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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (21 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Ah, sí, muy bonito! —terció Clitumna, muy tiesa—. ¡Lo quieres sólo para ti, guarra codiciosa!

Nicopolis empalideció.

—Bien, ¿pues qué sugieres? ¡Por tu estupidez nos vemos en este lío!

—¡Callaos las dos! —gruñó Sila con un tono que las dos conocían perfectamente y temían más que a nada—. Veis tantas comedias que comenzáis a vivirlas. ¡Despertad a la realidad y no seáis tan vulgares! ¡Detesto esta maldita situación y estoy harto de ser un medio hombre!

—¡No eres ningún medio hombre! ¡Eres dos mitades, una mía y otra de Nic! —espetó Clitumna con grosería.

No sabía qué le mortificaba más, si la indignación o la ofensa. Totalmente contenido, pero a punto de estallar, Sila miraba a sus torturadoras, incapaz de pensar.

—¡No puedo continuar! —exclamó como sorprendido.

—¡Tonterías! Claro que puedes —replicó Nicopolis con la suficiencia de quien sabe sin ningún género de dudas que tiene dominado a su hombre—. Ahora vete y haz algo positivo. Mañana te sentirás mejor. Como siempre te pasa.

 

Salir de aquella casa, ir a donde sea, hacer algo positivo. Sila tomó calle arriba y sin darse cuenta fue desde el Germalus al Palatium, la parte del Palatino que daba sobre el extremo del Circo Máximo y la puerta Capena.

Allí, las casas estaban más esparcidas y había más espacios verdes; el Palatium no estaba muy de moda porque se encontraba muy alejado del Foro Romano. Sin preocuparse por el frío que hacía para ir vestido sólo con la túnica de estar en casa, se sentó en una piedra y contempló la panorámica; no las gradas vacías del Circo Máximo, ni los preciosos templos del Aventino, sino la perspectiva de su persona camino de un horrible futuro, una masa de piel y huesos sin objetivo. Era un dolor parecido a un cólico, sin el paliativo de la purga; comenzó a temblar hasta que oyó que le rechinaban los dientes, sin darse cuenta de que estaba gimiendo.

—¿Os sentís mal? —oyó decir a una tímida vocecita.

Al principio no vio nada al mirar, pues el dolor le nublaba la vista, pero luego se disipó aquella niebla y el rostro de la muchacha fue precisándose desde la barbilla puntiaguda hasta el cabello rubio que enmarcaba aquella cara en forma de corazón, con grandes ojos, unos ojos enormes color miel, que le miraban compadecidos.

Se arrodilló ante él, abrigada en su capa casera de lana, igual que la había visto en el solar de la casa de Flaco.

—Julia —dijo, estremeciéndose.

—No, Julia es mi hermana. A mí me llaman Julilla —replicó ella sonriéndole—. ¿Estáis enfermo, Lucio Cornelio?

—No de un mal que pueda curar un físico. —Ya recuperaba el juicio y la memoria; comprendía la mortificante verdad de lo que le había dicho Nicopolis: al día siguiente estaría mejor. Y eso es lo que más odiaba—. Me gustaría mucho, muchísimo, volverme loco —añadió—, pero no parece que sea posible.

—Si no podéis —dijo Julilla en la misma postura—, es que las Furias aún no os quieren.

—¿Estás aquí sola? —inquirió en tono reprobatorio—. ¿En qué piensan tus padres para dejarte andar fuera de casa a esta hora?

—Me acompaña mi criada —respondió ella, tranquila, balanceándose sobre los talones. Por sus ojos cruzó un destello de malicia y se le fruncieron las comisuras de los labios—. Es buena chica; muy fiel y discreta.

—¿Quieres decir que te deja ir a donde quieres y no lo cuenta? Pero un día te descubrirán —dijo, él a quien siempre descubrían.

—Hasta que eso suceda, ¿a qué preocuparse?

No dijo nada más y permaneció mirándole a la cara con una inconsciente curiosidad, deleitandose en la contemplación.

