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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (93 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¿Y no la confiscarán?

—No, y por dos razones. Primero, porque está a tu nombre y no al mío. Y, segundo, porque no está depositada en Roma, sino en Esmirna, con mi dinero —añadió con una gran sonrisa—. Tendrás que vivir en casa de Marco Livio unos años, y luego comenzaré a transferirte la fortuna. Si algo me sucediera, mis banqueros continuarán lo que yo haya dispuesto. Entretanto, yerno, llevad la cuenta de los gastos en que incurra mi hijo, que a su debido tiempo os reembolsaré hasta el último sestercio.

Se hizo un silencio tan profundo y emotivo que parecía planear sobre todos los que componían el grupo, que pensaron lo que Servilio Cepio no decía: que había robado el oro de Tolosa, que el oro de Tolosa estaba en Esmirna y que ese oro era ahora propiedad de Quinto Servilio Cepio. Quinto Servilio Cepio era casi tan rico como la propia Roma.

Cepio se volvió hacia Antistio, que callaba como los demás.

—¿Habéis considerado lo que os dije por el camino?

—Sí, Quinto Servilio —contestó Antistio con un carraspeo—. Acepto.

—¡Bien! —exclamó Cepio mirando a su hijo y a su yerno—. Mi querido amigo Lucio Antistio ha aceptado escoltarme hasta Esmirna, para concederme el placer de su compañía y la protección de tribuno de la plebe. Cuando lleguemos a Esmirna procuraré convencerle de que se quede allí.

—Eso aún no lo he decidido —dijo Antistio.

—No hay prisa, no hay ninguna prisa —añadió Cepio contemporizador, frotándose las manos como para calentárselas—. ¡Os confieso que me comería un niño crudo! ¿Hay algo de cenar?

—Desde luego, padre —contestó Servilia Cepionis—. Pasad al comedor mientras Livia Drusa y yo nos ocupamos de la cocina.

Cosa que, desde luego, era más que inexacto, porque quien se ocupaba de la cocina era Cratipo. Las dos mujeres fueron a buscarle y le encontraron en el balcón columbrando hacia el Foro Romano, sobre el que comenzaban a caer las sombras.

—¡Mirad eso! ¿Habéis visto antes semejante suciedad? —dijo el

criado, indignado, señalando—. ¡Hay basura por todas partes! Zapatos, harapos, palos, restos de comida, jarros de vino... ¡Qué desastre!

Y allí estaba el Odiseo pelirrojo, de pie con Cneo Domicio Ahenobarbo, en el balcón de la casa de más abajo; parecían, igual que Cratipo, comentar irritados aquella suciedad.

Livia Drusa se estremeció, se humedeció los labios y miró con desesperada angustia a aquel joven, tan próximo y a la vez tan lejano. El criado se fue corriendo hacia la escalera de la cocina, y ella vio la ocasión de plantear una pregunta sin importancia.

—Hermana, ¿quién es ese hombre pelirrojo que está en la terraza con Cneo Domicio? Hace años que viene a visitarle, pero no sé quién es; no lo reconozco. ¿Sabes tú quién es?

—¡Ah, ése! —respondió Servilia Cepionis, desdeñosa—. Es Marco Porcio Catón.

—¿Catón? ¿Como Catón el censor?

—Exacto. ¡Arribistas! Es el nieto de Catón el censor.

—Pero ¿no era su abuela Licinia y su madre Emilia Paula? ¡Eso le hace aceptable! —replicó Livia Drusa con los ojos brillantes.

—Te equivocas de rama, querida —replicó sarcástica Servilia Cepionis—. No es hijo de Emilia Paula; si lo fuera tendría que ser mucho mayor. ¡No, no, no es un Catón Liciniano! Es un Catón Saloniano, nieto de esclavo.

El mundo imaginario de Livia Drusa se venía abajo, amenazado por una serie de grietas.

—No lo entiendo —replicó, perpleja.

—¡Cómo!, ¿no sabes la historia? Es el hijo del hijo de Catón el censor con su segunda mujer.

—¿De la hija de un esclavo? —inquirió Livia Drusa, conteniendo la respiración.

