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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (58 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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No obstante, mientras navegaba por la bahía de Icosium, se arrepentía de no haber consultado a Marta. Su futuro parecía oprimirle como una pesada manta y no sabía ni podía apreciar lo que le aguardaba. Grandes cosas; pero también malas. Casi solo entre sus iguales, Sila notaba la presencia obsesiva y tangible del mal. Los griegos habían filosofado interminablemente sobre su naturaleza, y muchos argüían negando su existencia, pero Sila sabía que si existía; y mucho se temía que existiera dentro de su propio ser.

La bahía de Icosium merecía una ciudad majestuosa, pero en realidad no contaba más que con una modesta población agazapada en el interior, junto a una abrupta cadena de montañas costeras que llegaba hasta el mar, protegiéndola y aislándola al mismo tiempo. Durante las lluvias de invierno desembocaban allí varios torrentes y había en ella una docena de islas a guisa de hermosas naves llenas de cipreses como si fueran mástiles. Era un bonito lugar, pensó Sila.

En la playa aguardaba una tropa de aproximadamente mil bereberes a caballo, sin silla, brida ni coraza, al estilo númida; sólo con un juego de jabalinas en la mano, espada larga y escudo.

—¡Ah —exclamó Bogud en el momento en que él y Sila desembarcaban del primer esquife—, el rey ha enviado a su hijo preferido a recibiros, Lucio Cornelio!

—¿Cómo se llama? —inquirió Sila.

—Volux.

El joven se aproximó, armado igual que sus hombres, pero en un corcel enjaezado con silla y brida. Sila advirtió complacido su modo de estrechar la mano y sus modales. Pero ¿dónde estaba el rey? Su vista de águila no localizaba por ninguna parte el habitual tumulto y movimiento que acompaña la presencia de un monarca.

—El rey se ha retirado a las montañas del sur, a unas cien millas, Lucio Cornelio —dijo el príncipe conforme se dirigían a un puesto desde el que Sila pudiera ver el desembarco de tropas y pertrechos.

—Eso no figuraba en el trato con Cayo Mario —replicó Sila con un escozor.

—Lo sé —contestó Volux, turbado—. Es que el rey Yugurta no anda lejos.

—¿Es una trampa, príncipe Volux? —inquirió Sila, helándosele la sangre en las venas.

—¡No, no! —exclamó el joven alzando las manos—. iOs juro por todos los dioses, Lucio Cornelio, que no es una trampa! Pero Yugurta se huele algo porque le dieron a entender que el rey mi padre volvía a Tingis, pero se ha quedado aquí en Icosium. Yugurta se ha aproximado a las montañas con un pequeño ejército de gétulos, insuficiente para atacarnos, pero lo bastante fuerte para que no podamos atacarlo. El rey mi padre decidió alejarse del mar para hacerle creer a Yugurta que si espera a alguien de Roma, aguarda su llegada por tierra. Y Yugurta le ha seguido. El númida no sabe que habéis llegado, estamos seguros. Habéis hecho muy bien en venir por mar.

—Yugurta se enterará en seguida de mi presencia —replicó Sila con gesto grave, pensando en los escasos mil quinientos hombres de su tropa.

—Esperemos que no; al menos de momento —dijo Volux—. Hace tres días salí con mil hombres del campamento de mi padre, como si fuera de maniobras, y nos aproximamos al mar. Oficialmente no estamos en guerra con Numidia, así que Yugurta no tiene ningún motivo para atacarnos, pero tampoco sabe lo que pretende hacer el rey mi padre y no se atreve a enfrentarse a nosotros hasta saber algo más. Os aseguro que optó por permanecer vigilando nuestro campamento al sur y que sus exploradores no se acercarán a Icosium mientras mis tropas patrullen por la zona.