—Vete a casa, Julilla —dijo él con un suspiro—. Si se enteran, no digas que has estado conmigo.

—¿Porque sois de mala ralea? —inquirió.

—Si te parece... —replicó él con desmayada sonrisa.

—¡Pues yo no lo creo!

¡Oh!, ¿qué dios la enviaría? ¡Gracias, dios desconocido! Se le desentumecían los músculos y ya se sentía ligero, como si, efectivamente, un dios benigno y propicio le hubiese tocado. Extraña sensación para quien no conocía la bondad.

—Yó soy de mala ralea, Julilla —dijo.

—¡Tonterías! —replicó ella, muy segura de sí misma.

Por su experiencia, advirtió en seguida que Se trataba de un enamoramiento de chiquilla, y le dieron ganas de disiparlo con un acto grosero que la atemorizara. Pero le era imposible. A ella no; no se lo merecía. Para aquella muchacha era capaz de buscar en la bolsa de los trucos y sacar al mejor Lucio Cornelio Sila que conocía, sin artificio alguno, inocente, limpio y presentable.

—Está bien, Julilla, te agradezco tu confianza —dijo sin mucha convicción, sin saber lo que a ella le gustaría oír y con la esperanza de que reflejase lo mejor de sí mismo.

—Me queda algo de tiempo —dijo ella muy seria—. ¿Podemos hablar?

—Muy bien —respondió él, haciéndole sitio en la piedra—. Siéntate aquí, el suelo está húmedo.

—Dicen que sois una desgracia para vuestro apellido —comenzó a decir la muchacha—. Pero yo no creo que sea así, mientras no hayáis tenido la oportunidad de demostrar lo contrario.

—Me atrevería a decir que es tu padre el autor del comentario.

—¿Qué comentario?

—Que soy una desgracia para mi apellido.

—¡Oh, no! —replicó ella, perpleja—. ¡Tata no! Es el hombre más prudente del mundo.

—Pues el mío era el más loco. Estamos en los dos extremos opuestos de la sociedad romana, jovencita.

La muchacha estaba arrancando las altas hierbas que crecían al pie de la piedra, extrayendo los largos rizomas y trenzándolas con sus diestros dedos.

—¡Tomad! —dijo entregándole lo que había confeccionado.

Se le cortó la respiración. Fue como una premonición espasmódica del futuro, una visualización dolorosamente breve.

—¡Una corona de hierba! —exclamó maravillado—. ¡Oh, no! ¡No es para mí!

—¡Claro que sí! —insistió ella, y como él no hacía ademán de cogerla, se inclinó y se la puso en la cabeza—. Debería ser de flores, pero en esta época del año no las hay.

La muchacha no sabía lo que se hacía, pero él no pensaba explicárselo.

—Sólo se da una guirnalda de flores a quien se ama —dijo.

—Yo os amo —replicó ella con voz queda.

—Pero eso es ahora, muchacha. Algo pasajero.

—¡No!

Sila se puso en pie y se la quedó mirando.

—¡Pero si no tienes más de quince años! —dijo.

—¡Dieciséis! —replicó ella sin pensárselo dos veces.

—Quince o dieciséis, ¿qué más da? Eres una niña.

—¡No soy una niña! espetó encolerizada y roja de indignación.

—Claro que lo eres —insistió él riendo—. Mírate: toda envuelta y gordita como un cachorrillo.

Sí, así era mejor. Eso la contendría.

Pero sus palabras causaron mayor estrago, porque la muchacha se desmoronó totalmente, perdiendo el ánimo y la ilusión que irradiaba.

—¡No soy bonita! —suspiró—. Yo creía que sí...

—Hacerse mayor es algo cruel —añadió Sila ásperamente—. Me imagino que todos los padres dicen a sus niñas que son bonitas, pero la gente se rige por otros criterios. Pero cuando seas mayor serás pasable y no te quedarás sin marido.

—Sólo os quiero a vos —musitó ella.

—Eso es ahora. En cualquier caso, desengáñate, cachorrilla, y sal corriendo antes de que te tire de la cola. ¡Vamos!

