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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (23 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Por los dioses, otro futuro banquero aburrido y codicioso! —comentó Sila—. Espero que Cecilia Pilia esté bien.

—¡Perfectamente! Ningún problema.

—¿Y por parte de los César? —inquirió, pensando en la deliciosa Julilla y en la corona de hierba que le había dado.

—¡Ah, grandes noticias! —respondió Clitumna chupándose los dedos—. Una boda por todo lo alto.

A Sila le dio un vuelco el corazón; fue como si le cayera una piedra a plomo en el estómago, revolviéndole lo que había ingerido. Una sensación sumamente extraña.

—¿Ah, sí? —dijo con displicencia.

—¡Ya lo creo! ¡La hija mayor

de César se ha casado nada menos que con Cayo Mario! Que asco, ¿no?

—Cayo Mario...

—¿Es que no le conoces? —inquirió Clitumna.

—Creo que no. Mario... Será un hombre nuevo.

—Exacto. Fue pretor hace cinco años, pero, naturalmente, nunca llegó al Senado. Pero ha sido gobernador de la Hispania Ulterior, donde hizo una inmensa fortuna. Minas y cosas parecidas —dijo Clitumna.

Por algún motivo, Sila recordó al hombre con semblante de águila en la ceremonia inaugural de los nuevos cónsules, el que llevaba una toga bordada en rojo.

—¿Qué aspecto tiene? —inquirió.

—Grotesco, querido. ¡Unas cejas enormes! Como orugas peludas —contestó Clitumna, alargando la mano para coger los brécoles al vapor—. Y debe de tener por lo menos treinta años más que Julia. Pobrecilla.

—¿Y qué tiene eso de extraño? —inquirió Stichus, pensando que le tocaba decir algo—. En Roma, por lo menos la mitad de las casaderas matrimonian con hombres que pueden ser sus padres.

—Yo no diría tanto como la mitad, Stichus —terció Nicopolis, frunciendo el entrecejo—. Digamos que una cuarta parte.

—¡Repugnante! —replicó Stichus.

—¡Nada de repugnante! —replicó enérgicamente Nicopolis, irguiéndose para mirarle furibunda—. Te diré una cosa, cara de pedo: en lo que atañe a una chica joven, es preferible, y con mucho, un hombre mayor. ¡Al menos los hombres más viejos saben ser más considerados y razonables! Los peores amantes que he tenido eran todos menores de veinticinco años. Los jóvenes se creen que lo saben todo, y no saben nada. ¡Paf. Como si te embistiera un toro, y se acabó cuando apenas ha empezado.

Como Stichus tenía veintitrés años se sintió ofendido.

—¡No me digas que tú te lo sabes todo! —exclamó sarcástico.

—Sé más que tú, cara de pedo —replicó ella, dirigiéndole una mirada tajante.

—¡Vamos a pasarlo bien esta noche que ha vuelto nuestro querido Lucio Cornelio! —exclamó Clitumna.

El querido Lucio Cornelio agarró inmediatamente a su madrastra y la revolcó en la camilla, haciéndole cosquillas hasta obligarla a lanzar pavorosos chillidos, y pataleó, con pataleo en el aire incluido. Nicopolis contraatacó haciéndole cosquillas a él, y en la camilla se organizó un revoltijo.

Aquello era demasiado para Stichus. Aferrando su nuevo libro, se bajó de su camilla y salió furioso del comedor, sin estar muy seguro de que hubiesen advertido su partida. ¿Cómo iba a expulsar a aquel hombre? ¡Su tia estaba entontecida! Ni siquiera mientras él había estado ausente había logrado convencerla de que le echara. Lo único que había hecho era ponerse a llorar porque sus dos queridos muchachos no se llevaban bien.

Aunque apenas había comido, Stichus no lo lamentaba porque en su despacho tenía una buena provisión de comestibles: un tarro con sus estupendos higos en almíbar, pastelitos de miel en una bandeja que el cocinero tenía orden de mantener llena, mermeladas perfumadas que hacían la boca agua y que venían de Partia, una caja de uvas gordas y jugosas, pasteles de miel y vino de miel. Podía pasar sin cordero asado y brécoles. A él lo que le gustaba era el dulce.

