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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (29 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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El plan se había desarrollado despacio, a partir del germen primigenio del primer encuentro, en que él se había mofado de ella motejándola de cachorrilla gordita y obligándola a marcharse. Había dejado de comer dulces y había perdido algo de peso, pero sin hacer ningún progreso. Sila, después de su regreso a Roma, se había mostrado más grosero aún, y ella había adoptado una postura más radical, dejando de comer. Al principio le había sido muy difícil, pero luego descubrió que cuando mantenía suficiente tiempo aquel estado de semiprivación sin sucumbir a la tentación de atiborrarse, disminuían sus deseos de alimentarse y el estómago dejaba de aguijonearla.

Así, cuando Lucio Gavio Stichus había muerto ocho meses atrás, el plan de Julilla iba alcanzando su objetivo; sólo quedaban algunos irritantes inconvenientes por vencer: hallar el medio para que Sila siguiera pensando en ella y encontrar la manera de mantener un equilibrio orgánico que impidiera un trágico fin.

Lo de Sila lo solventaba con cartas.

 

Os amo y nunca me cansaré de decíroslo. Si las cartas son el único medio de que me escuchéis, os lo diré por medio de cartas. Docenas, cientos, miles, al paso de los años. Os sofocaré con cartas, os ahogaré con cartas, os aplastaré con cartas. ¿Hay algo más romano que el género epistolar? Nos alimentamos de cartas, del mismo modo que yo lo hago escribiéndoos. ¿Qué es la comida si me negáis el alimento que ansían mi corazón y mi alma? Mi desalmado, implacable y cruel amado, ¿cómo Podéis estar tan lejos de mí? Echad abajo el muro que separa las dos casas, penetrad en mi cuarto y ¡besadme, besadme, besadme! Pero no lo haréis. Parece que os lo oigo decir, mientras yo permanezco en este lecho odiado, impedida para levantarme. ¿Qué he hecho para merecer vuestra indiferencia y frialdad? Estoy segura de que bajo vuestra piel blanquísima anida una mujercita, mi esencia confiada a vuestra vigilancia, de tal modo que la Julilla que vive en la casa de al lado en su horrendo y odiado lecho no es más que una réplica vacía que cada vez se debilita más. Un día desapareceré y no quedará de mi más que esa mujercita bajo vuestra blanca piel. ¡Venid a verme y ved lo que habéis hecho! Besadme, besadme, besadme. Os amo.

 

El equilibrio alimentario había resultado más difícil. Decidida a no engordar, no dejaba de perder peso por mucho que se esforzase en permanecer en un punto estacionario. Y luego, un día, el equipo de fisicos que durante meses habían invadido su casa intentando inútilmente curarla, instaron a Cayo Julio César a que la obligara a comer a la fuerza. Como médicos, habían delegado en sus pobres padres aquel odioso cometido. Y, así, todos los de la casa se habían armado de valor preparándose para aquello; desde el último esclavo hasta sus hermanos Cayo y Sexto y sus propios padres Marcia y César. Había sido un martirio que ninguno quería recordar después. La pobre Julilla chillando como si la estuvieran matando y debatiéndose sin fuerzas, vomitando cada bocado, escupiendo y atragantándose. Cuando, finalmente, César ordenó poner fin a aquel horror, la familia se reunió y convino por unanimidad en que, pasara lo que pasara, no podían seguir alimentándola a la fuerza.

Pero el escándalo que había organizado Julilla durante aquellos intentos de obligarla a comer sirvió para dar la alerta y todo el vecindario se enteró del problema que había en casa de César. Y no es que los padres hubiesen ocultado aquello por vergüenza, sino que Cayo Julio César detestaba el chismorreo y procuraba no dar pábulo a ningún comentario.

En ayuda de los padres de Julilla acudió nada menos que la vecina Clitumna, provista de un alimento que aseguró no rechazaría Julilla y que no vomitaría una vez ingerido. César y Marcia la acogieron como agua de mayo y escucharon absortos lo que les dijo.

