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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (33 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Pues no... —balbució ella—, pero yo creía que lo era —añadió acto seguido.

Sus padres intercambiaron por encima de ella una mirada que reflejaba su amargo dolor y que denotaba que comprendían, desilusionados, las limitaciones de su hija.

—Créeme, Julilla, eso que te ha hecho comportarte tan injusta y deshonrosamente no es amor —dijo César, poniéndose en pie—. No habrá más leche de vaca, huevos ni miel. Comerás lo que comamos los demás, o no comerás nada. No es asunto baladí para mí. Como padre y paterfamilias, desde que naciste te he tratado con honor, con respeto, con consideración, con tolerancia. Y tú no me has correspondido como es debido. No te repudio, ni voy a matarte o hacer que te maten, pero a partir de ahora lo que hagas recaerá sobre tu cabeza. Me has herido, a mi y a los míos, Julilla; y, lo que es quizá aún más imperdonable, has herido a un hombre que no te debe nada, porque ni te conoce ni es pariente tuyo. Más adelante, cuando tu aspecto no sea tan lamentable, haré que te excuses ante Lucio Cornelio Sila. No te pediré que te excuses con nosotros, pues has perdido nuestro amor y respeto y eso invalida toda excusa.

Tras lo cual abandonó la estancia.

Julilla frunció el entrecejo e instintivamente se volvió hacia su madre, tratando de refugiarse en sus brazos, pero Marcia retrocedió como si la muchacha llevase un vestido envenenado.

—¡Qué vergüenza! —balbució indignada—. ¡Y todo por un hombre indigno de besar el suelo que pisa César!

—¡Oh, madre!

—¡No hay madre que valga! ¿No querías ser mayor, Julilla, ser una mujer para casarte? Pues apecha con lo que has organizado.

Y Marcia salió también del cuarto.

 

Cayo Julio César escribía así días más tarde a su yerno Cayo Mario:

 

Bien, la lamentable historia va disipándose. Me gustaría poder deciros que Julilla ha aprendido la lección, pero mucho lo dudo. Con los años, Cayo Mario, sabréis también lo que son los tormentos y dilemas de la paternidad y ojalá pudiera ofreceros el paliativo de deciros que aprenderéis por mis errores. Pero no es así. Pues, del mismo modo que es distinto cada niño que nace en este mundo y hay que tratarlo de forma distinta, también los padres son distintos. ¿En qué nos equivocamos con Julilla? Sinceramente, no lo sé. Ni siquiera sé si nos equivocamos. Quizá sea una falta innata, intrínseca. Estoy amargamente dolido, del mismo modo que lo está la pobre Marcia, como se evidencia por su subsiguiente rechazo de cuantos intentos de afecto y arrepentimiento muestra Júlilla. La niña sufre profundamente, pero me he preguntado si debemos mostrarnos distantes de momento y creo que sí. Nunca le faltó nuestro cariño pero nunca tuvimos ocasión de someterla a disciplina y creo que para que escarmiente debe sufrir.

La justicia me obligó a visitar a nuestro vecino Lucio Cornelio Sila y presentarle una excusa colectiva, que es lo único que podemos hacer hasta que Julilla mejore de aspecto y pueda pedirle perdón en persona. Aunque se negaba a ello, insistí para que nos entregase las cartas de Julilla, y por una vez me valió mi condición de paterfamilias. Luego hice que Julilla las quemase no sin antes obligarla a que nos leyese a Marcia y a mí las necedades que había escrito. ¡Qué tremendo resulta tener que ser tan severo con alguien de la misma sangre de uno! Pero mucho me temo que sólo con un escarmiento de esta índole podamos llegar al corazón egoísta de Julilla.

