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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (59 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Le dieron una vasija de sabroso vino sin agua y Sila la vació sin respirar; notó que aminoraba su dolor y el frío se desvanecía. Después comió pastelillos de miel, un trozo de cabrito con muchas especias y otra frasca de vino, que en aquel momento a él le pareció el mejor que había bebido en su vida.

—¡Ah, ya me siento mejor! —dijo estirando los músculos—. ¿Qué noticias hay?

—Esa picazón vuestra era un aviso, Lucio Cornelio —dijo Volux—. Yugurta le ha tomado la delantera a mi padre.

—¿He sido traicionado?

—¡No, no! Pero la situación ha cambiado. Dabar, que estaba allí, os lo explicará.

Dabar se sentó en cuclillas para estar igual que Sila.

—Por lo visto, Yugurta se enteró de que una delegación de Cayo Mario iba a ver a mi rey —dijo en voz queda—. Naturalmente, eso le hizo suponer que era la razón por la que mi rey no había regresado a Tingis, y decidió estar cerca a la expectativa, situándose entre mi rey y cualquier embajada que llegase de Cayo Mario por mar o por tierra, y envió a Aspar, uno de sus principales, para que se sentase a la derecha de mi rey y escuchase todo lo que se trataba entre él y los romanos.

—Comprendo —dijo Sila—. ¿Qué hacemos, entonces?

—Mañana, el príncipe Volux os escoltará y os conducirá ante mi rey como si hubieseis venido juntos desde Icosium. Afortunadamente, Aspar no ha advertido la llegada del príncipe esta noche. Hablaréis con mi rey como si hubieseis llegado de parte de Cayo Mario y por iniciativa de él y no a petición de mi rey. Pediréis al rey que abandone a Yugurta, y mi rey se negará con evasivas. Os pedirá que acampéis en las cercanías durante diez días mientras reflexiona sobre lo que le habéis pedido. Iréis al campamento y esperaréis Pero mi rey vendrá a veros en persona mañana por la noche en un sitio distinto y entonces podréis hablar sin temor —dijo Dabar mirando de hito en hito a Sila—. ¿Es satisfactorio, Lucio Cornelio?

—Completamente —respondió Sila con un gran bostezo—. El único inconveniente es dónde puedo descansar esta noche y tomar un baño. Apesto a caballo y noto bichos correrme por la entrepierna.

—Volux os ha dispuesto un cómodo campamento cerca de aquí —respondió Dabar.

—Pues llevadme a él —dijo Sila poniéndose en pie.

 

Al día siguiente, Sila tuvo la fingida entrevista con Boco. No le fue difícil saber quién de los nobles presentes era el espía de Yugurta; Aspar estaba a la izquierda del trono de Boco, con mayor majestad que el propio monarca, y nadie se atrevía a acercársele ni a mirarle con la naturalidad propia de los iguales.

—¿Qué voy a hacer, Lucio Cornelio? —gimió Boco aquella misma noche, al entrevistarse con Sila a escondidas.

—Un favor a Roma —dijo Sila.

—Decidme el favor que desea Roma y lo haré. Oro, joyas, tierras, soldados, caballería, trigo... lo que digáis, Lucio Cornelio. Vos sois romano y debéis saber lo que ese misterioso mensaje del Senado quiere decir. ¡Porque yo no lo sé! —añadió Boco, temblando de miedo.

—Todo eso que habéis enumerado, rey Boco, Roma puede encontrarlo sin misterios —replicó Sila con desdén.

—¿Qué, entonces? ¡decídmelo! —suplicó Boco.

—Creo que vos mismo os lo habréis imaginado, rey Boco, aunque comprendo que no lo confeséis —contestó Sila—. ¡Yugurta! Roma quiere que le entreguéis a Yugurta pacíficamente, sin derramamiento de sangre. Ya se ha derramado bastante sangre en Africa, se han perdido muchas tierras, se han quemado muchas aldeas y se ha perdido mucha riqueza. Pero mientras Yugurta siga libre, ese terrible desgaste continuará, para mal de Numidia, inconveniente de Roma y desgracia también de Mauritania. ¡Entregadme, pues, a Yugurta, rey Boco!

—¿Me pedís que traicione a mi yerno, el padre de mis nietos, mi pariente del linaje de Masinisa?

—Eso os pido —replicó Sila.

—¡No puedo! —dijo Boco, rompiendo a llorar—. ¡No puedo, Lucio Cornelio, no puedo! Somos bereberes y púnicos, y la ley de los pueblos nómadas nos une. ¡Lo que queráis, Lucio Cornelio! ¡Hare lo que queráis para conseguir el tratado! ¡Cualquier cosa, menos traicionar al esposo de mi hija!

