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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (82 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Bebe demasiado —dijo Sila.

—Lo sé.

—Y apenas se ocupa de los niños.

—Lo sé —contestó Julia con lágrimas en los ojos.

—¿Qué puedo hacer?

—Pues, lo único... divorciarte —respondió Julia, ya con lágrimas bañando sus mejillas.

—¿Cómo voy a hacerlo si voy a estar fuera de Roma el tiempo que haga falta para derrotar a los germanos? —exclamó Sila, extendiendo las manos llenas de bollos—. Es la madre de mis hijos. La amaba tanto como puedo amar a nadie.

—Lucio Cornelio, no digas eso. ¡Se ama o no se ama! ¿Por que vas a ser tú menos en amor?

Aquello le llegaba al alma y no quiso seguir hablando de ello.

—Me críé sin cariño y no he aprendido a querer —replicó recurriendo a la excusa de siempre—. Ya no la quiero. En realidad, creo que la detesto. Pero es la madre de mi hija y de mi hijo, y hasta que pase la amenaza de los germanos, como mínimo, es lo único que tendrán los niños. Si me divorcio, hará alguna barbaridad... se volverá loca o se suicidará, o se pondrá a beber tres veces más vino del que bebe... o cualquier otra cosa igualmente desesperada.

—Sí, tienes razón; el divorcio no es la solución, porque sería aún peor para los niños —dijo Julia con un suspiro, enjugándose las lágrimas—. En este momento hay dos mujeres en la familia con dificultades. ¿Puedo sugerirte otra solución?

—¡Lo que sea, por favor! —exclamó Sila.

—Bien, mi madre es la otra mujer que está sufriendo. No está contenta de vivir con su hermano Sexto, su mujer y su hijo. El principal problema que existe entre ella y mi cuñada de la familia Claudia es que mi madre sigue considerándose el ama de la casa y se pelean constantemente. Los Claudios son tercos y dominantes y todas las mujeres de la familia están educadas de un modo que desprecian las virtudes femeninas tradicionales, mientras que mi madre es todo lo contrario —dijo Julia, moviendo la cabeza, entristecida.

Sila trataba de mostrarse comprensivo y al corriente de aquella lógica femenina, pero no hizo comentarios.

—Mi madre ha cambiado desde la muerte de mi padre —prosiguió Julia—. Creo que ninguno de nosotros se había dado cuenta de lo unidos que estaban y de cuánto confiaba ella en su prudencia y sus orientaciones. Y ahora se ha vuelto maniática y quisquillosa; todo le parece mal y a veces es insufriblemente crítica. Cayo Mario vio lo mal que andaban las cosas en casa y se ofreció a comprarle una villa en el mar para que el pobre Sexto viviera en paz, pero ella se puso como una fiera y dijo que ya sabía que no la querían y que si es que iban a tratarla como una perjura para que se fuera de su casa... ¡No sabes cómo fue!

—Me imagino que lo que insinúas es que invite a Marcia a vivir con Julilla y conmigo —dijo Sila—, pero ¿cómo va a atraerle esta solución si no le satisfizo lo de la villa en el mar?

—Porque se dio cuenta de que la solución de Cayo Mario era una simple excusa para quitársela de en medio, y ella en estos momentos está muy irritada para ceder ante la pobre esposa de Sexto —dijo Julia—. Pero si la invitas a vivir con Julilla es distinto; para empezar, estará a un paso de casa, y, además, verá que la necesitan, que es útil. Y podrá vigilar a Julilla.

—¿Y querrá? —inquirió Sila, rascándose la cabeza—. Por lo que me ha dicho Julilla, nunca viene de visita a pesar de que vive al lado.

—Es que tampoco se lleva bien con Julilla —contestó Julia, ya menos preocupada—. ¡Se pelean! Julilla, apenas ve que entra por la puerta, le dice que se vuelva a casa; pero si tú la invitases a vivir con vosotros, Julilla no podría hacer nada.

—Parece que estás decidida a convertir mi casa en un infierno —replicó Sila, sonriente.