—Conseguid leche de vaca —dijo Clitumna dándose aires, encantada de ser el centro de atención en casa de César—. Ya sé que no es fácil, pero creo que hay un par de aldeanos en el valle Camenarum que tienen vacas lecheras. Luego, por cada copa de leche echáis un huevo de gallina y tres cucharadas de miel. Se bate bien hasta que se forme espuma arriba y se le añade una copa de vino fuerte para terminar. No pongáis el vino antes de batirlo porque no se formaría la bonita espuma. Si tenéis un vaso de vidrio, servídselo en él, porque tiene un precioso aspecto rosado con la capa amarilla de espuma. Si no lo devuelve, eso la mantendrá viva y bastante saludable —añadió Clitumna, que recordaba perfectamente la época de huelga de hambre de su hermana cuando le prohibieron casarse con un individuo nada recomendable de Alba Fucentia, ¡nada menos que un encantador de serpientes!

—Probaremos —dijo Marcia con los ojos llorosos.

—Con mi hermana dio resultado —añadió Clitumna suspirando—. Cuando se le pasó lo del encantador de serpientes, contrajo matrimonio con el padre de mi pobre Stichus.

—Enviaré a alguien a Camenarum inmediatamente —dijo César poniéndose en pie y saliendo del cuarto—. ¿Y los huevos de gallina? —inquirió, volviendo la cabeza desde la puerta—. ¿Ha de ser un huevo décimo o uno corriente? —inquirió.

—Oh, los corrientes sirven —respondió Clitumna muy segura, arrellanándose en el asiento—. Los de gran tamaño desequilibran la mezcla.

—¿Y la miel? —insistió César—. ¿Miel latina corriente o intentamos conseguir miel de Himeto, o, cuando menos, sin contacto con humo?

—Sirve perfectamente la latina corriente —aseveró Clitumna—. ¿Quién sabe? A lo mejor es el humo de la miel corriente lo que influye... Atengámonos a la receta original, Cayo Julio.

—Muy bien —respondió César, desapareciendo de nuevo.

—¡Oh, ojalá lo tolere! —exclamó Marcia con voz temblorosa—. Vecina, ¡nos está volviendo locos!

—Me lo imagino, pero no lo demostréis tanto; al menos en presencia de Julilla —dijo Clitumna, que era capaz de ser razonable siempre que no le afectara a ella, y que de buena gana habría dejado morir a la jovencita si hubiese tenido conocimiento de aquellas cartas que se acumulaban en la habitación de Sila—. No queremos ningún muerto más en nuestras casas —añadió con gesto gazmoño y voz compungida.

—¡Naturalmente que no! —exclamó Marcia—. Clitumna, espero que se haya paliado algo vuestro pesar por la pérdida de vuestro sobrino, aunque ya sé que es difícil —añadió muy considerada, movida por su sentido de la conveniencia social.

—Oh, ya me esfuerzo —respondió Clitumna, quien sufría por Stichus en muchos aspectos, pero que en un aspecto fundamental había visto su vida más que simplificada al cesar los enfrentamientos entre el difunto y su queridísimo Sila. Y añadió un profundo suspiro, muy parecido a los de Julilla, aunque ella eso lo ignoraba.

Aquella visita fue la primera de una serie, ya que al dar buen resultado el brebaje, el matrimonio se vio profundamente obligado con su vulgar vecina.

—La gratitud puede resultar un lamentable inconveniente —comentaba Cayo César, que procuraba esconderse en su despacho en cuanto oía sonar en el atrium la voz chillona de Clitumna.

—¡Oh, Cayo Julio, no seas tan cascarrabias! —replicaba Marcia—. Clitumna es muy amable y corremos el peligro de herir su sensibilidad con esa manía que tienes de eludirla constantemente.

—¡Ya sé que es muy amable! —exclamaba el dueño de la casa, irritado—. ¡De eso es de lo que me quejo!

