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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (19 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Agelasto —contestó Bomílcar—. Marco Servilio Agelasto.

—¿Queréis que haga con él lo mismo que con el príncipe Masiva?

—¿Por qué no te vas de aquí? —espetó Bomílcar desesperado—. ¿No comprendes que van a preguntarse por qué has venido? Si alguien vio tu rostro cerca del príncipe Masiva, eres hombre muerto.

—Está bien, amigo, no os preocupéis. Nadie me conoce, y a nadie le importa un bledo que esté aquí. De verdad que esto no son las mazmorras de los partos, amigo. Sólo os han metido aquí para poner en apuros a vuestro señor; nada más. Les importa un bledo si desaparecéis; así confirmaréis vuestra culpabilidad —añadió, señalando la abertura.

—No puedo huir —replicó Bomílcar.

—Como queráis —dijo Decumio, encogiéndose de hombros—. Bueno, ¿y qué me decís de ese tal Agelasto? ¿Queréis que lo quite de en medio? Lo haré por el mismo precio, pagadero cuando lo haya hecho. Me fío de vos.

Bomílcar, fascinado, llegó a la lógica conclusión de que Lucio Decumio no solamente hablaba en serio, sino que, indudablemente, era lo que debía hacerse. De no ser por Yugurta, sí se habría escapado, pero si caía en la tentación, sólo los dioses sabían lo que Podía sucederle al rey.

—Cuenta con otra bolsa de oro —dijo.

—¿Dónde vive ese fulano que, a juzgar por el nombre, nunca sonríe?

—En la colina Celia, en el Vicus Capiti Africae.

—¡Ah, un barrio nuevo muy bonito! —exclamó Decumio con fruición—. Agelasto estará a buen recaudo, ¿eh? Pero no será difícil dar con él, viviendo en un sitio en el que los pájaros cantan más fuerte que los vecinos. No os preocupéis, haré vuestro encargo inmediatamente. Y cuando vuestro amo os saque de aquí me pagáis. Basta con que me enviéis el oro a la asociación; allí estaré esperándolo.

—¿Cómo sabéis que mi amo me sacará de aquí?

—¡Claro que lo hará, amigo! Sólo os han metido aquí para asustarle. En cuanto pasen un par de días le dejarán que os saque bajo fianza. Pero luego seguid mi consejo y marchaos a vuestro país lo más rápido posible. No os quedéis en Roma, ¿entendéis?

—¿Y dejar aquí al rey a su merced? ¡No podría!

—¡Claro que podéis, amigo! ¿Qué creéis que van a hacerle aquí en Roma? ¿Darle un golpe en la cabeza y echarle al Tíber? ¡Ni hablar! No operan así, amigo —dijo Lucio Decumio con la soltura de un experto—. Sólo hay una cosa por la que asesinan: su adorada república. Ya conocéis las leyes, la constitución y todo eso. Pueden matar a un tribuno del pueblo que les salga rana, o a dos, como hicieron con Tiberio y Cayo Graco, pero no matar a un extranjero. En Roma, no. No os preocupéis por vuestro amo, amigo. Apuesto algo a que le envían a su país si vos os fugáis.

—¡Ni siquiera sabes dónde está Numidia ... ! —exclamó Bomílcar, estupefacto—. Ni has estado en Italia —añadió en voz queda—, ¿y sabes cómo actúan los nobles romanos?

—Bueno, es otra cosa —respondió Lucio Decumio levantándose, dispuesto a marcharse—. Eso se mama de la madre, amigo, ¡de la leche materna! Nos viene por la leche materna. Me explico: aparte de un golpe de suerte inesperado como el que vos me habéis procurado, ¿dónde puede un romano pasarlo bien, cuando no hay juegos, sino en el Foro? Y, además, tampoco hace falta ir allí en persona para divertirse, porque te llega por sí solo, amigo. Igual que la leche materna.

—Te quedo agradecido, Lucio Decumio —dijo Bomílcar, dándole la mano—. Eres el único hombre sincero que he conocido en Roma. Haré que te envíen el dinero.