Bien, basta de Julilla. Cosas mucho más importantes están sucediendo. Quizá sea yo el primero que envía las noticias a la provincia de Africa, pues me he prometido que ésta salga mañana mismo en un barco rápido que zarpe de Puteoli. Marco Junio Silano ha sufrido una desastrosa derrota frente a los germanos. Han perecido treinta mil hombres y el resto se hallan tan desmoralizados, y sin un mando firme, que se han desbandado en todas direcciones. Parece que a Silano no le importe, o quizá sea más exacto decir que valora más su propia vida que seguir al frente de sus tropas, pues fue él mismo quien trajo la noticia a Roma, pero con una versión tan edulcorada, que evitó una manifestación pública de indignación, y cuando se supo la verdad, el desastre ya había perdido capacidad de impresionar a la gente. Naturalmente, lo que intenta es eludir la acusación de traición, y creo que lo conseguirá. Si la comisión de Mamilio tuviera poderes para juzgarle, se le podría declarar culpable, pero un juicio en la Asamblea de las centurias, con sus reglamentos y procedimientos tan anticuados y tantos jurados... La opinión que predomina es que no vale la pena iniciar el proceso.

Bien, es como si os oyera preguntar: ¿Qué hay de los germanos? ¿Invaden en tropel las costas mediterráneas? ¿Huyen presa del pánico los habitantes de Massilia? No. ¿Querréis creer que después de aniquilar al ejército de Silano no tardaron en volver grupas y dirigirse al Norte? ¿Cómo se puede combatir con un enemigo tan enigmático e imprevisible? Creedme, Cayo Mario, temblamos todos. Porque volverán; más tarde o más temprano, pero parece que volverán. Y no disponemos de mejores comandantes para hacerles frente, sólo hombres como Marco Junio Silano. Como ya es habitual, las legiones de los aliados itálicos fueron las que llevaron la peor parte, aunque también han perecido muchos soldados romanos. El Senado tiene que atender una avalancha de quejas de los marsos y los samnitas y de un sinnúmero de pueblos itálicos.

Concluiré con algo más frívolo. En este momento sostenemos una hilarante pugna con nuestro estimado censor Marco Emilio Escauro. El otro censor, Marco Livio Druso, murió repentinamente hace tres semanas, lo cual puso abrupto fin al lustrum de los censores y Escauro tendrá que abandonar el cargo. ¡Pero se niega! Y ahí está lo gracioso. Nada más concluir el funeral de Druso, se reunió el Senado e instó a Escauro a declinar sus tareas censoriales para cerrar oficialmente el lustrum con la ceremonia habitual. Pero Escauro se negó, diciendo que había sido elegido censor, que tenía en curso los contratos del programa de obras públicas y que no podía dejarlo todo en tal Coyuntura.

—¡Marco Emilio, Marco Emilio, eso no te compete a ti! —le dijo Metelo Dalmático, pontífice maximo—. La ley estipula que cuando muere el censor durante el desempeño de su cargo, el lustrum ha acabado y su colega censor debe dimitir inmediatamente.

—No me importa lo que diga la ley —replicó Escauro—. No puedo dimitir inmediatamente y no voy a dimitir inmediatamente.

Le ruegan y le imploran, le gritan y le razonan en vano. Escauro está decidido a crear un precedente pisoteando la tradición y seguir siendo censor. Vuelven a rogarle y a suplicarle, a gritarle y a razonarle, hasta que él pierde la paciencia y estalló:

—¡Me meo en todos vosotros! —les gritó, y siguió con sus contratos y proyectos.

Así que el pontífice máximo Dalmático convocó otra reunión del Senado y le obligó a dictar un consultum formal conminando a Escauro a la dimisión inmediata. Acudió una comisión al Campo de Marte y allí dio con Escauro, sentado en el podio del templo de Júpiter Stator, edificio que había elegido como despacho por hallarse junto al Porticus Metelli, en donde tienen su sede casi todos los contratistas de obras.

