Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (39 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
11.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El noble retoño de la casa real númida se puso rígido con la sencilla iracundia de un inválido consentido. Bien que recordaba la negativa de aquel Metelo a levantarse para recibirle, a hacerle una profunda reverencia, a ofrecerle asiento en un trono, a asignarle una escolta romana.

—¡Pero eso no tiene sentido, Cayo Mario! —exclamó—. ¿Cómo podríamos forzarle a cambiar de opinión?

—¡Señor, estoy asombrado de vuestra inteligencia y de lo bien que os hacéis cargo de la situación! —exclamó Mario—. Es exactamente lo que debemos hacer, forzarle a cambiar de idea. —Hizo una pausa—. Sé lo que vais a sugerir, pero quizá sea preferible que salga de mis labios al tratarse de algo poco limpio. Os ruego que me permitáis decirlo a mí.

—Decidlo —se apresuró a decir Gauda, magnánimo.

—Alteza real, hay que inundar Roma, el Senado y las asambleas del pueblo con cartas. Cartas vuestras... y de los habitantes de las villas, de los pastores, mercaderes y comerciantes de toda la provincia romana de Africa, cartas informando a Roma de la ineptitud, de la enorme incompetencia de Quinto Cecilio Metelo en la dirección de esta guerra contra el enemigo númida, cartas explicando que los pocos éxitos de la campaña se deben a mí y no a él. ¡Miles de cartas, mi señor! Y no escritas una sola vez, sino repetidas hasta la saciedad, hasta que Quinto Cecilio ceda y me permita marchar a Roma para presentarme a las elecciones a cónsul.

Gauda lanzó un resoplido de contento.

—¿No es sorprendente, Cayo Mario, nuestra compenetración? Cartas era precisamente lo que yo iba a sugeriros.

—Ya os he dicho que lo sabía —replicó Mario, impaciente—. Pero, ¿es posible, señor?

—¿Posible? ¡Claro que es posible! —exclamó Gauda—. Sólo hace falta tiempo, influencia y dinero, Cayo Mario. Y entre los dos podemos conseguir mucho más tiempo, influencia y dinero que Quinto Cecilio Metelo, ¿no creéis?

—Eso espero, desde luego —contestó Mario.

Naturalmente, Mario no se cruzó de brazos. Recorrió personalmente de arriba abajo toda la provincia africana para ver a cuantos ciudadanos romanos, latinos e itálicos había, pretextando necesidades de servicio por sus constantes viajes. Era mensajero de un mandato secreto del príncipe Gauda, prometiendo toda clase de mercedes una vez fuese rey de Numidia y asegurándose la propia clientela de cuantos veía. Ni lluvia, ni fango, ni ríos desbordados fueron obstáculo; era incansable acaparando clientes y cosechando promesas de cartas y más cartas. Miles y miles de cartas. Cartas suficientes para echar a pique el barco del Estado de Quinto Cecilio Metelo y lograr su extinción política.

 

En febrero comenzaron a llegar las cartas de la provincia romana de Africa a todos los personajes y organismos importantes de Roma; y no dejaron de llegar en barcos sucesivos. Una de ellas, de Marco Cecilio Rufo, ciudadano romano, propietario de cientos de iugera en el valle del río Bagradas e importante productor de trigo para el mercado romano, decía:

 

Quinto Cecilio Metelo poco ha hecho en Africa si no es mirar por sus propios intereses. Mi modesta opinión es que trata de prolongar esta guerra para incrementar su gloria personal y sus ansias de poder. El pasado otoño dio a conocer su política para debilitar la posición del rey Yugurta mediante la quema de las cosechas del pais y el saqueo de las ciudades, en particular las que guardaban tesoros. Como consecuencia, mis tierras y las tierras de muchos ciudadanos romanos de esta provincia corren peligro, pues ahora los númidas efectúan correrías de represalia en la provincia romana. Todo el valle del Bagradas, tan importante para el abastecimiento de grano a Roma, vive bajo constante amenaza.