—¡No lo olvidéis, a la asociación! ¡Ah —añadió llevándose el índice al lateral de la nariz—, si tenéis algún amigo que necesite una ayuda para resolver algún problemita, decidle que no dude en contratar a alguien de fuera de vuestro país! Me gusta esta clase de trabajo.

 

Agelasto murió, pero como Bomílcar estaba en la Lautumiae y a ninguno de los lictores se le ocurrió relacionar a Decumio con el motivo del encarcelamiento de Bomílcar, el proceso que Espurio y Aulo Albino preparaban contra el notable númida perdió peso. Aún contaban con la declaración de Agelasto, pero no cabía duda de que su ausencia como principal testigo de cargo era un golpe para la acusación. Aprovechando la oportunidad que se le presentaba con la muerte de Agelasto, Yugurta volvió a solicitar al Senado la libertad bajo fianza de Bomílcar, y, aunque Cayo Memio y Escauro hicieron un apasionado alegato en contra, finalmente se dio la libertad de Bomílcar a condición de que Yugurta dejase bajo custodia romana a cincuenta de su séquito, que quedaron repartidos por las casas de cincuenta senadores, y el rey númida tuvo que entregar al Estado una fuerte suma para subvenir al sustento de los rehenes.

Su causa, naturalmente, resultó irreparablemente perjudicada. No obstante dejó de preocuparse porque vio que no había esperanzas de que Roma aprobase su derecho al trono; no por el hecho de haber dado muerte a Masiva, sino porque los romanos nunca habían pensado en darle el beneplácito. Le habían estado atormentando durante años, haciéndole bailar al son que tocaban y riéndose a sus espaldas. Así que, con el consentimiento del Senado o sin él, se marchaba a su país para reunir un ejército y comenzar a entrenarlo para enfrentarse a las legiones que le enviarían.

Bomílcar huyó a Puteoli en cuanto le pusieron en libertad y allí se embarcó para Africa, impunemente. Tras lo cual, el Senado se lavó las manos en el caso de Yugurta. Le dijeron que se marchase y le devolvieron los cincuenta rehenes (pero no el dinero); que se marchase de ROma, saliera de Italia y los dejara en paz.

La última panorámica de Roma que tuvo el rey de Numidia fue desde la cumbre del Janículo, a la que ascendió montado en su caballo, simplemente para contemplar la forma de aquella ciudad de su sino. Ahí estaba ante sus ojos Roma, diseminada entre aquellas siete colinas y sus valles, en medio de cuestas y declives, un mar de tejados rojos y muros de estuco de vivos colores, con adornos dorados en el frontón de sus templos, que destellaban bajo el cielo en haces de luz divina. Una ciudad de terracota bullente y llena de color, con arboledas y verde hierba en los espacios abiertos.

Pero Yugurta no veía nada admirable. únicamente estuvo largo rato mirándola, convencido de que no volvería a verla.

—Una ciudad en venta —dijo—, que cuando encuentra comprador se esfuma en un abrir y cerrar de ojos.

Luego le volvió la espalda y se encaminó hacia la Via Ostiensis.

 

* * *

 

Clitumna tenía un sobrino. Como era el hijo de su hermana, no llevaba el apellido familiar de Clitumnus; su nombre era Lucio Gavio Stichus, que para Sila era indicio de que algún antepasado de su padre había sido esclavo. ¿De dónde si no el sobrenombre de Stichus? Un nombre de esclavo, y aún más, porque Stichus era el nombre de esclavo arquetípico, el nombre de broma, una irrisión. Sin embargo, Lucio Gavio insistía en que a su familia le venía el nombre de su antigua relación con la esclavitud, pues, como su Padre y su abuelo, Lucio Gavio Stichus comerciaba en esclavos y dirigía una pequeña agencia bien montada en el Porticus Metelli del Campo de Marte. No era una empresa de altos vuelos que sirviera a las élites, sino un negocio bien asentado que servía a aquellos cuya bolsa sólo les permitía tres o cuatro esclavos domésticos.

