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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (122 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Este loco lo que se reprocha es no haber utilizado la fuerza, que es lo que cuenta! —exclamó Cepio hijo—. ¡Tendría que haberos matado, Lucio Apuleyo!

—Gracias por decirlo en presencia de estos testigos imparciales —dijo Saturnino sonriendo—. Quinto Servilio Cepio hijo, os acuso formalmente de traición menor por intentar obstruir las funciones de un tribuno de la plebe y por amenazar la sacrosanta persona de un tribuno.

—Cabalgáis un caballo desbocado, Lucio Apuleyo —terció Sila—. ¡Bajad de él antes de que os derribe!

—Acabo de presentar una acusación formal contra Quinto Servilio, padres conscriptos —replicó Saturnino, haciendo caso omiso de Sila—, pero es asunto del que se encargará el tribunal de traiciones. Hoy he venido a pedir fondos.

Pese a la seguridad del templo, sólo habría unos ochenta senadores y ninguno de ellos importante. Saturnino los miró con desdén.

—Quiero fondos para comprar grano para el pueblo de Roma —continuó—. Si no los hay en el Tesoro, sugiero que busquéis el modo de que os los presten. ¡Porque tendré esos fondos!

Saturnino consiguió el dinero. Congestionado y en medio de protestas, al cuestor urbano Cepio hijo se le ordenó acuñar moneda urgentemente de una reserva de lingotes de plata del templo de Ope y pagar el trigo sin más.

—Nos veremos ante el tribunal —dijo Saturnino con voz tranquila a Cepio hijo al final de la sesión—, porque me concederé el gran placer de acusaros personalmente.

Pero en esto se extralimitó, porque los caballeros jurados le tomaron aversión y se predispusieron a favor de Cepio hijo, cuando la propia Fortuna mostró que también ella le favorecía: en pleno discurso de la defensa llegó una carta urgente de Esmirna anunciando que su padre Quinto Servilio Cepio acababa de morir, con el inapreciable consuelo de su oro. Cepio hijo lloró amargamente, el jurado se conmovió y le absolvió.

Había llegado la fecha de las elecciones, pero nadie quería celebrarlas porque aún seguía congregándose la multitud a diario en el Foro, y los silos seguían vacíos. El segundo cónsul Flaco persistió en que las elecciones se aplazasen hasta que el tiempo demostrase que Cayo Mario era incapaz de presidirlas. Sacerdote de Marte, Lucio Valerio Flaco tenía muy poco de marcial para poner en peligro su vida presidiendo unas elecciones en aquellas circunstancias.

 

Marco Antonio Orator había logrado grandes éxitos en su campaña de tres años contra los piratas de Cilicia y Panfilia, concluyéndola con buen estilo desde su cuartel general en la cosmopolita y culta ciudad de Atenas. Allí se le había reunido su buen amigo Cayo Memio, quien, a su regreso a Roma después de ser gobernador de Macedonia, se había visto procesado por la estafa del trigo ante el tribunal de exacciones de Glaucia junto con Cayo Flavio Fimbria, su compinche. Este había resultado abrumadoramente culpable, pero Memio tuvo la suerte de ser declarado culpable por un voto de diferencia y eligió Atenas para exiliarse, dado que su amigo Antonio llevaba allí mucho tiempo y necesitaba su apoyo para apelar al Senado contra la sentencia. Que pudiese costearse los gastos de tan costoso recurso se debió a pura casualidad; siendo gobernador de Macedonia, se había prácticamente topado con oro por valor de cien talentos, escondido en un pueblo tomado a los escordiscos. Igual que Cepio en Tolosa, Memio no sintió necesidad alguna de compartir el oro con nadie y se quedó con él, hasta que puso una parte en las manos abiertas de Antonio en Atenas. Pocos meses después le llamaban de Roma y recuperaba su silla de senador.

