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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (18 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Para su condición real resultaba ofensiva aquella actitud campechana e irrespetuosa de centenares de personas que le rodeaban sin miramientos y le alejaban a codazos de sus guardaespaldas; y hubo un instante en que los perdió de vista.

Era el instante que Lucio Decumio había estado esperando, y lo aprovechó para asestar el golpe con magistral eficacia, rápido y certero. Achuchado contra el príncipe Masiva por un repentino tumulto, le clavó su puñal bien afilado en el lado izquierdo del tórax y lo retorció brutalmente hacia arriba, soltando la empuñadura al notar que la hoja estaba bien alojada y escurriéndose entre doce o más personas antes de que la sangre comenzara a brotar y el príncipe hubiese tenido tiempo de gritar. Efectivamente, Masiva se desplomó sin un grito, y cuando su guardaespalda pudo apartar a los curiosos en círculo en torno a su amo abatido, Lucio Decumio ya iba por la mitad del bajo Foro camino del refugio del Argiletum, como una gota de agua en medio de un mar de togas blancas.

Diez minutos transcurrieron hasta que alguien pensó en llevar la noticia a Espurio Albino y a su hermano Aulo, ya instalados en el podio del templo, sin preocuparse por la ausencia del príncipe Masiva. Los lictores se apresuraron a acordonar la zona apartando a la multitud, y Espurio y Aulo Albino contemplaron aquel cadáver que echaba por tierra sus planes.

—Habrá que dejarlo. No podemos ofender a Marco Livio Druso estropeándole el triunfo —dijo por fin Espurio, volviéndose hacia el jefe de la escolta del príncipe Masiva, formada por gladiadores romanos a sueldo, y hablándole en griego—. Llevad al príncipe Masiva a su residencia y aguardad mi llegada.

El hombre asintíó con la cabeza. Improvisaron una camilla con la toga que les dio Aulo Albino y con ella envolvieron el cadáver, que retiraron seis gladiadores.

Aulo asumió con menos entereza que su hermano aquel desastre, pues él había sido el principal beneficiario de la generosidad de Masiva, mientras Espurio optaba por aguardar a su campaña en Africa para instalar al príncipe en el trono de Numidia. Además, Aulo era tan impaciente como ambicioso y anhelaba superar en todo a su hermano mayor.

—¡Yugurta! —masculló—. ¡Ha sido Yugurta!

—No se podrá demostrar —replicó Espurio con un suspiro.

Ascendieron la escalinata del templo de Cástor y Pólux y volvieron a ocupar sus asientos en el momento en que el cortejo de magistrados y senadores aparecía por detrás de la mole del Domus publicus, el edificio estatal residencia de las vírgenes vestales y del pontífice máximo. Sólo se veía la cabeza, pero al cabo de un instante apareció todo el conjunto y la numerosa comitiva avanzó cuesta abajo hasta el punto en que la Vía Sacra desembocaba en la depresión de los comitia. Espurio y Aulo Albino permanecieron sentados contemplando el desfile como si únicamente les importase el espectáculo y honrar a Marco Livio Druso.

 

La reunión de Bomílcar con Lucio Decumio pasó inadvertida en el mostrador de aquella bulliciosa cantina del extremo superior del Gran Mercado, en donde a ambos les sirvieron una empanada de sabrosa salchicha de ajo. A continuación se apartaron a un lado para dedicarse a consumir su caliente golosina.

—Buena jornada tenemos, amigo —dijo Lucio Decumio.

—Sí, espero que acabe bien —musitó Bomílcar, cubierto completamente por una capa con capucha.

—Amigo mío, es un día que puedo garantizaros que acabará perfectamente —contestó complacido Lucio Decumio.

Bomílcar rebuscó bajo su capa y cogió la bolsa con la segunda parte del oro para Decumio.

—¿Estáis seguro?

—Tan seguro como un hombre al que le huele el zapato sabe que ha pisado una míerda —replicó Decumio.

La bolsa con el oro cambió de manos por arte de magia y Bomílcar se dispuso a marcharse alegremente.

—Os doy las gracias, Lucio Decumio —dijo.

—¡No, amigo, soy yo el que os las da! —replicó Decumio sin moverse, devorando encantado su empanada—. Ostras en vez de cebollas —añadió en voz alta, dirigiéndose hacia las Fauces Suburae a paso alegre con la bolsa de oro bien pegada al cuerpo.

Bomílcar salió de la ciudad por la puerta Fontinalis, apretando el paso conforme disminuía la muchedumbre, y cruzó la puerta de la villa de Yugurta sin tropezarse con nadie conocido. Una vez dentro, se desembarazó contento de la capa. El rey se había mostrado muy amable aquel día y había dado permiso a los esclavos de la casa para asistir al triunfo de Druso, obsequiándoles, además, con un denario de plata; de manera que no había ojos extraños que fueran testigos del regreso de Bomílcar, con excepción de los guardaespaldas fanáticos y los criados númidas.

Yugurta se hallaba en el lugar habitual, sentado en el porche del primer piso, sobre la puerta de la calle.

—Ya está —dijo Bomílcar.

