Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (32 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
8.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

César y Marcia mostraban semblante adusto.

—Lo siento, Cayo Julio —dijo Sila, dando otro sorbo de vino—. Ha sido un desmayo... No sé qué me ha pasado.

—Tranquilizaos, Lucio Cornelio —dijo César—. Yo sé lo que os ha pasado. Habéis visto un fantasma.

A aquel hombre no se le podía engañar, al menos no descaradamente. Era demasiado inteligente y se daba cuenta de todo.

—¿Era la pequeña? —inquirió.

—Sí —respondió César, haciendo un ademán a su esposa para que saliera, cosa que ella hizo en seguida sin rechistar.

—Hace años solía verla en el Porticus Margaritaria con sus amigas —dijo Sila—, y pensaba que era el prototipo de la muchacha romana: siempre risueña, nada vulgar... Luego, una vez que yo estaba en el Palatino dolorido, quiero decir dolorido de espíritu, ¿me entendéis?

—Sí, creo que sí —dijo César.

—Ella pensó que estaba enfermo y me dijo si necesitaba algo. Yo no estuve muy amable con ella, pensé que a vos no os gustaría que anduviera en compañía de personas como yo. Pero ella no quiso marcharse y yo no quise ser excesivamente grosero. ¿Sabéis lo que hizo? —añadió Sila con una mirada más extraña de lo habitual, con las pupilas enormemente dilatadas y circundadas por dos anillos color gris claro y otros dos exteriores gris oscuro, clavadas en César como las de un ciego, con expresión inhumana.

—¿Qué hizo? —inquirió César con voz queda.

—¡Me trenzó una corona de hierba! Hizo una corona de hierba y me la puso en la cabeza. ¡A mí! ¡Y yo... yo vi algo!

Se hizo un silencio que ninguno de los dos se atrevió a romper durante un buen rato; ambos recapacitaron y pensaron, recíprocamente, si estaban ante un aliado o un adversario.

—Bien —dijo finalmente César—, ¿para qué habéis venido a verme, Lucio Cornelio?

Era el modo de manifestar que aceptaba la inocencia de Sila, independientemente de la interpretación que diera a la conducta de su hija. Y era también el modo de decir que no quería oír hablar más de aquel asunto de su hija; y Sila, que había pensado en sacar a colación lo de las cartas de Julilla, se abstuvo.

El primitivo propósito de ir a casa de César ya le aparecía lejano y fuera de lugar, pero respiró hondo, se levantó del sofá, tomó asiento en una silla más correcta frente al escritorio de César y adoptó la actitud de un cliente.

—Quería hablaros de Clitumna —dijo—. O quizá fuera mejor que hablase de ella a vuestra ésposa. Pero, indudablemente, al primero que debo decírselo es a vos. Clitumna está fuera de sí y vos lo sabéis bien. Se halla deprimida, no para de llorar y no sale de su apatía. A mí no me parece un comportamiento normal, ni siquiera dentro de la pena que debe afectarla. La cuestión es que no sé qué hacer por ella —prosiguió, respirando hondo—. Le debo un gran favor, Cayo Julio. Sí, es una pobre mujer, vulgar, y no precisamente una perla para la vecindad, pero yo tengo una obligación con ella. Fue muy buena con mi padre y ha sido buena conmigo. Quisiera corresponder lo mejor posible, pero no sé cómo.

César se arrellanó en su asiento, percibiendo que había algo raro en aquella solicitud. No es que dudase de lo que decía Sila, pues él mismo había visto a Clitumna e incluso Marcia le había hablado bastante de su estado. No, lo que le chocaba era que Sila viniese a pedirle consejo, porque no era propio de su carácter, pensó César, que dudaba mucho de que Sila no supiera qué hacer en relación a su madrastra, la cual, según los rumores, era también su querida. A ese respecto, César no podía aventurar suposiciones, porque, dado que había osado acudir en busca de ayuda, seguramente sería una mentira, típico chismorreo del Palatino. Igual que el rumor de que la madrastra de Sila tenía relaciones sexuales con la difunta Nicopolis y el de que Sila mantenía relaciones sexuales con ambas ¡y al mismo tiempo! Marcia había comentado que a ella le parecía una situación algo sospechosa, pero en realidad no había podido dar prueba alguna de aquellos chismorreos. La aversión de César a dar crédito a tales chismes no era simple ingenuidad, sino más bien un disgusto personal no sólo dictado por su propio comportamiento, sino igualmente reflejado en su criterio sobre el comportamiento de los demás. Una cosa era contar con pruebas de algo y otra muy distinta las habladurías. Pese a lo cual, había algo extraño en la visita de Sila.

