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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (64 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No me agrada la idea de que mi hijo viva en una casa adquirida por su esposa —dijo César con el entrecejo fruncido—. Constituiría una arrogancia por su parte. No, Marco Aurelio, creo que es necesaria otra cosa para salvaguardar el dinero de Aurelia mejor que comprando una casa de la que no será propietaria. Con cien talentos puede comprarse una insula en excelentes condiciones en cualquier zona del Esquilino. Y debe comprarse a su nombre, a nombre de Aurelia. La joven pareja puede vivir en la planta baja sin necesidad de pagar alquiler y vuestra sobrina contará con las rentas de las otras viviendas, una suma mucho más interesante que la que pudiera obtener con otra clase de inversión. Mi hijo deberá esforzarse personalmente en ganar el dinero para comprar una casa, y de ese modo se verá estimulado en su valía y ambición.

—¡No puedo consentir que Aurelia viva en una insula! —replicó Cota horrorizado—. No, separaré cuarenta talentos para comprar una casa y dejaré los otros sesenta talentos bien invertidos.

—Una insula a su nombre —repitió César sin ceder; sofocado, hizo un gran esfuerzo por respirar, inclinándose hacia adelante.

Cota le sirvió una copa de vino y se la puso en la mano, que tenía agarrotada, ayudándole a llevársela a los labios.

—Ya estoy mejor —dijo César, al cabo de un rato.

—Quizá debiera marcharme —dijo Cota.

—No, zanjemos este asunto ahora, Marco Aurelio. Estamos de acuerdo en que este enlace no es el que ninguno de los dos habríamos deseado para la pareja. Pues bien, no se lo pongamos tan fácil. Que sepan cuál es el precio del amor. Si están hechos el uno para el otro, algo de dificultad no hará más que estrechar la unión, si no es así, esa misma dificultad acelerará la ruptura. Vamos a dejar que Aurelia conserve la dote entera, sin herir más de lo debido el orgullo de mi hijo. ¡Una insula, Marco Aurelio! Debe ser de impecable construcción; así que aseguraos de que confiáis la inspección a gente honrada. Y no seáis muy exigente en cuanto a la situación —prosiguió con un hilo de voz—. Roma está creciendo a pasos agigantados, aunque el mercado de casas de bajo precio es más estable que el de las viviendas para gente que prospera. Cuando los tiempos son malos, los que están ascendiendo socialmente, retroceden; así que siempre hay gente buscando viviendas más baratas.

—¡Por los dioses, mi sobrina convertida en una vulgar casera! —exclamó Cota, resistiéndose a la idea.

—¿Y por qué no? —inquirió César con sonrisa cansina—. Me han dicho que es una beldad sin par. ¿No le acomodaría el papel? Si no es así, quizá debiera pensárselo dos veces antes de casarse con mi hijo.

—Cierto que es una belleza sin par —respondió Cota, sonriendo desmedidamente por algún chiste privado—. Os la traeré para que la conozcáis, Cayo Julio, y que vos mismo la convenzáis. Ésta es mi última palabra —añadió, poniéndose en pie y dando una palmadita en el escuálido hombro de César—, y que sea Aurelia quien decida qué hacer con la dote. Planteadle vos mismo lo de la insula y yo le aconsejaré la compra de una casa. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió César—. Pero enviadla pronto, Marco Aurelio. Mañana a mediodía.

—¿Se lo diréis a vuestro hijo?

—Naturalmente. El la recogerá mañana.

 

En circunstancias normales, Aurelia no se andaba con veleidades a la hora de vestirse para salir; le gustaban los colores fuertes, combinándolos, pero siempre lo decidía sin vacilaciones y con lógica, como hacía en todo lo demás. Sin embargo, cuando le dijeron que iba a recogerla su prometido para ir a ver a sus futuros suegros, se puso nerviosa. Finalmente se decidió por una camisa de lana fina color cereza con una túnica de lana rosada lo bastante fina para dejar transparentar el color más fuerte de debajo, y encima de ella otra de rosa más pálido, tan fina como su velo de matrimonio. Se bañó, se perfumó con esencia de rosas, pero se peinó el pelo hacia atrás, recogiéndolo en un discreto moño y rechazó el colorete y el stibium que le ofreció su madre.

—Hoy estás muy pálida —insistió Rutilia—. Son los nervios. ¡Vamos, haz el favor, estarás mejor con un poco de colorete en las mejillas y un perfilado en los ojos!

—No —respondió Aurelia.

La palidez no tuvo la menor importancia, en cualquier caso, porque cuando se presentó el joven Julio César a recogerla, las mejillas de Aurelia se arrebolaron mejor que con los cosméticos de su madre.

—Cayo Julio —dijo a guisa de saludo, ofreciéndole la mano.

—Aurelia —contestó él, estrechándosela.

Tras lo cual, ninguno supo qué hacer.

—Bueno, ¡adiós! —terció Rutilia, irritada; se le hacía raro entregar su primera hija a aquel apuesto joven, sintiéndose ella misma una jovencita.

La pareja dejó la casa, seguidos por Cardixa y los galos.

