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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (34 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Y con ésas, Cayo Julio César se dijo que era una carta llena de noticias, buenos consejos y consuelo, que merecía la pena enviarse. Cayo Mario la recibiría antes de que acabase el año.

 

Al final era casi mediados de diciembre cuando Sila acompañó a Clitumna a Circei, muy solícito y amable. Aunque había temido que sus planes fracasaran porque el tiempo hubiera mejorado el ánimo de Clitumna, el extraordinario cambio de suerte siguió favoreciéndole, pues Clitumna continuó muy deprimida, como Marcia debidamente comentó a César.

Comparada con las villas de la costa de Campania, la de Clitumna no era excesivamente grande, pero si más que la casa del Palatino. A los romanos de buena posición les gustaba pasar las vacaciones en casas de campo muy amplias y con terreno. La de Clitumna estaba situada en un promontorio volcánico con playa privada y se hallaba a cierta distancia de Circei, sin vecinos en las proximidades. Uno de los muchos especuladores de viviendas, que solía ir a la costa de Campania, la había construido en invierno tres años atrás, y Clitumna decidió adquirirla al enterarse de que el constructor era un genio de la fontanería y había instalado un baño de aspersión además de la bañera tradicional.

Así, lo primero que hizo Clitumna nada más llegar fue darse una ducha, tras lo cual cenó y después ella y Sila se fueron a dormir en habitaciones separadas. Sila sólo estuvo en Circei dos días, dedicando todo su tiempo a Clitumna, que seguía desanimada, aunque no quería dejarle marchar.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo él mientras caminaban por el terreno de la villa la mañana del día que regresaba a Roma.

Ni con esas palabras motivó reacción por parte de ella.

—¿Cuál? —inquirió, finalmente, Clitumna.

—Recibirás la sorpresa la primera noche de luna llena— contestó él, misterioso.

—¿De noche? dijo ella, sin el menor interés.

—¡De noche y con luna llena! Es decir, con tal que sea una noche clara y puedas ver la luna llena.

Estaban ante la alta fachada delantera de la villa, que, como casi todas, estaba construida en una ladera y tenía un porche alto para sentarse a contemplar el paisaje. Detrás de ella estaba el jardín peristilo, y detrás de éste, la auténtica villa con la mayoría de las habitaciones. Los establos se hallaban en la planta baja de la parte delantera, con vivienda para los mozos de cuadra y sobre todo ello, el porche.

Ante la villa de Clitumna, el terreno descendía entre césped y matas de rosales rastreros hasta el borde del acantilado, y a ambos lados había árboles que preservarían la intimidad en caso de que construyesen otra casa en el terreno contiguo.

Sila señaló un pinarcillo con cipreses que había a la izquierda.

—Es un secreto, Clitumna —dijo, con voz "gruñona", como ella decía, siempre señal de una prolongada y deliciosa fornicación.

—¿Qué es un secreto? —inquirió ella, comenzando a reaccionar.

—Si te lo digo, deja de serlo —musitó él, mordisqueándole la oreja.

Ella se retorció un poquito y se animó.

—¿Ese secreto es lo mismo que la sorpresa de la noche de luna?

—Sí, pero no debes decirle nada a nadie; incluso lo de que te he prometido una sorpresa. ¿Lo juras?

—Lo juro —dijo ella.

—Lo único que tienes que hacer es salir sigilosamente de la casa a la tercera hora de oscuridad, dentro de ocho días a contar desde anoche, y venir aquí completamente sola y te escondes en ese pinar —dijo Sila, acariciándole el costado.

—¡Ooooh! ¿Es una buena sorpresa? —inquirió ella con voz chillona.

—Será la mayor sorpresa de tu vida —contestó Sila—. Y no es una promesa vana, querida. Aunque pongo dos condiciones.

—¿Cuáles? —dijo ella, arrugando la nariz como una jovenzuela y poniendo cara de tonta.

