El puente de Alcántara

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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El puente de Alcántara marcó un hito en la consolidación de la narrativa histórica como género literario, y es todavía la mejor y más completa novela sobre la España de las tres culturas escrita hasta el momento. A través de las peripecias de un poeta árabe andaluz, un médico judío y un joven escudero escudero cristiano, Baer pinta un colorido fresco de la España del siglo XI, al tiempo que reconstruye la evolución de las relaciones entre las culturas y religiones que representan cada uno de ellos.

Frank Baer

El puente de Alcántara

ePUB v1.0

arthor
21.08.12

Título original:
Die Brücke von Alcántara

Frank Baer, 1988.

Traducción: José Antonio Alemany

Editor original: arthor (v1.0)

ePub base v2.0

A Annette

«De las cosas bellas de este mundo, los francos aman sobre todo el dinero; los judíos, la buena comida; pero los andaluces aman, sobre todo, el amor.»

Proverbio Andaluz, siglo XI

El verde de las plantas tras una lluvia primaveral, las flores en

el rocío, cuando las negras sombras de la noche se han retirado,

el murmullo de un límpido arroyo corriendo entre prados en flor,

la visión de un castillo blanco en medio de verdes jardines; todo

eso puede ser maravilloso, pero no es nada comparado con la

unión con una persona amada. Y ésta es tanto mejor, cuanto

mayor es el tiempo que el uno ha rechazado al otro o ha estado

separado de él, inflamando la pasión, encendiendo la llama del

deseo y avivando el fuego de la esperanza… En verdad os digo

que ni siquiera la lengua más locuaz puede describir la felicidad

de la unión, y que la más elocuente de las descripciones queda

muy por debajo de la realidad.

Ibn Hazm, Poeta cordobés, 994—1064

La península Ibérica hacia 1065.

TAQASIM
Preludio

En el año 711, menos de ocho décadas después de la muerte del profeta Mahoma, el Islam, que hasta entonces ya se había extendido por casi todo el Cercano Oriente y el norte de África, avanzó por primera vez hacia Europa. Ese año, un pequeño ejército expedicionario musulmán cruzó el estrecho por aquel peñón que desde entonces lleva el nombre de Gibraltar, desembarcando en España.

La Península Ibérica estaba bajo el dominio de los visigodos, que apenas trescientos años antes, durante las invasiones bárbaras, habían reemplazado a los romanos como clase gobernante. El rey visigodo Rodrigo salió con su ejército al encuentro de los invasores, pero fue derrotado, y en sólo cinco años los musulmanes conquistaron, mediante sucesivos envíos de tropas de refuerzo, todo el imperio visigodo, excepto unas pocas regiones montañosas inaccesibles, muy al norte.

Los caudillos del ejército invasor, en parte árabes y sirios, en parte bereberes del norte de África, se desposaron con las hijas de los nobles visigodos y formaron una nueva clase dirigente, que gobernó el país. Los españoles apenas si ofrecieron resistencia. Los judíos españoles, que habían sufrido la intolerancia de una Iglesia dirigida por obispos visigodos, recibieron la conquista como una liberación. También los cristianos se adaptaron rápidamente a las nuevas relaciones de poder. En el transcurso de los dos años y medio siguientes, la mayoría adoptaron la fe de los nuevos señores, así como el idioma árabe (aunque sin abandonar su propia lengua románica), y, con el idioma, también la cultura árabe. España se convirtió en el pilar occidental del gigantesco imperio árabe–musulmán.

En un principio, España no era más que una insignificante provincia fronteriza. Más tarde, los gobernadores de Córdoba se independizaron de los califas y levantaron una magnífica capital, y cuando acopiaron riqueza suficiente para poder pagar unos honorarios extremadamente elevados, mandaron traer de Bagdad, entonces centro del mundo, al famoso erudito, compositor y músico Ziryab, quien los inició en la cultura y las buenas costumbres. Finalmente, se concedieron ellos mismos el título de califas.

En el año 974, el káiser alemán Otón II envió una embajada a Córdoba. Esta delegación fue recibida en la entonces recién construida ciudad–palacio de Medina Az–Zahra —cuyos impresionantes restos pueden contemplarse aún hoy— con tal pompa, que los señores del norte franco cayeron de rodillas ya ante el primer funcionario del palacio que les dio la bienvenida tras las puertas. Tuvieron que explicarles que se habían arrodillado ante el criado del secretario del príncipe.

Poco después llegó al poder en Córdoba un hombre que había ascendido de katib, secretario menor, hasta hadjib, primer ministro. Se llamaba Ibn Amir, y posteriormente adoptó el nombre honorífico al–Mansur: el Victorioso. Tan pronto como vio consolidada su posición en el gobierno, encerró a los legítimos soberanos en un palacio. Luego mandó traer tropas bereberes del norte de África y formó con ellas un ejército permanente, que le era incondicionalmente fiel. Con este ejército arremetió contra los españoles cristianos del norte.

Durante los siglos anteriores, los cristianos poco a poco se habían arriesgado a bajar de las montañas y habían fundado varios principados, desde Galicia, en el oeste, hasta el condado de Barcelona, en el este, pasando por León, Castilla, Navarra y Aragón. Al–Mansur volvió a hacerlos retroceder.

