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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (31 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Eran más ricas. Cuando Nicopolis las llevó a la cocina, el cocinero las tocó con reparos, pero tuvo que admitir que tenían buen aspecto y no olían mal.

—Fríelas ligeramente en aceite —dijo Nicopolis.

Daba la casualidad de que el esclavo encargado de las verduras había traído aquella misma mañana un cesto de setas del mercado; resultaron tan baratas que toda la servidumbre se había pasado el día comiéndolas. Por ello a nadie le tentaron las recién llegadas, y el cocinero las aderezó tal como Nicopolis le había indicado, con un poco de pimienta y zumo de cebolla. Ella las devoró, azuzado su apetito por la jornada campestre y por la exagerada mohína de Clitumna. Porque, claro, cuando ya era demasiado tarde para enviar un criado a decirles que esperasen, Clitumna se había arrepentido de no ir de campo; y sometida al sufrimiento de escuchar los panegíricos de la excursión durante toda la cena, reaccionó de mala manera y afirmó que pensaba dormir sola.

Dieciocho horas más tarde, Nicopolis sintió los primeros dolores intestinales. Sufrió náuseas y se encontró mal, pero no tenía diarrea y dijo que el dolor era soportable. ¡Cuán equivocada estaba! Luego vio que su orina era rojiza y le entró el pánico.

Llamaron inmediatamente a los médicos y todos anduvieron de cabeza. Clitumna envió criados a buscar a Sila, que había salido a primera hora sin decir a dónde iba.

Cuando las pulsaciones de Nicopolis aumentaron y su presión sanguínea descendió, los médicos se miraron muy serios. Le sobrevino una convulsión, su respiración se hizo trabajosa y lenta y el corazón comenzó a experimentar contracciones que desembocaron en un coma inexorable. Parece ser que a nadie se le ocurrió pensar en las setas.

—Fallo renal —dijo Atenodoro de Sicilia, el físico más famoso del Palatino.

Los demás corroboraron el diagnóstico.

Cuando Sila entró apresuradamente en la casa, Nicopolis moría de hemorragia masiva interna, víctima, dijeron los médicos, de un colapso sistémico.

—Habría que practicar la autopsia —dijo Atenodoro.

—Estoy de acuerdo —comentó Sila, sin decir nada de las setas.

—¿Es contagioso? —inquirió Clitumna con voz lastimera, más vieja y desesperada que nunca.

Todos dijeron que no.

 

La autopsia confirmó la diagnosis de fallo renal y hepático; los riñones y el hígado estaban hinchados, congestionados y afectados por la hemorragia, que también había interesado el corazón, el estómago, el intestino delgado y el colon. La seta de aspecto inocente llamada "destructora" había hecho bien su efecto.

Sila organizó el funeral (Clitumna estaba muy deprimida) y encabezó el nutrido cortejo mortuorio de actores de comedia y mimos, que sin duda habría complacido a Nicopolis.

Cuando, posteriormente, Sila volvió a casa de Clitumna, halló a Julio César esperándole. Sila se despojó de la toga negra de luto y se unió a Clitumna y al visitante en la sala de estar. Había visto en contadas ocasiones al senador Cayo Julio César y nunca había hablado con él. Que hiciera una visita a Clitumna con motivo de la inoportuna muerte de una ramera griega, le parecía muy extraño a Sila, y por ello se puso inmediatamente en guardia, mostrándose puntillosamente correcto una vez hechas las presentaciones.

—Cayo Julio —dijo con una reverencia.

—Lucio Cornelio —respondió César, haciendo lo propio.

No Se estrecharon la mano; al sentarse Sila, César volvió a ocupar su asiento con aparente tranquilidad y se volvió hacia Clitumna, reanudando una apacible conversación.

—¿Por qué insistís en quedaros, querida? Marcia os está esperando. Que os acompañe el mayordomo. En estas tristes circunstancias, una mujer necesita la compañía de otra.

Sin decir una palabra, Clitumna se levantó y se dirigió a la puerta, mientras el visitante metía la mano en su toga negra y extraía un pequeño rollo de papel que dejó sobre la mesa.

—Lucio Cornelio, hace mucho tiempo que vuestra amiga Nicopolis me encargó redactar su testamento y depositarlo en las Vestales. La señora Clitumna lo conoce y por ello no hay necesidad de que asista a su lectura.

—¿Y...? —inquirió Sila, perplejo, sin saber qué decir y mirando a César sin comprender.

—Lucio Cornelio, la señora Nicopolis os ha nombrado único heredero —dijo César sin preámbulos.

—¿Es cierto? —replicó Sila, atónito.

—Así es.

—Bueno, supongo que si lo hubiera pensado, habría podido imaginarme que estaba dispuesta a hacerlo —dijo Sila, recuperándose de su sorpresa—. Aunque me da igual, pues todo lo que tenía lo había gastado.

—No es así, ¿sabéis? —replicó César, mirándole fijamente—. La señora Nicopolis era bastante rica.

—¡Bah! —exclamó Sila.

