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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (62 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? Aurelia, por primera vez, no hallaba respuesta. Ni la lógica ni el instinto podían ayudar a que a Aurelia le entrara en la cabeza que sus padres le hubiesen dado libertad para elegir esposo por sí misma. Desde luego entendía los motivos por los que su tío Publio lo había sugerido; su formación clásica era lo suficientemente amplia como para apreciar el paralelismo entre su persona y Helena de Troya, bien que Aurelia no se considerase tan fatalmente hermosa, y menos aún tan pretendida.

Finalmente llegó a la única conclusión que habría aprobado Cornelia, madre de los Gracos. Tenía que revisar todos los pretendientes con sumo cuidado y elegir el mejor. Eso no significaba el que más le gustara, sino el que más se ajustara al ideal romano. Por consiguiente, tenía que ser de buena cuna, al menos de una familia senatorial, y de una cuya dignítas, cuyo aprecio público y categoría en Roma se remontasen a varias generaciones desde los tiempos de la fundación de la república sin mella ni tacha alguna; debía ser valiente, inmune a toda clase de excesos, exento de codicia por el dinero, por encima de toda sospecha de soborno o prostitución ética, y dispuesto, en caso necesario, a dar la vida por Roma y su honor.

¡Nada menos! La dificultad estribaba en cómo iba a ser capaz, una joven que siempre había vivido en el hogar, de juzgar con la necesaria certeza. Por ello decidió hablar con las tres personas adultas de su familia: Marco Cota y Rutilia y su hermanastro Lucio Aurelio Cota. Les preguntaría su sincera opinión sobre cada uno de los pretendientes. Los tres consultados se quedaron atónitos, pero trataron de ayudarla lo mejor posible; lamentablemente, los tres confesaron que tenían prejuicios personales que probablemente deformaban sus opiniones, por lo que Aurelia no pudo aclarar sus dudas.

—No hay ninguno que realmente le guste —dijo Cota, entristecido, a su esposa.

—¡Es que ni uno siquiera! —añadió Rutilia, suspirando.

—¡Es increíble, Rutilia! Una muchacha de dieciocho años que no suspire por nadie... ¿Qué le pasa?

—¿Y cómo voy a saberlo? —replicó Rutilia, sintiéndose a la defensiva—. ¡De mi familia no le viene!

—¡Pues de la mía tampoco! —replicó Cota, que a continuación superó su exasperación besando a su esposa, para volver a hundirse en la depresión—. Mira, me atrevería a apostar que acabará diciendo que ninguno le conviene.

—No me extrañaría —dijo Rutilia.

—¿Y qué vamos a hacer, entonces? Si no andamos con cuidado, acabaremos siendo los padres de la primera solterona en la historia de Roma.

—Yo creo que lo mejor es que la enviemos a mi hermano —dijo Rutilia—. Y que hable con él del asunto.

—¡Excelente idea! —añadió Cota con súbita alegría.

Al día siguiente, Aurelia fue de la mansión de Cota, en el Palatino, a casa de Publio Rutilio Rufo en el Carinae, acompañada de su criada Cardixa y de dos enormes esclavos galos, cuyas tareas eran múltiples y variadas, pero todas basadas en gran fuerza física. Ni Cota ni Rutilia quisieron entorpecer la entrevista de Aurelia con su tío. Habían concertado la hora, pues como cónsul que era dedicado a gobernar a Roma, para que Cneo Malio Máximo reclutase el gran ejército que pensaba llevar a la Galia Transalpina a finales de primavera, Rutilio Rufo era un hombre muy ocupado, aunque siempre dispuesto a solventar los problemas familiares que se presentaran.

Marco Cota había pasado a ver a su cuñado antes del amanecer para explicarle la situación, con el consiguiente regocijo de Rutilio Rufo.

—¡Ah, esa pequeña! —exclamó, sobrecogido por la risa—. Una auténtica virgen. Bien, bien, habrá que asegurarse de que hace una buena elección y no se queda virgen para el resto de sus días, por muchos maridos e hijos que tenga.