—La hija de su esclavo, para ser exactos. Salonia, se llamaba. —Creo que es algo lamentable que se les permita mezclarse con nosotros, los descendientes de Licinia, la primera mujer de Catón el censor. Y se han abierto camino hasta el Senado. Claro que los Porcios Catón Licinianos no les hablan; ni nosotros tampoco.

—¿Y por qué le recibe Cneo Domicio?

Servilia Cepionis soltó una carcajada semejante a las de su insufrible padre.

—Bueno, los Domicios Ahenobarbos no son tan ilustres, ¿sabes? Tienen más dinero que antepasados, a pesar de todos los cuentos que dicen que Cástor y Pólux les tocaron la barba con algo rojo. No sé exactamente por qué le aceptan, pero me lo imagino. Fue mi padre quien lo resolvió.

—Resolvió, ¿el qué? —inquirió Livia Drusa, con el alma en los pies.

—Mira, la segunda rama de Catón el censor es una familia de pelirrojos. El propio Catón el censor era pelirrojo, para empezar. Pero Licinia y Emilia Paula eran morenas, por lo que sus hijos e hijas tienen el pelo y los ojos marrones, mientras que el esclavo Salonio de Catón el censor era un celtibero de Salo, en la Hispania Citerior, y tenía el pelo rubio. Su hija, Salonia, era muy rubia; por eso los Catones Salonianos tienen el pelo rojo y los ojos grises —dijo Servilia Cepionis, encogiéndose de hombros—. Los Domicios Ahenobarbos tienen que perpetuar el mito que inventaron de las barbas rojas heredadas de un antepasado que fue tocado por Cástor y Pólux y siempre se casan con mujeres pelirrojas; pero hay pocas, y si no hay una disponible de mejor linaje, imagino que Domicio Ahenobarbo se casará con una de la rama de los Catones Salonianos. Son tan engreídos que consideran su sangre capaz de absorber cualquier porquería.

—Entonces, ese amigo de Cneo Domicio tendrá una hermana.

—Tiene una hermana —contestó Servilia Cepionis con un sobresalto—. Tengo que ir a ver. ¡Qué día! Vamos, ven a cenar.

—Ve tú; antes tengo que dar de comer a la niña.

La mención de la pequeña bastó para que la madre frustrada que era Servilia Cepionis se alejase apresuradamente. Livia Drusa volvió a la balaustrada y miró hacia abajo. Allí seguía Cneo Domicio y su visita, el joven pelirrojo de abuelo esclavo. Quizá la oscuridad creciente hacía menos vistoso su pelo, y aparentaba ser menos alto, menos ancho de espaldas. Su cuello era algo ridículo, demasiado largo y delgado para ser romano. A Livia Drusa le brotaron cuatro escuetas lágrimas, que cayeron sobre la barandilla pintada de amarillo.

He sido una tonta, como de costumbre, pensó. He estado soñando cuatro años seguidos con un hombre que es descendiente de un esclavo, y de un esclavo real, no de uno mitológico. Yo le había imaginado rey, noble y valiente como Odiseo; me había convertido en una paciente Penélope que aguarda su llegada. Y ahora descubro que no es noble. ¡Ni siquiera de una cuna decente! Al fin y al cabo, ¿qué era Catón el censor, sino un campesino de Tuscúlo, amparado por el patricio Valerio Flaco? Un auténtico precursor de Cayo Mario. Ese hombre de ahí abajo es descendiente directo de un esclavo hispano y de un campesino. ¡Qué tonta soy! ¡Una idiota estúpida!

Cuando llegó al cuarto de la niña, se encontró a la pequeña Servilia hambrienta por no haberse respetado el horario aquel día tan agitado, y se sentó quince minutos a darle el pecho.

—Tendrás que buscar un ama de cría —dijo a la niñera macedónica antes de marcharse—, porque quiero descansar un tiempo antes del parto. Y cuando nazca el que viene, le pones un ama de cría desde el principio, porque está visto que dar el pecho no impide quedarse embarazada, si no no lo estaría.

Llegó al comedor en el momento en que servían el plato principal, y se sentó lo más discretamente que pudo en la silla frente a Cepio hijo. Todos comían con ganas, y Livia Drusa advirtió que ella también tenía apetito.