 

El plan estratégico de Julilla había complicado a tal extremo la vida de Sila que, de haberlo sabido, la muchacha se habría sentido muy satisfecha. Pero no sabía nada, porque él ocultaba a todos aquel tormento y fingía una indiferencia a su triste estado que desconcertaba a Clitumna, siempre al cabo de la calle sobre lo que sucedía pared por medio desde que había ejercido de salvadora.

—Me gustaría que pasaras a saludar a la pobre chica —dijo impaciente Clitumna aproximadamente en el momento en que Marco Junio Silano partía con sus magníficas siete legiones por la Via Flaminia en dirección norte—. Pregunta por ti a menudo, Lucio Cornelio.

—Tengo cosas más importantes que hacer que ir a visitar a una mujer de la casa de César —replicó Sila ásperamente.

—¡Qué tontería más gorda! —replicó Nicopolis tajante—. No hay hombre que tenga menos que hacer que tú.

—¿Y es culpa mía? —replicó él, volviéndose súbitamente hácia su querida con tal gesto de ira que ella retrocedió asustada—. ¡Podía estar ocupado y marchar con el ejército de Silano a luchar contra los germanos!

—¿Y por qué no has ido? —replicó Nicopolis—. Han reducido tanto los requisitos de alistamiento, que estoy segura de que con tu apellido podrías haberlo hecho.

Sila retrajo el labio superior, enseñando aquellos grandes y afilados caninos que conferían a su sonrisa aquel desagradable aire feroz.

—Yo, un Cornelio patricio, marchar como un soldado raso en una legión? —replicó—. ¡Antes prefiero que me vendan de esclavo los germanos!

—Puede que te veas satisfecho si no detienen a esos bárbaros. De verdad, Lucio Cornelio, hay veces en que demuestras a la perfección que eres tu peor enemigo. Figúrate, lo único que Clitumna te pide es el pequeño favor de que pases a ver a una muchacha moribunda y tú te pones a gimotear que te trae sin cuidado y que no tienes tiempo... ¡eres exasperante! —dijo ella con un destello guasón en la mirada—. Al fin y al cabo, Lucio Cornelio, has de admitir que tu vida aquí es muchísimo más cómoda desde que Lucio Gavio expiró tan oportunamente.

Y comenzó a tararear la melodía de una cancioncilla popular que hablaba de uno que había despachado a su rival en amores, saliendo impune.

—Ex...piró o...portu...namente —repitió con voz atiplada.

El rostro de Sila quedó paralizado pero curiosamente inexpresivo.

—Mi querida Nicopolis, ¿por qué no te llegas paseando hasta el Tíber y me haces el enorme favor de lanzarte a él?

El tema de Julilla fue prudentemente obviado, pero era algo que parecía surgir constantemente, y, en su interior, Sila se debatía, sabiéndose vulnerable al no mostrar ningún interés. Cualquier día sorprenderían a aquella estúpida criada con una de las cartas o a la propia Julilla escribiendo una, y ¿qué sucedería entonces? ¿Quién iba a creerse que él, con su fama, no tenía nada que ver en aquella intriga? Una cosa era tener un pasado turbulento, pero si los censores le consideraban culpable de corromper la moral de la hija de un senador patricio, jamás podría ser candidato al Senado. Y él estaba decidido a llegar al Senado.

Lo que anhelaba de verdad era marcharse de Roma, pero no se atrevía por lo que pudiera hacer la muchacha en su ausencia. Y, por mucho que detestara confesarlo, no se decidía a abandonarla mientras estuviera tan enferma. Por más que se la hubiese infligido ella misma, no dejaba de ser una grave enfermedad. No hacía más que darle vueltas en la cabeza a aquello, como un animal desorientado, incapaz de pararse y de elegir un sendero lógico. Sacaba la corona de hierba del escondrijo en uno de los relicarios ancestrales y se sentaba con ella en las manos, casi llorando de angustia. Porque sabía a dónde iba y lo que pensaba hacer, y aquella maldita muchacha era una tremenda complicación, aunque fuese precisamente el origen de todo por aquello de la corona de hierba. ¿Qué haría? ¡Qué haría! No poco le había costado hallar el camino en el laberinto de sus intenciones para tener que enfrentarse además a aquella complicación de Julilla.

