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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (61 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No te atrae, ¿eh?

—Es prueba de falta de voluntad, padre.

Había veces en que Aurelia llamaba padre a Cota, otras veces era tío, pero nunca lo decía por las buenas sin pensarlo; cuando hablaba como padre, era padre, y cuando actuaba como tío, era tío.

—Tienes razón —dijo Cota.

—¿Hay alguno con el que prefieras casarte por encima de los demás? —inquirió Rutilia, optando por la táctica directa.

—No, madre, en realidad no —respondió la muchacha sin hacer ningún mohín—. Prefiero que seáis vosotros quienes adoptéis la decisión.

—¿Qué es lo que esperas del matrimonio? —inquirió Cota.

—Un esposo adecuado a mi rango que haga honor al suyo... Varios hijos.

—¡Una respuesta de libro de texto! —exclamó Cota.

—Díselo, Marco Aurelio, ¡vamos! —dijo Rutilia, mirando a su esposo con un asomo risueño en los ojos.

Cota volvió a carraspear.

—Bien, Aurelia, nos estás planteando un buen problema —dijo—. En el último recuento registré treinta y siete peticiones formales de matrimonio, y a ninguno de los pretendientes se le puede descartar por inadecuado. Algunos son de mayor rango que nosotros, otros de fortuna mucho más importante y otros incluso de alcurnia y fortuna superior a la nuestra. Lo cual es un dilema. Si elegimos nosotros a tu esposo, nos crearemos muchos enemigos, y no es que nos preocupe, pero entorpecería más tarde el camino social de tus hermanos. Supongo que lo comprendes.

—Sí, padre —respondió Aurelia, muy seria.

—En fin, tu tío Publio ha sido el que ha dado la única solución posible. Que seas tú quien elija marido, hija mía.

—¿Yo? —replicó Aurelia conteniendo un grito, presa de turbación por primera vez.

—Tú.

Se llevó las manos a las enrojecidas mejillas y miró horrorizada a Cota.

—¡No puedo hacer eso! —exclamó—. ¡No es... no es romano!

—Es cierto —añadió Cota—. No es romano; es rutiliano.

—Necesitábamos un Ulises que nos solucionara el enigma, y por fortuna tenemos uno en la familia —dijo Rutilia.

—¡Oh! —exclamaba Aurelia rebulléndose inquieta—. ¡Oh, oh!

—¿Qué sucede, Aurelia? ¿No puedes adoptar una decisión por ti misma? —inquirió Rutilia.

—No, no es eso —respondió la muchacha, recuperando sus colores normales, para luego empalidecer—. Es que... Bueno, bien —añadió, encogiéndose de hombros—. ¿Puedo retirarme?

—Claro, hija.

Ya en la puerta, se volvió, mirando muy seria a Cota y a Rutilia.

—¿De cuánto tiempo dispongo para decidirme? —inquirió.

—Oh, no corre prisa —respondió Cota, complaciente—. A finales de enero cumples dieciocho años, pero nada obliga a que tengas que casarte al ser mayor de edad. Piénsatelo bien.

—Gracias —dijo Aurelia, saliendo del cuarto.

Su reducida habitación era uno de los cubículos que daban al atrium, un cuartito oscuro sin ventana; en un hogar tan lleno de afecto y cuidado, a la hija única no se le habría permitido dormir en un sitio menos protegido. Sin embargo, al ser la única hembra entre tantos hombres, estaba muy consentida y habría podido fácilmente resultar una muchacha mimada de haber tenido esa tendencia. Afortunadamente, no era así. La familia afirmaba con unanimidad que era imposible que Aurelia saliera mimada porque no había en ella un sólo átomo de codicia ni de envidia. Lo que no quería decir que fuese dulce y adorable; de hecho, resultaba mucho más fácil admirarla y respetarla que quererla, porque no era extrovertida.

De niña escuchaba impasible las vanaglorias de su hermano mayor o de los otros hermanos; cuando se hartaba, le daba un mamporro que le dejaba el oído zumbando y se marchaba sin decir palabra.