Con la barbilla apoyada en la mano y una lámpara quintuple para disipar las primeras sombras, Lucio Gavio Stichus masticaba higos en almíbar, mientras ojeaba minuciosamente las ilustraciones del libro que Sila le había regalado, leyendo los sucintos comentarios en griego. Naturalmente que el regalo era, por parte de Sila, el modo de decirle que él no necesitaba aquellos libros, porque lo había hecho todo, pero eso no anulaba su interés. Stichus no era tan orgulloso. ¡Aaah! ¡Algo sucedía bajo su túnica bordada! Y cambió la mano de la barbilla a la entrepierna, con furtiva inocencia, innecesaria ante su único testigo: la jarra de higos en almíbar.

 

Respondiendo a un impulso que le mortificaba, Lucio Cornelio Sila caminó a la mañana siguiente por el Palatino hacia el lugar del Palatium en que había hablado con Julilla. Ya era primavera y las áreas de jardín aparecían llenas de flores, narcisos y anémonas, jacintos, violetas y algunas rosas; los manzanos y melocotoneros silvestres estaban en flor y lucían sus colores blanco y rosa, y la piedra en que se había sentado en enero se hallaba ahora casi oculta por abundantes hierbas altas.

Allí estaba Julilla con su sirvienta; parecía más delgada y más pálida. Al verle, un salvaje destello de alegría brotó de sus ojos. ¡Preciosa! ¡Ah, nunca había habido una mortal tan hermosa! Provocado por aquella visión, Sila se detuvo, embargado por un temor próximo al pánico. Venus. Era Venus. Dueña de la vida y la muerte. Porque, ¿qué era la vida sino el principio procreador, y la muerte sino su extinción? Todo lo demás eran cosas superfluas que los fatuos hombres inventaban para convencerse de que la vida y la muerte debían significar algo más. Era Venus. ¿Le convertía eso a él en Marte, su igual en divinidad, o era un simple Anquises, un hombre mortal a quien ella se entregaba para divertirse en el espacio de un abrir y cerrar de ojos olímpico?

No, no era Marte. El destino le había dado una existencia de puro adorno, e incluso de cachivache sin el menor valor. No podía ser más que Anquises, el hombre cuya única fama residía en el hecho de que Venus le había amado para divertirse. Temblando de rabia, dirigió a la muchacha su amarga decepción y el veneno llenó sus venas, provocándole la imperiosa necesidad de golpearla y transformarla de Venus en Julilla.

—Me dijeron que volvisteis ayer —dijo ella acercándosele.

—Has puesto espías, ¿no? —replicó él sin moverse del sitio.

—En nuestra calle no hace falta, Lucio Cornelio. Los criados se enteran de todo —respondió ella.

—Bueno, espero que no pienses que he venido aquí a buscarte, porque no es así. He venido aquí en busca de paz.

Le parecía imposible, pero su belleza se acrecentó. Mi dulce Julilla, pensó. Irradiaba belleza, igual que Venus.

—¿Queréis decir que turbo vuestra paz? —inquirió ella, muy segura de si misma para ser tan joven.

Él se echó a reír, fingiendo ligereza.

—¡Por los dioses, niña, aún tienes que crecer mucho! —dijo, volviendo a reír—. He dicho que he venido aquí en busca de paz, lo cual significa que la he encontrado, ¿no es así? Y, si razonamos lógicamente, llegamos a la conclusión de que no turbas un ápice mi paz.

—¡Ni mucho menos! —replicó ella—. Simplemente significa que no esperabais encontrarme aquí.

—Y eso y la indiferencia son una misma cosa —espetó él.