—¡Oh, magnífico! —respondió el rey, apretando con fuerza el brazo de su hermano y sonriendo.

—Me satisface que todo haya salido bien —añadió Bomílcar.

—¿Seguro que ha muerto?

—El asesino me ha dicho que está tan seguro como un hombre al que le huele el zapato sabe que ha pisado una mierda —contestó Bomílcar con una carcajada—. Un tipo pintoresco ese rufián romano; pero muy certero y con gran temple.

—Cuando sepamos con certeza que mi querido primo ha muerto —dijo Yugurta relajándose—, hay que convocar una reunión de nuestros agentes. Hay que presionar al Senado para que reconozca mi derecho al trono y tenemos que volver a Numidia —añadió con una mueca—. No hay que olvidar que aún tengo que arreglar cuentas con mi querido hermanastro Gauda, ese inválido profesional.

Pero hubo uno que no se presentó al darse la orden de comparecencia en la villa de los agentes de Yugurta. Nada más enterarse del asesinato del príncipe Masiva, Marco Servilio Agelasto pidió audiencia al cónsul Espurio Albino, quien por medio de un secretario le hizo saber que estaba muy ocupado, pero Agelasto insistió hasta que el desesperado secretario le condujo ante el hermano menor del cónsul, Aulo, quien se quedó de piedra cuando oyó su confesión. Llamaron a Espurio Albino, que escuchó impasible la historia de Agelasto, le dio las gracias, tomó nota de su testimonio y de su dirección y le despidió con tal exceso de cortesía que hizo sonreír a los presentes; pero no al interesado.

—Lo tramitaremos ante el praetor urbanus lo más legalmente posible, dadas las circunstancias —dijo Espurio una vez a solas con su hermano—. Es un asunto demasiado importante para dejar que Agelasto presente el cargo; lo haré yo personalmente, pero él es de suma importancia para el caso por ser el único ciudadano romano de la conjura, aparte del misterioso asesino. Que el praetor urbanus decida el procedimiento exacto para procesar a Bomílcar. Indudablemente consultará al pleno del Senado para cubrirse las espaldas, pero sí hablo yo con él, sugiriéndole el criterio legal de que al haber sido cometido el crimen en Roma, en un día de triunfo y por mano de un ciudadano romano, el asunto trasciende la circunstancia de la condición de extranjero de Bomílcar, creo que podré disipar sus temores. Sobre todo si añado el hecho de que el príncipe Masiva era cliente del cónsul y estaba bajo su protección. Es fundamental que Bomílcar sea juzgado y declarado culpable en Roma por un tribunal romano. La brutal audacia del crimen hará que la facción del Senado que apoya a Yugurta no proteste. Tú, Aulo, dispónte a presentar la acusación ante el tribunal que se decida. Yo me aseguraré de que se consulta al praetor peregrinus, que es el encargado de los procesos de extranjeros. Quizá quiera asumír la defensa de Bomílcar para no quebrantar la legalidad. En cualquier caso, Aulo, vamos a impedir de una vez por todas que el Senado tenga la posibilidad de apoyar la causa de Yugurta, y luego veremos si encontramos otro aspirante al trono.

—¿El príncipe Gauda?

—Pues el príncipe Gauda, por incapaz que sea. Al fin y al cabo es el hermanastro de Yugurta. Nos aseguraremos de que no venga a Roma a reclamar personalmente sus derechos —añadió Espurio sonriendo—. ¡Te juro que este año haremos nuestra fortuna en Numidia!

pero Yugurta había desechado todo plan de luchar siguiendo las reglas romanas, y cuando el pretor urbano y sus lictores llegaron a la villa de la colina Pinciana para detener a Bomílcar acusado de conjura y asesinato, el rey estuvo tentado por un instante de negarse tajantemente a entregarle y ver qué pasaba. Pero al final optó por alegar que ni la víctima ni el acusado eran ciudadanos romanos y que no veía qué tenía que ver Roma en el asunto. El pretor urbano replicó que el Senado había decidido que el acusado respondiese de los cargos ante un tribunal romano, porque había pruebas de que el asesino era ciudadano romano; un tal Marco Servilio Agelasto, caballero romano, había presentado pruebas, declarando bajo juramento que a él le habían propuesto cometer el crimen.

—En cuyo caso —adujo Yugurta, sin ceder—, el único magistrado con autoridad para arrestar a mi notable es el pretor de extranjeros. ¡Mi notable no es ciudadano romano, y mi lugar de residencia, que es también el suyo, está fuera de la jurisdicción del pretor urbano!

—Os han informado mal, señor —replicó el pretor urbano pausadamente—. Es competencia del praetor peregrinus, por supuesto, pero el ímperium del praetor urbanus se extiende hasta la quinta marca miliaria a partir de Roma, y, en consecuencia, vuestra villa se halla dentro de su jurisdicción y no de la del pretor de extranjeros. Haced el favor de entregarnos al notable Bomílcar.