Sila miró escéptico al joven pero no dijo nada de sus aprensiones. No eran muy prácticos aquellos soberanos moros. Inquieto, además, por el lentísimo desembarco —porque en Icosium sólo había veinte barcazas, y veía que aquello iba a durar hasta el día siguiente—, bostezó y se encogió de hombros. No había por qué preocuparse: Yugurta lo sabría o no lo sabría.

—¿Dónde está situado Yugurta? —inquirió.

—A unas treinta millas del mar, en una pequeña llanura en el centro de las montañas, al sur de aquí. En el único camino directo entre Icosium y el lugar donde se encuentra mi padre —contestó Volux.

—¡Ah, estupendo! ¿Y cómo voy a ver a vuestro padre sin enfrentarme primero a Yugurta?

—Puedo conduciros dando un rodeo de modo que él no se entere —replicó animoso Volux—. ¡De verdad que si, Lucio Cornelio! ¡El rey mi padre confía en mí, os ruego que confiéis también! Sin embargo —añadió tras pensar un instante—, creo que será mejor que dejéis aquí vuestra tropa. Correremos un riesgo menor yendo pocos.

—¿Y por qué habría de confiar en vos, príncipe Volux? —inquirió Sila—. No os conozco. Incluso apenas conozco al príncipe Bogud... ni al rey vuestro padre. Podríais haber decidido no cumplir vuestra palabra y entregarme a Yugurta. ¡Yo sería una buena presa!, y mi captura constituiría un grave inconveniente para Cayo —Mario, como bien sabéis.

Bogud no dijo nada, sino que cada vez parecía más apesadumbrado; pero el joven Volux no cedía.

—¡Pues pedidme algo para demostraros que somos dignos de confianza! —gritó.

Sila, con una sonrisa lobuna, se lo pensó.

—Muy bien —dijo con súbita decisión—. Me tenéis cogido, así que ¿qué otra cosa puedo hacer? —añadió, mirando fijamente al moro con sus extraños ojos, bailando cual dos joyas bajo el ala de su amplio sombrero de paja, curioso tocado para un soldado romano, ya famoso en aquellos días desde Tingis a Cirenaica y por doquiera que se hablase de las hazañas en fuegos de campamento y hogares: el héroe romano albino con sombrero.

Debo confiar en mi suerte, se decía para sus adentros, pues nada me dice que no vaya a conservarla. Es una prueba, un tanteo a la confianza propia, el modo de demostrar a todos, desde el rey Boco hasta su hijo y al que está en Cirta, que soy su igual —¡sino, superior!— a lo que la Fortuna me depare en el camino. Un hombre no descubre de qué está hecho si huye. Seguiré adelante. Tengo la suerte de mi parte. Porque me la he buscado yo mismo, y bien.

—En cuanto oscurezca —dijo a Volux— iremos los dos con una pequeña escolta de caballería al campamento de vuestro padre. Mis hombres se quedarán aquí para que si Yugurta advierte presencia romana crea que estamos únicamente en Icosium y que vuestro padre va a acudir aquí para la entrevista.

—¡Pero hoy no hay luna! —replicó Volux, consternado.

—Lo sé —dijo Sila con su fiera sonrisa—. Es lo mejor, príncipe Volux. Tendremos sólo la luz de las estrellas. Y vais a conducirme a través del campamento de Yugurta.

—¡Es una locura! —exclamó Bogud con los ojos desorbitados.

—Eso sí que es un reto —dijo Volux con ojos brillantes y sonriendo complacido.

—¿Estáis de acuerdo? —añadió Sila—. Cruzamos el campamento de Yugurta, entrando por un lado sin que la guardia nos vea ni nos oiga, por la misma via praetoria, sin despertar a ningún hombre ni caballo, y salimos por el otro sin que nadie nos vea ni nos oiga. ¡Hacedlo, príncipe Volux, y sabré que puedo confiar en vos! Y en vuestro padre el rey, por añadidura.

—De acuerdo —dijo Volux.

—Estáis locos —añadió Bogud.

