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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (87 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Cuando partía, un extraordinario trío cruzaba a pie las puertas del campamento: tres galos. ¡Bárbaros galos! Como en su vida había visto un bárbaro, Saturnino se quedó atónito. Uno parecía ir de prisionero de los otros dos, porque lo llevaban con grilletes. ¡Lo curioso era que parecía menos bárbaro en su aspecto que los otros dos! Era un individuo de contextura normal, de tez medianamente clara, con pelo largo pero cortado al estilo griego, afeitado y con calzones galos y una casaca de pieles de complicado trenzado. El otro era de tez muy oscura, pero llevaba un tocado enorme de plumas negras y alambre dorado, que decía de su origen celtibérico, y una escasa vestimenta que dejaba ver un cuerpo musculoso. El tercero era sin duda el jefe, un auténtico bárbaro galo: un pecho de piel blanca como la leche, pero bronceada, calzones atados con correas como los germanos o los míticos belgas; pelo largo rojo dorado hasta la espalda, bigotes largos también rojos, cayéndole a ambos lados de la boca y, al cuello, una enorme torca en forma de cabeza de dragón, que parecía de oro.

El carruaje comenzó a ponerse en movimiento y, al pasar junto al grupo, los ojos de Saturnino se cruzaron con la mirada glacial del jefe y no pudo evitar un estremecimiento. ¡Aquél sí que era un auténtico bárbaro!

 

Los tres galos prosiguieron cuesta arriba hasta la puerta principal sin que nadie les cortara el paso hasta llegar a la mesa del oficial de guardia, situada bajo un toldo a la puerta de la residencia del general, construida en madera.

—Cayo Mario, por favor —dijo el jefe en impecable latín.

El oficial de servicio ni pestañeó.

—Voy a ver si recibe —dijo, poniéndose en pie, para salir transcurrido un momento—. El general dice que paséis, Lucio Cornelio —añadió con una amplia sonrisa.

—Listo —musitó Sertorio cuando pasaba junto al oficial—, ni una palabra a nadie, ¿entendido?

Al ver a sus dos oficiales, Mario se los quedó mirando tan fijamente como lo había hecho Saturnino, pero no con tanta sorpresa.

—Ya era hora de que volvieseis —dijo, dirigiéndose a Sila, dándole un afectuoso apretón de mano y haciendo luego lo propio con Sertorio.

—No vamos a estar mucho —dijo Sila, empujando al cautivo hacia adelante—. Sólo hemos venido a traerte un regalo para tu desfile triunfal. Te presento al rey Copilo de los volcos tectosagos, el mismo que fraguó el aniquilamiento del ejército de Lucio Casio en Burdigala.

—¡Ah! —exclamó Mario, mirando al prisionero de arriba abajo—. No tiene mucho aspecto de galo, ¿eh? Vosotros dos tenéis mucho más aspecto de bárbaros.

Sertorio sonrió y Sila respondió.

—Bueno, como su capital es Tolosa, ha tenido hace mucho tiempo contacto con la civilización y habla bien el griego, y posiblemente, razonando, sea galo a medias. Le capturamos en las afueras de Burdigala.

—¿Merecía la pena? —inquirió Mario.

—Te darás cuenta cuando te lo explique —dijo Sila, sonriendo como un tigre—. Ya verás, tiene una curiosa historia que contar y puede hacerlo en una lengua que se entiende en Roma.

Sorprendido por la mirada de Sila, Mario observó con mayor curiosidad al rey Copilo.

—¿Qué historia?