Como era la única chica, los padres pensaron que necesitaba un espacio propio al que no tuviesen acceso los muchachos, y le habían designado una habitación muy soleada que daba al jardín peristilo y también criada propia, la incomparable Cardixa. Cuando Aurelia se casase, Cardixa la acompañaría al nuevo hogar.

 

Nada más ver a Aurelia entrar en el cuarto con aquella expresión, Cardixa se dio cuenta de que acababa de suceder algo importante; pero no dijo nada, ni esperó que ella le dijese qué era, pues la amable y agradable relación entre ama y criada no incluía confidencias de muchacha. Era evidente que Aurelia necesitaba estar a solas, y Cardixa salió del cuarto.

Los gustos de la propietaria se advertían en aquella habitación, cuyas paredes estaban en su mayor parte llenas de casilleros con numerosos rollos de libros. En un escritorio había hojas de papel en blanco, plumas de junco, tablillas de cera, un curioso estilete de hueso para inscribir la cera, pastillas comprimidas de tinta de sepia para disolverlas en agua, un tintero con tapadera, un recipiente perforado lleno de arena fina secante y un ábaco.

En un rincón destacaba un telar grande de Patavium, y en la pared de detrás, docenas de largos hilados de lana colgando de clavijas de los más variados colores y grosores, rojos y morados, azules y verdes, rosas y crema, amarillos y naranja, porque a Aurelia le encantaba hacerse la ropa y le gustaban mucho los colores vivos. En el telar había un buen trozo de labor en hilado finísimo color flamígero: nada menos que el velo de matrimonio de Aurelia; la tela color azafrán del vestido de boda estaba ya acabada y se hallaba doblada en un estante para cuando llegase el momento de confeccionarlo, pues traía mala suerte cortarlo y coserlo antes de que el novio se hubiese comprometido contractualmente.

Cardixa, que era muy hábil, tenía medio acabado un biombo plegable de celosía hecho con madera africana; los trozos pulidos de calcedonia, jaspe, cornalina y ónix con que pensaba hacer las incrustaciones en los dibujos de hojas y flores, estaban cuidadosamente envueltos en una caja de madera labrada, muestra también de su maestría.

Aurelia fue cerrando las contraventanas, dejándolas abiertas lo suficiente para que entrase aire y algo de luz; el hecho de que cerrase las contraventanas era señal de que no quería que la molestara nadie, ni hermanos ni criados. Luego se sentó en el escritorio, muy turbada y desconcertada, cruzó las manos y se puso a pensar.

¿Qué haría Cornehlia, madre de los Gracos?

Este era el criterio por el que Aurelia se regía en todo. ¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? ¿Qué pensaría Cornelia, madre de los Gracos? ¿Qué sentiría Cornelia, madre de los Gracos? Porque Cornelia, madre de los Gracos, era el ídolo de Aurelia, la mujer ejemplar, la guía a la que seguir para hablar y para actuar.

Entre los libros que cubrían las paredes de su estudio estaban las cartas y ensayos de Cornelia, madre de los Gracos, así como cualquier trabajo publicado en el que se mencionase su nombre.

¿Y quién era aquella Cornelia, madre de los Gracos? Todo lo que una noble romana debía ser, desde el nacimiento hasta la tumba. Esa era.

La hija menor de Escipión el Africano, implacable perseguidor de Aníbal y conquistador de Cartago, se había desposado con el noble Tiberio Sempronio Graco a los diecinueve años, cuando él contaba cuarenta y cinco; su madre, Emilia Paula, era hermana del gran Emilio Paulo, con lo que Cornelia, madre de los Gracos, era doblemente patricia.