El notable Bomílcar fue entregado e inmediatamente conducido a los calabozos de la Lautumiae, en donde debía permanecer hasta comparecer a juicio ante un tribunal especial. Cuando Yugurta envió a sus agentes para solicitar que dejasen en libertad a Bomílcar bajo fianza, o que al menos fuese confinado en casa de un ciudadano acomodado en vez de aquellas deleznables celdas de la Lautumiae, la solicitud fue denegada, por lo que Bomílcar tuvo que seguir preso en la única cárcel de Roma.

La Lautumiae existía desde varios siglos atrás en que había sido utilizada como cantera junto al Arx del Capitolio, y era por entonces un solar lleno de bloques de piedra de tamaño heterogéneo que cubrían la ladera situada a espaldas del bajo Foro Romano. En sus destartaladas celdas cabrían unos cincuenta detenidos, sin ninguna clase de seguridad; los presos deambulaban a voluntad por el recinto, impidiéndoles la fuga unos lictores de servicio, o, en contadas ocasiones en que se trataba de un recluso verdaderamente peligroso, los grilletes. Como la prisión solía estar vacía, constituía una novedad ver a los lictores de guardia, y el encarcelamiento de Bomílcar pronto corrió de boca en boca por Roma gracias a los lictores, que no hacían ascos a satisfacer la curiosidad de los que se acercaban.

La plebeyez de Lucio Decumio era estrictamente social, porque en modo alguno era aplicable a su magín, que funcionaba a la perfección, ya que obtener el cargo de vigilante de la asociación del cruce no era grano de anís. Por consiguiente, cuando un zarcillo de chismorreo penetró en el corazón del Subura, Lucio Decumio sumó dos y dos y vio que eran cuatro. Así que se llamaba Bomílcar, no juba, y era de nacionalidad númida, no mauritana... No cabía duda de que se trataba de su hombre.

Aprobaba más que condenaba el engaño de Bomílcar, y allá se fue Lucio Decumio a los calabozos de la Lautumiae, a los que tuvo acceso merced al simple recurso de dirigir una gran sonrisa a los dos lictores de guardia, antes de abrirse paso entre ellos con los codos.

—¡Ignorante de mierda! —exclamó uno de ellos tratando de golpearle.

—Mierda para tí! —replicó Decumio, escabulléndose tras una columna medio derruída y esperando que cesaran las protestas de los guardianes.

Al carecer de agentes militares o civiles para hacer respetar la ley, Roma solía obligar al colegio de lictores a aportar miembros del mismo para todo tipo de extrañas tareas. Contaría el organismo con unos trescientos, todos de gran estatura, mal pagados por el Senado y, por consiguiente, dependientes de la generosidad de aquellos a quienes servían. Residían en un edificio con un reducido terreno detrás del templo de los Lares Praestites en la Vía Sacra, residencia que ellos encontraban agradable por el solo hecho de estar situada detrás de la estructura alargada de la mejor posada de Roma, a la que siempre podían llegarse a echar un trago. Los lictores escoltaban a los magistrados con imperium y se disputaban la suerte de servir en el séquito de un gobernador destinado al extranjero, porque así compartían los botines y confiscaciones propios del cargo. Los lictores representaban a las trece divisiones de Roma, llamadas curiae, y estaban obligados a prestar servicio de guardia en la Lautumiae o en el cercano Tullianum, en el que los condenados a muerte pasaban las últimas horas antes de ser estrangulados. Aquel servicio de guardia era la tarea más denigrante que asignaba a los lictores el jefe de un grupo de diez; era un servicio que no les reportaba propinas, sobornos ni nada, y por ello ninguno puso interés en perseguir a Lucio Decumio dentro del recinto. La hoja de servicio estipulaba que tenían que vigilar la puerta, y, ¡por Júpiter!, que más no pensaban hacer.

—¡Eeeh, amigo! ¿Dónde estáis? —voceó Decumio con tal fuerza que se le habría oído en la basílica Porcia.

A Bomílcar se le erizó el vello de los brazos y la nuca y se puso en pie de un salto. Ya está; esto es el final, pensó, esperando ver aparecer a Decumio rodeado de una tropa de magistrados y funcionarios.

Y sí apareció Decumio, pero solo. Al ver a Bomílcar muy estirado, de pie junto al muro frontal de la celda (que tenía una abertura sin reja ni puerta, suficiente para salir y entrar a gatas, y que Bomílcar no lo hubiese hecho era prueba de lo equivocado que estaba respecto a cómo los romanos pensaban y actuaban, porque él no podía creer que el concepto de encarcelamiento fuese ajeno a aquellas gentes), le sonrió alegremente y entró en el calabozo.

—¿Quién os ha descubierto, amigo? —inquirió reposando su delgada anatomía en un bloque desprendido.

Dominando su tendencia a temblar, Bomílcar se humedeció los labios.

—¡Si no fuiste tú, necio, ahora sí que lo estás haciendo!

Decumio abrió unos ojos como platos y se le quedó mirando, hasta que la luz se hizo en su caletre.

—Eh, eh, amigo, no os preocupéis de ese modo —replicó, apaciguándole—. Aquí nadie nos oye; sólo hay dos lictores en la puerta y están a veinte pasos. Me enteré de que os habían arrestado y pensé que lo mejor era venir a ver qué había salido mal.

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