—Oh, una sobre estanques llenos de oro. Un oro que fue cargado en carros romanos y enviado por la carretera de Tolosa a Narbo cuando Quinto Servilio Cepio era cónsul. Un oro que desapareció misteriosamente no lejos de Carcasso, dejando una cohorte romana aniquilada en la calzada, despojada de armas y corazas. Copilo estaba cerca de Carcasso cuando desapareció el oro; al fin y al cabo, él era el depositario del oro según su razonamiento. Pero la partida que se apoderó de él y se lo llevó al sur de Hispania era demasiado numerosa y estaba muy bien armada para posibilitar un ataque y Copilo sólo disponía de unos cuantos hombres. Lo interesante es que hubo un superviviente romano, Furio, el praefectus fabrum, y un superviviente griego, el liberto Quinto Servilio Bias. Desde luego, Copilo no estaba cerca de Malaca varios meses después, cuando los carros cargados de oro entraron en una piscifactoría propiedad de un cliente de Quinto Servilio Cepio, ni tampoco vio que el oro zarpaba rumbo a Esmirna etiquetado como "Garum de Malaca, consignado a Quinto Servilio Cepio". Pero sí tiene un amigo, que conoce a uno que es amigo de uno que tiene amistad con un bandido turdetano llamado Brigantius, y, según el tal Brigantius, le contrataron para robar el oro y llevarlo a Malaca unos agentes de un tal Quinto Servilio Cepio, es decir, Furio y el liberto Bias, quienes pagaron a Brigantius con los carros, las mulas y seiscientos juegos de armas y corazas romanas, arrebatadas a los soldados muertos por Brigantius. El oro viajó a oriente con Furio y Bias.

Nunca había visto a Cayo Mario tan perplejo, pensó Sila. Ni cuando leyó la carta por la que le nombraban cónsul in absentia.

—¡Por los dioses! —exclamó Mario—. ¡Cómo pudo atreverse!

—Ya lo creo que se atrevió —replicó Sila, airado—. ¿Qué importancia tienen las vidas de seiscientos soldados romanos? ¡Lo importante es que había mil quinientos talentos de oro en esos carros! Y resulta que los volcos tectosagos no se consideran propietarios del oro, sino sólo sus depositarios, porque ese oro son las riquezas de Delfos, Olimpia, Dodona y unos doce templos menores que el segundo Breno recibió en concepto de propiedad de todas las tribus galas. Y ahora los volcos tectosagos han sido maldecidos, y el rey Copilo por partida doble. Los galos se han quedado sin tesoro.

Una vez repuesto de la primera impresión, Mario miró a Sila y a Copilo. Era una historia expuesta en vívidos términos, desde luego; pero, sobre todo, una historia contada por un bardo galo, no por un senador romano.

—Eres un gran actor, Lucio Cornelio —dijo Mario.

—Muchas gracias, Cayo Mario —replicó Sila, absurdamente complacido.

—¿Y no os quedáis? ¿Y el invierno? Aquí estaréis mejor —añadió Mario, sonriente—. Sobre todo Quinto Sertorio, que no cubre su pecho más que con una corona de plumas.

—No; salimos mañana. Los cimbros están congregándose al pie de los Pirineos y las tribus locales se dedican a arrojarles todo lo que encuentran desde la menor cornisa, risco o acantilado. ¡A los germanos parece que les fascinan las alturas! A Quinto Sertorio y a mí nos ha costado meses aproximarnos a los cimbros y hemos tenido que hacernos amigos de media Galia y de Hispánia —dijo Sila.

Mario sirvió dos copas de vino, miró a Copilo y sirvió una tercera, que dio al prisionero. Al darle la copa a Sertorio, miró a su pariente muy serio de arriba abajo.

—Pareces el gallo de Plutón —dijo.

Sertorio dio un sorbo de vino y lanzó un suspiro, complacido.

—¡Tusculano! —dijo, ahuecándose las plumas—. ¿El gallo de Plutón, eh? Bueno, mejor que el cuervo de Proserpina.

—¿Qué noticias hay de los germanos? —inquirió Mario.

—Poca cosa; ya te contaré más cosas durante la cena. Es demasiado pronto para poder saber de dónde proceden y qué los impulsa. Lo sabremos la próxima vez. No temas, volveré antes de que emprendan ningún movimiento hacia Italia. Pero puedo decirte dónde se encuentran en estos momentos. Los teutones, tigurinos, marcomanos y queruscos tratan de cruzar el Rhenus y pasar a Germania, mientras que los cimbros van a cruzar los Pirineos para pasar a Hispania. No creo que ninguno de los dos grupos lo consiga —añadió Sila dejando la copa—. ¡Ah, qué vino tan bueno!