—¿Te encuentras bien, Livia Drusa? —inquirió Cepio hijo, con gesto preocupado—. Pareces enferma.

Sorprendida, le miró y, por primera vez en todos aquellos años, su rostro no le causó aquellos sentimientos de repulsa. No, él no era pelirrojo, ni tenía los ojos grises, ni era alto y esbelto y de anchas espaldas, ni sería jamás el rey Odiseo. Pero era su esposo, la amaba y le era fiel; era el padre de sus hijos y patricio romano, noble por parte de padre y madre.

Así que le sonrió; una sonrisa que incluso le asomó a los ojos.

—Creo que es por el día que hemos pasado, Quinto Cecilio —contestó dulcemente—. En realidad, hacia años que no me sentía tan bien.

 

Animado por el resultado del juicio de Cepio, Saturnino comenzó a actuar con tan arbitraria arrogancia que el Senado se resintió en sus cimientos. Sin que se hubiesen apagado las brasas del proceso de Cepio, Saturnino acusó a Cneo Malio Máximo por "pérdida de su ejército" ante la Asamblea de la plebe con idéntico resultado. Malio Máximo, que se había quedado sin hijos por la batalla de Araúsio, ahora perdía la ciudadanía romana y se veía obligado a emprender el exilio, mucho más privado de medios que el codicioso Cepio.

Luego, a finales de febrero, se aprobó la nueva ley relativa a la traición, la lex Apuleia de matestate, privando a las molestas centurías de la potestad de juzgar los delitos de traición y encomendándolos a un tribunal especial formado estrictamente por caballeros, y en el que no participaba el Senado. Pese a ello, los senadores no alegaron nada en contra durante el debate ni intentaron oponerse a que se promulgara la ley.

Por colosales que fuesen aquellos cambios, y de incalculable importancia para el futuro gobierno de Roma, no atrajeron tanto el interés del Senado o del pueblo como la elección pontifical celebrada por entonces. La muerte de Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, había dejado no una, sino dos vacantes en el colegio de pontífices; y como esas dos vacantes las ocupaba un solo hombre, hubo quienes arguyeron que bastaba con una sola elección. Pero, como señaló Escauro, príncipe del Senado, con un peligroso temblor en la voz y boca estremecida, eso sólo habría sido posible si el elegido pontífice ordinario hubiera sido también candidato al cargo supremo. Finalmente se llegó al acuerdo de elegir primero al pontífice máximo.

—Entonces ya veremos lo que se hace —dijo Escauro, con profundos suspiros y muerto de risa.

Tanto Escauro, príncipe del Senado, como Metelo el Numídico eran candidatos al cargo, igual que Catulo César y Cneo Domicio Ahenobarbo.

—Si me eligen, o eligen a Quinto Lutacio, haremos una segunda votación para el pontífice ordinario, ya que los dos pertenecemos al colegio —dijo Escauro, con heroico control de la voz.

Formaban parte de él un tal Servilio Vatia, Elio Tubero, Metelo el Numídico y Cneo Domicio Ahenobarbo.

La nueva ley estipulaba que diecisiete de las treinta y cinco tribus fuesen elegidas a suertes y que éstas efectuasen la votación. Se echaron a suertes y se determinaron las diecisiete tribus en cuestión. Todo ello se hizo aquel mismo día en el Foro con gran sentido del humor y tolerancia y sin ningún tipo de violencia, pues no era Escauro el único que se divertía enormemente, dado que a los romanos no había nada que más complaciese su sentido del humor que aquella competición por el título más augusto en los rollos de los censores, en particular cuando la parte ofendida había logrado tan limpiamente devolver la pelota a los ofensores.

Naturalmente, Cneo Domicio Ahenobarbo era el protagonista del momento. Y a nadie le sorprendió que fuese elegido pontífice máximo, con lo cual se hacía innecesaria la segunda elección. Entre vítores y guirnaldas al viento, Cneo Domicio Ahenobarbo representaba la venganza perfecta sobre aquellos que habían dado el sacerdocio de su fallecido padre al joven Marco Livio Druso.

