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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (91 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Sí, te va bien la tribuna de los Espolones —dijo Glaucia, comiendo uvas de invernadero—. Quizá haya, al fin y al cabo, algo que rige nuestras vidas.

—¡Ah, te refieres a Quirino! —exclamó, burlón, Saturnino.

—Puedes reírte, pero yo te digo que la vida es una cosa bien rara —replicó Glaucia—. Es todo tan intrincado como el juego del cottatus.

—¿Cómo, no hay nada estoico ni epicúreo, Cayo Servilio? ¿Nada de fatalismo ni hedonismo? Ten cuidado, no vayas a escandalizar a todos esos griegos aguafiestas que sostienen irredentos que los romanos nunca haremos una filosofía que no proceda de la suya —dijo Saturnino riendo.

—Los griegos son y los romanos hacen. ¡Hay que elegir! No he conocido a ningún hombre que haya logrado combinar esos dos estados del ser. Somos los dos extremos opuestos del conducto alimentario, griegos y romanos. Los romanos somos la boca, y la llenamos; los griegos son el ano, y lo vacían. No pretendo ofender a los griegos; es una simple figura retórica —dijo Glaucia, subrayando su afirmación echando unas uvas al extremo romano del conducto alimentario.

—Como uno de los extremos no tiene nada que hacer sin el otro, es mejor mantenernos unidos —dijo Saturnino.

—¡Ahora ha hablado un romano! —dijo Glaucia riendo.

—De los pies a la cabeza, a pesar de que Metelo Dalmático dijese lo contrario. ¿No fue una suerte para nosotros que el viejo fellator se muriera tan oportunamente? Si los padres de la patria fuesen más emprendedores, habrían hecho de él un ejemplo imperecedero. ¡Metelo Dalmático, el nuevo Quirino! —Saturnino agitó las heces del fondo de la copa y las vertió hábilmente sobre un plato vacío, contando las ramas del charquito que partían del centro—. Tres —dijo, estremecido—. El número de la muerte.

—¿Y dónde está ahora el escéptico? —dijo Glaucia, burlón.

—Es que es muy raro que sólo salgan tres —dijo Saturnino.

Glaucia escupió con gran maestría y deshizo la forma del charquito con tres granos de uva.

—¡Ahí tienes! ¡Tres rematados por tres!

—Moriremos los dos dentro de tres años —dijo Saturnino.

—¡Lucio Apuleyo, eres el colmo de las contradicciones! Eres tan blanco como Lucio Cornelio Sila y con mucha menor excusa. ¡Vamos, que sólo es un juego de cottatus! —dijo Glaucia, y cambió de tema—. Sí, la tribuna de la plebe es una vida mucho más excitante que hacer de barragana de los padres de la patria. Es un gran reto manipular políticamente al pueblo. Un general tiene sus legiones; un demagogo sólo dispone de su lengua —añadió, conteniendo la risa—. ¿No ha sido un placer ver a la multitud expulsar esta mañana del Foro a Marco Bebio cuando intentó plantear el veto?

—¡Un espectáculo inenarrable! —añadió Saturnino, sonriente y repasando números mentalmente: tres o treinta y tres.

—Por cierto —dijo Glaucia, con otro abrupto cambio de tema—, ¿has oído lo último que se rumorea en el Foro?

—¿Que Quinto Servilio Cepio robó para él el oro de Tolosa? —dijo Saturnino.

—¡Maldita sea, creía que lo había sabido antes que tú! —exclamó Glaucia.

—Yo me he enterado por una carta de Manio Aquilio —dijo Saturnino—. Cuando Cayo Mario está muy ocupado, Aquilio me escribe a mí; y no creas que me quejo, porque escribe cartas muchó mejores que el "gran hombre".

—¿Desde la Galia Transalpina? ¿Y cómo lo han sabido?

—Allí se inició el rumor. Cayo Mario ha capturado nada menos que al rey de Tolosa. Y éste dice que Cepio robó el oro: quince mil talentos.