Era curioso, pensó Sila cuando el mayordomo le comunicó que el sobrino del ama estaba en el despacho, cómo se le pegaban los Gavio. El compañero de francachelas de su padre había sido Marco Gavio Broco, y también estaba aquel querido anciano, el grammaticus Quinto Gavio Mirto. Los Gavio... No era un apellido muy común, ni muy distinguido. Pero él había conocido a tres.

Bien, el Gavio, compañero de bebida de su padre, y el Gavio que había procurado a Sila una formación más que notable, suscitaban en él sentimientos que le enaltecían; pero Stichus era distinto. De haber sabido que Clitumna esperaba la visita de su horrendo sobrino, no habría entrado en casa y se habría quedado un rato en el atrium dilucidando qué hacer: huir de la casa o encerrarse en algún lugar de la misma en el que Stichus no metiera su pegajoso pico.

El jardín. Dirigió al mayordomo una inclinación de cabeza y una sonrisa por su previsor aviso, pasó por delante del estudio y entró en el peristilo, donde encontró un asiento algo calentado por el sol; en él se acomodó dirigiendo la vista sin mirar a la horrorosa estatua de Apolo persiguiendo a una Dafne, ya más laurel que ninfa. A Clitumna le encantaba y por eso la había comprado, pero ¿cómo iba a haber tenido el Dios de la Luz un pelo amarillo tan chillón, ojos de un azul tan repelente y un cutis tan empalagosamente rosado? ¿Cómo podía uno admirar a un escultor tan servil a los criterios del ascetismo, que había convertido los dedos de Dafne en tallos verdes idénticos y los dedos de sus pies en raicillas marrones idénticas? El desdichado no había parado mientes —quizá pensando que era un detalle magistral— en embadurnar el seno humanoide que le quedaba a la pobre ninfa con un hilillo de savia roja brotando del pezón. Mirarla sin verla era el único remedio que le quedaba a Sila para no destruirla, porque todos sus sentidos le acuciaban a coger un hacha y vengar aquel ultraje.

—¿Qué hago yo aquí? —preguntó a la pobre Dafne, que habría debido tener gesto de terror y, por el contrario, sonreía embobada.

Pero la ninfa no contestó.

—¿Qué hago yo aquí? —inquirió a Apolo.

Pero Apolo no contestó.

Alzó una mano para presionarse los ojos, los cerró y se entregó al consabido proceso de autodisciplinarse en la aceptación —bueno, no exactamente— en una modalidad de triste aguante. Gavio. Piensa en otro que no sea Stichus. Piensa en Quinto Gavio Mirto, el que le había procurado una formación nada desdeñable.

 

Le había conocido poco después de haber cumplido los siete años, cuando era un niño delgado pero fuerte que trataba de ayudar al bruto de su padre a volver a casa, a la habitación única en que vivían por entonces en el Vicus Sandalarius. Sila padre se desplomó en plena calle y Quinto Gavio Mirto acudió a ayudar al niño. Juntos llevaron al padre a casa; Mirto había quedado tan fascinado por el físico del hijo y por la pureza del latín que hablaba, que durante todo el camino no había cesado de hacerle preguntas.

Una vez que hubieron tumbado a Sila padre en el camastro de paja, el anciano grammaticus había tomado asiento en la única silla disponible y había comenzado a obtener del muchacho todos los detalles que él sabía de su familia. Luego le dijo que era maestro y se ofreció a enseñarle gratuitamente a leer y escribir. Le había enternecido la triste historia del pequeño Sila. ¿Un Cornelio patricio, con evidentes capacidades, condenado el resto de su vida a la penuria, entre lupanares, en una de las zonas más pobres de Roma? Y no se lo pensó. A aquel niño había que enseñarle un medio de subsistencia que le permitiese al menos ser dependiente o escriba. ¿Y si en virtud de algún milagro cambiaba la suerte de Sila y se le presentaba la oportunidad de alcanzar el nivel de vida que le correspondía, y que sólo su analfabetismo le vedaba?

