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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (126 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Cayo Mario —dijo Glaucia.

—No, Cayo Mario tampoco. Además, él está de nuestra parte.

—No lo está —replicó Glaucia.

—Quizá él piense que no lo está, Cayo Servilio, pero el hecho de que la multitud le aclame como me aclama a mí y a Lucio Equitio hará que los padres de la patria y el resto de los senadores lo vean bajo el mismo prisma que a nosotros. Y yo no tendría inconveniente en compartir provisionalmente el poder con Cayo Mario. Está envejeciendo y ha sufrido un ataque al corazón. ¿Qué más lógico que muera por efecto de otro? —dijo Saturnino, decidido.

Glaucia comenzaba a sentirse mejor; se irguió en la silla y miró a Saturnino entre dudoso y esperanzado.

—¿Crees que saldrá bien, Lucio Apuleyo? ¿Lo crees de verdad?

—Dará resultado, Cayo Servilio —respondió Saturnino alzando eufórico los brazos hacia el techo, seguro de sí mismo—. Tú déjame a mi.

Lucio Apuleyo salió, efectivamente, de casa de Cayo Claudio camino del Foro, acompañado de Labieno, Saufeio, Lucio Equitio y unos diez o doce incondicionales. Cruzó el Arx, pensando en entrar en liza por la parte alta, como un semidiós que desciende de una zona repleta de templos y deidades. Por ello su primera visión del Foro la tuvo desde lo alto de las escaleras Gemoniae, por las que pensaba bajar como un rey. Pero se detuvo en seco, estupefacto. ¿Dónde estaba la multitud? Habían vuelto todos a sus casas el día anterior, después de las elecciones de cuestores, y como no había nada programado aquel día en el Foro, no habían encontrado razón para regresar. Tal era la explicación. Y tampoco se veía un solo senador, dados los acontecimientos que se habían producido en el prado de la saepta.

No obstante, el Foro no estaba vacío. Habría unos dos mil o tres mil partidarios suyos pertenecientes a la hez, dando vueltas, vociferando y agitando el puño, reclamando al vacío trigo gratis. La enorme decepción casi le hizo brotar las lágrimas; luego miró fijamente a aquellos miserables que deambulaban por el bajo Foro y adoptó una decisión. Lo harían. Tendrían que hacerlo. Los utilizaría como punta de lanza; con ellos atraería otra vez al Foro a la multitud, porque aunque él no se mezclaba con el populacho, ellos sí.

Lamentando la falta de heraldos que tocaran las trompetas anunciando su llegada, descendió la escalinata Gemoniae y se dirigió a la tribuna de los Espolones, secundado por sus partidarios, que incitaban a los miserables desperdigados a congregarse para escucharle.

—¡Quirites! —gritó en medio de los vítores, levantando los brazos para imponer silencio—. ¡Quirites, el Senado de Roma está a punto de firmar nuestra sentencia de muerte! ¡Yo, Lucio Apuleyo Saturnino, igual que Lucio Equitio y Cayo Servilio Glaucia, vamos a ser acusados de la muerte de un valido de la nobleza, un muñeco afeminado, cuyo único propósito presentándose a la elección de cónsul era conseguir que vosotros, pueblo de Roma, os siguierais muriendo de hambre!

El compacto grupo situado ante la tribuna seguía en silencio, y Saturnino cobró confianza; animado por la atención de su auditorio, insistió sobre el tema.