 

Sila decidió dejar a Bogud en Icosium, por no tener absoluta confianza en aquel miembro de la familia real. Su retención revistió gran cortesía, pero quedó encomendado a la vigilancia de dos tribunos militares con órdenes de no perderle de vista.

Volux buscó en Icosium los cuatro caballos mejores que había para andar de noche y Sila optó por su mula, convencido como estaba de que era mucho mejor que cualquier caballo; y no olvidó su sombrero. El grupo se componía de Sila, Volux y tres nobles moros, y todos excepto Sila montaban sin silla ni brida.

—No llevamos nada de metal que suene y pueda descubrirnos —dijo Volux.

Sila, sin embargo, optó por ensillar la mula y ponerle un simple ronzal de cuerda.

—Crujirán, pero si caigo haría más ruido —dijo.

Nada más oscurecer, los cinco desaparecieron en la negra noche sin luna. Pero un fulgor iluminaba el cielo, pues no había habido viento que lo empañase con polvo, y lo que a primera vista parecían nubecillas dispersas, eran aglomeraciones de estrellas y se distinguía bien el camino. Las monturas no iban herradas y sus cascos hacían un ruido sordo en el camino de piedra que cruzaba una serie de barrancos y rodeaban la bahía de Icosium.

—Confiemos en la suerte para que no se quede coja ninguna caballería —dijo Volux en una ocasión en que su caballo tropezó sin llegar a ningún percance.

—Debéis confiar en mi suerte, al menos —respondió Sila.

—No habléis —terció uno de la escolta—. En noches sin viento como ésta, las voces se oyen a millas de distancia.

Continuaron en silencio, escrutando esforzadamente la menor partícula de luz conforme discurrían las millas, y cuando comenzaron a atisbar, tras una cresta, el fulgor anaranjado de los fuegos mortecinos de la hondonada donde se hallaba el campamento de Yugurta, supieron dónde estaban. Poco después miraban hacia abajo y fue como ver una pequeña ciudad perfectamente ordenada.

Descabalgaron, Volux dejó a Sila a un lado y se puso manos a la obra. Pacientemente, Sila vio cómo los moros forraban los cascos de los caballos con una especie de zapato, un zapato que, generalmente, tenía suela de madera y que se usaba para que en los terrenos pedregosos no les entrasen piedrecillas en la parte tierna del casco; estos protectores tenían suela de grueso fieltro y se sujetaban con dos correas de cuero que pasaban por delante y se cerraban por detrás con una hebilla.

Cabalgaron un rato para adaptarse a la marcha amortiguada y, luego, Volux se puso a la cabeza en la última media milla que les separaba del campamento de Yugurta. Era de suponer que hubiera centinelas y patrullas a caballo, pero los cinco jinetes no vieron nada en movimiento. Acostumbrado al arte militar de Roma, Yugurta había montado un campamento al estilo romano, pero Sila advirtió un detalle indígena que sabía que a Mario le fascinaba, y era que no habían sido capaces de hacerlo con la paciencia y meticulosidad debida. Así, Yugurta, sabiendo que Mario y su ejército estaban en Cirta y que Boco no tenía capacidad ofensiva, no se había preocupado por excavar trincheras y simplemente había levantado un pequeño talud de tierra, tan fácil de superar a caballo, que Sila pensó que estaba destinado más a mantener los caballos dentro que a impedir la intrusión. Pero si Yugurta hubiese sido un auténtico romano, el campamento habría tenido sus defensas a base de trincheras, estacas, empalizadas y muros, pese a lo seguro que hubiera podido sentirse.