Mario llamó al oficial de servicio.

—Que vengan tres hombres de confianza, y mirad de encontrar alojamiento cómodo para el rey Copilo. Desgraciadamente habrá que encerrarle, pero sólo hasta que lo enviemos a Roma.

—Yo no le enviaría a Roma —dijo Sila, pensativo, una vez que hubo salido el oficial—. En realidad, yo tendría mucho cuidado respecto a dónde enviarle.

—¿Por Cepio? ¡No se atrevería! —dijo Mario.

—Fue él quien robó el oro —replicó Sila.

—De acuerdo, lo retendremos en Nersia —dijo Mario, tajante—. Quinto Sertorio, ¿no tendrá tu madre algunos amigos que pudieran alojar al rey un año o dos? Yo me encargaría de los gastos.

—Ya encontrará a alguien —respondió Sertorio.

—¡Qué suerte! —exclamó Mario, regocijado—. Nunca pensé que hallaríamos pruebas para mandar a Cepio al exilio, y ahora, con el rey Copilo, las tenemos. Lo guardaremos prudentemente hasta que volvamos a Roma después de derrotar a los germanos; y luego acusaremos a Cepio de extorsión y traición.

—¿Traición? —inquirió Sila, perplejo—. ¡Con las amistades que tiene en las centurias, imposible!

—Ah —replicó Mario—, pero los amigos de las centurias no podrán ayudarle cuando le juzgue por traición el tribunal especial formado sólo por caballeros.

—¿Qué te traes entre manos, Cayo Mario? —inquirió Sila.

—¡Para el año que viene tengo dos tribunos de la plebe míos! —exclamó Mario con gesto de triunfo.

—A lo mejor no los eligen —terció Sertorio, lacónico.

—¡Claro que los elegirán! —dijeron Mario y Sila a coro.

Los tres se echaron a reir y el prisionero siguió de pie con gran dignidad, fingiendo que no entendía latín, esperando su destino.

En ese momento, Mario recordó el concepto de la cortesía y siguió hablando en griego para que Copilo pudiese tomar parte en la conversación, tras prometerle que pronto le liberaría de las cadenas.

 

* * *

 

—Quinto Cecilio —dijo Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico—, ¿sabes que estoy disfrutando con mi trabajo en Ostia? Aquí me tienes, con cincuenta y cinco años, calvo como un huevo y con tantas arrugas que mi barbero ya casi no puede afeitarme, ¡y vuelvo a sentirme como un muchacho! ¡Con qué soltura resuelvo los problemas! Recuerdo que cuando tenía treinta años se me hacían más insuperables que los Alpes y ahora, a los cincuenta y cinco, son como simples pedruscos.

Escauro había regresado a Roma para asistir a una reunión especial del Senado convocada por el praetor urbanus Cayo Memio, para discutir un asunto preocupante relativo a Cerdeña; el segundo cónsul, Cayo Flavio Fimbria, estaba indispuesto, cosa que, al parecer, era frecuente aquellos días.

—¿Os ha llegado el rumor? —inquirió Metelo el Numídico conforme subían la escalinata de la curia hostilia y entraban en ella; el heraldo aún no había convocado a la cámara para que se reuniera y la mayoría de los senadores ya presentes, en vez de aguardar fuera, habían entrado y charlaban en espera de que diera comienzo la sesión con la ofrenda de un sacrificio y plegarias del magistrado oficiante.

—¿Qué rumor? —replicó Escauro sin prestar mucha atención, pues aquellos días todos sus pensamientos los ocupaba el abastecimiento de trigo.

—Lucio Casio y Lucio Marcio se han aliado y tratan de proponer a la Asamblea de la plebe que nombren otra vez candidato consular a Cayo Mario, nada menos que in absentia.