—Debo advertiros que mi padre no se encuentra bien —dijo el joven César sin dejarse llevar por la emoción—. Sufre una excrecencia maligna en la garganta, y tememos perderlo pronto.

—¡Oh! —exclamó Aurelia.

—Recibí vuestro billete —dijo él al doblar una esquina— y no perdí tiempo en ir a ver a Marco Aurelio. ¡No puedo creerme que me hayáis elegido!

—No puedo creerme el haberos encontrado —contestó ella.

—¿Creéis que Publio Rutilio lo hizo expresamente?

La pregunta provocó en ella una sonrisa.

—Desde luego —contestó.

Siguieron andando y doblaron la siguiente esquina.

—Ya veo que no sois habladora —dijo el joven César.

—No —respondió Aurelia.

Y ésa fue toda la conversación que atinaron a sostener antes de llegar a casa de César.

El ver a la novia de su hijo hizo que César cambiase algo de idea. ¡No era una beldad mimada y caprichosa! Era todo lo que había oído decir de ella y más —¡una beldad sin par!—, pero no según el estereotipo. Y volvió a decirse que todos los encomios estaban más que justificados. ¡Qué magníficos hijos engendrarían! Hijos que él no viviría para verlos.

—Siéntate, Aurelia —dijo con voz apenas audible, señalándole una silla cerca de él pero algo enfrentada para que le viera. Su hijo se sentó al otro lado.

—¿Qué te ha dicho Marco Aurelio de la conversación que sostuvimos? —inquirió el anciano una vez que estuvieron acomodados.

—Nada —contestó Aurelia.

César expuso la discusión que había mantenido con Cota respecto a la dote, sin andarse con rodeos a propósito de su opinión ni de la de Marco Aurelio.

—Tu tío, como tutor, dice que decidas tú. ¿Quieres una casa o una insula? —inquirió, mirándola a los ojos.

¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? Esta vez sabía la respuesta: Cornelia, madre de los Gracos, haría lo más honorable, por duro que fuese. Sólo que ahora ella tenía dos honores a considerar; el de su amado y el suyo propio. Elegir la casa sería, con mucho, más cómodo y bien visto, pero que el dinero de la esposa les procurase la casa, heriría el orgullo de su amado.

Aurelia apartó la mirada de César y la dirigió gravemente a su hijo.

—¿Vos qué preferís? —le dijo.

—Decidid vos, Aurelia —respondió él.

—No, Cayo Julio, decidid vos. Voy a ser vuestra esposa, y quiero ser una esposa como es debido y estar donde debo estar. Vos seréis el cabeza de familia; todo lo que os pido a cambio es que siempre me expliquéis las cosas sincera y noblemente. Elegid vos dónde hemos de vivir. Yo me avengo a lo que decidáis, de palabra y obra.

—Entonces le diremos a Marco Aurelio que busque una insula y registre los derechos de propiedad a vuestro nombre —dijo el joven César sin dudarlo—. Deberá ser la propiedad más rentable y bien construida que encuentre, y estoy de acuerdo con mi padre en que la situación no tiene importancia. Viviremos en una planta baja espaciosa hasta que pueda adquirir una casa unifamiliar. Os mantendré a vos y a los hijos con las rentas de mis tierras, naturalmente. Lo que significa que vos seréis plena responsable de vuestra insula y yo no intervendré para nada.

Aurelia dio muestras de estar satisfecha, pero no dijo nada.

—¡No eres muy habladora! —dijo César, asombrado.

—No —contestó Aurelia.

 

Cota tuvo que trabajar con denuedo, aunque su intención era encontrar para su sobrina un buen inmueble en una de las mejores zonas de Roma. Pero no había manera; lo mirara como lo mirara, la inversión mejor y más rentable era una insula bastante grande en pleno corazón del Subura. No era un inmueble nuevo (lo había hecho construir el dueño unos treinta años antes, y desde entonces él había ocupado una de las dos grandes viviendas de la planta baja, que estaban hechas a conciencia), tenía base y cimientos de piedra y hormigón de quince pies de profundidad y cinco pies de ancho; los muros exteriores de carga tenían dos pies de grueso y por ambas caras contaban con un revestimiento irregular de ladrillo y mortero denominado opus incertum, enlucido con una resistente mezcla de cemento y gravilla; las ventanas tenían todas un marco moldurado de ladrillo y toda la estructura estaba reforzada con vigas de madera de un pie cuadrado de sección y por lo menos cincuenta pies de largo; los pisos, de mezcla de conglomerado, se aguantaban también sobre vigas de un pie cuadrado de sección los más bajos, y sobre tablones los más altos; el amplio patio de luces recibía bastante carga, pero estaba reforzado con una serie de pilares de dos pies de grueso situados cada cinco pies a lo largo del perímetro, en los que se insertaban gruesas vigas de madera a la altura de cada piso.

Los nueve pisos de nueve pies de alto del inmueble representaba una altura bastante modesta —la mayoría de las insulae de la zona tenían de dos a cuatro pisos más—, pero ocupaban todo un pequeño triángulo en la intersección del Subura Minor con el Vicus Patricii. El vértice daba a ese cruce y los lados discurrían a lo largo del Subura Minor y del Vicus Patricii, mientras que la base la constituía la bocacalle que unía esas dos arterias.