—¿Por qué creéis que no se nos ha dado grano, aun después de que yo aprobase una ley para que Se repartiera a precio módico? ¡Porque la primera y la segunda clase de nuestra gran ciudad prefieren comprar menos y venderlo más caro! ¡Porque la primera y la segunda clase de Roma no quieren que vuestras bocas hambrientas se vuelvan hacia ellos! ¡Os toman por unos cucos que se aprovechan de su nido, algo sobrante en Roma! Vosotros sois del censo por cabezas, clases inferiores que para ellos no cuentan una vez ganadas las guerras y bien guardado el botín en el Tesoro. ¿A qué gastarlo para llenar vuestros estómagos inútiles?, dice el Senado de Roma, y se niega a darme los fondos que necesito para comprar trigo para vosotros... ¡Porque al Senado y a la primera y la segunda clase de Roma les vendría bien, pero que muy bien, que varios cientos de miles de los que denominan estómagos inútiles se encogieran hasta perecer de hambre! ¡Imaginaos cuánto dinero se ahorrarían, cuántas viviendas abarrotadas y malolientes de las insulae quedarían vacías y qué espacioso parque podría hacerse de Roma! Donde vosotros vivís apiñados, ellos se pasearían cómodamente por preciosos jardines, con sus bolsas bien repletas de dinero y el estómago lleno! ¡Vosotros les tenéis sin cuidado! Sois un estorbo del que les gustaría deshacerse, y ¿qué mejor medio que provocar una hambruna ficticia?

Se los ganaba, claro; gritaban hasta desgañitarse como perros hambrientos y era un sonido ensordecedor que llenaba el aire de amenaza y el corazón de Saturnino de gozo.

—¡Pero yo, Lucio Apuleyo Saturnino, he luchado tanto y con tal tesón para llenar vuestros vientres, que ahora quieren eliminarme por un crimen que no he cometido! —Eso era genial, porque no había cometido el crimen y decía la pura verdad—. ¡Conmigo perecerán mis amigos, que lo son también vuestros! ¡Lucio Equitio, aquí presente, el heredero del nombre y los deseos de Tiberio Graco! ¡Y Cayo Servilio Glaucia, que tan estupendamente redacta mis leyes para que ni los nobles que mandan en el Senado puedan cambiarles una sola tilde! —Hizo una pausa y alzó los brazos en gesto patético—. Y cuando muramos, quirites, ¿quién cuidará de vosotros? ¿Quien proseguirá la lucha? ¿Quién se enfrentará a los privilegiados para que os llenéis el estómago? ¡¡Nadie!!

Ahora las aclamaciones eran atronadoras y los ánimos se cargaban de violencia, ya eran suyos para hacer lo que quisiera.

—¡Quirites, de vosotros depende! ¿Queréis no hacer nada, mientras a nosotros, que somos inocentes y os apreciamos, nos matan? ¿O iréis a vuestras casas para armaros, avisar a todo el vecindario y volver en tropel? —La gente comenzó a marcharse, pero el vociferante Saturnino los detuvo—. ¡Volved aquí a millares! ¡Venid a mi, que yo os guiaré! ¡Antes de que anochezca, Roma será núestra porque será mía, y entonces veremos quién se llena el estómago! ¡Asaltaremos el Tesoro y compraremos trigo! ¡Ahora, id; volved con toda la ciudad, reunámonos en el corazón de Roma y mostraremos al Senado y a la primera y segunda clase quién manda realmente en Roma y en el imperio!

Igual que un montón de bolas a las que se da un mazazo, el populacho se dispersó en todas direcciones, lanzando gritos incoherentes, mientras Saturnino se volvía en la tribuna hacia sus compinches.

—¡Maravilloso! —exclamó Saufeio, cediendo a la tensión.

—¡Venceremos, Lucio Apuleyo, venceremos! —exclamó Labieno.

Rodeado de aquel grupo que, alborozado, le daba palmadas en la espalda, Saturnino se mostraba majestuoso, vislumbrando su fantástico futuro.

Y en aquel momento, Lucio Equitio rompió a llorar.

—Pero ¿qué es lo que vais a hacer? —balbució, enjugándose con la orla de su toga.

—¿Hacer? ¿Qué crees que he dicho, imbécil? Voy a apoderarme de Roma.

—¿Con esa gente?

—¿Y quién va a poder resistírseles? Además, volverán con una muchedumbre. ¡Ya verás, Lucio Equitio! ¡Nadie podrá resistírseles!

—¡Pero en el Campo de Marte hay un ejército de dos legiónes! —gimió Lucio Equitio, tembloroso y sin dejar de hacer pucheros.