—Primero, que no tiene que enterarse nadie, ni siquiera Biti. Si se lo cuentas a alguien, se estropea la sorpresa y yo me enfadaré mucho, mucho. Y a ti no te gusta que me enfade mucho, ¿verdad, Clitumna?

—No, Lucio Cornelio —contestó ella temblando.

—Pues guarda el secreto. La recompensa será fantástica, una experiencia totalmente nueva para ti —musitó él—. En realidad, si logras parecer muy abatida hasta que recibas la sorpresa, será aún mejor. Te lo prometo.

—Seré buena, Lucio Cornelio —dijo ella con fervor.

Sila notaba que su imaginación trabajaba y sabía que Clitumna ya había imaginado que la sorpresa iba a ser una compañía nueva y deleitosa, femenina, atractiva, sexualmente complaciente, compatible y muy charlatana para animar el largo día antes de la dulce noche. Pero ella conocía a Sila de sobra para saber que debía atenerse a sus condiciones, o era capaz de quedarse él solo para siempre con la persona que fuese, e incluso instalarla en un apartamento sólo para ella, ahora que disponía del dinero de Nicopolis. Además, nadie podía burlarse de Sila cuando hablaba en serio, razón por la cual los criados de Clitumna contenían la lengua sobre lo que había habido entre su ama, Nicopolis y Sila, y si alguna vez comentaban algo, lo hacían con tal temor que sus palabras perdían gran parte del impacto.

—Hay otra condición —dijo él.

—¿Cuál, querido Lucio? —dijo ella arrimándose a él con coquetería.

—Si no hace una buena noche, no puede haber sorpresa. Así que hay que amoldarse al tiempo que haga. Si la primera noche llueve, espera a la segunda.

—Entiendo, Lucio Cornelio.

 

Sila marchó a Roma en una calesa alquilada, dejando a Clitumna guardando fielmente el secreto y fingiendo obedientemente una aguda depresión. Hasta Biti, que había dormido con su ama, pensó que se hallaba desesperada.

Nada más llegar a Roma, y a la casa de Clitumna en el Palatino, Sila llamó al mayordomo, que se había quedado en la ciudad, dado que la villa de Circei disponía para su cuidado de otro mayordomo, que le robaba descaradamente cuando ella no estaba, lo mismo que hacía en iguales circunstancias el de la casa del Palatino.

—¿Cuántos criados ha dejado aquí la señora, Iamus? —preguntó Sila, sentado tras el escritorio del despacho; era evidente que había confeccionado una lista, que tenía en la mano.

—Yo, dos mancebos, dos doncellas, un muchacho para ir al mercado y el pinche, Lucio Cornelio —respondió el mayordomo.

—Pues tendrás que contratar a más gente, Iamus, porque dentro de cuatro días voy a dar una fiesta.

Sila entregó la lista al perplejo mayordomo, que no sabía si protestar, ya que Clitumna no le había hablado de ninguna fiesta durante su ausencia, ni le apetecía la idea de que hubiera líos cuando llegasen las facturas. Pero Sila calmó sus inquietudes.

—La fiesta es mía y la pago yo. Y daré una buena recompensa con dos condiciones: una, que me ayudes totalmente a organizarla, y la otra, que no le digas nada a la señora Clitumna cuando vuelva a casa, sea cuando sea. ¿Está claro?

—Totalmente, Lucio Cornelio —contestó el mayordomo, con una gran reverencia; la generosidad era un tema que cualquier esclavo que hubiese alcanzado la categoría de mayordomo entendía casi tan bien como el modo de manipular las cuentas caseras.

Y Sila se dispuso a alquilar bailarines, músicos, volatineros, magos, payasos... pues iba a ser una fiesta sonada en todo el Palatino. Su última visita fue a la casa del actor de comedias Scilax.

—Quiero contratar a Metrobio —dijo irrumpiendo en el cuarto que Scilax había convertido en sala de estar en vez de en un despacho. Era la casa de un sibarita, perfumada con incienso y canela, atiborrada de tapicerías, divanes y almohadones rellenos con las lanas más selectas.