—Espero que halles solución, Publio Rutilio —dijo Cota—, porque yo no veo el menor rayo de luz.

—Yo sé lo que hacer —respondió Rutilio Rufo con suficiencia—. Envíamela antes de la hora décima para que cene conmigo. Yo la mandaré a casa en una litera bien custodiada, no te preocupes.

Al llegar Aurelia, Rutilio Rufo envió a Cardixa y a los dos guardias galos a las dependencias de los criados para que cenasen y esperasen, y a Aurelia la condujo al comedor y la acomodó en una silla de manera que pudiese conversar cómodamente con él y con cualquiera que se sentase a su izquierda.

—No espero más que a un solo invitado —dijo mientras se acomodaba en el triclinio—. ¡Brrr! Hace frío, ¿verdad? ¿Qué te parecen unos calcetines calentitos, sobrina?

Cualquier otra muchacha de dieciocho años habría preferido morir antes que ponerse algo tan poco atractivo como un par de calcetines de lana, pero Aurelia no; ella consideró juiciosamente la temperatura del cuarto en relación con su estado de ánimo y aceptó.

—Gracias, tío Publio —dijo.

Llamaron a Cardixa para que pidiera unos calcetines al mayordomo, cosa que hizo al instante.

—¡Qué muchacha tan razonable eres! —dijo Rutilio Rufo, que sentía verdadera devoción por el sentido común de Aurelia, del mismo modo que otro se habría extasiado ante una perla oceánica hallada en una concha de los bajíos de Ostia. Al no ser un gran admirador de las mujeres, no se le ocurría pensar que esa virtud del sentido común era rara tanto en hombres como en mujeres, y siempre procuraba buscar su ausencia en las féminas y, naturalmente, la encontraba. Así, Aurelia era su perla exótica, hallada en los bajíos de la feminidad. Y la atesoraba.

—Gracias, tío Publio —respondió Aurelia, fijando su atención en Cardixa, que estaba arrodillada quitándole los zapatos.

Las dos muchachas estaban distraídas con los calcetines, cuando hicieron pasar al invitado. Ninguna de las dos se molestó en levantar la cabeza al oír los saludos y el ruido que hacía al sentarse a la izquierda del anfitrión.

Aurelia volvió a incorporarse y miró a Cardixa a los ojos con una de sus escasas sonrisas.

—Gracias —dijo.

Cuando ya estaba bien incorporada y dirigió los ojos a su tío y al invitado, conservaba aquella sonrisa más el rubor producido por haber estado inclinada. Arrebatadora.

Y el invitado se quedó arrobado. Igual que Aurelia.

—Cayo Julio, te presento a Aurelia, hija de mi hermana —dijo Publio Rutilio Rufo con voz pausada—. Aurelia, tengo el gusto de presentarte al hijo de mi buen amigo Cayo Julio César, Cayo como el padre, pero no es el hijo mayor.

Con los ojos color malva más abiertos de lo habitual, Aurelia miraba lo que el destino le deparaba y no volvió a pensar en el ideal romano ni en Cornelia, madre de los Gracos. O quizá sí lo hiciese en lo más profundo de su ser, porque supo estar a la altura, aunque sólo el tiempo se lo confirmaría. En aquel momento sólo veía aquel rostro largo romano, con nariz larga romana, unos ojos intensamente azules, un pelo ondulado rubio y una preciosa boca. Y, tras aquel debate interno y aquella deliberación no menos profunda por inútil, resolvió el dilema de la forma más natural y satisfactoria posible: enamorándose.