—Jamás un ejército romano se ha arriesgado a entrar en Roma si no es para desfilar en triunfo y nadie que haya ordenado su entrada en la ciudad ha vivido para contarlo —respondió Saturnino, desdeñoso ante aquella objeción; en cuanto se hubiera hecho firmemente con la situación, tendría que prescindir de Equitio, se pareciera o no a Tiberio Graco.

—Cayo Mario lo hará —replicó Equitio entre sollozos.

—¡Cayo Mario se pondrá de nuestro lado, necio! —dijo Saturnino con gesto de desprecio.

—¡No me gusta esto, Lucio Apuleyo!

—No tiene por qué gustarte. Si estás conmigo, deja de lloriquear. Pero si estás contra mí, ¡yo te haré callar! —añadió Saturnino pasándose el dedo por la garganta.

 

Uno de los primeros en acudir a la llamada de socorro de los amigos de Cayo Memio fue Cayo Mario. Llegó al escenario de la reyerta poco después de que Glaucia y sus compinches echaran a correr hacia el Quirinal y se encontró con un centenar de togados de las centurias apiñados en torno a los restos de la víctima. Le abrieron paso y el primer cónsul, con Sila a sus espaldas, bajó la mirada hacia los despojos informes de aquella cabeza y luego la dirigió al palo ensangrentado con restos de cabellos, piel y hueso.

—¿Quién ha sido? —inquirió Sila.

—Cayo Servilio Glaucia —respondieron doce voces al unísono.

—¿Él solo? —dijo Sila con un resoplido.

Todos asintieron con la cabeza.

—¿Sabe alguien adónde ha ido?

Esta vez las respuestas fueron contradictorias, pero Sila pudo por fin determinar que el criminal, con su grupo, se había dirigido al Quirinal por la puerta Sanqualis, y, como Cayo Claudio formaba parte del mismo, era muy probable que hubieran ido a su casa de Alta Semita.

Mario seguía inmóvil y cabizbajo, contemplando al muerto. Sila le tocó suavemente en el brazo y entonces se movió para enjugarse las lágrimas con un pliegue de la toga para evitar mostrar la torpeza de su mano izquierda sacando el pañuelo.

—Esto es corriente en el campo de batalla, ¡pero en el Campo de Marte, dentro de los muros de Roma, es una ignominia! —gritó, volviéndose hacia los que le rodeaban.

Llegaban ya otros senadores de más edad, entre ellos Marco Emilio, príncipe del Senado, quien dirigió una breve mirada al rostro bañado en lágrimas de Mario y luego bajó la mirada hacia el suelo, conteniendo un grito.

—¡Memio! ¿Cayo Memio? —exclamó sin dar crédito a lo que veía.

—Sí, Cayo Memio —contestó Sila—. Asesinado por Glaucia, según todos los testigos.

Mario volvía a llorar, sin tratar de ocultarlo al mirar a Escauro.

—Príncipe del Senado —dijo—, voy a convocar inmediatamente a la cámara en el templo de Belona. ¿Acudiréis?

—Sí —contestó Escauro.

Llegaban apresuradamente algunos lictores que se habían quedado rezagados por el enérgico paso de Mario, pese a su infarto.

—Lucio Cornelio, llévate mis lictores, busca a los heraldos, suspende la presentación de candidaturas, envía al flamen Martialis al templo de Venus Libitina a que nos traiga las hachas sagradas al templo de Belona y convoca al Senado —dijo Mario—. Yo me adelanto con Marco Emilio.

—Ha sido un año de lo más nefasto —dijo Escauro—. De hecho, al margen de las últimas vicisitudes, no recuerdo un año tan terrible desde el último de la vida de Cayo Graco.

Mario había secado sus lágrimas.

—Supongo que ya no sucederá nada más —dijo.

—Esperemos, al menos, que la violencia no supere este asesinato de Memio.

Pero las esperanzas de Escauro fueron vanas por razonables que pareciesen. El Senado se reunió en el templo de Belona y trató en sesión el crimen; muchos senadores habían sido testigos presenciales y corroboraron la culpabilidad de Glaucia.