Reflexionando sobre este particular, César llegó a una conclusión. Ni por un instante pensó en que hubiese algo entre Sila y su hija menor, pero sí era increíble que un hombre como aquél se desmayase al ver a una muchacha esquelética. Luego estaba aquella historia de la corona de hierba que había trenzado Julilla, cuyo significado, naturalmente, él conocía perfectamente. Quizá se hubieran viSto pocas veces y más que nada de pasada, pero no cabía duda de que algo había entre ellos. Y si sentían una cierta afinidad mutua, no le gustaba nada. Julilla debía ser para un hombre capaz de hacerla destacar en los círculos sociales a los que pertenecían los César.

Mientras César se arrellanaba en su asiento, haciéndose estas reflexiones, Sila, repantigado en el suyo, se preguntaba qué estaría pensando su anfitrión. Por culpa de Julilla, la entrevista no había salido ni mucho menos conforme él esperaba. ¿Cómo no habría sabido dominarse? ¡Desmayarse él, Lucio Cornelio Sila! Aquello le había delatado de tal modo, que ahora pocas posibilidades tenía de explicarse ante el celoso padre, y, además, se había visto obligado a contar parte de la verdad. De no haber sido por Julilla, habría dicho toda la verdad, pero no creía que a César le complaciera echar un vistazo a aquellas cartas. Ahora resultaba sospechoso ante César, y eso no le gustaba nada.

—¿Y habéis pensado hacer algo respecto a Clitumna? —inquirió César.

—Pues sí —respondió Sila con el entrecejo fruncido—. Tiene una villa en Circei, y he pensado que quizá sería una buena idea convencerla para que se fuese allí una temporada.

—¿Y por qué me lo consultáis a mí?

Aún más inquieto, Sila se percató de la sima que se abría a sus pies y se dispuso a salvarla.

—Tenéis razón, Cayo Julio. ¿Por qué os lo consulto? La verdad es que me encuentro entre Escila y Caribdis, y he pensado que tal vez pudierais ser mi tabla de salvación.

—¿Y en qué sentido podría yo salvaros? ¿A qué os referís?

—Creo que Clitumna piensa suicidarse —dijo Sila.

—¡Ah!

—Se trata de cómo podría yo impedirlo. Yo soy un hombre, y al desaparecer Nicopolis no existe ninguna mujer de la familia de Clitumna, ni entre sus criadas, capaz de procurarle suficiente confianza y afecto para ayudarla a salir del paso —dijo Sila inclinándose hacia adelante y enardeciéndose—. ¡Ella no puede seguir en Roma, Cayo Julio! Pero ¿cómo voy a mandarla a Circei sin que la acompañe una mujer de confianza? No creo que yo sea la persona con la que desee estar en las actuales circunstancias, y además tengo que hacer en Roma en este momento. Lo que había pensado es si vuestra esposa estaría dispuesta a acompañarla en Circei unas semanas... Esta depresión suicida no puede durarle, estoy seguro; pero en este momento me preocupa mucho. La villa es muy cómoda, y aunque ya empieza a hacer frío, el lugar es muy sano en cualquier época del año. A vuestra esposa le vendría bien un poco de aire del mar.

A César, visiblemente relajado, parecía que le hubiesen quitado un gran peso de encima.

—Comprendo, Lucio Cornelio, comprendo. Y más de lo que podáis pensar. Efectivamente, mi esposa se ha convertido en la persona de quien más depende Clitumna, pero, lamentablemente, yo no puedo prescindir de ella. Ya habéis visto cómo está Julilla y no necesitáis que os diga la desesperada situación en que nos vemos. Y ella, por mucho que aprecie a Clituruna, tampoco consentiría en marchar.