Sila aceptó el ofrecimiento pero no admitió que fuese gratis; siempre que podía, robaba cualquier cosa para entregar al viejo Quinto Gavio Mirto un denario de plata o un pollo bien gordo. Y cuando fue algo mayor, se vendía al mejor postor para conseguir ese denario de plata. Si Mirto sospechaba que aquellos denarios eran producto de vender el honor, nunca dijo nada, porque era lo suficientemente sagaz para comprender que con sus pagos el muchacho demostraba su aprecio por aquella inesperada ocasión de aprender. Así que aceptaba las monedas con gesto de complacencia y gratitud y jamás dio motivo para que Sila sospechase que le apenaba pensar en su procedencia.

Aprender retórica y formar parte del equipo de un abogado famoso era un sueño que Sila sabía imposible, lo cual era aún mayor incentivo para los modestos esfuerzos de Quinto Gavio Mirto. Pues gracias a Mirto él era capaz de hablar griego con el más puro acento ático y había adquirido los rudimentos básicos de la retórica. La biblioteca de Mirto era amplia, y Sila había podido leer a Homero, Píndaro, Hesíodo, Platón, Menandro, Eratóstenes, Euclides y Arquímedes. Aparte de apreciar en latín a Enio, Accio, Casio Hemina y a Catón el Censor. Enfrascándose en cuantos rollos de escritura caían en sus manos, fue descubriendo un mundo en el que podía olvidarse de su situación durante unas horas, un mundo de nobles héroes y grandes hazañas, hechos científicos y elucubraciones filosóficas, en el marco de la literatura y las matemáticas. Por fortuna, el único bien que, antes del nacimiento de Sila, no había perdido su padre, era un hermoso latín, y por eso el muchacho lo hablaba perfectamente, aunque también dominaba a la perfección la jerga del Subura y un latín de clase baja bastante correcto, que le permitía moverse sin dificultades en cualquier ámbito social de Roma.

Quinto Gavio Mirto siempre había sentado su escuela en un rincón tranquilo del Macellum Cuppedenis, los mercados de especias y flores que había detrás del Foro Romano, en su lado este. Como no podía tener un local y enseñaba en la vía pública, Mirto decía que qué mejor lugar para infundir conocimientos en aquellas duras cabecitas romanas que entre el embriagador perfume de rosas, violetas, pimienta y canela...

No era para Mirto el puesto de tutor de ningún retoño plebeyo mimado, ni de un grupito exclusivo de hijos de caballeros en un aula decente, debidamente aislada del barullo callejero. No, Mirto se contentaba con que su único esclavo le colocara la cátedra y los taburetes de los alumnos en un lugar en que no les atropellaran los que iban al mercado, y enseñaba a sus pupilos al aire libre a leer, a escribir y la aritmética, entre gritos y voces y las canastas de los vendedores de especias y de flores. Si no hubiera sido tan apreciado, además de hacer un pequeño descuento a los niños y niñas cuyos padres tenían puestos en el Cuppedenis, le habrían hecho desalojar, pero como gustaba a la gente y hacía descuento en la enseñanza, le permitieron mantener la escuela en el mismo rincón hasta su muerte, cuando Sila tenía quince años.

Mirto cobraba diez sestercios por semana a los alumnos, y solía dar clase a diez o quince niños (siempre más niños que niñas, aunque siempre había varias). Tenía unos ingresos de unos 5000 sestercios al año, de los que debía pagar 2000 por una bonita y espaciosa habitación en una casa propiedad de uno de sus primeros alumnos; gastaba 1000 sestercios en aceptable alimentación para él y su anciano pero devoto esclavo y el resto lo gastaba en libros. Si no daba clase, por ser día de feria o fiesta, se le veía fisgando en las bibliotecas, librerías y editoriales de Argiletum, una amplia calle que discurría desde el Foro Romano a lo largo de la basílica Emilia y el Senado.

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