Su conducta como esposa de Tiberio Sempronio Graco había sido irreprochable, y en los casi veinte años de matrimonio le dio —incansable— doce hijos. Cayo Julio César probablemente habría sostenido que por la constante endogamia de dos familias muy antiguas —los Cornelios y los Emilios— los hijos fueron enfermizos, porque de eso no había duda. Pero ella, infatigable, persistió y crió a sus hijos con meticulosos cuidados y gran cariño y consiguió que tres de ellos crecieran saludables. El primero que llegó a hacerse mayor fue una hija, Sempronia; el segundo, un varón que heredó el nombre del padre, Tiberio, y el tercero fue otro varón llamado Cayo Sempronio Graco.

De exquisita formación y digna hija de su padre, que adoraba todo lo griego como el máximo exponente de la cultura, ella misma fue la maestra de sus tres hijos (y de los que de los otros nueve vivieron lo suficiente para recibir enseñanza), vigilando todas las facetas de su formación. Al morir su esposo, quedó con Sempronia, de quince años, Tiberio Graco, de doce, el pequeño Cayo Graco, de dos años, y algunos de los nueve que no sobrepasaron la niñez.

Los pretendientes a la viuda eran legión, pues había dado pruebas de fertilidad con asombrosa regularidad y aún estaba en edad de concebir; era, además, hija del Africano, sobrina de Paulo y viuda de Tiberio Sempronio Graco. Y estaba muy sana.

Entre los pretendientes estaba nada menos que el rey Tolomeo Evergetes, Gran Vientre, en aquel entonces rey de Cirenaica y posteriormente de Egipto, que viajaba a menudo a Roma en los años entre su destronamiento en Egipto y su reinstauración nueve años después de la muerte de Tiberio Sempronio Graco. Por entonces no hacía más que castigar con sus quejas los cansados oídos del Senado, conspirar y sobornar para lograr recuperar el trono perdido.

Al morir Tiberio Sempronio Graco, el rey Tolomeo Evergetes tenía ocho años menos que Cornelia, madre de los Gracos, que contaba treinta y seis años, y era mucho más esbelto por la zona ventral que en años posteriores, cuando el primo carnal y yerno de Cornelia, Escipión Emiliano, alardeó de haber expulsado al horrible y obeso rey de Egipto, indecentemente vestido. El monarca insistía y suspiraba por su mano con la misma insistencia que por el trono de Egipto, pero con poco éxito. Cornelia, la madre de los Gracos, no era para un simple rey extranjero, por muy rico y poderoso que fuese.

De hecho, Cornelia, madre de los Gracos, había decidido que una auténtica noble romana, casada con un noble romano durante casi veinte años, no tenía por qué volver a casarse. Y así, todos los pretendientes se vieron rechazados con suma cortesía y la viuda se esforzó en su soledad por educar a sus hijos.

Cuando Tiberio Graco fue asesinado, siendo tribuno de la plebe, ella siguió con la frente muy alta, manteniéndose muy por encima de las insinuaciones de la implicación de su primo carnal Escipión Emiliano en el asesinato, y también totalmente al margen de la incompatibilidad conyugal existente entre su hija Sempronia y su esposo Escipión Emiliano. Luego, cuando hallaron muerto misteriosamente a Escipión Emiliano y se rumoreó que a él también le habían asesinado —nada menos que su esposa, o su hija—, Cornelia supo mantenerse perfectamente distanciada. Al fin y al cabo tenía un hijo que cuidar y preparar para su floreciente carrera pública: su querido Cayo Graco.

Cayo Graco murió violentamente cuando su madre iba a cumplir setenta años, y todos pensaron que, finalmente, aquel duro golpe sería el fin de Cornelia, madre de los Gracos. Pero no; ella siguió viviendo con la frente muy alta, viuda, sin sus espléndidos hijos y con el único retoño que le quedaba: la amargada y estéril Sempronia.

—Tengo que criar a mi pequeña Sempronia —decía, refiriéndose a la hija de Cayo Graco, un bebé.