La muchacha echó a correr, dejando a la criada atrás llamándola en vano. Sila se las quedó mirando hasta que desaparecieron cuesta abajo.

Aún tenía la corona de hierbas en la cabeza, y su color leonado contrastaba fuertemente con los rojos rizos; alzó la mano y se la quitó, pero no la arrojó, sino que se la quedó mirando entre las manos. Luego se la guardó en la tunica y se alejó.

Pobre muchacha; al final la había herido. Pero no tenía más remedio porque lo que menos necesitaba era complicarse la vida con la hija de la vecina de Clitumna asomándose por la tapia. Y, además, hija de un senador.

A cada paso que daba, la corona de hierba le rascaba en la piel. Una corona gramínea, donada en el Palatino, donde siglos atrás se había alzado la primitiva ciudad de Rómulo, un hatillo de chozas ovaladas como la que aún se conservaba con todo primor cerca de la escalinata de Caco. Una corona de hierba que le había entregado una encarnación de Venus, una auténtica descendiente de Venus, una Julia. Un presagio.

—Si se cumple, os edificaré un templo, Venus Victoriosa —dijo en voz alta.

Porque por fin veía claro el camino. Un camino peligroso, arriesgado. Pero, no obstante, con nada que perder y mucho que ganar.

El crepúsculo invernal se iba apagando cuando regresó a la casa y preguntó dónde estaban las señoras. Estaban en el comedor, en conciliábulo, esperándole para cenar. Que él era el tema de conversación, resultaba evidente por el modo en que se separaron de un respingo en la camilla, haciéndose las inocentes.

—Quiero algo de dinero —dijo sin preámbulos.

—Pero, Lucio Cornelio... —comenzó a decir Clitumna con aire de disgusto.

—¡Calla, vieja pesada! Quiero dinero.

—¡Pero, Lucio Cornelio!

—Voy a tomarme unas vacaciones —añadió él sin dar un paso hacia ellas—. Tú verás. Si quieres que vuelva... si quieres más de lo que puedo darte... dame mil denarios. Si no, me voy de Roma para siempre.

—Te daremos cada una la mitad —terció de pronto Nicopolis, mirándole a la cara.

—Ahora —dijo él.

—A lo mejor no tenemos tanto en casa —replicó Nicopolis.

—Pues más vale que lo tengáis, porque no pienso esperar.

Cuando Nicopolis se llegó al cuarto del joven, quince minutos más tarde, se lo encontró recogiendo sus cosas. Se sentó en la cama y le miró en silencio, esperando que se dignara percatarse de su presencia. Pero fue ella quien tuvo que hablar.

—Tendrás el dinero. Clitumna ha enviado al mayordomo a casa de su banquero —dijo—. ¿Adónde vas a ir?

—Ni lo sé ni me importa. Basta con que sea lejos de aquí —respondió él, guardando con precisos movimientos los calcetines doblados dentro de las botas.

—Haces el equipaje como un soldado.

—Tú qué sabes...

—Ah, en cierta ocasión fui amante de un tribuno militar. Vivía al ritmo del tambor, ¿te imaginas? ¡Lo que hace una por amor cuando es joven! Le adoraba. Y por eso le seguí a Hispania y a Asia —añadió con un suspiro.

—¿Y qué pasó después? —inquirió él, enrollando su segunda túnica de mejor calidad en unas polainas de cuero.

—Le mataron en Macedonia, y yo volví a Roma. —El dolor le atenazaba el corazón, pero no por su amante muerto, sino por Lucio Cornelio: un joven león atrapado, destinado a algún sórdido circo. cPor qué se enamoraría una? Hacía daño. Optó por forzar una sonrisa nada agradable—. En su testamento me lo dejó todo a mí y me hizo rica. En aquella época había grandes botines.

—Me sangra el corazón —dijo él, guardando sus navajas de afeitar en una funda de lino y metiéndola en una alforja.

—Esta casa es asquerosa —dijo ella con una mueca—. ¡Cómo la odio! Todos estamos amargados y descontentos. ¿Qué cosas agradables nos decimos unos a otros? Muy pocas. Insultos y ofensas, rencores y malevolencias. ¿Por qué estoy aquí?