Además, ha llegado a oídos míos y de otros muchos que Quinto Cecilio Metelo es un inepto en el mando de sus legados, y no digamos del ejército. Ha desperdiciado deliberadamente la capacidad de hombres veteranos de tanta valía como Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo, asignándoles, al uno, el mando de su insignificante cuerpo de caballería, y al otro, tareas de praefectus fabrum. Su comportamiento para con el príncipe Gauda, considerado por el Senado y el pueblo de Roma legítimo rey de Numidia, ha sido insufriblemente arrogante, desconsiderado y hasta cruel.

Para concluir, debo indicar que los pocos éxitos obtenidos en la campaña de este año se deben estrictamente a los esfuerzos de Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo. Y me consta que no han recibido las gracias ni se les ha atribuido el mérito debido. Quiero particularmente mencionar el buen comportamiento de Cayo Mario y de Rutilio Rufo y condenar con toda indignación la conducta de Quinto Cecilio Metelo.

 

Era una carta dirigida a uno de los comerciantes de trigo más importantes de Roma, un hombre con gran predicamento entre senadores y caballeros. Naturalmente, una vez que supo la vergonzosa conducta de Metelo en la guerra, su voz llegó a toda clase de oídos interesados y su indignación repercutió en muchos ámbitos con efecto inmediato. Y conforme se sucedían los días y arreciaba el raudal de cartas, a su voz se sumaron otras muchas. Los senadores comenzaron a temblar cuando se les aproximaba un banquero comercial o un magnate naviero y la complaciente satisfacción del poderosisimo clan de Cecilio Metelo fue disminuyendo a toda velocidad.

Y el clan de Cecilio Metelo cursó también cartas a su estimado miembro Quinto Cecilio, procónsul en la provincia de Afríca, rogándole que aminorara su arrogancia con el príncipe Gauda, que su hijo tratase con más consideración a sus legados mayores y que hiciera lo posible por ganar en el campo de batalla un par de sonadas victorias contra las tropas de Yugurta.

Luego estalló el escándalo de Vaga, que tras rendirse a Metelo a finales de otoño, se sublevó a continuación y pasó a cuchillo a casi todos los comerciantes itálicos. La revuelta la había propiciado Yugurta con la connivencia nada menos que del propio Turpilio, comandante de la guarnición y amigo íntimo de Metelo. Este cometió el error de salir en defensa de Turpilio cuando Mario exigió públicamente que fuese juzgado ante un consejo de guerra, por traición, y al llegar la historia a Roma a través de cientos de cartas dio la impresión de que Metelo fuese tan culpable de traición como Turpilio. De nuevo el clan de Cecilio Metelo cursó cartas a su apreciado Quinto Cecilio en Utica, rogándole que eligiera mejor a sus amistades si seguía empeñado en defenderlas de la acusación de traición.

Pasaron muchas semanas hasta que Metelo no tuvo más remedio que admitir que Cayo Mario era el inspirador de la campaña de cartas a Roma; y aun forzado a admitir la evidencia, tardó en comprender la importancia de la guerra epistolar y más aún en contrarrestar sus efectos. ¿El, un Cecilio Metelo, con la reputación maltrecha en Roma por boca de Cayo Mario, un pretendiente plañidero y un puñado de vulgares comerciantes coloniales? ¡Imposible! Roma no funcionaba así. Roma era suya y no de Cayo Mario.

Cada semana, con la regularidad de un calendario, Mario se presentaba a Metelo y le pedía le licenciara del servicio a finales de agosto, y, con la misma regularidad, Metelo se lo negaba.

En favor de Metelo hay que señalar que tenía otras cosas en que pensar aparte de Mario y unas insignificantes cartas que llegaban a Roma. La mayor parte de sus energías las absorbía Bomílcar. A Nabdalsa le había costado varios días concertar una entrevista con Bomílcar y muchos más convenir una reunión secreta entre éste y Metelo. Pero a finales de marzo, por fin, ésta tuvo lugar en un pequeño anexo de la residencia del gobernador en Utica, en la que Bomílcar fue introducido a escondidas.