Bien, como sabéis, yo no soy partidario de Escauro. Es tan astuto como Ulises y tan mentiroso como Paris, pero me habría gustado que le hubierais visto apabullarlos. No sé cómo un personaje tan feo, bajito y delgaducho como Escauro ha sido capaz de eso. ¡Si ni si quiera le queda un pelo en la cabeza! Marcia dice que es por sus hermosos ojos verdes, su voz, aún más hermosa, y su sentido del humor. Bien, lo del sentido del humor lo admito, pero los encantos de su aparato visual y bucal se me escapan. Marcia alega que soy un hombre típico, aunque no sé qué quiere decir con esto; mi experiencia me dice que las mujeres siempre acaban escudándose en comentarios así cuando se ven acorraladas por la lógica. Pero debe también haber alguna extraña lógica a tal éxito. ¿Quién sabe?, a lo mejor Marcia tiene razón.

Pues allí estaba aquel farsante, en medio de la magnificencia del mejor templo de mármol de Roma y de las espléndidas estatuas ecuestres de los generales de Alejandro Magno, que Metelo Macedónico trajo como pillaje de la antigua capital macedónica de Pela. Allí estaba él dominando el conjunto. ¿Cómo es posible que un enano romano calvo haga sombra a los magníficos caballos de tamaño natural de Lisipo? Os juro que siempre que veo a los generales de Alejandro de esas estatuas espero que bajen del pedestal y echen a correr en esos corceles tan distintos como lo era Tolomeo de Parménides.

Me dejo llevar por la digresión. Volvamos a lo que decía. Cuando Escauro vio a la comisión, hizo que se apartara aquella masa de contratistas y permaneció sentado como un palo en su silla curul, con la toga perfectamente plisada y un pie adelantado en la postura clásica.

—¿Y bien? —dijo, dirigiéndose al pontífice máximo Dalmático, que había sido designado portavoz.

—Marco Emilio, el Senado ha dictado oficialmente un consultum ordenando la inmediata dimisión de vuestra censoría —dijo éste, anonadado.

—No lo haré —contestó Escauro.

—¡Debéis hacerlo! —protestó Dalmático.

—¡No debo hacer nada! —replicó Escauro, volviéndoles el hombro y atendiendo de nuevo a los contratistas—. ¿Dónde estábamos antes de que se me interrumpiera tan groseramente?

—¡Por favor, Marco Emilio! —insistió Dalmático.

—¡Me meo en todos vosotros! ¡Me meo, me meo, me meo! —fue la única respuesta a sus pontificales requerimientos.

Una vez que el Senado hizo cuanto podia, el asunto pasó a la Asamblea del pueblo, con lo que revertía a la plebe algo que no se debía a su iniciativa, dado que quien elige a los censores es la Asamblea de las centurias. Así, la Asamblea de la plebe no celebró reunión alguna para tratar de la actitud de Escauro, sino que remitió el asunto al Colegio de Tribunos como última encomienda de su año en el cargo, instándole a que cesaran del cargo como fuese a Marco Emilio Escauro.

Así pues, ayer, noveno día de diciembre, los tribunos de la plebe se dirigieron al templo de Júpiter Stator encabezados por Cayo Mamilio Limetano.

—Me envía el pueblo de Roma, Marco Emilio, para cesaros en vuestro cargo de censor —dijo Mamilio.

—Cayo Mamilio, como no he sido elegido por el pueblo, el pueblo no puede cesarme —replicó Escauro con su brillante cráneo reluciendo al sol como una manzana invernal.

—No obstante, Marco Emilio, el pueblo es soberano y el pueblo dice que cedáis —insistió Mamilio.

—¡No voy a ceder! —le contestó Escauro.

—En ese caso, Marco Emilio, estoy autorizado por el pueblo para arrestaros y encarcelaros hasta que dimitáis oficialmente —le replicó Mamilio.

—¡Ponedme la mano encima, Cayo Mamilio, y chillaréis con la voz de soprano que teníais de jovencito! —le dijo Escauro.

Ante lo cual, Mamilio se volvió hacia la multitud que, como es natural, se había apiñado para ver el espectáculo, y gritó:

—¡Pueblo de Roma, os pongo por testigo de que doy mi veto a toda actividad censorial de Marco Emilio Escauro!