La habían visto después de descartar muchas otras; Cota, Aurelia y el joven César se habían acostumbrado al paso diligente de un pequeño y elocuente vendedor de impecables orígenes romanos. ¡Nada de empleados libertos griegos en la agencia inmobiliaria de Torio Postumio!

—Observad el enlucido de las paredes, por dentro y por fuera —decía el agente—. No se ve una sola grieta, los cimientos son tan firmes como la presa de un avariento en su última barra de oro... Ocho tiendas, todas alquiladas a largo plazo, y ningún problema con los inquilinos ni con la renta... Dos viviendas en la planta baja con salones de recepción de doble altura... Dos viviendas en el primer piso y ocho viviendas por piso hasta el sexto... Doce viviendas en el séptimo y doce en el octavo; las tiendas tienen todas vivienda encima... En las de la planta baja hay espacio extra en falsos techos en los cubículos de dormir...

Y no paraba de encomiar las ventajas del inmueble, pero Aurelia, al cabo de un rato, dejó de escucharle y se puso a pensar. Que le aguantasen tío Marco y Cayo Julio. Era un mundo desconocido para ella, pero estaba decidida a dominarlo, y si eso implicaba un estilo de vida muy distinta, mejor.

Sí, claro, tenía sus temores, y no le apetecía tanto embarcarse en dos nuevos estilos de vida de la noche a la mañana, es decir, el nuevo estilo de vida del matrimonio y el de vivir en una insula, pero también estaba descubriendo en sí misma una audacia, nacida de una sensación de libertad demasiado incipiente para asimilarla plenamente. Su ignorancia de cualquier otro estilo de vida lehabía servido para evitar cualquier sentimiento de hastío o de frustración durante su infancia, que había sido una época muy atareada, dedicada a las distintas materias de formación. Pero ahora surgía el matrimonio, y se veía pensando qué sería de ella si no podía llenar su vida con tantos hijos como había tenido Cornelia, madre de los Gracos, y raro era el varón noble que quisiera más de dos hijos. Por naturaleza, Aurelia era activa, trabajadora; por nacimiento, se había visto coartada en su voluntad de hacer cosas, y ahora estaba a punto de convertirse en propietaria y en esposa, y era muy consciente de que con lo primero, al menos, se le presentaba una insólita oportunidad de trabajar. Y no un simple trabajo, sino una ocupación interesante y estimulante.

Miró en derredor con sus fulgurantes ojos y fue construyendo mentalmente un esquema, imaginándose cómo podría ser.

Las dos amplias viviendas de la planta baja diferían en tamaño, pues el propietario constructor del inmueble había puesto gran esmero en su propia vivienda. En comparación con la mansión Cota del Palatino, era muy pequeña; de hecho, la mansión de su tío era mayor que la planta baja entera de aquella insula, con sus tiendas y la taberna de la intersección.

Aunque en el comedor cabrían sólo las tres camillas habituales y el despacho era más pequeño que el de cualquier casa particular, los techos eran altos; el tabique entre ambos era más bien una divisoria que no llegaba al techo para que la luz y el aire del patio llegaran al comedor y al estudio que estaba detrás. El pequeño recibidor (no se le podía realmente llamar atrium) tenía un buen piso de cerámica y bonitas paredes con frescos, y las dos columnas del centro eran de madera maciza pintada imitando el mármol; el aire y la luz entraban a través de una gran reja de la fachada, entre una tienda y la escalera de los pisos superiores. Después del recibidor había tres cubículos de dormir, carentes de ventanas como era habitual, y otros dos después del despacho, uno de ellos más grande. Había un cuartito que ella podía dedicar a su sala de estar, y entre éste y el hueco de la escalera, un cuarto más pequeño que podría usar Cardixa. Pero lo mejor era que había un cuarto de baño y una letrina, pues, como el agente señaló con júbilo, la insula se hallaba sobre uno de los principales colectores de Roma y tenía suministro oficial de agua.

—Hay una letrina pública enfrente, en el Subura Minor, y los baños del Subura están al lado —dijo el agente inmobiliario—. Por el agua no hay problema. Estáis a una altura ideal: lo bastante bajo para recibir un buen caudal de los depósitos de las murallas y lo bastante alto para no temer las crecidas del Tíber; la toma de agua es mayor que las que hacen ahora, ¡y eso suponiendo que una casa nueva pueda conectarse a la red! Naturalmente, el propietario anterior se reservó el suministro de agua y el desagüe al colector, porque los inquilinos lo tienen resuelto a la puerta misma en el cruce y enfrente con las letrinas y los baños.

Aurelia le escuchaba sin perder palabra, porque le habían dicho que en su nuevo estilo de vida no dispondría de agua corriente y letrina; si algo la deprimía por el hecho de vivir en una insula era la circunstancia de no tener su propio cuarto de aseo y su retrete. Ninguno de los otros inmuebles que habían visto tenía agua ni letrina, pese a que algunos estaban en barrios mejores. Si antes no había sabido decidir si aquella insula era la mejor, ahora estaba segura.

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