—Querida, porque empiezas a deteriorarte —replicó él, abundando en sus reflexiones sobre el pasado—. Ya no eres como cuando trotabas por Hispania y por Asia.

—Y tú nos odias —replicó ella—. ¿Será ahí donde se origina este mal ambiente? ¿En ti? Y cada vez están peor las cosas.

—De acuerdo. Por eso voy a marcharme una temporada —dijo él cerrando las dos bolsas y levantándolas ágilmente—. Quiero ser libre. Quiero pasar un tiempo en alguna ciudad del campo en que no conozcan mi maldita cara; comer y beber hasta vomitar, dejar preñadas a una docena, enzarzarme en cincuenta peleas con hombres de los que piensen que pueden vencerme con un brazo atado a la espalda, hacerme a todos los niños bonitos que encuentre y dejarles el culo hecho cisco —dijo con aviesa sonrisa—. Y luego, querida, te prometo que volveré mansamente a casa para vivir contigo, el pegajoso y tía Cliti, y seremos felices.

Lo que no le dijo es que se llevaba a Metrobio; ni tampoco se lo diría al viejo Scilax.

Ni tampoco dijo a nadie, ni siquiera a Metrobio, lo que se proponía. Porque no se marchaba de vacaciones, sino en misión investigadora. Iba a realizar indagaciones en el campo de la farmacología, la química y la botánica.

No regresó a Roma hasta finales de abril. Dejó a Metrobio en la elegante casa de planta baja de Scilax, en la colina Celia, fuera de las murallas de Servio, y después se dirigió a Vallis Camenarum a entregar el calesín y las mulas que había alquilado allí, en unas caballerizas. Pagó la cuenta, se colgó las alforjas del hombro izquierdo y se encaminó hacia Roma. No había llevado ningún criado en aquel viaje; él y Metrobio se las habían arreglado con el personal de los distintos albergues y posadas en que se habían alojado por toda la geografía de la península.

Conforme caminaba por la Via Apia hacia el lugar en que la puerta Capena interrumpe el paño de mampostería de veinte pies de altura de las murallas de Roma, la ciudad le pareció muy atractiva; decía la leyenda que las murallas Servianas las había levantado el rey Servio Tulio antes de los tiempos de la república; pero, como la mayoría de los nobles, Sila sabía que aquellas defensas datarían a lo sumo de trescientos años antes, cuando el saqueo de Roma por los galos. Los galos habían llegado en nutridas hordas procedentes de los Alpes, extendiéndose por el amplio valle del Po y avanzando por el norte de la península en dirección este y oeste. Muchos se asentaron sobre la marcha, sobre todo en Umbría y Piceno, pero los que siguieron la Via Cassia cruzando Etruria se dirigieron expresamente a Roma y al llegar a ella casi se la arrebataron a los romanos. Después de aquello se construyeron las murallas Servianas, mientras los pueblos itálicos del valle del Po, toda la Umbría y el norte de Piceno, se mezclaban en matrimonio con los galos, convirtiéndose en mestizos despreciados. A partir de entonces, Roma no había vuelto a dejar que sus murallas se deterioraran; había sido una dura lección, y el temor a los bárbaros invasores seguía causando pavor en todos los romanos.

Aunque había algunas viviendas caras de alquiler en insulae, el paisaje de la colina Celia era en su mayor parte bucólico hasta llegar a la puerta Capena. En el Vallis Camenarum, que quedaba fuera de ella, no había más que corrales, mataderos, naves de ahumados y prados para el pasto del ganado que llegaba de toda la penínsuía a aquel gran mercado. Ya cruzando la puerta Capena estaba la verdadera ciudad; no era aquella jungla atiborrada del Subura y el Esquilino, pero se entraba ya en terreno urbano. Bordeó el Circo Máximo y subió por la escalinata de Caco hasta el Germalus del Palatinó. De allí había un corto trecho hasta la casa de Clitumna.

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