Como la guerra contra los piratas estaba prácticamente acabada, Cayo Memio aguardó en Atenas a que llegara el momento de que Marco Antonio Orator tuviera que regresar a Roma. Su amistad había dado frutos y juntos formaron equipo para presentarse a las elecciones consulares.

A fines de noviembre Antonio acampó con su pequeño ejército en los terrenos vacíos del Campo de Marte y exigió un triunfo, que el Senado —reunido sin peligro en el templo de Belona para tratar el asunto— le concedió complacido. Sin embargo, se comunicó a Antonio que su triunfo debía aplazarse hasta después del décimo día de diciembre por no haberse celebrado aún las elecciones tribunicias y hallarse todavía el Foro invadido por las multitudes de proletarios. Esperaban que las elecciones se celebrasen y el nuevo colegio asumiera el cargo el décimo día de diciembre, pero un desfile triunfal, tal como estaban los ánimos en Roma, quedaba descartado.

Antonio comenzó a recelar la imposibilidad de presentarse a las elecciones consulares, pues hasta que se celebrase su triunfo tenía que permanecer fuera del pomerium, límite sagrado de la ciudad. Conservaba su imperium, pero esto le situaba en la misma posición que los reyes extranjeros que no podían entrar en Roma. Y si no podía entrar en la ciudad, no podía proclamarse candidato a las elecciones consulares.

No obstante, sus éxitos en la guerra le habían hecho muy popular entre los mercaderes de trigo y otros comerciantes, ya que el tráfico en el Mediterráneo era más seguro y previsible que cincuenta años antes. Si podía presentarse a las elecciones, tenía grandes posibilidades de ser elegido primer cónsul, incluso frente a Cayo Mario. Y, pese a su participación en la estafa del trigo, las posibilidades de Cayo Memio tampoco eran malas porque había sido un intrépido enemigo de los partidarios de Yugurta y se había enfrentado encarnizadamente a Cepio cuando devolvió el tribunal de extorsiones al Senado. Eran, como había comentado Catulo César a Escauro, príncipe del Senado, una pareja tan aceptable para los caballeros que constituían la mayoría de la primera y segunda clase, como para los boni, y ambos infinitamente preferibles a Cayo Mario. Porque, evidentemente, todos esperaban que Cayo Mario apareciese en Roma en el último momento, dispuesto a presentarse candidato a su séptimo consulado. Lo del infarto estaba comprobado, pero no parecía haberle incapacitado notablemente, y los que habían ido a Cumas a verle, habían vuelto convencidos de que no había afectado para nada a sus facultades mentales. A nadie le cabía la menor duda de que Mario fuese a presentarse como candidato.

La idea de presentar al electorado un par de candidatos deseosos de trabajar en equipo atraía enormemente a los padres de la patria; con Antonio y Memio juntos cabía la posibilidad de arrebatarle a Mario la silla curul. Pero el inconveniente estaba en que Antonio se negaba a renunciar a su triunfo en beneficio del consulado, cediendo el imperium para cruzar el pomerium y declararse candidato.

—Puedo presentarme al consulado el año que viene —dijo cuando Catulo César y Escauro, príncipe del Senado, vinieron a verle al Campo de Marte—. El triunfo es más importante... Seguramente no volveré a participar en mi vida en una guerra importante.

Y no hubo manera de sacarle de ahí.

—De acuerdo —dijo Escauro a Catulo César al salir, abatidos, del campamento de Antonio—, tendremos que flexibilizar un poco las reglas. Cayo Mario no ha parado mientes quebrantándolas, ¿por qué nosotros vamos a ser tan escrupulosos con lo que hay en juego?

Pero fue Catulo César quien propuso la solución a la cámara, reuniendo suficientes senadores para que hubiese consenso en otro lugar seguro, el templo de Júpiter Stator, cerca del Circo Flaminio.