—¿Y eso te importará, Lucio Cornelio? —respondió Julia enarcando una ceja—. Al fin y al cabo, tú estarás fuera.

Mientras se lavaba las manos en la palangana que le había traído un criado, Sila enarcó una ceja.

—Te lo agradezco, cuñada —dijo; se levantó y se inclinó a besar a Julia en la mejilla—. Mañana veré a Marcia y le pediré que venga a vivir con nosotros. Le expondré con toda franqueza los motivos. Mientras sepa que a mis hijos se les cuida, podré soportar el estar apartado de ellos.

—¿No los cuidan bien los esclavos? —inquirió Julia levantándose.

—Oh, los esclavos los miman y los estropean. Julilla compró unas doncellas estupendas para ocuparse de ellos. ¡Pero eso es convertirlos en esclavos, Julia! Son chicas griegas, tracias, celtas o qué sé yo, llenas de supersticiones y costumbres provincianas, que piensan en sus propios idiomas en vez de hacerlo en latín y que siguen pensando en sus remotos padres y parientes como en una especie de hitos de autoridad. Quiero que mis hijos se críen como es debido, al estilo romano, que los eduque una romana. Tendría que hacerlo su madre, pero como tengo mis dudas, no encuentro mejor alternativa que se ocupe su abuela Marcia, que es una mujer resuelta.

—Bien —dijo Julia.

Se dirigieron a la puerta.

—¿Me es infiel Julilla? —inquirió Sila de repente.

Julia no fingió espanto ni se ofendió por la pregunta.

—Lo dudo mucho, Lucio Cornelio. Su vicio es el vino, no los hombres. Tú eres hombre y consideras que los hombres son un vicio peor que el vino, pero yo no estoy de acuerdo; el vino puede causar peores males a tus hijos que la infidelidad de tu esposa. Una mujer infiel no deja de cuidar a sus hijos ni quema la casa, mientras que una ebria sí. Ahora —añadió con un gesto de la mano—, lo importante es que mi madre se ponga manos a la obra.

En aquel momento irrumpió Cayo Mario en la habitación, correctamente vestido con la toga bordada de púrpura y gran aspecto de cónsul.

—¡Vamos, vamos, Lucio Cornelio! ¡Acabemos la ceremonia antes de que se oculte el sol y salga la luna!

La esposa y el cuñado intercambiaron una sonrisa y los dos hombres salieron hacia el templo de Júpiter.

 

Mario hizo cuanto pudo para ablandar a los aliados itálicos.

—No son romanos —dijo ante la cámara con ocasión de la primera reunión práctica en los nones de enero—, pero son nuestros mejores aliados en todas nuestras empresas y comparten con nosotros la península de Italia. Comparten también la carga de aportar tropas para defender Italia y no han sido bien servidos. Como tampoco lo ha sido Roma. Como sabéis, padres conscriptos, actualmente se está dando un caso lamentable en la Asamblea de la plebe, en la que el consular Marco Junio Silano se está defendiendo de la imputación que ha presentado contra él el tribuno de la plebe Cneo Domicio. Aunque no se ha pronunciado la palabra traición, la implicación está clara: Marco Junio es uno de esos magistrados consulares de estos últimos años que ha perdido un ejército entero, incluidas legiones de aliados itálicos.

Se volvió para mirar directamente hacia Silano, que aquel día estaba en la cámara porque eran nones fasti, días de negocios públicos, y la Asamblea plebeya no podía reunirse.

—No me corresponde hoy exponer ningún cargo contra Marco Junio. Simplemente menciono un hecho. Que otros organismos y otros hombres se ocupen de la querella. Yo simplemente menciono un hecho. Marco Junio no necesita hablar hoy aquí en defensa de sus actos por causa mía. Yo simplemente menciono un hecho.

Carraspeó, haciendo una pausa y ofreciendo a Silano la oportunidad de decir algo, pero éste permanecía en silencio, como si Mario no existiese.

—Yo simplemente menciono un hecho, padres conscriptos. Simplemente eso; un hecho es un hecho.