Los cinco jinetes llegaron a la barrera de tierra, a unos doscientos pies a la derecha de la puerta principal, que en realidad no era más que una gran brecha, y superaron sin dificultad el talud. Dentro del recinto, los cinco maniobraron las monturas para avanzar pegados al muro por la tierra recién excavada que amortiguaba aún más sus pasos en dirección a la puerta principal. Allí vieron una guardia, pero los hombres dirigían su atención hacia el exterior y estaban a suficiente distancia de la brecha para poder oír a los cinco jinetes, que tomaron por la amplia avenida que atravesaba el centro del campamento hasta la puerta trasera. Sila, Volux y los tres nobles moros cubrieron la media milla de la via praetoria paseando tranquilamente y al final salieron de ella para volver a acercarse al muro por dentro y cruzarlo sin ningún riesgo cuando consideraron que se hallaban suficientemente lejos de los que vigilaban la puerta de atrás.

Una milla más adelante, quitaron las suelas a los caballos.

—¡Lo hemos conseguido! —musitó orgulloso Volux, descubriendo con su sonrisa los blancos dientes—. ¿Confiáis ahora en mí, Lucio Cornelio?

—Confío, príncipe Volux —respondió Sila, devolviéndole la sonrisa.

Avanzaron casi al trote, con cuidado de que los animales no se fatigasen ni tropezaran, y poco después llegaban a un campamento beréber. Los cuatro caballos cansados que Volux ofreció a cambio de animales de refresco eran muy superiores a los de los bereberes, y la mula resultó una novedad, por lo que obtuvieron cinco caballos y la cabalgata prosiguió sin pausa durante el día. Sila sudaba bajo el ala protectora de su sombrero.

Poco después de caer la tarde alcanzaron el campamento del rey Boco, distinto al de Yugurta pero mayor. Sila se detuvo bruscamente cuando aún se hallaban lejos de la vista de los centinelas.

—No es que desconfíe, príncipe Volux —dijo—, pero es que noto una especie de comezón en los dedos. Vos sois el hijo del rey y podéis entrar y salir en cualquier momento sin ningún inconveniente, mientras que yo soy extranjero, un ser desconocido. Así que voy a tumbarme aquí lo más cómodamente que pueda y aguardaré a que veáis a vuestro padre, os aseguréis de que todo está bien y volváis a buscarme.

—Yo no me tumbaría —dijo Volux.

—¿Por qué?

—Por los escorpiones.

A Sila se le erizó el vello de la nuca y tuvo que contenerse para no dar un respingo; como en Italia no había insectos venenosos, todo romano o itálico abominaba de arañas y escorpiones. Respiró hondo, sin preocuparse de las gotas de sudor frío que le corrían por la frente, y miró con su blanca faz a Volux.

—Bueno, no voy a estar de pie las horas que tardéis en venir a buscarme, y no pienso volver a montar en ese animal —replicó—. Así que correré el riesgo de los escorpiones.

—Como queráis —dijo Volux, que ya admiraba a Sila como a un héroe y ahora le miraba con auténtico temor.

Sila se tumbó en un trozo de tierra blanda, hizo un hoyo para la cadera, formó un montoncillo a guisa de almohada y, con una plegaria mental y la promesa de un sacrificio a la diosa Fortuna para que mantuviese alejados a los escorpiones, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Cuando Volux regresó al cabo de cuatro horas le encontró igual, y pudo haberle matado. Pero la Fortuna estaba de parte de Sila en aquel entonces y Volux era un amigo de verdad.

La noche era fría y a Sila le dolía todo el cuerpo.

—¡Ah, esto de andar subrepticiamente como un espía es para jóvenes! —exclamó, estirando la mano para que Volux le ayudase a ponerse en pie. Luego atisbó una sombra detrás del príncipe y se puso tenso.

—No os preocupéis, Lucio Cornelio, es un amigo de mi padre. Se llama Dabar —se apresuró a decir Volux.

—Otro primo del rey vuestro padre, imagino.

—En realidad, no. Dabar es primo de Yugurta y, como él, hijo bastardo de una mujer beréber. Ha unido su suerte a nosotros porque Yugurta no quiere tener rivales en su corte.

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