—¡Quince mil talentos! —repitió Glaucia con un silbido—. ¡Qué colosal! Pero se ha pasado, ¿no? Vamos, que es comprensible que un gobernador tenga sus gajes, pero eso debe ser más oro del que hay en el Erario. ¡Ya lo creo que se ha pasado!

—Cierto, cierto. No obstante, el rumor le vendrá muy bien a Cayo Norbano cuando acuse a Cepio, ¿no te parece? La historia del oro correrá por toda la ciudad en menos de lo que tarda Metela Calva en levantarse el vestido para una panda de descargadores lujuriosos.

—¡Me gusta esa metáfora! —dijo Glaucia. De pronto se puso muy serio—. ¡Basta de cháchara! Tenemos trabajo que hacer en eso de las leyes de traición y no podemos dejar que se nos escape nada.

El trabajo que Saturnino y Glaucia efectuaron sobre las leyes de traición fue minuciosamente planificado y coordinado como una estrategia bélica. Querían arrebatar a las centurias la jurisdicción de los procesos de traición y la increíble sucesión de callejones sin salida y obstáculos que implicaban; y después querían quitarle al Senado el monopolio de los procesos por extorsión y soborno, sustituyendo los jurados senatoriales por jurados formados exclusivamente por caballeros.

—Primero tenemos que hacer que Norbano declare culpable a Cepio en la Asamblea de la plebe de algún cargo en que ésta tenga potestad, y, con tal de que no se defina como traición, podemos hacerlo ahora mismo, cuando tiene en contra suya tanta animadversión popular por el asunto del oro robado —dijo Saturnino.

—Nunca se ha conseguido en la Asamblea plebeya —replicó Glaucia dubitativo—. Nuestro exaltado amigo Ahenobarbo ya lo intentó acusando a Silano de provocar ilegalmente una guerra contra los germanos, y eso sin hablar de traición. Pero la Asamblea de la plebe rechazó el caso. La dificultad estriba en que a nadie le gustan los juicios por traición.

—Bueno, seguiremos preparándolo —dijo Saturnino—. Para lograr que las centurias emitan veredicto de culpabilidad, el acusado tiene que comparecer y decir por sí mismo que deliberadamente se propuso la ruina de su país. Y nadie es tan tonto para eso. Cayo Mario tiene razón: tenemos que cortar las alas a los padres de la patria demostrándoles que no están por encima de ningún reproche moral ni de la ley. Y eso sólo podemos hacerlo ante un organismo que no esté formado por senadores.

—¿Y por qué no aprobar inmediatamente esa ley sobre traición y luego juzgar a Cepio ante un tribunal especial? —inquirió Glaucia—. Sí, sí, ya sé que los senadores chillarán como cerdos enchironados, ¿no lo hacen siempre?

—Queremos sobrevivir, ¿no? —replicó Saturnino con una mueca—. Aunque sólo nos queden tres años más, es mejor que perecer dentro de dos días.

—¡Y dale con los tres años!

—Mira —insistió Saturnino—, si podemos hacer que la Asamblea de la plebe declare culpable a Cepio, el Senado comprenderá lo que pretendemos y se dará cuenta de que el pueblo está harto de senadores que impiden que se aplique el justo castigo a sus colegas, y que no quiere que haya una ley para los senadores y otra para los demás. ¡Ya es hora de que el pueblo despierte! Y yo soy el que va a dar el golpe que lo despierte. Desde que se instauró la república, el Senado ha conseguido que la gente admita crédulamente que los senadores son lo mejor del pueblo romano y que tienen derecho a decir y hacer lo que se les antoje. ¡Votad por Lucio Tiddlypus... su familia dio a Roma el primer cónsul! Y sin que importe que sea un codicioso incompetente... ¡No! Lucio Tiddlypus tiene el apellido y la tradición de que su familia ha estado al servicio público de Roma. Los hermanos Graco tenían razón. Hay que arrebatar los tribunales a la cohorte de los Tiddlypus y dárselos a los caballeros.

