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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (16 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Berenice! —exclamó llamando a la criada, que apareció inmediatamente—. Voy a cenar; avisa a la cocina.

Halló papel para hacer la lista de compras entre los heterogéneos objetos de su mesa de trabajo, y lo dejó preparado para hacerla en cuanto acabase de cenar. Y él le había dicho algo más; sí, el perrito faldero. Se compraría mañana un perrito faldero. Sería lo primero que apuntaría en la lista.

La euforia le duró casi hasta el final de su cena solitaria, momento en que salió de la impresión y se rindió al dolor. Se llevó las manos a la cabeza y se tiró desesperadamente del pelo, lanzó verdaderos alaridos y vertió abundantes lágrimas. Los criados salíeron en desbandada, dejándola sola en el comedor, sollozando inconsolable sobre la tapicería rojo y gualda de la camilla.

—¡Hay que ver! —exclamó amargamente el cocinero, dejando por un momento de empaquetar sus cazuelas, pucheros y utensilios especiales, escuchando los lamentos de su ama que llegaban claramente hasta allí a través del jardín peristilo—. ¿Por qué tiene que llorar? Yo soy el que marcha al exilio... ella lleva ya años en él, esa vieja cerda estúpida.

 

* * *

La suerte por la que se adjudicaba la provincia romana de Africa a Espurio Postumio Albino salió el día de Año Nuevo; y aún no habían transcurrido veinticuatro horas cuando clavaba en su mástil la bandera del príncipe Masiva de Numidia.

Espurio Albino tenía un hermano, Aulo, diez años más joven, recién ingresado en el Senado y con ganas de hacerse famoso. Así, mientras él se dedicaba a maniobrar intensamente entre bastidores por cuenta de su nuevo cliente el príncipe Masiva, a Aulo Albino le tocaba acompañar al príncipe a todos los lugares públicos de ínterés de la ciudad, presentándole a los romanos notables y musitando a los agentes de Masiva la clase de regalo que sería adecuado enviar a los personajes que le iba presentando. Como casi todos los miembros de la casa real de Numidia, Masiva era un semita de buena presencia y físico atractivo, de gran inteligencia y capaz de derrochar encanto y generosidad. Su principal ventaja radicaba no en la innegable legitimidad de sus pretensiones, sino más bien en la división de opiniones entre los propios romanos, porque no había emoción en un Senado unido, ni gracia en una sucesión de votos unánimes, ni posibilidades de fama en la cooperación amistosa.

Al final de la primera semana de aquel nuevo año, Aulo Albíno presentó oficialmente el caso del príncipe Masiva a la Cámara, y en su nombre reclamó el trono de Numidia para la rama legítima. Fue el primer discurso de Aulo Albino y un buen discurso. Los Cecílios Metelos siguieron atentamente la intervención, aplaudieron al final y Marco Emilio Escauro apoyó complacido la petición de Masiva, alegando que aquello era la respuesta a la irritante pregunta de qué hacer a propósito de Numidia, situándola de nuevo en el recto camino con un rey legal al frente del país y no un desesperado pretendiente cuyo linaje era insuficiente para unir bajo su mando a todo el pueblo y que había logrado el trono mediante el crimen y el soborno. Antes de que Espurio Albino cerrase la sesión, se dejaba oír entre los senadores un murmullo indicando que estaban dispuestos a votar en favor de la destitución del actual rey, sustituyéndolo por Masiva.

—El agua hirviendo les llega al cuello —dijo Bomílcar a Yugurta—. De repente, ya nadie me invita a cenar y nuestros agentes no hallan nadie que los escuche.

—¿Cuándo va a votar el Senado? —inquirió el rey con voz tranquila y firme.

—El Senado ha convocado la próxima reunión para el día decimocuarto antes de las calendas de febrero, señor; es decir, dentro de siete días a partir de mañana.

—Votarán en contra mía, ¿no es cierto? —dijo Yugurta irguiendo el tronco.

—Sí, señor —respondió Bomílcar.

—En ese caso es inútil que siga intentando hacer las cosas al estilo romano —añadió Yugurta, creciendo visiblemente en prestancia e irradíando una temible majestad que había mantenido oculta desde su llegada a la península con Lucio Cayo—, A partir de ahora haré las cosas a mi manera, al estilo númída.

La lluvia había cesado y lucía el sol. Los huesos de Yugurta añoraban los vientos cálidos de Numidia, su cuerpo ansiaba la comodidad plácida y generosa de su harén y su mente suspiraba por la lógica implacable de los pactos sencillos al estilo númida. ¡Había llegado el momento de volver al país! Tenía que empezar a reclutar un ejército porque los romanos no iban a satisfacer sus deseos.

Comenzó a pasear arriba y abajo por el porche que flanqueaba el vasto jardín peristilo y luego hizo una señal a Bomílcar y se dirigió con él al centro del jardín, junto al surtidor.

—No nos oye ni un pájaro —dijo, al tiempo que Bomílcar prestaba suma atención—. Masiva tiene que desaparecer —añadió decidido.

—¿Aquí, en Roma?

