente—. Dimelo tú, amor —chupada—, porque me niego a creer —chupada— que no haya sucedido nada.

Felizmente en aquel momento llegó la fercula o plato principal; la glotona Clitumna se soltó la mano bruscamente y se apoderó del cordero asado con salsa de tomillo.

—Nuestros vecinos han estado muy atareados —dijo entre bocado y bocado—, para compensar lo tranquilas que hemos estado nosotras desde que tú te fuiste —suspiró—. La mujer de Tito Pomponio tuvo un niño en febrero.

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