—Se me acaba de ocurrir una cosa, Lucio Apuleyo —dijo Glaucia con aire pensativo—. El pueblo es un sector responsable y bien formado, al menos; pilar de la tradición romana. Pero ¿qué sucedería si un día alguien empezase a hablar del censo por cabezas igual que tú del pueblo?

—Mientras tengan la barriga llena y los ediles les den buenos espectáculos en los juegos, los del censo por cabezas son felices —replicó Saturnino riendo—. ¡Para hacer al censo por cabezas políticamente consciente habría que convertir el Foro Romano en el Circo Máximo!

—Este invierno no tienen la barriga tan llena —dijo Glaucia.

—Lo bastante, gracias nada menos que a nuestro respetable portavoz de la cámara, Marco Emilio Escauro. Mira, no lamento que no podamos convencer al Numídico o a Catulo César para que vean las cosas según nuestra perspectiva, pero lo que sí creo es que es una lástima no podernos ganar a Escauro —dijo Saturnino.

—No le guardas rencor por haberte echado de la cámara, ¿verdad? —inquirió Glaucia, mirándole con expresión de curiosidad.

—No. El hizo lo que creyó legal. Pero algún día, Cayo Servilio, encontraré a los verdaderos culpables y lo lamentarán más que Edipo —contestó Saturnino furioso.

 

A primeros de enero, el tribuno de la plebe Cayo Norbano juzgaba a Quinto Servilio Cepio ante la Asamblea de la plebe por el cargo expresado con el término de "pérdida de su ejército".

Desde el principio los ánimos estaban muy exaltados, pues no todo el pueblo era contrario al elitismo senatorial, y el Senado había movilizado al máximo a los partidarios suyos entre la plebe para defender a Cepio. Mucho antes de que se convocase a las tribus para votar, estalló la violencia y corrió la sangre. Los tribunos de la plebe Tito Didio y Lucio Aurelio Cota vetaron el procedimiento y la multitud, furiosa, los hizo bajar de la tribuna de los Espolones, apedreándolos y apaleándolos; Didio y Cota fueron detenidos y sacados de la zona de comicios y, por presión de la muchedumbre, encerrados en el Argiletum. A pesar de los golpes y del abucheo, se habían empeñado inútilmente en gritar su veto entre un mar de rostros iracundos.

El rumor del asunto del oro de Tolosa había desequilibrado la balanza en contra de Cepio y el Senado, no había la menor duda. Desde el censo por cabezas hasta la primera clase, toda la ciudad lanzaba imprecaciones contra Cepio el ladrón, Cepio el traidor, Cepio el egoísta. El pueblo —mujeres incluidas—, que nunca había mostrado interés alguno por el Foro o las Asambleas, acudió a ver al tal Cepio, un delincuente inimaginable; se discutía qué altura tendría la montaña de ladrillos de oro, cuánto pesaba, qué cantidad era. Y el odio se mascaba en el aire, porque a nadie le gusta ver a un particular largarse con lo que se considera propiedad de todos. Y menos si se trata de una cantidad tan fabulosa.

Decidido a que el juicio continuase, Norbano hizo caso omiso de aquel alboroto periférico, de las reyertas y del caos que se organizó cuando los asistentes habituales de la Asamblea incitaron a la multitud, que únicamente había acudido a ver y a insultar a Cepio, quien estaba de pie en la tribuna con una escolta de lictores para protegerle y no para detenerle. Los senadores, que por su categoría de patricios no podían intervenir en la Asamblea, permanecían agrupados en la escalinata de la curia hostilia intimidando a Norbano, hasta que una parte de la muchedumbre comenzó a apedrearlos. Escauro cayó sin conocimiento, sangrando por una herida en la cabeza. Pero Norbano prosiguió el juicio sin preocuparse de si el príncipe del Senado estaba muerto o simplemente desmayado.