Se conocían bastante bien, por supuesto, pues era Metelo quien había mantenido informado a Yugurta a través de Bomílcar durante sus desesperados últimos días en Roma, y era Bomílcar, más que el rey, confinado en el pomerium de la ciudad, quien había gozado de la hospitalidad de Metelo.

Sin embargo, en esta nueva entrevista no hubo muchos miramientos sociales. Bomílcar se mostraba receloso, temiendo que se descubriese su presencia en Utica, y Metelo no las tenía todas consigo en su nuevo papel de jefe de espionaje.

Por eso fue directamente al grano.

—Quiero acabar esta guerra con las mínimas pérdidas posibles en hombres y material, y lo más pronto posible —dijo—. Roma requiere mi presencia más en otros puestos que en su avanzadilla en Africa.

—Sí, he sabido lo de los germanos —dijo Bomílcar con voz queda.

—Entonces comprenderéis mi premura —replicó Metelo.

—Desde luego. Sin embargo, no acierto a ver qué puedo hacer yo para abreviar aquí las hostilidades.

—Me inclino a creer, por lo que me han informado, y tras largas reflexiones estoy convencido de ello, que lo mejor y más rápido para el futuro de Numidia y lo más positivo para Roma es eliminar al rey Yugurta —dijo el procónsul.

Bomílcar miró pensativo a Metelo. Sabia muy bien que no era como Cayo Mario ni como Rutilio Rufo. No, era más altanero, mucho más consciente de su posición, pero no tan competente ni imparcial. Como para todos los romanos, Roma era lo que contaba para él, pero el concepto de Roma que alentaba Cecilio Metelo era muy distinto al de Cayo Mario. Lo que no acababa de entender Bomílcar era la diferencia entre el Metelo de sus días en Roma y el Metelo que gobernaba la provincia de Africa, pues, aunque sabía lo de las cartas, no parecía apreciar su importancia.

—Es cierto que Yugurta es el crisol de la resistencia de Numidia ante Roma —dijo Bomílcar—. Sin embargo, quizá no conozcáis la impopularidad de Gauda; los númidas nunca consentirán que él sea su rey, legitimo o no.

Al oír el nombre de Gauda, un gesto de disgusto cruzó el rostro de Metelo.

—¡Bah! —exclamó, con un gesto de desprecio—. ¡Un desastre como hombre, y no digamos en caso de ser rey! —Clavó sus sagaces ojos marrones en el duro rostro de Bomílcar—. Si algo le sucediera al rey Yugurta, yo... y Roma, naturalmente, consideraríamos más adecuado que ocupase el trono de Numidia un hombre cuyo sentido común y experiencia le hagan comprender que sirve mejor a los intereses del país manteniéndolo como reino aliado de Roma.

—Estoy de acuerdo. Creo que así es como mejor se sirven los intereses de Numidia —Bomílcar hizo una pausa y se humedeció los labios—. ¿Me consideraríais como posible rey de Numidia, Quinto Cecilio?

—¡Por supuesto! —contestó Metelo.

—¡Bien! En ese caso colaboraré complacido en la eliminación de Yugurta.

—Pronto, espero —añadió Metelo, sonriendo.

—Tan pronto como sea posible. Queda descartado un intento de asesinato. Yugurta anda con mucho cuidado. Además, cuenta con la absoluta lealtad de su guardia personal. Y tampoco creo que tuviera éxito un golpe de estado, porque la mayor parte de la nobleza está satisfecha con el gobierno de Yugurta y su actuación en la guerra. Si Gauda fuese una alternativa más atractiva, sería distinto. Yo... —añadió con una mueca— no tengo sangre de Masinisa, lo que significa que necesitaré el apoyo de Roma para poder ascender al trono...

—Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? —inquirió Metelo.