—Vivimos tiempos difíciles —dijo Catulo César—. Normalmente todos los candidatos a las magistraturas curules deben presentarse ante el Senado y el pueblo en el Foro para declarar su candidatura. Lamentablemente, la carestía del trigo y las continuas manifestaciones en el Foro lo inhabilitan como lugar de reunión. Solicito humildemente a los padres conscriptos el cambio de ubicación del tribunal de presentación de los candidatos, ¡únicamente por este año excepcional!, y que se efectúe una convocatoria excepcional de la asamblea centuriada en la saepta del Campo de Marte. ¡Algo hay que hacer para celebrar las elecciones! Si trasladamos la ceremonia de los candidatos curules a la saepta, algo es algo y así podremos cumplir el requisito de un lapso entre la presentación de candidatos y las elecciones. Sería además una deferencia hacia Marco Antonio, que quiere ser candidato al consulado y no puede cruzar el pomerium sin renunciar a su triunfo, y no puede celebrarlo por los disturbios causados por la hambruna. Esperemos que la muchedumbre vuelva a sus casas después de que se elijan a los tribunos de la plebe y éstos ocupen sus cargos. Así Marco Antonio podrá celebrar el triunfo en cuanto asuma el cargo el nuevo colegio y luego celebramos las elecciones curules.

—¿Por qué estáis tan seguro de que la multitud volverá a sus casas después de que el colegio de tribunos de la plebe asuma el cargo, Quinto Lutacio? —inquirió Saturnino.

—¡Yo diría que nadie más adecuado para contestar a eso, Lucio Apuleyo! —espetó Catulo César—. ¡Porque sois vos quien la atraéis al Foro, vos quien la arengáis con promesas que ni vos ni esta augusta cámara pueden cumplir! ¿Cómo vamos a comprar un trigo que no existe?

—Aun después de concluir mi mandato, seguiré hablando a la multitud —replicó Saturnino.

—No lo haréis —exclamó Catulo César—. ¡Cuando volváis a ser un privatus, Lucio Apuleyo, aunque tarde un mes y me hagan falta cien hombres, encontraré alguna ley escrita en las tablillas o algún precedente por el que se considere ilegal que habléis desde la tribuna ni de ningún sitio del Foro!

Saturnino se echó a reír a carcajadas interminables, sin que nadie creyese que la cosa realmente le divirtiera.

—¡Podéis rebuscar en vuestro corazón, Quinto Lutacio! Es igual. ¡No voy a ser un privatus cuando concluya el año del cargo de tribuno, porque volveré a ser tribuno de la plebe! ¡Sí, voy a seguir el ejemplo de Cayo Mario y sin impedimentos legales para que claméis por mi cabeza! ¡No hay nada que impida ser tribuno de la plebe varias veces seguidas!

—Hay costumbres y tradiciones —terció Escauro—, suficientes para impedir a todos, salvo a vos y a Cayo Graco, presentarse a un tercer mandato. Y debíais recordar lo que le sucedió a Cayo Graco, que murió en el bosque Furrina en compañía de un solo esclavo.

—Yo tendré mejor compañía —replicó Saturnino—. Los de Picenum nos mantenemos unidos, ¿no es cierto, Tito Labieno?, ¿no es cierto, Cayo Saufeio? ¡No os desharéis tan fácilmente de nosotros!

—No tentéis a los dioses —dijo Escauro—; siempre responden al desafío de los mortales.

—¡No me asustan los dioses, Marco Emilio! Los dioses están de mi parte —replicó Saturnino, abandonando la sesión.

—Yo ya le dije que cabalga en un caballo desbocado, camino de la caída —dijo Sila, al pasar junto a Escauro y Catulo César.

—Y él —dijo Catulo César a Escauro cuando Sila ya no podía oírlos.

—Y la mitad del Senado, si pudiéramos saberlo —añadió Escauro, dirigiendo una mirada en derredor—. ¡Quinto Lutacio, qué bonito es este templo! Un buen mérito a la memoria de Metelo el Macedónico. Pero hoy ha sido un triste escenario con la ausencia de Metelo el Numídico. Vamos —dijo más animado, tras encogerse de hombros—, vamos a dar alcance a nuestro estimado segundo cónsul antes de que se encierre en lo más recóndito de su morada. Que haga el sacrificio a Marte y a Júpiter Optimus Maximus, si es que podemos, de suovetaurilia blancos para propiciar la aprobación divina de celebrar la ceremonia de la candidatura consular en el Campo de Marte.