Escauro se detuvo a unos pasos de donde su criado había colocado su silla, en la habitual primera fila, entre las de Metelo el Numídico y Metelo Dalmático, pontífice máximo, y se quedó mirando perplejo a Metelo.

—¡No osarán! —dijo.

—¡Ah, ya lo creo! ¿Os imagináis? Un tercer consulado seguido es algo sin precedentes... ¡es como nombrarle dictador! ¿Por qué en las raras ocasiones en que Roma necesitó un dictador se limitó la duración del cargo a seis meses, sino para asegurar que al nominado no se le imbuía la idea de su propia supremacía? ¡Y ahora nos vemos con ese rústico dictando las reglas y saliéndose con la suya! —exclamó Metelo, enfurecido.

Escauro se sentó en su silla como un viejo.

—Es culpa nuestra —dijo midiendo las palabras—. No hemos tenido el valor de nuestros antepasados para librarnos de esta seta venenosa. ¿Por qué se eliminó a Tiberio Graco, a Marco Fulvio y a Cayo Graco, y este Cayo Mario sobrevive? ¡Se habría debido acabar con él hace años!

—Es un rústico —replicó Metelo el Numídico encogiéndose de hombros—. Los Gracos y Fulvio Flaco eran nobles. Seta venenosa es la mejor definición... brota de la noche a la mañana, pero cuando uno llega a cortarla, ha crecido en otra parte.

—¡Eso tiene que acabarse! —exclamó Escauro—. ¡Nadie puede ser elegido cónsul in absentia, y menos dos veces consecutivas! Ese hombre ha pisoteado las tradiciones de gobierno romanas más que nadie en toda la historia de la república. Empiezo a creer que quiere ser rey de Roma, no el primer hombre de Roma.

—Yo pienso lo mismo —dijo Metelo el Numídico tomando asiento—. Pero, ¿cómo podríamos desembarazarnos de él? ¡Nunca está aquí suficiente tiempo para asesinarle!

—Lucio Casio y Lucio Marcio —repitió Escauro en tono de sorpresa—. ¡No lo entiendo! Son nobles de familias plebeyas de lo mejor y más antiguas... ¿No podría nadie apelar a su sentido de lo conveniente y lo decente?

—Bueno, todos conocemos a Lucio Marcio —dijo Metelo—. Mario le ha pagado las deudas y por primera vez en su azarosa vida es una persona solvente. Pero Lucio Casio es distinto. Se ha vuelto morbosamente sensible a la opinión de la plebe sobre los generales incompetentes como su padre y de la fama de Mario entre el pueblo. Yo creo que piensa que si logra que se le asocie a Mario venciendo a los germanos, ganará fama para su familia.

—¡Umm! —replicó Escauro por toda respuesta.

Ya no pudieron seguir hablando porque se encontraban todos los senadores en sus puestos y Cayo Memio, que aquellos días se hallaba muy ojeroso y más guapo que nunca, se puso en pie para tomar la palabra.

—Padres conscriptos —comenzó a decir, con un papel en la mano—, he recibido una carta de Cerdeña de Cneo Pompeyo Estrabo. Me la ha dirigido a mí en vez de a nuestro estimado cónsul Cayo Flavio, porque, como pretor urbano que soy, es mi deber supervisar los juzgados de Roma.

Hizo una pausa para dirigir una fiera mirada a las filas de atrás, con la que casi consiguió parecer feo; los senadores sin voto comprendieron perfectamente y se aprestaron a poner cara de suma atención.

—Para recordaros a los de atrás que apenas honráis a esta cámara con vuestra presencia, diré que Cneo Pompeyo Estrabón es cuestor del gobernador de Cerdeña, que creo recordaréis que este año es Tito Anio Albucio. ¿Queda bien entendida la complicada relación, padres conscriptos? —inquirió con evidente sarcasmo.

Se oyó un murmullo general, que Memio interpretó como consenso.

—¡Bien! —añadió—. Entonces procederé a leer la carta que me ha dirigido Cneo Pompeyo. ¿Escucháis?

Otro murmullo.

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