—Sí, y en el curso de estos siete días. Si Masiva no muere antes de que el Senado vote, nuestro empeño será tanto más difícil. Muerto Masiva, no podrán votar y ganaremos tiempo.

—Yo mismo le mataré —dijo Bomílcar.

Pero Yugurta meneó enérgicamente la cabeza.

—No, no! El asesino debe ser un romano —dijo—. Tu tarea consistirá en encontrar el romano que acabe con él.

—¡Mi señor, estamos en un país extranjero! —replicó Bomílcar mirándole horrorizado—. ¡No sabremos cómo ni dónde encontrarlo, ni a quién confiarnos!

—Pregunta a uno de nuestros agentes. Alguien debe haber en quien poder confiar —replicó Yugurta.

Aquello ya era más concreto, y Bomílcar se puso a reflexionar, mordisqueándose con sus fuertes dientes los pelos cortos de la barba bajo el labio inferior.

—Agelasto —dijo finalmente—. Marco Servilio Agelasto, el hombre que jamás sonríe. Su padre es romano, nació y se crió aquí, pero su corazón está con su madre númida; estoy seguro.

—Lo dejo en tus manos. Hazlo —dijo el rey, alejándose por el paseo.

—¿Aquí, en Roma? —inquirió Agelasto, atónito.

—No sólo eso, sino, además, antes de siete días —contestó Bomílcar—. Si el Senado vota a favor de Masiva, como está previsto, habrá guerra civil en Numidia. Yugurta no cederá, tú lo sabes, y aunque estuviera dispuesto a ceder, los gétulos no lo consentirían.

—Es que no tengo la menor idea de dónde encontrar un asesino!

—Hazlo tú mismo.

—¡No puedo! —gimió Agelasto.

—¡Hay que hacerlo! No me cabe duda de que en una gran ciudad como ésta tiene que haber mucha gente dispuesta a matar por una buena suma —insistió Bomílcar.

—¡Claro que la hay! La mitad del proletariado, a decir verdad. Pero yo no tengo relaciones en esos círculos, ¡yo no conozco proletarii! ¡No pensarás que puedo abordar al primero que vea con aspecto facineroso, mostrarle una bolsa de oro y decirle que mate a un príncipe de Numidia! —gimió Agelasto.

—¿Por qué no? —replicó Bomílcar.

—Porque puede denunciarme al pretor urbano, sencillamente.

—Enséñale primero el oro, y ya verás como no te denuncia. En esta ciudad todos tienen un precio.

—Quizá sea cierto, barón —respondió Agelasto—, pero no estoy dispuesto a verificar tu teoría.

Y no hubo manera de que cambiara de opinión.

 

Todos decían que el Subura era lo peor de Roma, y al Subura se fue Bomílcar, convenientemente disfrazado y sin ningún esclavo por escolta. Como a todos los visitantes notables, le habían advertído que no se internase en la depresión que había al nordeste del Foro Romano. Y ahora comprendía el porqué. No es que los callejones del Subura fuesen más estrechos que los del Palatino, ni los edificios tan opresivamente altos como los del Viminal y el Esquilino superior. No, lo que diferenciaba al Subura a primera vista era la gente; más gente que la que Bomílcar había visto en su vida. La gente se asomaba a aquellos miles de ventanas, chillándose unos a otros, se abrían paso a codazos entre aglomeraciones tan masivas que sólo se avanzaba a paso de caracol; la gente se comportaba del modo más grosero y agresivo que se da en la especie humana; escupía, meaba y echaba el agua sucia en cualquier sitio y se mostraba dispuesta a pelearse con cualquiera por una simple mirada de través.

La segunda impresión fue la de una suciedad general y un hedor insoportable. Conforme avanzaba desde el civilizado Argiletum hacía las Fauces Suburae, como se llamaba al tramo inicial de la calle más importante del barrio, Bomílcar no dejó ya de percibir más que malos olores y suciedad. Desconchados y destrozados, en los muros de los edificios se veían regueros de porquería; como si el mortero que juntaba ladrillos y madera fuese pura basura. ¿Por qué el año anterior —dio en pensar mientras caminaba— no habrían dejado que ardiera todo aquel barrio en vez de esforzarse por salvarlo? ¡Nada ni nadie del Subura merecía salvarse! Luego, la perplejidad sustituyó al asco, conforme se iba adentrando, con cuidado de no alejarse de la Subura Maior, como se llamaba la calle principal, y perderse por algún pasadizo lateral entre las casas, porque sabía que, de hacerlo, quizá no encontrase la salida. Su asombro crecía ante la vitalidad y la dureza de aquellas gentes y experimentó una alegría incomprensible.

El lenguaje que escuchaba era una curiosa mezcla de latín, griego y arameo, una jerga que posiblemente no entendieran más que los habitantes del barrio, porque en sus largos paseos por Roma nunca había oído nada parecido.