—¿Quién va a firmar la factura de una vaca blanca, un cerdo blanco y una oveja blanca? —inquirió Catulo César acercándose a ellos—. Los cuestores del Tesoro van a chillar más que las víctimas propiciatorias.

—Bah, yo creo que puede pagar el conejo blanco de Lucio Valerio, que tiene acceso a Marte —contestó sonriente Escauro.

 

El último día de noviembre llegó un mensaje de Cayo Mario convocando reunión del Senado al día siguiente en la Curia Hostilia. En esta ocasión, la agitación del Foro no impidió que los padres conscriptos acudieran a la sesión, porque todos estaban deseando ver cómo se encontraba Mario. La cámara estaba al pleno y los senadores se personaron antes del alba en las calendas de diciembre para llegar antes que él, haciéndose toda clase de especulaciones mientras aguardaban su aparición.

Fue el último en entrar. La misma estatura, los mismos anchos hombros, altivo como nunca; nada en su paso denotaba la invalidez, y su mano izquierda recogía con toda normalidad los pliegues de su toga bordada de púrpura. Si, pero lo llevaba escrito en su cara: el lado derecho, con su ceja característica, pero el izquierdo, un remedo lamentable.

Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, comenzó a aplaudir; la primera palmada resonó en la vieja bóveda de vigas y murió en el tosco vientre de placas de terracota que formaban el techo. Uno tras otro se fueron sumando los padres conscriptos, de forma que cuando Mario llegaba a su silla curul toda la cámara era un aplauso. No sonreía, pues habría sido acentuar a tal extremo la asimetría de payaso del rostro, que cada vez que lo hacía veía asomar lágrimas a los ojos de quien le contemplaba, fuese Julia o Sila. Se limitó a permanecer de pie junto a la silla de marfil, haciendo majestuosas reverencias hasta que cesó la ovación.

Escauro se puso en pie, esgrimiendo una amplia sonrisa.

—¡Cayo Mario, nos alegramos de veros! Esta cámara ha estado estos últimos meses apagada como un día de lluvia. Como portavoz, me complazco en daros la bienvenida.

—Os doy las gracias, príncipe del Senado, padres conscriptos, colegas magistrados —respondió Mario con voz clara y sin farfullar. Pese a su continencia, una leve sonrisa levantó el lado derecho de su boca, mientras el izquierdo permanecía tristemente caído—. Si para vosotros es un placer darme la bienvenida, para mí constituye aún mayor placer volver a estar en Roma. Como veis, he estado enfermo. —Lanzó un profundo suspiro que todos oyeron, mientras él sentía un temblor de tristeza recorrerle medio cuerpo—. Aunque la enfermedad ya ha pasado, quedan las secuelas. Por eso, antes de abrir la sesión y disponernos a tratar los asuntos que parecen requerir nuestra más acuciante atención, quiero manifestar algo. No voy a tratar de ser reelegido cónsul por dos razones: primera, porque las circunstancias excepcionales a que se enfrentaba el Estado, y que hicieron que se me concediera el honor sin precedentes de tantos consulados sucesivos, ya han desaparecido definitivamente. La segunda, porque no considero que mi salud me permita desempeñar debidamente mis funciones. Es evidente la responsabilidad que me atañe por el caos actual de Roma. De haber estado yo aquí, la presencia del primer cónsul habría paliado la situación. Por eso hay un primer cónsul. No es que acuse a Lucio Valerio, a Marco Emilio ni a ningún miembro de esta cámara. Pero es el primer cónsul quien debe dirigir y a mi me ha sido imposible. Eso me ha servido para darme cuenta de que no debo intentar la reelección. Que el cargo de primer cónsul lo ocupe un hombre sano.

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