Era una pugna desigual, por supuesto, y la vio acobardarse, perder el aura; una divinidad transformada en mortal. Contrajo el rostro, pero supo contener las lágrimas; le miró perpleja, sin atinar a conciliar su aspecto físico con las palabras que le dirigía y lo que le dictaba el corazón, que a cada latido la decía que él había caído en sus redes.

—¡Os amo! —le dijo, como si eso lo explicase todo.

—¡Con quince años —replicó él con una carcajada—, qué sabrás del amor!

—¡Tengo dieciséis! —replicó ella.

—Mira, niña, ¡déjame en paz! —respondió Sila en tono cortante—. No sólo eres una lata, sino que te estás convirtiendo en un estorbo.

Dicho lo cual le dio la espalda y se alejó sin volver la cabeza.

Julilla no se deshizo en lágrimas, aunque habría sido lo mejor, ya que un buen llanto apasionado habrça podido convencerla de que estaba equivocada y no tenía posibilidades de cazarlo. Pero lo que hizo fue dirigirse hacia donde estaba su criada Krisis, simulando mirar al Circo Máximo, vacío.

—Me va a costar —dijo con la barbilla alta, igual que su orgullo—, pero no importa, Krisis, tarde o temprano será mio.

—Me parece que no os quiere —comentó Krisis.

—¡Claro que me quiere! —replicó Julilla con desdén—. ¡Me quiere desesperadamente!

Conociendo como conocía a Julilla, Krisis contuvo su lengua, y, en vez de razonar con su ama, lanzó un suspiro.

—Como queráis —dijo, encogiéndose de hombros.

—Es lo que suelo hacer.

Caminaron hacia la casa, en medio de un extraño silencio, dado que eran de la misma edad y se habían criado juntas. Pero al llegar al gran templo de la Magna Mater, Julilla dijo con voz resuelta:

—No pienso comer.

—¿Y qué esperáis conseguir con eso? —inquirió Krisis.

—En enero dijo que estaba gorda. Y lo estoy.

—¡Julilla, no lo estáis!

—Sí que lo estoy. Por eso no como dulces desde enero. Estoy un poco más delgada, pero no lo bastante. Mira a Nicopolis: tiene unos brazos como palitroques.

—¡Pero ella es vieja! —replicó Krisis—. Lo que a vos os favorece a ella le perjudica. Además, vuestros padres se preocuparán si dejáis de comer... Pensarán que estáis enferma.

—Bueno, así también lo pensará Lucio Cornelio —dijo Julilla—. Y se preocupará mucho por mí.

Krisis no era capaz de rebatir aquel razonamiento, pues era poco inteligente y nada sensible. Lo que hizo fue romper a llorar, lo que complació enormemente a Julilla.

 

Cuatro días después del regreso de Sila a casa de Clitumna, Lucio Gavio Stichus fue presa de un trastorno digestivo que le tuvo postrado. Clitumna, asustada, llamó a media docena de los más reputados médicos del Palatino, quienes diagnosticaron infección alimentaria.

—Vómitos, cólicos, diarrea... el cuadro habitual —dijo su portavoz, el fisico romano Publio Popilio.

—¡Pero si él no ha comido nada distinto a nosotros! —adujo Clitumna, no por eso muy tranquila—. En realidad, no come tan bien como nosotros, y eso es lo que más me preocupaba.

—¡Ah, domina!, creo que os equivocáis —balbució el más entrometido de todos, Atenodoro Siculo, un especialista famoso por su tesón investigador de herencia griega, que había recorrido la casa, fisgando en todos los cuartos que daban al atrium y los que rodeaban el jardín peristilo—. ¿No ignoraréis que Lucio Gavio tiene una pastelería en su despacho?

—¡Bah! —replicó Clitumna—. Media pastelería. Unos cuantos higos y dulces; nada más. En realidad, apenas los toca.

Los seis clínicos se miraron entre si.

—Domina, los come de día y de noche, según nos informa la servidumbre —replicó Atenodoro, el griego de Sicilia—. Os sugiero que le convenzáis para que prescinda de los dulces. Si comiese mejores alimentos, no sólo se paliarían sus trastornos digestivos, sino que mejoraría su salud en general.