Scilax se incorporó indignado, justo en el momento en que Sila se repantigaba voluptuosamente en un mullido diván.

—¡Sinceramente, Scilax, eres más blandengue que un flan y más decadente que un potentado sirio! —comentó Sila—. ¿Por qué no te compras unos cuantos almohadones de crin de caballo? ¡En estos divanes tiene uno la impresión de caer en brazos de una puta gigantesca! ¡Uf!

—Me meo en tus gustos —balbució Scilax.

—Con tal de que me cedas a Metrobio, puedes mearte en lo que quieras.

—¿Y por qué iba a hacerlo, so salvaje? —replicó Scilax pasándose las manos por el pelo minuciosamente peinado y teñido de rubio, parpadeando con sus largas pestañas oscurecidas con stibium y poniendo los ojos en blanco.

—Porque el muchacho no es tuyo en cuerpo y alma —respondió Sila, probando con el pie otro almohadón a ver si era más duro.

—¡Claro que es mío en cuerpo y alma! ¡Y no ha vuelto a ser el mismo desde que me lo robaste y te lo llevaste por Italia, Lucio Cornelio! ¡No sé lo que le has hecho, pero desde luego me lo has estropeado!

—Le he hecho un hombre, ¿no es cierto? —dijo Sila sonriendo—. Ya no le gustan tus porquerías, ¿eh? ¡Puaf! ¡Metrobio! —gritó con fuerte voz.

El muchacho acudió corriendo y se lanzó sobre Sila, cubriéndole de besos.

Abrumado por la acogida, Sila dirigió un guiño a Scilax.

—Ríndete, Scilax, a tu puto le gusto más yo —dijo, y para demostrarlo, alzó la faldilla del muchacho para que se viera la erección.

Scilax rompió a llorar y su cara se llenó de churretones de stibium.

—Vamos, Metrobio —dijo Sila, poniéndose dificultosamente en pie. En la puerta se volvió para lanzar un papel doblado al lloriqueante Scilax—. Hay una fiesta en casa de Clitumna dentro de cuatro días. Va a ser la mejor fiesta que hayas visto; así que déjate de tristezas y ven. Si quieres puedes recuperar a Metrobio.

 

Invitó a todo el mundo, incluso a Hércules Atlas, que se anunciaba como el hombre más fuerte del mundo recorriendo Italia de un extremo a otro por fiestas, ferias y festivales. Era un individuo que siempre se hacía ver por la calle con una piel de león apolillada y un enorme garrote y que era una especie de institución en el mundo de la farándula; pero raras veces se le invitaba a fiestas para que exhibiera sus proezas de forzudo, porque cuando el vino circulaba por su garganta como el agua por el Aqua Marcia, Hércules Atlas se volvía muy agresivo y se enfadaba.

—Estás loco invitando a ese toro —comentó Metrobio, jugueteando con los rizos de Sila, inclinado sobre su hombro para ver la nueva lista. El verdadero cambio experimentado por Metrobio durante su viaje con Sila era que había aprendido a leer y escribir. Scilax le había aleccionado en todas sus artes, desde el oficio de actor hasta la sodomía, pero no le había procurado la emancipación de las letras.

—Hércules Atlas es amigo mío —contestó Sila, besando los dedos del muchacho uno por uno con mucho mayor deleite con que se lo hacía a Clitumna.

—¡Pero se vuelve loco cuando bebe! —replicó Metrobio—. Te destrozará la casa, y a buen seguro a dos o tres invitados. ¡Contrátale para que actúe, pero no le invites!

—No puedo hacer eso —dijo Sila, despreocupado, alargando la mano por encima del hombro para sentar al muchacho en su regazo. Metrobio le echó los brazos al cuello y alzó la cabeza, al tiempo que Sila le besaba los párpados suavemente y con gran ternura.