En el año 985, al–Mansur redujo Barcelona a escombros; en el 988 destruyó la capital del reino de León, y, finalmente, en el año 997 conquistó incluso la principal reliquia de la cristiandad española: el sepulcro del apóstol Santiago, en Compostela, en el extremo noroccidental de la Península. El reino de Córdoba alcanzaba la cima de su poder.

Al–Mansur murió cinco años después, y su reino volvió a desmembrarse. Luchas por el poder y guerras civiles devastaron el país. Las tropas bereberes saquearon la capital y prendieron fuego a los palacios. Los gobernadores de las capitales de provincia se declararon independientes.

Cuando, finalmente, las diferentes partes que se disputaban el califato de Córdoba suspendieron la lucha, Andalucía estaba dividida en muchos pequeños principados. En Zaragoza, Valencia, Almería, Granada, Sevilla, Badajoz, Toledo; por todas partes se levantaban gobernantes autónomos de pequeños territorios independientes. La ausencia de un gobierno central fuerte tuvo como consecuencia un periodo de libertad inusitada. Andalucía volvió a vivir una edad de oro, impregnada de una tolerancia única en la Edad Media.

Los pequeños príncipes competían en la decoración de sus residencias la magnificencia de sus ropajes, la calidad de la orquesta de su corte. Poetas, filósofos, científicos, arquitectos y artesanos encontraron generosos mecenas. Se dio un florecimiento cultural que los historiadores han comparado con el renacimiento cuatrocentista italiano.

En esa misma época, también los reinos cristianos del norte ibérico vivían una etapa de prosperidad. Se habían recuperado rápidamente de los golpes de al–Mansur. Pero apenas había cedido la amenaza del sur, cuando ya los condes y reyezuelos —todos ellos hermanados y emparentados entre sí— se sumieron en rencillas familiares. De estas rencillas salió finalmente vencedor el conde de Castilla, don Fernando el Grande, quien consiguió anexionar a su Castilla natal Galicia y el reino de León. En torno al año 1060 había extendido sus dominios hasta tal punto que era, sin discusión, el soberano más poderoso de toda la Península.

Poco después comienza la historia que narra este libro.

LIBRO PRIMERO
MUSAUDAR
Gran Obertura
(1063–1064)
1
SEVILLA

MIÉRCOLES 1 DE ELUL, 4823

1 DE SHABÁN, 455 / 30 DE JULIO, 1063

Estaba sentado en el suelo brillante con las piernas cruzadas y las manos en la cara. Movía el torso de delante hacia atrás, al ritmo de su respiración. Movía los labios, rezando con voz queda:

—El Señor es el Señor. Él es el eterno. Él ha dado. Él ha tomado. Alabado sea su nombre por los siglos de los siglos…

Había rasgado sus vestiduras, se había quitado los zapatos y se había cubierto la coronilla con cenizas de todos los fuegos de su casa, según prescribía la costumbre. Había leído la Tora. Los rollos yacían ante él, sobre el atril. Ahora tenía los ojos cerrados. No había hallado consuelo.

—¿Por qué has tomado, Señor? ¿Porqué has tomado? —El dolor se había clavado en él como un negro puñal—. ¿Por qué has tomado, Señor?

Se había encerrado en la khizana, que le servía como despacho: una pequeña habitación anexa al salón principal de la casa, en la que se encontraba su biblioteca. Había echado el cerrojo a la puerta y había cubierto la ventana que daba al patio interior con unos maderos, que tenía preparados para los días de frío. Estaba sentado en la pequeña habitación desde las primeras horas de la tarde. Al oscurecer, había encendido una lámpara de aceite. La lámpara humeaba, pues apenas quedaba mecha. Hacía calor, y el aire era irrespirable debido al hollín de la lámpara. El no lo notaba. Movía el torso de delante hacia atrás y murmuraba oraciones; formaba las palabras con los labios sin prestar atención a su significado.

—Señor de la Verdad, Señor de la Vida, ¿por qué has tomado?

Quizá habría podido sobrellevar mejor el dolor si su fe hubiera sido más firme. Quizá le habría servido de desahogo poder blasfemar contra Dios, reñir con Él como Job, echarle en cara su dolor. Pero él no tenía la fe de Job. Él no podía hallar consuelo en la certeza de que esa muerte debía de tener un sentido acorde con la eterna voluntad de Dios, con las inescrutables disposiciones de Su justicia. Él no tenía tal certeza. Estaba solo con su dolor y su luto. Solo en la pequeña y lóbrega khizana, entre sus libros, junto a la lámpara que echaba humo y hollín, que empezó a tremolar y se apagó con un burbujeante siseo. Recitaba los salmos fúnebres tal como estaban escritos, sin buscarles ningún sentido. Estos salían entre sus labios como glumas secas.

Muy tarde, ya de noche, el cansancio le concedió unas pocas horas de sueño.

Se llamaba Yunus ibn al–A'war y pertenecía a la congregación palestina de la comunidad judía de Sevilla. Era un hombre de cincuenta y dos años, alto, seco de carnes, de rasgos suaves a pesar de su nariz marcadamente aguileña, característica de la familia de su padre. La barba ya gris, los ojos no tan agudos como antes, un tanto entornados por el constante esfuerzo de la lectura. Médico con un consultorio importante en la calle de los boteros; un hombre estimado, de quien sus amigos afirmaban que no tenía enemigos.

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