Hasta pensó en el suicidio; él, que era el menos predispuesto de los mortales a caer en aquella fantasía, dulce modo de dejarlo todo, sueño del que no se despierta. Pero luego volvía a pensar en Julilla. Siempre acababa pensando en Julilla. ¿Por qué? No la amaba; él era incapaz de amar. Sin embargo, había veces en que la deseaba con apetito, anhelaba morderla, besarla y poseerla hasta que gritase extasiada de placer. Y había otras ocasiones, sobre todo cuando estaba tumbado sin dormir entre su querida y su madrastra, en que la odiaba profundamente y deseaba tener su garganta entre las manos y ver cómo se congestionaba su rostro y los ojos se le salían de las órbitas en el último espasmo de vida. Pero luego le llegaba otra carta. ¿Por qué no las tiraba o iba con ellas a su padre con gesto fiero, exigiendo que cesase aquel acoso? No lo hacía. Leía aquellas súplicas apasionadas y desesperadas que la criada le introducía en el seno de la toga en sitios muy concurridos para no llamar la atención, y él se leía la misiva doce veces y la guardaba con las demás en el relicario de sus antepasados.

Pero no cedió en su resolución de no verla.

 

La primavera dio paso al verano y después de éste llegaron los días caniculares de agosto, en que Sirio, la estrella mayor del Can, brilló con resentimiento sobre una Roma paralizada por el calor. Luego, cuando Silano avanzaba confiadamente Rhodanus arriba contra las hormigueantes masas de germanos, en Italia central comenzó a llover. Y no dejaba de llover. Lo que para los habitantes de la soleada Roma era peor que la canícula; algo deprimente, insoportable, preocupante por si se producían inundaciones y molesto en todos los aspectos. Los mercados no podían abrir, la vida política era imposible, hubo que aplazar los juicios y aumentó el índice de criminalidad. Los hombres descubrían a sus esposas in flagrante &hdo y las asesinaban, el agua entraba en los silos y humedecía el grano, el Tíber creció hasta anegar las letrinas públicas, haciendo que los excrementos salieran flotando, hubo carestía de verduras al inundarse varios centímetros el Campo de Marte y el Campus Vaticanus, y las casas de mala calidad de las ínsulae comenzaron a derrumbarse o agrietarse peligrosamente sus muros y cimientos. Todo el mundo estaba resfriado; los viejos y los enfermos morían de pulmonía; los jóvenes, de garrotillo y anginas, y, sin distinción de edad, de una misteriosa enfermedad que paralizaba totalmente, y si el enfermo sobrevivía, le quedaba un brazo o una pierna marchito, inútil.

Clitumna y Nicopolis comenzaron a pelearse a diario, y todos los días Nicopolis musitaba a Sila lo bien que le había venido que Stichus muriera.

Luego, tras dos semanas de lluvia pertinaz, las nubes deshicieron sus últimos jirones hacia el este y lució el sol. Roma era un puro vaho. Zarcillos de vapor se extendían por adoquines y tejados, enrareciendo el aire. Todos los balcones, galerías, porches de jardines y ventanas de la ciudad estaban llenos de ropa enmohecida, contribuyendo a enrarecerlo más. Las casas en que había niños pequeños —como la del banquero comercial Tito Pomponio— vieron de pronto sus jardines peristilo llenos de pañales tendidos. Hubo que limpiar el verdín de los zapatos, desenrollar los libros de las bibliotecas y examinarlos detenidamente para eliminar los hongos y airear arcones y armarios.

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