—No obstante —dijo Mario con firmeza—, Cayo Servilio ha de ser juzgado. A ningún ciudadano romano puede condenársele sin juicio, salvo si declara la guerra a Roma; y ése no es el caso que nos ocupa.

—Me temo que si, Cayo Mario —dijo Sila, entrando apresuradamente.

Todos se lo quedaron mirando en silencio.

—Lucio Apuleyo y un grupo, entre los que se cuenta el cuestor Cayo Saufeio, se han apoderado del Foro Romano —añadió Sila—. Han mostrado a Lucio Equitio al populacho y Lucio Apuleyo ha anunciado que va a suplantar al Senado y a la primera y segunda clase con una dictadura del pueblo presidida por él. Aún no le han proclamado rey de Roma, pero ya se dice por las calles y mercados que hay de aquí al Foro; es decir, que lo proclaman por doquier.

—¿Puedo tomar la palabra, Cayo Mario? —inquirió el portavoz de la cámara.

—Hablad, príncipe del Senado.

—La crisis asola a nuestra ciudad —comenzó diciendo Escauro con voz no muy fuerte pero clara—, del mismo modo que sucedió durante los últimos días de Cayo Graco. En aquella ocasión, cuando Marco Fulvio y él recurrieron a la violencia como único medio para conseguir sus inicuos fines, se celebró un debate en esta cámara a propósito de si Roma necesitaba un dictador que se enfrentara a aquella aguda crisis, por breve que fuese. El resto es historia. La cámara rechazó nombrar un dictador y lo que hizo fue aprobar lo que podemos denominar una medida extrema: el Senatus consultum de republica defendenda por el que otorgaba a sus cónsules y magistrados potestad para defender la soberanía del Estado con los medios que se juzgaran necesarios, inmunizándolos de antemano contra cualquier procesamiento o veto tribunicio.

Hizo una pausa para mirar en derredor con grave gesto.

—Yo sugiero, padres conscriptos, que hagamos frente a la actual situación del mismo modo, mediante un Senatus consultum de republica defendenda.

—En previsión de desacuerdo, los que estén a favor que se pongan a la izquierda y los que estén en contra, a la derecha —dijo Mario, situándose el primero a la izquierda.

Nadie se colocó a la derecha, y la cámara aprobó por unanimidad su segundo Senatus consultum de republica defendenda, cosa que no había sucedido en la primera ocasión histórica.

—Cayo Mario —dijo Escauro—, quedo facultado por los miembros de esta cámara para instaros a que, como primer cónsul, defendáis la soberanía de nuestro Estado de la forma que estiméis adecuada o imprescindible. Declaro, además, en nombre de la cámara, que quedáis exento del veto tribunicio y que nada de lo que ordenéis se os reprochará ante ningún tribunal. A condición de que actúen siguiendo vuestras indicaciones, este cometido y la inmunidad quedan ampliados al segundo cónsul Lucio Valerio Flaco y a todos los pretores. Mas vos, Cayo Mario, quedáis igualmente facultado para nombrar delegados entre los miembros de esta cámara que no sean cónsules ni pretores, y a condición de que tales delegados actúen bajo vuestras órdenes, a ellos también se les amplía el cometido y la inmunidad. —Pensando en la cara que habría puesto Metelo el Numídico de haber estado presente para ver a Cayo Mario investido prácticamente como dictador, nada menos que por boca del propio príncipe del Senado, Escauro dirigió a Mario una mirada traviesa, pero supo contener una sonrisa, mientras inflaba sus pulmones—. ¡¡Viva Roma!!

—¡Cielos! —exclamó Publio Rutilio Rufo.

Pero Mario no tenía tiempo ni paciencia para recrearse con las gracias de la cámara, a la que creía capaz de entregarse a juegos de palabras mientras Roma ardía a su alrededor. Con voz acuciante pero sin alterarse, procedió a nombrar a Lucio Cornelio su lugarteniente, ordenó que se abriera el depósito de armas en los sótanos del templo de Belona para repartirlas entre los que no tuvieran armamento ni coraza y envió a sus casas a los que sí disponían de ellas, para que las recogieran mientras aún se pudiera circular sin riesgo por las calles.

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