Había tiendas por todas partes, fétidos tenduchos de comidas, al parecer prósperos —dinero no debía de faltar—, alternando con numerosas panaderías, charcuterías, bodegas y unas curiosas tiendecitas en las que parecía venderse (por lo que pudo atisbar en su oscuro interior) toda clase de cosas, desde trozos de bramante, hasta cazuciais lámparas y cirios de sebo. No obstante, el negocio más generalizado era el de las comidas, pues cuando menos un tercio de las tiendas se dedicaban a algún derivado del de la alimentación. También había fábricas; se oía ruido sordo de prensas, chirríar de esmeriladoras y golpeteo de telares, pero esa clase de ruido procedía de portales estrechos y de bocacalles, mezclándose estrepitosamente con el de las viviendas de aquellas casas de varios pisos. ¿Cómo podía la gente vivir allí?

Hasta las pequeñas plazas de los cruces principales estaban abarrotadas de gente. No se explicaba cómo podían lavar la ropa en las fuentes ni circular hasta sus casas cargados con cántaros de agua. No tenía más remedio que admitir que Cirta —ciudad de la que él se sentía muy orgulloso como númida que era—, comparada con Roma, era un pueblo. Y se imaginaba que incluso Alejandría tendría un hormiguero como el del Subura.

No obstante, había lugares en los que los hombres se sentaban a beber y pasar el tiempo. Solían estar situados en los cruces principales, pero aún así no estaba muy seguro, porque no quería salirse de la vía principal. Todo sucedía muy de prisa, en una sucesión de escenas rapidísimas que entreveía en medio de aquel tropel, desde un hombre que aporreaba a un asno cargado, a una mujer que pegaba a un niño cargado. Pero los oscuros interiores de aquellas... —no sabía cómo llamarlas— tabernas de los cruces, eran oasis de relativa calma.

Bomílcar, hombre de buen físico y perfecta salud, decidió que lo mejor era aventurarse y entrar en una de ellas. Al fin y al cabo, estaba en el Subura para encontrar un asesino romano, lo cual le obligaba a hallar el medio de entablar conversación con algún elemento del populacho del barrio.

Salió de la Subura Maior y tomó por el Vicus Patricii, una calle que conducía a la colina del Viminal, y llegó a una taberna situada en un espacio abierto triangular, intersección de la Subura Minor con el Vicus Patricii. Por el tamaño del altar y de la fuente, se dio cuenta de que era un cruce con un compitum muy importante. Al agachar la cabeza para cruzar el dintel de la puerta, todas las caras del interior —y debía haber no menos de cincuenta— se alzaron, girando en su dirección, al tiempo que cesaba el murmullo de las conversaciones.

—Perdonad —dijo Bomílcar, buscando con la mirada, esforzadamente y sin temor, el rostro del dueño.

¡Ah! Allá en el rincón de la izquierda. Pues, los demás, una vez pasada la sorpresa inicial de ver una cara desconocida, dirigían, ahora, sus miradas hacia aquél; un rostro romano, más que griego, perteneciente a un individuo bajo, quizá de unos treinta y cinco años. Bomílcar se dirigió directamente a él, deseando expresarse en un latín lo bastante bueno, pero obligado a hacerlo en griego.

—Perdonad —repitió—. Debo ser culpable de intrusión, pero es que buscaba una taberna en donde sentarme a tomar una copa de vino. Caminar da mucha sed.

—Esto, amigo, es un casino privado —replicó el hombre en un griego atroz pero comprensible.

—¿No hay aquí tabernas públicas? —inquirió Bomílcar.

—En el Subura no, amigo. Estáis fuera de vuestro barrio. Volved a la Via Nova.

—Ah sí, conozco la Via Nova, pero soy extranjero y pensé que uno se pierde el verdadero ambiente de la ciudad si no visita el barrio más animado —replicó Bomílcar, en una mezcla de viajero necio y forastero ignorante.

El dueño le miraba de arriba abajo, haciéndose una idea.

—¿Sed es lo único que tenéis, amigo? —inquirió.

—Suficiente sed para invitar a todos a una copa —replicó airoso Bomílcar, siguiéndole el juego.

El que parecía mandar empujó al que tenía al lado fuera de la banqueta y se la señaló con una palmada.

—Bien, si mis honorables colegas están de acuerdo, podemos nombraros socio honorario. Sentaos, amigo. Los que estén a favor de hacer miembro honorario a este caballero que digan sí —añadió volviendo la cabeza.

—¡Sí! —dijeron todos a coro.

Bomílcar buscó en vano con la mirada un dependiente y un mostrador, lanzó un leve suspiro y puso la bolsa en la mesa, dejando que se escaparan por el cuello un par de denarios de plata; o le asesinaban o le hacían miembro honorario.

—Permítid —dijo al que mandaba.

—Bromido, trae un buen jarro para el caballero y la compañía —dijo aquél al criado a quien había desalojado para hacerle sitio a Bomílcar—. Nos surtimos de vino en la bodega que hay al lado —añadió, a guisa de explicación.

—¿Es suficiente? —inquirió Bomílcar echando unos cuantos denarios más.

—Para pagar una ronda, amigo, de sobra.

—¿Y para varias rondas? —inquirió, largando más monedas. Todos lanzaron un suspiro, visiblemente relajados. El criado Bromido recogió las monedas y salió por la puerta seguido de tres voluntarios, mientras Bomílcar daba la mano al que mandaba.

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