Y ahí acabó la cosa, por supuesto. Escauro enrolló sus contratos, entregó las cosas a sus escribas, su esclavo plegó la silla de marfil y él dirigió varias reverencias ante los aplausos de la multitud, a quien no hay nada que más le encante que un enfrentamiento entre magistrados, y además adora profundamente a Escauro por tener esa clase de coraje que todo romano admira en sus magistrados. Luego descendió la escalinata del templo, propinó de pasada una palmadita al caballo de Perdica, dio el brazo a Mamilio y salió de escena con los laureles.

 

César dio un suspiro, se reclinó en la silla y decidió hacer unos comentarios a las noticias que Mario —ni mucho menos tan prolífico en la escritura como su suegro— le había enviado desde la provincia africana, en donde, por lo visto, Metelo habia empantanado la guerra contra Yugurta como consecuencia de un mediocre mando militar. O al menos ésa era la versión de Mario, pese a que no coincidía con los informes que Metelo remitía al Senado.

 

Pronto sabréis, si es que no os ha llegado la noticia, que el Senado ha prorrogado el mando de Quinto Cecilio en la provincia africana y al frente de la guerra contra Yugurta. Estoy seguro de que no os sorprenderá lo más mínimo. Y espero que, una vez sorteado ese gran obstáculo, Quinto Cecilio incrementará la actividad bélica, ya que una vez que el Senado prorroga el mando de un gobernador, éste puede estar seguro de que lo conservará hasta que él mismo considere concluso el peligro de su provincia. Es una artera táctica para no hacer nada hasta que vence el año del consulado y se concede el imperium proconsular.

Aunque, ciertamente, coincido con lo que decís de que vuestro general se ha mostrado enormemente tardo en no iniciar la campaña hasta casi finales de verano, teniendo en cuenta que llegó a principios de primavera. Sus despachos decían que el ejército necesitaba un buen entrenamiento y el Senado los dio por buenos. Y es cierto; no acabo de entender porqué os encomendó el mando de la caballería, siendo vos de infanteria; del mismo modo que me parece que malgasta la valía de Publio Rutilio utilizándolo de praefectus fabrum, cuando estaría mejor en el campo de batalla que yendo de un lado para otro ocupándose de las columnas de abastecimiento y de la artillería. Pero es prerrogativa del general emplear a sus hombres como desee, desde los legados mayores hasta los soldados auxiliares.

Roma recibió encantada la noticia de la toma de Vaga, aunque veo que en vuestra carta decís que la ciudad se rindió. Ah, os ruego me perdonéis por salir en defensa de Quinto Cecilio. No sé por qué os indigna tanto que haya nombrado a su amigo Turpilio comandante de la guarnición de Vaga. ¿Qué importancia tiene?

Me ha causado mucha más impresión vuestra versión de la batalla del río Mutul que el informe del despacho de Quinto Cecilio, lo que algo os consolará por mi escepticismo y os servirá de testimonio de que sigo estando de vuestro lado. Estoy convencido de que tenéis razón en decirle a Quinto Cecilio que el mejor método para ganar la guerra contra Numidia es capturar a Yugurta, pues, igual que vos, yo le considero el crisol de la resistencia.

Acabaré con otra noticia del Foro. Debido a la derrota del ejército de Silano en la Galia Transalpina, el Senado ha anulado una de las últimas leyes de Cayo Graco, la que limitaba el número de veces que uno puede alistarse. Ahora ya no se requiere tener diecisiete años, estar diez años en filas para quedar exento de levas, ni haber hecho seis campañas para estar totalmente exento. Signo de los tiempos. Tanto Roma como Italia se van quedando sin tropas para las legiones.

Cuidaos y escribid tan pronto como mis leves intentos como valedor de Quinto Cecilio se hayan disipado y os permitan pensar en mi con afecto. Sigo siendo vuestro suegro y sigo apreciándoos mucho.

 

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