—¡Oh, vamos, continuad! —dijo Metelo el Numídico con aire de fastidio.

—Bien, gracias, Quinto Cecilio —replicó Mario haciendo una gran reverencia con su mejor sonrisa—. ¿Cómo no iba a continuar habiendo sido invitado a hacerlo por un magistrado consular tan augusto y notable como vos?

—Augusto y notable significa lo mismo, Cayo Mario —terció Metelo Dalmático pontífice máximo, con fastidio similar al de su hermano menor—. Ahorraríais a esta cámara considerable tiempo si hablaseis un latín menos tautológico.

—Pido perdón al augusto y notable magistrado consular Lucio Cecilio —replicó Mario, con otra profunda reverencia—, pero, en nuestra sociedad eminentemente democrática, esta cámara está abierta a todos los romanos, incluso a aquellos que, como yo, no pueden decirse augustos y notables. —Hizo una pausa, fingiendo reflexionar, provocando una ofuscación de pestañas sobre su nariz—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! En la carga que nuestros aliados itálicos comparten con nosotros facilitándonos tropas para defender Italia. Una de las objeciones para aportar tropas que se repite en ese alud de cartas de los magistrados de los samnitas, los apuleos, los marsos y otros —añadió, cogiendo un montón de rollos que le tendía un funcionario y mostrándolos a la cámara— se refiere a la legalidad de que exijamos a los aliados itálicos la provisión de tropas para realizar campañas fuera de las fronteras de Italia y de la Galia itálica. Los aliados itálicos, augustos y notables padres conscriptos, sostienen que han estado aportando tropas, y perdiendo miles y miles de hombres, ¡para las guerras de Roma en el extranjero!, y cito textualmente.

Se oyó un murmullo entre los senadores.

—¡Esa alegación es totalmente infundada! —espetó Escauro—. ¡Los enemigos de Roma son también enemigos de Italia!

—Yo sólo cito lo que dicen las cartas, Marco Emilio, príncipe del Senado —contestó Mario apaciguador—. Debemos tener en cuenta lo que dicen por la simple razón de que yo imagino que esta cámara tendrá que recibir en breve embajadas de todos los pueblos de Italia que han manifestado su descontento en tan numerosas cartas.

—Bien, ¡basta de escaramuzas! —añadió en tono algo burlón—. Vivimos en una península codo con codo con nuestros amigos itálicos, que no son romanos y nunca lo serán. Que se hayan elevado a su actual prominente posición en el mundo se debe exclusivamente a los grandes logros de Roma y los romanos. Que los pueblos itálicos estén ampliamente presentes en las provincias y esferas de influencia romana se debe estrictamente a los grandes logros de Roma y los romanos. El pan de su mesa, el fuego de sus casas en invierno, la salud y el número de sus hijos se lo deben a Roma y a los romanos. Antes de Roma, era el caos, la total desunión. Antes de Roma estaban los crueles reyes etruscos al norte de la península y los codiciosos griegos al sur. Por no hablar de los celtas de la Galia.

La cámara escuchaba en silencio ahora que Mario hablaba en serio, y hasta sus más acendrados enemigos prestaban atención, pues aquel militar, por crudo y directo que fuera, era un buen orador en su latín provinciano mientras dominase sus impulsos y hablase con un acento no muy distinto al de Escauro.

—Padres conscriptos, vosotros y el pueblo de Roma me habéis dado un mandato para librar a Italia de los germanos. Tan pronto como sea posible, llevaré como legados a la Galia Transalpina al propretor Manio Aquilio y al valiente senador Lucio Cornelio Sila. ¡Aunque nos cueste la vida, os libraremos de los germanos y garantizaremos la eterna seguridad de Roma e Italia! Eso os prometo en mi nombre y en nombre de mis legados y de todos mis soldados. Nuestro cometido es sagrado para nosotros y nada se opondrá a nuestro paso. ¡Llevaremos a la cabeza las águilas de plata de las legiones de Roma y alcanzaremos la victoria!