—Cierto, Lucio Cornelio, era bastante rica. No tenía propiedades, pero era viuda de un tribuno militar que obtuvo buenos botines. Todo lo que ella heredó lo invirtió, y, según los datos verificados esta mañana, su fortuna supera los doscientos mil denarios —dijo César.

No había duda de que Sila estaba francamente sorprendido. Al margen de lo que César hubiese pensado de él hasta aquel momento, era evidente que el hombre no tenía la menor idea de aquel testamento, pues permanecía estupefacto.

Luego se arrellanó en el asiento, se llevó las temblorosas manos a la cara y, estremecido, musitó:

—¿Tanto? ¿Nicopolis?

—Efectivamente. Doscientos mil denarios; ochocientos mil sestercios, si lo preferís. Una suma digna de un caballero.

—¡Oh, Nicopolis! —exclamó Sila, bajando las manos.

César se puso en pie y alargó la mano, que Sila estrechó, anonadado.

—No, Lucio Cornelio, no os levantéis —dijo César, muy amable—. Querido amigo, no tengo palabras para deciros cuánto me alegro por vos. Sé que es difícil paliar vuestro dolor en estos momentos, pero quiero que sepáis que muchas veces he deseado con todo mi corazón que algún día os sonriera la fortuna. Mañana iniciaré los trámites de verificación del testamento. No faltéis al Foro en la segunda hora. Nos veremos junto al altar de Vesta. Ahora, os deseo un buen día.

Una vez que César se hubo marchado, Sila se quedó un buen rato sentado sin moverse. La casa estaba tan silenciosa como la tumba de Nicopolis; Clitumna debía de estar en casa de Marcia y la servidumbre andaba de puntillas.

Debieron de transcurrir unas seis horas hasta que, por fin, se levantó, entumecido y cansado, y se desperezó. La sangre comenzó a circularle y a llenar de fuego su corazón.

—¡Lucio Cornelio, por fin te hallas en camino! —dijo, echándose a reír.

Aunque había comenzado discretamente, su risa fue en aumento hasta convertirse en una escandalosa carcajada, que los criados escucharon aterrados sin decidirse a entrar en la sala. Pero antes de que se hubiesen armado de valor para hacerlo, Sila dejó de reír.

 

Clitumna envejeció casi de la noche a la mañana. Aunque sólo alcanzaba los cincuenta años, la muerte de su sobrino había acelerado notablemente el proceso de senectud, y la muerte de su querida amiga y amante culminaba aquella decadencia. Ni el propio Sila era capaz de mitigar su depresión; ni el mimo y la farsa la animaban a que saliera de casa, ni sus habituales visitantes, Scilax y Mirsias, lograban hacerla sonreír. Lo que más la abrumaba era cómo se reducía su círculo de íntimos y se acentuaba la realidad de su vejez. Si Sila la abandonaba, dado que la herencia de Nicopolis le liberaba de su dependencia económica, se quedaría totalmente sola. Una perspectiva que la horrorizaba.

Poco después de morir Nicopolis, mandó llamar a Cayo Julio César.

—No se puede dejar nada a los muertos —le dijo—, así que voy a cambiar otra vez el testamento.

El testamento fue modificado y volvió a quedar depositado en su casillero de las vestales.

Pero la depresión no cedía y Clitumna no hacía más que llorar, con aquellas manos, otrora tan nerviosas, cruzadas en el regazo cual dos trozos de pasta que aguardan que el cocinero las rellene. Todos estaban preocupados y todos comprendían que no había nada que hacer salvo esperar a que pasara el tiempo, que todo lo cura. Si es que llegaba el momento.

Para Sila había llegado.

La última misiva de Julilla decía así:

 

Os amo, pese a que los meses y los años me han demostrado el poco amor con que me correspondéis y lo poco que os importa mi suerte. En junio cumplí dieciocho años, y ya debería estar casada, pero he logrado aplazar esa horrible necesidad poniéndome enferma. Quiero casarme con vos, sólo con vos, mi muy querido, mi queridísimo Lucio Cornelio. Mi padre no sabe qué hacer; no se atreve a presentarme un novio adecuado, y yo pienso seguir así hasta que vengáis y me digáis que vais a casaros conmigo. En cierta ocasión dijisteis que era una niña y que al crecer desaparecería mi amor por vos, pero a pesar del tiempo transcurrido —casi dos años— se ha demostrado lo que mi amor vale, se ha demostrado que mi amor por vos es tan inexorable como el regreso del sol desde el sur todas las primaveras. Ya no está esa delgada dama griega a quien tanto odiaba, maldecía y a quien mil veces deseé la muerte. ¿Veis los poderes que tengo, Lucio Cornelio? ¿Por qué no os dais cuenta de que no podéis escapar de mí? No hay corazón tan lleno de amor como el mío que no pueda recibir la recíproca. Me amáis, sé que me amáis. Ceded, Lucio Cornelio, ceded. Venid a verme, arrodillaos junto a mi lecho del dolor, apoyad vuestra cabeza en mi pecho y dadme un beso. ¡No me condenéis a la muerte! Haced que viva. Casaos conmigo.