Escauro se retorció en un paroxismo de carcajadas nada más saberse el veredicto, con gran disgusto de Metelo el Numídico, que no le veía la gracia.

—¡De verdad, Marco Emilio, sois el colmo! ¡Es una ofensa! Ese pípinna con tan mal genio y mala bilis de pontífice máximo! ¿Después de mi querido hermano Dalmático? ¿Y contra vos, o contra mí? —exclamó, dando un puñetazo contra una de las proas que adornaban la rostra—. ¡Ah, si hay algo que detesto en los romanos es cuando su pervertido sentido del ridículo predomina sobre el sentido común! ¡Me resulta más perdonable la promulgación de una ley de Saturnino que esto! Al menos una ley de Saturnino implica opiniones muy enraizadas en el pueblo. ¡Pero esta... esta farsa, es pura irresponsabilidad! Siento tal vergüenza que me dan ganas de unirme a Quinto Servilio en el destierro.

Pero cuanto más furioso se ponía Metelo el Numídico, más se reía Escauro. Finalmente, sujetándose los costados y mirando a Metelo por entre un velo de lágrimas, logró musitarle:

—¡Bah, dejad de comportaros como una vieja vestal ante un par de pelotas peludas y un pene erecto! ¡Es para morirse de risa! Y nos merecemos bien lo que nos haga.

Y volvió a contorsionarse, produciendo un ruido hilarante parecido al de un gatito estrujado, mientras Metelo se alejaba indignado.

 

En una inesperada carta, que Publio Rufo recibió en septiembre, Cayo Mario le decía:

 

Sé que tendría que escribirte más a menudo, viejo amigo, pero el inconveniente es que me cuesta escribir cartas. Tus cartas sí que son como un corcho lanzado a quien está a punto de ahogarse; y llenas de tu personalidad, sin adornos ni formalismos. Bueno, esta simple frase me ha costado lo que no te imaginas.

No me cabe la menor duda de que habrás ido al Senado a soportar los quejidos de nuestro Meneitos respecto a lo que le cuesta al Estado mantener un ejército del censo por cabezas en un segundo año de inactividad al otro lado de los Alpes. ¿Y cómo voy a conseguir que me elijan cónsul por cuarta vez y tres veces consecutivas? Eso es lo que tengo que hacer. Porque, si no, pierdo todo lo que me había propuesto. Porque el año que viene, Publio Rutilio, va a ser el año de los germanos. Lo noto. Sí, admito que no existe base real para ese presentimiento, pero cuando vuelvan Lucio Cornelio y Quinto Sertorio, estoy seguro de que me lo confirmarán. No he sabido nada de ellos desde que el año pasado me trajeron al rey Copilo. Y aunque me alegra que mis dos tribunos de la plebe lograsen declarar culpable a Quinto Servilio Cepio, aún lamento no haber podido hacerlo yo mismo con Copilo de testigo. No importa. Quinto Servilio ha tenido su merecido. No obstante, es una lástima que Roma no haya podido recuperar el oro de Tolosa. Habría servido para pagar muchos ejércitos del censo por cabezas.

Aquí la vida continúa como siempre. La Vía Domicia ha quedado en perfecto estado desde Nemausus hasta Ocelum, con lo que en el futuro resultará mucho más fácil la marcha de las legiones. Había llegado a un estado ruinoso, y tenía tramos que no se habían reparado desde los tiempos en que el tata de nuestro nuevo pontífice máximo estuvo por aquí, hace casi veinte años. Las inundaciones, las heladas y los chaparrones la habían dejado muy deteriorada. Naturalmente, no es igual que construir una calzada nueva, porque una vez que se han colocado las piedras del lecho del afirmado, es una base que dura para siempre; pero es imposible que la tropa y los carros marchen bien por una calzada llena de hoyos y con piedras que sobresalen; la superficie superior de arena, grava y polvo de piedra debe estar tan lisa como una cáscara de huevo y hay que regarla hasta que se apelmaza como hormigón. Te aseguro que la actual Vía Domicia es mérito de mis hombres.