—¿Y por qué no enviar también a Julilla con ellas? —dijo Sila muy decidido—. ¡El cambio de aires podría sentarle estupendamente!

—No, Lucio Cornelio —replicó César, moviendo la cabeza—. Me temo que no sea posible. Yo también tengo que hacer en Roma hasta la primavera. No sabría qué hacer sin mi esposa y mi hija en Roma, y no es porque sea egoísta y no quiera darles ese gusto, sino porque estaría constantemente preocupado por ellas. Si Julilla se encontrara bien, sería distinto. Pero en las actuales circunstancias, no.

—Lo comprendo, Cayo Julio, y lo siento —dijo Sila, poniéndose en pie.

—Enviad a Clitumna a Circei, Lucio Cornelio. Le vendrá bien añadió César acompañando a su visita hasta la puerta de la casa y abriéndosela él mismo.

—Gracias por aguantar mi necedad —dijo Sila.

—No tiene importancia. En realidad me alegra mucho que hayáis venido, pues creo que ahora podré resolver mejor lo de mi hija. Confieso que lo sucedido me ha hecho apreciaros más, Lucio Cornelio. Tenedme al corriente de cómo está Clitumna añadió César, sonriente, dándole la mano.

Nada más cerrar la puerta, César fue en busca de Julilla. Estaba en la sala de estar de Marcia, llorando desconsoladamente, apoyada en la mesa con la cara hundida entre los brazos. Llevándose un dedo a los labios, la madre se puso en pie al ver entrar a César y juntos salieron sigilosamente, dejándola llorando.

—Es horrible, Cayo Julio dijo muy seria Marcia.

—¿Se han estado viendo?

Marcia se ruborizó un poco y meneó tan enérgicamente la cabeza que se le soltaron las horquillas que sujetaban el moño, y el cabello cayó medio suelto sobre la nuca.

—¡No, no se han estado viendo! —dijo retorciéndose las manos—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación!

César cogió aquellas manos convulsas y las sujetó con firmeza.

—¡Cálmate, esposa, cálmate! Sólo faltaría que tú también enfermases. Cuéntamelo.

—¡Qué engaño! ¡Qué indecoro!

Cálmate. Empieza por el principio.

—¡El no tiene que ver nada; es todo cosa de ella! Nuestra hija, Cayo Julio, se ha pasado estos dos últimos años deshonrándose, deshonrando a su familia, entregándose mentalmente a un hombre que no sólo es indigno de limpiar el barro de su zapato, sino que ni siquiera la quiere. ¡Y hay más aún, Cayo Julio, hay más! ¡Ha querido llamar su atención dejando de comer para imputarle algo de lo que no es responsable! ¡Hay cartas, Cayo Julio! ¡Cientos de cartas que le ha hecho llegar por medio de su doncella, acusándole de indiferencia y despego, echándole la culpa de su enfermedad, rogándole que la amase, como una perra rastrera!

Marcia derramaba lágrimas de decepción y de cólera.

—Cálmate —repitió César—. Vamos, Marcia, ya llorarás más tarde. Tengo que hablar con Julilla y tú tienes que estar presente.

Marcia se calmó, se enjugó los ojos y juntos volvieron a la sala de estar.

Julilla seguía sentada, llorando, y no advirtió la presencia de sus padres. Con un suspiro, César tomó asiento en su silla preferida, metiendo la mano en la toga y sacando un pañuelo.

—Toma, Julilla, suénate y deja de llorar; sé buena chica —dijo, metiéndole el pañuelo bajo el brazo—. Ya está bien de lloros. Vamos a hablar.

El llanto de la muchacha respondía principalmente al terror de haber sido descubierta, por lo que la voz tranquila, firme e imparcial de su padre la animó a seguir su consejo. Dejó de llorar y se sentó con la cabeza gacha, sacudida por convulsivos hipidos.

—Has dejado de comer por Lucio Cornelio, ¿verdad? —inquirió César.

La muchacha no contestó.