El grupo de senadores anodinos de los últimos bancos comenzó a vitorear y a patear, y al poco aplaudían también las primeras filas, Escauro incluido, pero no Metelo el Numídico.

Mario aguardó a que se hiciera el silencio.

—No obstante, antes de partir, debo suplicar a esta cámara que haga lo que pueda para paliar la preocupación de nuestros aliados itálicos. No podemos dar pábulo a estas alegaciones de que se emplean tropas itálicas para luchar en campañas que no son de incumbencia de los aliados itálicos, ni podemos dejar de alistar a todos los soldados que los aliados itálicos aceptaron formalmente darnos en virtud de un tratado. Los germanos amenazan a toda la península, incluida la Galia itálica. Pero la terrible escasez de hombres idóneos para servir en las legiones afecta a los aliados itálicos tanto como a Roma. El pozo se ha secado, colegas senadores, y el nivel de las aguas que lo alimentaban tardará en subir. Me gustaría dar a nuestros aliados itálicos la seguridad de que mientras exista un mínimo aliento de vida en este organismo nada augusto y nada notable, nunca más las tropas itálicas, ni romanas, perderán la vida en los campos de batalla. ¡Yo trataré con más reverencia y respeto que mi propia vida la vida de los hombres que lleve conmigo a defender a la patria! Así os lo prometo.

Se oyeron de nuevo vítores y aplausos, y esta vez las primeras filas se unieron antes, pero no Metelo el Numídico ni Catulo César.

Mario volvió a aguardar a que se hiciese el silencio.

—Ha llegado a mi conocimiento una reprensible situación. Se trata de que nosotros, el Senado y el pueblo de Roma, hemos sometido a esclavitud a muchos miles de itálicos y aliados en concepto de deuda, enviándolos como esclavos a las tierras de nuestros dominios en los confines del Mediterráneo. Como la mayoría de ellos proceden de la agricultura, casi todos se hallan cancelando su deuda en nuestros graneros de Sicilia, Cerdeña, Córcega y Africa. ¡Eso, padres conscriptos, es una injusticia! Si a los deudores romanos ya no se les inflige la esclavitud, tampoco debemos hacerlo con nuestros aliados itálicos. No, no son romanos, y nunca serán romanos; pero son nuestros hermanos de la península, y ningún romano esclaviza a sus hermanos por deudas.

Sin dar tiempo a que protestasen los grandes latifundistas que había entre los senadores, Mario prosiguió:

—Hasta que pueda dar a nuestros grandes terratenientes de las regiones trigueras la mano de obra a base de esclavos germanos, deberán procurársela de otro modo que no sea el de esclavos itálicos por deudas. Porque nosotros, padres conscriptos, debemos promulgar hoy mismo un decreto, que ratifique la Asamblea de la plebe, manumitiendo a todos los esclavos nacidos en los pueblos itálicos que son aliados nuestros. No podemos imponer a nuestros aliados más antiguos y fieles lo que no es aplicable entre nosotros. ¡Hay que liberar a esos esclavos! Tienen que volver a Italia para cumplir con su deuda natural con Roma: servir en las legiones auxiliares romanas.

"Se me informa que no queda población capíte censi en ningún pueblo itálico porque están reducidos a la esclavitud. Pues bien, colegas del Senado, el capite censi de Italia puede utilizarse mejor que trabajando en las regiones de abastecimiento de trigo. ¡Ya no podemos formar ejércitos al estilo tradicional, porque los pequeños propietarios que servían en ellos son demasiado viejos, demasiado jóvenes o han muerto! De momento, el censo por cabezas es el único recurso para alistar soldados. Mi valiente ejército africano, totalmente reclutado entre ese censo, ha demostrado que estos hombres llegan a ser magníficos soldados. Y del mismo modo que se ha demostrado que los propietarios procedentes de los pueblos itálicos, como soldados, no son en nada inferiores a los propietarios romanos, en los años venideros se demostrará que los hombres del censo por cabezas de los pueblos itálicos no son en nada inferiores a los soldados del censo por cabezas romano.

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