—Lucio Cornelio, ¿por qué no te quedas conmigo? —inquirió el muchacho, arrellanándose gozosamente en los brazos de Sila.

Los besos cesaron y Sila frunció el entrecejo.

—Estás mucho mejor con Scilax —replicó con sequedad.

—¡Qué va, de verdad que no! —protestó Metrobio, arrobado y abriendo sus grandes ojos—. ¡A mí los regalos, las clases y el dinero no me importan, Lucio Cornelio! ¡Prefiero estar contigo aunque seamos pobres!

—Tentadora oferta, y la aceptaría sin pensarlo si me propusiera seguir siendo pobre —replicó Sila, abrazando al muchacho amorosamente—. Pero no voy a seguir siendo pobre. Ahora tengo el dinero de Nicopolis y estoy muy ocupado especulando con él. Algún día tendré lo bastante para poder aspirar al Senado.

—¡Al Senado! —exclamó Metrobio incorporándose y dándose la vuelta para mirar a Sila de frente—. ¡No puedes, Lucio Cornelio, tus antepasados eran esclavos como los míos!

—No, no eran esclavos —replicó Sila, devolviéndole la mirada—. Soy un Cornelio patricio y tengo derecho al Senado.

—¡No lo creo!

—Pues es la verdad —replicó Sila, lacónico—. Por eso no puedo aceptar tu ofrecimiento, por tentador que sea. Cuando sea candidato al Senado, tendré que convertirme en modelo de decoro y se acabaron los actores, los mimos y los chicos guapos dijo, dándole una palmada en la espalda y apretándole—. Ahora, pon atención a esa lista y deja de menearte, que no me dejas concentrar. Hércules Atlas viene de invitado y para actuar; y no se hable más.

De hecho, Hércules Atlas fue de los primeros huéspedes en llegar. El rumor de la juerga que se preparaba había corrido por la calle y los vecinos se habían resignado a aguantar una noche de berridos, gritos, fuerte música y golpes de lo más heterogéneo. Como de costumbre, era una fiesta de disfraces. Sila encarnaba a la ausente Clitumna y se había puesto chales con flecos, sortijas y una peluca de alheña con rizos en forma de salchicha, y constantemente realizaba imitaciones de sus risitas disimuladas y contenidas y de sus gritos y carcajadas. Como los invitados la conocían bien, su actuación fue muy celebrada.

Metrobio apareció de nuevo con alas, pero en esta ocasión haciendo de Icaro en vez de Cupido, con unas plumas muy hábilmente derretidas por los bordes de modo que parecieran a medio desprender. Scilax se presentó de Minerva, encarnando a una diosa hierática y hombruna con aspecto de vieja ramera excesivamente maquillada. Cuando vio cómo Metrobio se pegaba a Sila, se dedicó a emborracharse y en seguida se olvidó del escudo, la rueca, la lechuza disecada y la lanza y, finalmente, los dejó en un rincón y se puso a llorar hasta quedarse dormido.

Por ello, Scilax no fue testigo de las inacabables actuaciones, y de la intervención de los cantantes, que comenzaban con melodías inmortales y sorprendentes arpegios y concluían con lerdas cancioncillas como ésta:

A la cerda de mi hermana

sorprendieron con el molinero

dándole a la molienda

en el molino.

"Ya basta —dijo padre—,

te han dejado molida

más vale que te cases

o te mondo el trasero."

Canciones mucho más conocidas de los invitados, quienes coreaban la letra.

Hubo bailarines que se quedaron en cueros con exquisito arte, mostrando pubis perfectamente depilados; y un hombre con perros amaestrados que bailaban casi igual de bien y con gestos aún más lúbricos; y hubo un número de animalismo, que hizo una muchacha de Antioquía con un asno, que fue entusiásticamente acogido por la concurrencia, cuyos componentes masculinos quedaron demasiado impresionados por los atributos del burro para cortejar posteriormente a la muchacha.

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