Cuando llegó el momento de votar, se hizo con suma rapidez; las primeras dieciocho tribus de las treinta y cinco condenaron a Quinto Servilio Cepio, por lo que ya no se llamó a ninguna tribu más a votar. Envalentonado por aquel signo sin precedentes del odio que se manifestaba hacia Cepio, Norbano requirió a la Asamblea que impusiera una sentencia concreta a votación, una sentencia tan dura que todos los senadores presentes pusieron el grito en el cielo en futil protesta. De nuevo las dieciocho tribus votaron en bloque que se le aplicara un horrible castigo. Y Cepio quedó despojado de la ciudadanía, se le prohibía recibir fuego y agua en un radio de ocho millas en torno a Roma, se le impuso una multa de quince mil talentos de oro y se le obligó a quedar confinado en las celdas de la Lautumiae bajo guardia, sin que pudiese hablar con nadie, incluidos los miembros de su familia, hasta que partiera para el exilio.

Entre puños amenazadores y gritos de triunfo de que no iba a poder ver a sus agentes ni banqueros para escamotear su fortuna, Quinto Servilio Cepio, ex ciudadano de Roma, salió escoltado por los lictores para recorrer la breve distancia que separaba la zona de Asambleas de las destartaladas celdas de la Lautumiae.

Totalmente satisfecha con el epílogo de lo que había sido una jornada tan deliciosa y extraordinaria, la multitud se fue a sus casas y en el Foro sólo quedaron unos cuantos senadores.

Los diez tribunos de la plebe habían formado distintos corrillos de afinidad: Lucio Cota, Tito Didio, Marco Bebio y Lucio Antistio Regino con caras largas y callados, mientras que Cayo Norbano y Lucio Apuleyo Saturnino, con cara feliz, hablaban animadamente entre risas con Cayo Servilio Glaucia, que se había acercado a saludarlos. Todos ellos habían perdido la toga en el tumulto.

Marco Emilio Escauro se hallaba sentado, con la espalda apoyada en el pedestal de una estatua de Escipión el Africano, mientras que Metelo el Numídico, con dos esclavos, trataba de contener la sangre que le manaba de un corte en la sien; Craso Orator, con su inseparable (y primo hermano) Quinto Mucio Escévola, permanecía inmóvil y abatido junto a Escauro; los jóvenes Druso y Cepio hijo seguían atónitos en la escalinata del Senado, acompañados del tío de Druso, Publio Rutilio Rufo, y de Marco Aurelio Cota; y el segundo cónsul, Lucio Aurelio Orestes, que no andaba muy bien de salud, se hallaba tendido todo lo largo que era en el vestíbulo, atendido solícitamente por un angustiado pretor.

Rutilio Rufo y Cota llegaron corriendo a atender a Cepio hijo, al ver que de pronto se combaba contra el aturdido y pálido Druso, que le había pasado un brazo por los hombros.

—¿Qué podemos hacer por ayudarle? —inquirió Cota.

Druso meneó la cabeza sin decir nada, impedido por la emoción, y Cepio hijo parecía no oír nada.

—¿Ha pensado alguien en mandar unos lictores a proteger la casa de Quinto Servilio frente a la multitud? —inquirió Rutilio Rufo.

—Yo lo he hecho —logró decir Druso.

—¿Y su esposa? —inquirió Cota, señalando con la cabeza al joven Cepio.

—La he mandado con la niña a mi casa —contestó Druso, llevándose la mano libre a la mejilla como si acabara de descubrirla. Cepio hijo se rebulló y miró extrañado a los tres.

—Ha sido sólo por el oro —dijo—. ¡Lo único que les importabaera el oro! No han pensado en Arausio. No le han condenado por Arausio. ¡Sólo les importaba el oro!

—Es muy humano pensar más en el oro que en las vidas humanas —dijo Rutilio Rufo con voz queda.

Druso miró severamente a su tío, pero si Rutilio Rufo lo había dicho con ironía, Cepio hijo ni lo advirtió.

—De esto tiene la culpa Cayo Mario —dijo el joven Cepio.

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