—Creo que la única solución está en llevar a Yugurta a una situación que le haga caer en manos de una fuerza romana. No me refiero a una batalla, sino a una emboscada. Luego podéis matarle allí mismo, o llevarle prisionero y hacer después lo que queráis —dijo Bomílcar.

—Muy bien, barón Bomílcar. Espero que me aviséis con tiempo suficiente para organizar la emboscada.

—Por supuesto. Las incursiones fronterizas constituyen la circunstancia ideal. Yugurta piensa lanzar varias en cuanto el terreno esté lo bastante seco. Pero os advierto, Quinto Cecilio, que quizá fracaséis varias veces antes de poder capturar a alguien tan astuto como Yugurta. Al fin y al cabo no puedo arriesgar mi vida, pues no sería de utilidad a Roma si muriese. Perded cuidado, finalmente lograré hacerle ir hacia una buena celada. Ni el propio Yugurta puede tentar tanto a la suerte.

 

En términos generales, Yugurta estaba satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos. Aunque había sufrido duros golpes por las incursiones de Mario en las zonas más habitadas de su reino, sabía perfectamente que la gran extensión de Numidia era su mejor ventaja y protección. Y las regiones habitadas, a diferencia de lo habitual en otras naciones, al rey le importaban menos que las regiones salvajes. La mayor parte de sus tropas, incluida la caballería ligera, famosa en el mundo entero, la reclutaba entre los pueblos seminómadas del interior del país e incluso en sus confines más remotos, allá donde el paciente Atlas sostenía el cielo sobre sus hombros. Eran los pueblos gétulo y garamante. La propia madre de Yugurta era de una tribu de Getulia.

Tras la rendición de Vaga, el rey se guardó mucho de no acumular dinero o tesoros en ninguna ciudad situada sobre la línea de avance del ejército romano, trasladándolo todo a ciudades como Zama y Capsa, remotas, difíciles a la infiltración, edificadas a modo de fortalezas en picos inexpugnables... y rodeadas de fanáticos y leales gétulos. Y Vaga, al final, no había sido una victoria romana. Una vez más, Yugurta había comprado a un romano: Turpilio, comandante de la guarnición y amigo de Metelo. ¡Ja!

No obstante, algo había cambiado. Conforme las lluvias invernales fueron cediendo, Yugurta lo percibió cada vez con mayor claridad. La dificultad estribaba en que no acertaba a dilucidar qué es lo que había cambiado. Su corte estaba continuamente en movimiento por las fortalezas en que tenía repartidas sus esposas y concubinas para tener asegurados por doquier rostros y brazos amorosos. Pero algo sucedía. No era con sus órdenes, ni con sus ejércitos, las líneas de aprovisionamiento ni la lealtad de las innumerables ciudades, distritos y tribus. Lo que él barruntaba era algo más que un tufo, una crispación, una comezón premonitoria de peligro en algo allegado. Aunque en ningún momento relacionó esa premonición con su negativa a nombrar regente a Bomílcar.

—Procede de la corte —comentó a Bomílcar mientras cabalgaban entre Capsa y Cirta a finales de marzo, a la cabeza de una nutrida columna de caballería e infantería.

Bomílcar volvió la cabeza y miró directamente a los ojos gris claro de su hermanastro.

—¿De la corte?

—Algo se está tramando, hermano. Urdido y manejado por esa sabandija de mierda de Gauda, me apostaría algo —añadió Yugurta.

—¿Te refieres a una revuelta palaciega?

—No estoy muy seguro. Sé que algo anda mal. Lo presiento.

BOOK: El primer hombre de Roma
11.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dead Stars by Bruce Wagner
The Past Came Hunting by Donnell Ann Bell
Malice in Miniature by Jeanne M. Dams
Distract my hunger by X. Williamson
The Face of Deception by Iris Johansen
The Edible Woman by Margaret Atwood
Cold Gold by Victoria Chatham
Sempre: Redemption by J. M. Darhower
The Subtle Serpent by Peter Tremayne