—Julilla, tienes que responder; no vas a conseguir nada callándote. ¿Es Lucio Cornelio la causa de esto?

—Sí —musitó ella.

La voz de César siguió en aquel tono firme e imparcial, pero lo que decía causaba aún mayor impresión en Julilla por su tono uniforme; nunca había hablado con su hija de aquel modo, parecido al que empleaba cuando reprendía a un esclavo por haber hecho alguna falta imperdonable.

—¿Aciertas a entender el dolor, la preocupación, el sufrimiento que has causado a tu familia estos dos últimos años? Desde que comenzaste a dejar de comer has sido el eje sobre el que hemos estado girando todos. No sólo tu madre y yo, sino tus hermanos y tu hermana, nuestros leales y admirables sirvientes, nuestros amigos, nuestros vecinos. Nos has puesto al borde de la demencia. ¿Y por qué? ¿Puedes decirme por qué?

—No —musitó ella.

—¡Tonterías! ¡Claro que puedes! Has estado jugando con nosotros, Julilla. Un juego cruel y egoísta, realizado con una paciencia y una maestría dignas de mejor propósito. Te enamoras ¡a los dieciséis años! de un individuo que sabes que es inadecuado, a quien nunca daría mi consentimiento. Una persona que comprende su falta de condición y que no corresponde para nada a tus sentimientos. Y entonces tú optas por el engaño, por la astucia con propósitos maniobreros e indignos. No encuentro palabras, Julilla.

Tanto la hija como la madre escuchaban temblorosas.

—Creo que debo refrescar tu memoria, hija. ¿Sabes quién soy?

Julilla, con la cabeza gacha, no contestaba.

—¡ Mírame!

La muchacha alzó la vista y fijó aterrorizada sus enrojecidos ojos en César.

—No, ya veo que no sabes quién soy —dijo él sin levantar el tono—. Por consiguiente, hija mía, tengo el deber de decírtelo. Soy el paterfamilias, el responsable de este hogar. Mi palabra es ley; no se me puede reprochar nada de lo que hago; puedo hacer y decir lo que quiera dentro de esta casa. No hay ley del Senado y del pueblo de Roma que merme mi absoluta autoridad sobre mi hogar y mi familia, pues Roma ha estructurado sus leyes para garantizar que la familia romana esté por encima de cualquier ley salvo la del paterfamilias. Si mi esposa comete adulterio, Julilla, puedo matarla o hacer que la maten. Si mi hijo es convicto de torpeza moral o de cobardía, o de alguna clase de indecencia social, puedo matarlo o hacer que lo maten. Si alguien de mi hogar, esposa, hijos e hijas, madre o criados, transgrede los límites de lo que considero conducta decente, puedo matarlo o hacer que lo maten. ¿Comprendes, Julilla?

—Sí —contestó la muchacha, que no había apartado la vista de su padre.

—Me duele tanto como me avergüenza tener que decirte que has transgredido los límites de lo que considero una conducta decente, hija mía. Has hecho caer el oprobio sobre tu familia y los sirvientes de esta casa, pero antes que nada sobre el paterfamilias. Le has convertido en un pelele, un juguete. ¿Y por qué? Por puro placer, por simple satisfacción, por el más abominable de los propósitos: tu sola persona.

—¡Pero es que le amo, tata! —protestó ella.

—¿Amarle? —vociferó César, indignado—. ¿Qué sabes tú de ese sentimiento sin par, Julilla? ¿Cómo puedes mancillar la palabra "amor" comparándola a cualquier rastrera imitación que hayas sentido? ¿Es amor arruinar la vida de tu amado? ¿Es amor forzar a tu amado a un compromiso que no desea y que él no ha pedido? ¿Es eso amor, Julilla?

BOOK: El primer hombre de Roma
8.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Trusting Fate by H. M. Waitrovich
The Efficiency Expert by Portia Da Costa
Perfect Ten by Michelle Craig
Captured Souls by Giron, Sephera
The Bonded by John Falin
The Hidden People of North Korea by Ralph Hassig, Kongdan Oh
Murder Never Forgets by Diana O'Hehir
Room by Emma Donoghue