Hemos construido también una calzada que cruza los marjales del Rhodanus desde Nemausus hasta Arelate. Y acabamos de terminar la excavación de un canal navegable desde el mar hasta Arelate, para evitar los pantanos, barrizales y bancos de arena de la desembocadura. Todos los peces gordos griegos de Massilia se arrastran agradecidos, con la nariz donde yo pongo el culo, los hipócritas. Pero el agradecimiento no ha hecho que se reduzcan en nada los precios de lo que venden a mi ejército.

Por si oyes hablar de ello y la historia se tergiversa, ya que las historias que a mí y a los míos se refieren siempre se tergiversan, te diré lo que sucedió con Cayo Lusio. Recordarás al hijo de mi cuñada, que llegó aquí como tribuno militar. Mi capitán preboste vino a verme hace dos semanas para decirme algo que consideraba muy mala noticia. Habían hallado a Cayo Lusio muerto en el barracón de oficiales, abierto en canal de un limpio tajo desde la garganta al vientre, como no lo haría el mejor oficial. El autor, un soldado, se había entregado; era también un simpático muchacho, de lo mejor, me dijo su centurión. Resulta que Lusio era marica, le gustaba ese soldado y no dejaba de molestarle, hasta que en la centuria, el muchacho se convirtió en la risión y todos hacían burla de él con gestos raros y parpadeos. El pobre soldado no podía evitar aquello y el resultado fue el homicidio. De todos modos, tuve que someterle a un consejo de guerra y debo decirte que tuve sumo placer en declararle inocente, ascenderle y recompensarle con una bolsa de dinero. Bueno, ya vuelvo a caer en el estilo literario.

El asunto se resolvió bien para mí, porque demostré que, para empezar, no tenía parentesco de sangre con Lusio, y, en segundo lugar, esto me dio la oportunidad de demostrar a los oficiales que para su general la justicia se lleva a cabo sin favoritismos para los familiares. Supongo que los maricas pueden desempeñar ciertos cometidos, pero, decididamente, la legión no es para ellos, ¿no crees, Publio Rutilio? ¿Te imaginas lo que habríamos hecho con Lusio en Numancia? No habría acabado con una muerte limpia y rápida, sino dando alaridos. Aunque uno no puede nunca asombrarse, y jamás olvidaré las cosas que oí en el funeral de Escipión Emiliano. Bueno, de mí, nunca dijo nada malo, así que no tengo por qué comentar nada. Era un tipo raro, pero yo creo que esas historias se cuentan cuando los hombres no engendran hijos.

Y eso es todo. Ah, salvo que este año he hecho algunos cambios en el pilum, y espero que la nueva versión se generalice. Si dispones de dinero, compra acciones de una de las nuevas factorías que van a manufacturarlas. O búscate una factoría, pues si eres dueño del edificio los censores no pueden acusarte de prácticas impropias de senador, ¿no es así, ahora?

Bueno, lo que he cambiado es la forma de unión entre el asta de hierro y el mango de madera. El pilum es una obra de arte comparada con la vieja lanza tipo hasta, pero no cabe duda de que son mucho más costosos debido a su punta más pequeña y dentada en lugar de la punta larga en forma de hoja, y llevar un asta de hierro más larga y un mango de madera moldeado para complementar la fuerza dinámica del lanzamiento, en vez del viejo mango tipo escoba de la hasta. Hace mucho tiempo que vengo observando que al enemigo le encanta apoderarse de estos pilum, y provocan a nuestras tropas bisoñas para que se los arrojen cuando no hay posibilidad de acertar más que en los escudos. Luego se quedan con el pilum o nos lo arrojan a nosotros.

Lo que yo he hecho ha sido descubrir el modo de unir el asta de hierro al mango de madera con una clavija débil, y cuando el pilum hace impacto, el asta se rompe por la juntura y el enemigo no puede volver a arrojárnoslo ni llevárselo. Además, si conservamos el campo después de la batalla, los armeros pueden ir recogiendo los trozos rotos para volverlos a montar. Nos ahorra dinero porque no se pierden y ahorramos vidas porque el enemigo no nos los puede arrojar.

Y ésas son todas las noticias. Escribe pronto.

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