Lo que hizo fue marcharse de Roma, aunque no dejara la vida social. Se retiró a su enorme villa de Miseno, a semejanza de ella, una muestra sin igual del buen gusto, refinamiento y esplendor que Roma podía ofrecer al mundo. Allí recopiló sus cartas y ensayos y amablemente consintió en que el anciano Sosio de Argileto hiciera una edición, después de que sus amistades le suplicaran que no las dejara desconocidas para la posteridad. Igual que su autora, aquellos escritos rebosaban gracia, encanto e inteligencia, pese a ser solemnes y profundos. Y en Miseno se incrementaron, pues en Cornelia, madre de los Gracos, la edad no mermó la inteligencia, erudición e interés por las cosas.

Cuando Aurelia tenía dieciséis años y Cornelia, madre de los Gracos, ochenta y tres, Marco Aurelio Cota y su esposa Rutilia hicieron una visita de cortesía —más que una simple cortesía fue un acontecimiento esperado por todos— a Cornelia, madre de los Gracos, en un viaje de paso por Miseno. Llevaban a toda la tribu infantil, incluido el altanero Lucio Aurelio Cota, que, naturalmente, con sus veintiséis años no se consideraba un verdadero miembro de la tribu. A todos les recomendaron estar muy calladitos, graves como vestales pero muy alerta; nada de juguetear, de risitas ni de dar patadas a las sillas, so pena de muerte tras insufribles tormentos.

Pero Cota y Rutilia no tenían necesidad de preocuparse esgrimiendo aquellas amenazas tan contrarias a su carácter. Cornelia, madre de los Gracos, sabía todo lo que había que saber sobre niños pequeños y niños grandes, y su nieta Sempronia era un año más pequeña que Aurelia. Encantada de verse en compañía de niños tan interesantes y vivaces, la anciana lo pasó muy bien y estuvo con ellos mucho más rato de lo que sus devotos esclavos consideraban prudente, porque ya estaba muy débil y no se le iba aquel color violáceo de los labios y los lóbulos de las orejas.

La pequeña Aurelia salió fascinada, con una sola idea: cuando fuese mayor, juró, ella abrazaría los mismos criterios de fortaleza, resistencia, integridad y paciencia romanas de Cornelia, madre de los Gracos. A raíz de aquella visita su biblioteca aumentó en obras de la anciana señora y ella adoptó la decisión de seguir la pauta de tan notable vida.

No se repitió la visita, pues al invierno siguiente moría Cornelia, madre de los Gracos, sentada en su silla, con la cabeza erguida, agarrada a la mano de su nieta. Acababa de comunicar a la niña su compromiso formal con Marco Fulvio Flaco Bambalio, único miembro viviente de la familia de los Fulvios Flacos, que había perecido apoyando a Cayo Graco. Era adecuado, explicó a la pequeña Sempronia, que, como única heredera de la gran fortuna de los Sempronios, la aportara como dote a una familia desprovista de ella por la causa de Cayo Graco. Cornelia, madre de los Gracos, se complació igualmente en decir a su nieta que aún contaba con suficiente influencia en el Senado para suspender las cláusulas de la lex Voconia de mulierum hereditatibus, en la eventualidad de que algún primo remoto apelase y reclamara sus derechos sobre la gran fortuna alegando aquella ley antifeminista. La suspensión, añadió, se prolongaba hasta la siguiente generación, en previsión de que otra mujer demostrase ser la única heredera directa.

La muerte de Cornelia, madre de los Gracos, sobrevino de forma tan repentina que toda Roma se congratuló, pues era bien cierto que los dioses habían amado, y puesto duramente a prueba, a Cornelia, madre de los Gracos. Por ser una Cornelia, fue inhumada en lugar de incinerada. Sólo la gens de los Cornelios, entre las grandes familias romanas, conservaban el cadáver intacto. Su mausoleo fue una espléndida tumba en la Via Latina, que siempre tuvo flores recién cortadas, y que con el paso de los años fue santuario y altar, aunque nunca se reconociera oficialmente el culto. Toda mujer romana que aspiraba a las virtudes atribuidas a Cornelia, madre de los Gracos, rezaba y dejaba flores en la tumba. Se había convertido en una diosa, pero de una modalidad nueva; un ejemplo de indomable espíritu ante la adversidad.

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