 

Sí, a Sila le había llegado el momento. El momento de poner fin a muchas cosas. El momento de desprenderse de Clitumna, de Julilla y de todos esos otros horribles compromisos humanos que ataban su espíritu y arrojaban sombras tan fantasmagóricas en su mente. Incluso de Metrobio debía prescindir.

Así, a mediados de octubre, Sila fue a llamar a la puerta de Cayo Julio César a una hora en que podía esperar con toda confianza que estuviera en casa. Y confiar también en que las mujeres estuviesen retiradas en sus apartamentos, pues Cayo Julio César no era la clase de marido y padre que permitiese que las mujeres de la casa tratasen con los clientes y varones amigos. Pues, aunque parte del motivo de llamar a la puerta de César era deshacerse de Julilla, no tenía ganas de verla, y todo su ser, toda su capacidad reflexiva, toda su energía debía centrarse en Cayo Julio César y en lo que pensaba decirle. Lo que tenía que decirle debía hacerse sin suscitar sospechas ni desconfianza.

Ya había acudido con César a efectuar los requisitos de la verificación del testamento y le habían entregado la herencia tan fácilmente y sin reproche, que estaba doblemente receloso. Incluso al comparecer ante los censores, Escauro y Druso, todo había ido como la seda, pues César se había empeñado en acompañarle y en prestarse como garante de la autenticidad de los documentos que debía presentar al escrutinio censorial. Al final, los propios Marco Livio Druso y Marco Aurelio Escauro se habían puesto en pie, estrechando su mano para darle su sincera enhorabuena. Era como un sueño. Pero ¿acaso no se vería obligado a despertarse?

Porque lo cierto es que, sin la menor necesidad de forzarlo, había conocido a Cayo Julio César y el contacto había madurado en una especie de distante tolerancia amistosa. El nunca iba a casa de César; se limitaba a fomentar su trato en el Foro. Los dos hijos de César estaban en Africa con su cuñado Cayo Mario, pero Sila había llegado a conocer un poco a Marcia en las semanas posteriores a la muerte de Nicopolis, cuando ella había estado visitando asiduamente a Clitumna, y había comprendido claramente que la esposa de César le miraba con recelo porque Clitumna, sospechaba él, no había sido tan discreta como hubiera debido a propósito de la extraña relación del trío formado por ella misma, Sila y Nicopolis. No obstante, sabía perfectamente que Marcia le encontraba muy atractivo, aunque sus modales le dieran a entender que la dama catalogaba ese atractivo a medio camino entre la belleza del escorpión y la de la serpiente.

De ahí la angustia de Sila cuando llamó a la puerta de Cayo Julio César a mediados de octubre, consciente de que ya no podía aplazar más la segunda fase de su plan. Tenía que actuar antes de que Clitumna comenzara a rehacerse. Y eso significaba que tenía que asegurarse el concurso de César.

El criado le abrió inmediatamente y no dudó en dejarle pasar, lo que significaba que figuraba en la lista de los que César estaba dispuesto a recibir a cualquier hora en que se encontrara en casa.

—¿Recibe Cayo Julio? —inquirió.

—Sí, Lucio Cornelio. Aguardad, por favor —respondió el portero, dirigiéndose inmediatamente al despacho de su amo.

Preparado a esperar un buen rato, Sila comenzó a pasearse por el modesto atrium, advirtiendo que, comparado con aquella pieza tan simple y carente de adornos, el atrium de Clitumna era como la antecámara del harén de un sátrapa oriental. Y mientras pensaba en esas cosas, Julilla entró en el vestíbulo.

¿Cuánto tiempo haría que habría convencido a todos los criados que estaban en la puerta de que la avisasen inmediatamente si entraba Lucio Cornelio? ¿Y cuánto tiempo habría tardado el portero en avisar a César de su visita?

Esas dos preguntas cruzaron por el cerebro de Sila en un abrir y cerrar de ojos y con mayor rapidez que la reacción de su cuerpo al ver a la muchacha.

Se le doblaron las rodillas y tuvo que agarrarse a lo primero que encontró a mano, que resultó ser un aguamanil plateado que había en una mesita, y que, como no estaba sujeto a ella, cedió al apoyarse Sila en él y cayó al suelo con tal estruendo que Julilla, tapándose la cara con las manos, salió corriendo del recibidor.

El eco propagó el ruido cual si se tratase de la caverna de la Sibila de Cumas y todos acudieron corriendo. Consciente de que debía estar completamente demudado y de que le bañaba un sudor frío de espanto, Sila dejó que sus piernas cediesen y se derrumbó bajo la toga hasta el suelo, donde quedó sentado con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados, tratando de borrar la imagen de aquel esqueleto recubierto de piel dorada que era Julilla.

Cuando César y Marcia le ayudaron a levantarse y a caminar hasta el despacho, no pudo menos que dar las gracias interiormente por su tez grisácea y el color cárdeno de los labios, que le conferían el aspecto de un auténtico enfermo.

Un trago de vino puro le devolvió en parte su aspecto normal y pudo sentarse en el sofá, donde, con un suspiro, se pasó la mano por la frente. ¿Lo habrían visto los padres? ¿Se habría escondido Julilla? ¿Qué diría? ¿Qué hacer?

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