Sí, claro que hablaron. En realidad fue una cena de lo más agradable. Rutilio Rufo se limitó a acodarse sobre el brazo izquierdo y los dejó que se explayaran, regocijado por su habilidad en haber elegido, entre los cientos de jóvenes que conocía, el que más pudiera agradar a su preciosa perla oceánica. Ni que decir tiene que a él le agradaba mucho el joven Cayo Julio César, del que esperaba mucho en el futuro. Era un romano de lo más fino; cosa lógica, porque pertenecía a una de las familias de más alcurnia. Y como Rutilio Rufo era un romano descendiente de romanos, le complacía aún más que cristalizara aquella atracción entre el joven Cayo Julio César y su sobrina —cosa en la que él tenía plena confianza— y así se forjaría un vínculo casi familiar entre él y su viejo amigo Cayo Mario. Los hijos del joven Cayo Julio César con su sobrina Aurelia serían primos hermanos de los hijos de Cayo Mario.

Normalmente demasiado tímida para interrogar a nadie, Aurelia se olvidó de sus modales y abrumó a preguntas al joven Cayo Julio César. Se enteró así de que había estado en Africa con su cuñado Cayo Mario en el cargo de tribuno militar, y que le habían condecorado en varias ocasiones: con una corona muralis por la batalla en la ciudadela del Muluya, con un estandarte tras la primera batalla en las afueras de Cirta y con nueve phalerae de plata por la segunda batalla de Cirta. En esta última le habían herido gravemente en el muslo y había vuelto a Italia honorablemente licenciado. Aunque todo esto no le había resultado fácil sacárselo, porque él estaba más interesado en contarle las hazañas de su hermano mayor Sexto en las mismas campañas.

Supo también que aquel mismo año le habían nombrado acuñador, y era uno de los tres jóvenes a quienes en edad presenatorial se les concedía la oportunidad de aprender el funcionamiento de la economía de Roma, encargándolos de la acuñación de moneda.

—El dinero desaparece de la circulación —dijo el joven, que nunca había tenido una interlocutora tan fascinante y fascinada—. Nuestro trabajo consiste en hacer más dinero, pero no a nuestro antojo, sino según determina el Tesoro. Sólo acuñamos lo que ellos estipulan para un solo año.

—¿Y cómo puede desaparecer una cosa tan sólida como una moneda? —inquirió Aurelia frunciendo el entrecejo.

—Oh, puede caerse por una alcantarilla o quemarse en un incendio —respondió el joven César—. Algunas monedas llegan a desgastarse, pero la mayoría desaparecen porque las atesoran. Y cuando el dinero se atesora, no cumple su cometido.

—¿Cuál es su cometido? —inquirió Aurelia, que nunca se había interesado gran cosa por el dinero, dado que sus necesidades eran sencillas y sus padres se las cubrían.

—Cambiar constantemente de mano —respondió el joven César—. Eso se llama circulación. Cuando el dinero circula, bendice a las manos por las que pasa. Con él se compran mercancías, trabajo, propiedades. Pero debe circular constantemente.

—Y tenéis que hacer dinero nuevo para sustituir a las monedas que se atesoran —concluyó Aurelia, pensativa—. Sin embargo, las monedas atesoradas siguen ahí, ¿no? ¿Qué sucede si, por ejemplo, de pronto una gran cantidad de monedas atesoradas vuelve a la circulación?

—Entonces baja el valor del dinero.

Tras su primera lección de economía básica, Aurelia optó por conocer el aspecto físico de la acuñación.

—Nosotros somos los que decidimos qué es lo que se inscribe en las monedas —dijo el joven César, animado y cautivado por su extasiada interlocutora.

—¿Os referís a la Victoria en la biga?

—Bueno, es que resulta más fácil poner en una moneda un carro de dos caballos que uno de cuatro, por eso la Victoria monta una biga en vez de una quadriga —respondió él—. Pero a los que tenemos algo de imaginación nos gustaría hacer algo más original que la simple Victoria o Roma. Si al año se hacen cuatro emisiones de monedas, cada uno de nosotros elige el motivo que deben llevar.

—¿Y ya tenéis algo elegido? —inquirió Aurelia.