Lucio Gavio Stichus se estaba enterando de todo; tumbado en su lecho, en extremo débil —por efecto de la fuerte purga— para protestar, miraba a uno y a otro con sus ojos saltones conforme se desarrollaba la conversacion.

—Tiene granos y mal color de piel —dijo un griego de Atenas—. ¿Hace ejercicio?

—No lo necesita —respondió Clitumna, con un primer atisbo de duda en su contestación—. No para de andar de un lado para otro —por su negocio; os aseguro que siempre está en danza.

—¿A qué os dedicáis, Lucio Gavio? —inquirió el físico hispano.

—Al tráfico de esclavos —contestó Stichus.

Como todos, salvo Publio Popilio, habían comenzado su existencia en Roma como esclavos, sus ojos se tiñeron de una ictericia más intensa que la que afectaba a Lucio Gavio y se apartaron de él, so pretexto de que se hacía tarde.

—Si quiere algo dulce, que se limite a tomar vino con miel —dijo Publio Popilio—. Que ingiera alimentos sólidos durante un par de días más y cuando vuelva a tener hambre dadle una dieta normal. Pero, digo normal, domina! Judías, no dulces; ensaladas, no dulces. Colaciones frías, no dulces.

El estado de Stichus mejoró durante la semana siguiente, pero nunca se recuperó del todo. A pesar de que sólo ingería alimentos nutritivos y sólidos, sufría accesos de náuseas, vómitos, dolores y disentería, no tan fuertes como el ataque inicial, pero muy debilitantes. Y comenzó a perder peso de un modo tan discreto, que nadie lo notaba.

A finales del verano se arrastraba ya con dificultad hasta su despacho del Porticus Metelli, y eran ya cada vez más raros los días en que, tumbado en un diván, podía disfrutar del sol. El estupendo libro ilustrado que Sila le había regalado dejó de interesarle y la ingesta de cualquier tipo de alimento se convirtió en un verdadero tormento. Sólo toleraba el vino con miel, y a veces ni eso.

En septiembre le habían visitado todos los médicos de Roma y los diagnósticos eran tan numerosos como variados; por no hablar de los tratamientos, sobre todo cuando Clitumna comenzó a recurrir a curanderos.

—Que coma lo que quiera —decía un médico.

—Que no coma nada y que pase hambre —afirmaba otro.

—Que coma sólo judías —aconsejaba un físico de la tendencia persuasiva pitagórica.

—Consolaos —aseveró el entrometido médico griego Atenodoro Siculo—, sea lo que sea, no es contagioso. No obstante, tened la prevención de que los que tengan contacto fisico con él o retiran su orinal, se laven bien las manos a continuación y no se acerquen a los alimentos en la cocina.

Dos días después, Lucio Gavio moría. Abatida por el dolor, Clitumna abandonó Roma inmediatamente después del funeral, rogando a Sila y a Nicopolis que la acompañasen a Circei, en donde tenía una villa. Pero, aunque Sila la acompañó hasta las playas de Campania, ni él ni Nicopolis quisieron irse de Roma.

Al regresar de Circei, Sila besó a Nicopolis y abandonó el dormitorio que le había cedido.

—Voy a volver a ocupar el despacho y mi antiguo cubículo —dijo—. Al fin y al cabo, ahora que el pegajoso ha muerto, soy lo más parecido a un hijo para ella. —Estaba metiendo los rollos con lujuriosas ilustraciones en un cubo para quemarlos, cuando hizo una mueca de asco y levantó una mano hacia Nicopolis, que le miraba desde la puerta—. ¡Mira esto! ¡No hay una sola pulgada de este cuarto que no pringue!

La garrafa de vino con miel estaba sobre un anillo pringoso en la preciosa consola de madera de cedro. Sila la levantó y miró enfurecido la marca indeleble que había dejado en las armoniosas vetas espirales de la madera y masculló entre dientes.

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