—Sí, lo hemos echado a suertes y a mí me tocó el denario de plata. Así que los denarios de este año tendrán la cabeza de Iulo, hijo de Eneas por un lado, y el Aqua Marcia por el otro para conmemorar a mi abuelo Marcius Rex —respondió el joven César.

Después, Aurelia se enteró de que en otoño iba a presentarse a las elecciones a tribuno militar; su hermano Sexto había sido elegido tribuno militar aquel mismo año y marchaba a las Galias con Cneo Malio Maximo.

Una vez acabado el último plato, el tío Publio envió a su sobrina a casa en una litera, como había prometido, mientras convencía a su invitado para que permaneciese algo mas.

—Tomaremos un par de copas de vino sin agua —dijo—. He bebido tanta agua que voy a tener que ir afuera a mear un cubo entero.

—De acuerdo —dijo el invitado, riendo.

—¿Qué te parece mi sobrina? —inquirió Rutilio Rufo una vez que les sirvieron un excelente reserva de Toscana.

—¡Es como si me preguntaseis si me gusta vivir! ¡No hay otra alternativa!

—¿Tanto te ha gustado?

—¿Si me ha gustado? Ya lo creo. Me he enamorado —contestó el joven César.

—¿Quieres casarte con ella?

—¡Pues claro! Pero media Roma también lo quiere, según tengo entendido.

—Es cierto, Cayo Julio. ¿Y eso te disuade?

—No. Pediré su mano a su padre... a su tío Marco, quiero decir. Y trataré de volver a verla y mover su corazón. Merece la pena probar, porque sé que yo le gusto.

—Sí, eso me ha parecido —dijo Rutilio Rufo sonriendo y bajando de la camilla—. Bien, vete a casa, joven Cayo Julio, y di a tu padre lo que piensas hacer y mañana vas a ver a Marco Aurelio. Yo estoy cansado y voy a acostarme.

 

Aunque con Rutilio Rufo se había mostrado muy confiado, el joven Cayo César se fue a casa menos esperanzado. La fama de Aurelia era mucha y muchos amigos suyos habían pedido su mano; Marco Cota había puesto en la lista a unos si y a otros no. Entre los que lo habían conseguido había nombres mucho más ilustres que el suyo, por el simple hecho de que estaban vinculados a enormes fortunas. Ser un Julio César poco significaba, aparte de una distinción social tan firme que ni la pobreza podía anular su aura. Pero ¿cómo iba a competir con Marco Livio Druso, Escauro hijo, Licinio Orator, Mucio Escévola o el mayor de los hermanos Ahenobarbos? Ignorando que a Aurelia le habían dado libertad para elegir marido, el joven César se imaginó que tenía muy pocas posibilidades.

Cuando cruzó el umbral y tOmó por el pasillo que conducía al atríum, vio que aún había luz en el despacho de su padre y contuvo unas lágrimas inopinadas antes de llegar sin hacer ruido a la puerta entreabierta y llamar.

—Pasa —dijo una voz cansada.

Cayo Julio César se moría. En la casa todos lo sabían, incluido el propio Cayo Julio César, aunque nadie decía nada. La enfermedad se había presentado en forma de dificultades para deglutir, debido a un mal insidioso que al principio se desarrollaba tan despacio que era difícil discernir si realmente empeoraba. Luego había empezado a hablar como en un graznido y a eso habían seguido unos dolores, al principio soportables, pero ahora ya eran constantes y Cayo Julio César no podía tragar nada sólido. Hasta el momento se había negado a ver a un médico por más que Marcia se lo suplicase todos los días.

—Padre.

—Entra y hazme compañía, joven Cayo —dijo César, que tenía sesenta años pero que a la luz de la lámpara parecía un anciano de ochenta. Había perdido tanto peso que se le notaban los huesos, el cráneo era ya una calavera y el continuo sufrimiento había apagado sus ojos azul oscuro. Alargó la mano hacia su hijo y sonrió.

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