—Cualquier cosa es inaceptable —replicó Sila con frialdad.

—¡Mi pueblo nunca me lo perdonaría!

—Roma nunca os perdonará. Y eso es peor.

—¡No puedo! —exclamó Boco, echándose a llorar con gruesos lagrimones que le resbalaban por su rizada barba—. ¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! ¡No puedo!

—Entonces, no habrá tratado —dijo Sila, volviéndole despectivo la espalda.

Durante los ocho días siguientes siguió repitiéndose aquella farsa, mientras Aspar y Dabar iban y venían entre el agradable campamento de Sila y el pabellón real con mensajes que no guardaban relación con la resolución de Boco, que era algo secreto entre Sila y el propio Boco y sólo se hablaba por las noches. Sin embargo, para Sila estaba claro que Volux conocía lo que pensaba el rey, pues éste ahora le evitaba lo más que podía y cuando se veían parecía enfadado, dolido y desconcertado.

A Sila, aquello le divertía; descubría que le gustaba aquella sensación de poder y majestad en su condición de parlamentario de Roma. Y lo que es más, le agradaba ser la implacable gota de agua que desgastaba la supuesta piedra real. El, que no era rey, tenía poder sobre los reyes. El, un romano, era el que ostentaba el auténtico poder. Y eso era embriagador y muy apetecible.

La noche del octavo día, Boco convocó a Sila al lugar secreto de reunión.

—De acuerdo, Lucio Cornelio; lo haré —dijo el rey, con ojos enrojecidos por el llanto.

—¡Magnífico! —se apresuró a decir Sila.

—¿Pero cómo podría hacerlo?

—Muy sencillo —respondió Sila—. Enviáis a Aspar a decirle a Yugurta que queréis entregarme a él.

—No me creerá —respondió Boco, desconsolado.

—¡Claro que sí! Yo os digo que sí. Si las circunstancias fuesen distintas, es precisamente lo que haríais, rey Boco.

—¡Pero vos sólo sois un cuestor!

—¿Tratáis de decir que un cuestor romano no vale tanto como un rey númida? —replicó Sila riendo.

—¡No! ¡Claro que no!

—Os lo voy a explicar, rey Boco —dijo Sila, amable—. Soy un cuestor romano, y es cierto que ese título en Roma corresponde a lo más bajo de la jerarquía senatorial. Sin embargo, soy también un Cornelio patricio, mi familia está emparentada con Escipión el Africano y mi linaje es mucho más antiguo y más noble que el vuestro y el de Yugurta. Si a Roma la gobernasen reyes, esos reyes serían seguramente miembros de la familia de los Cornelios. Y, además, soy el cuñado de Cayo Mario. Nuestros hijos son primos. ¿Lo entendéis ahora mejor?

—¿Y Yugurta... Yugurta sabe todo eso? —musitó el rey de Mauritania.

—Hay pocas cosas que ignore Yugurta —respondió Sila, arrellanándose y a la espera.

—Muy bien, Lucio Cornelio, se hará como decís. Enviaré a Aspar á Yugurta, diciéndole que me presto a traicionaros —dijo el rey irguiéndose, con la dignidad un poco maltrecha—. Pero debéis decirme cómo debo proceder exactamente.

Sila se inclinó y habló enérgicamente.

—Le diréis a Yugurta que venga aquí dentro de dos noches, prometiéndole que le entregaréis al cuestor romano Lucio Cornelio Sila. Le informaréis que el cuestor se halla solo en el campamento, tratando de arrancaros una alianza con Cayo Mario. El sabe que es cierto, porque Aspar se lo ha estado contando. Y sabe también que no hay soldados romanos a menos de cien millas, por lo que no vendrá con su ejército. Y cree que os conoce, rey Boco, y no se imaginará que va a ser él quien será entregado y no yo. —Sila hizo como si no advirtiese la mueca de repulsa de Boco—. No es vuestro ejército lo que Yugurta teme, sino el de Cayo Mario. Estad seguro de que vendrá, y vendrá confiado en lo que le cuenta Aspar.

—¿Y qué haré cuando se sepa que Yugurta no ha regresado a su campamento?

—Os aconsejo fervientemente, rey Boco —respondió Sila con su feroz sonrisa—, que en cuanto me hayáis entregado a Yugurta, levantéis el campamento y os dirijáis lo más aprisa posible a Tingis.

—¿Y no necesitáis mi ejército para mantener preso a Yugurta? —dijo el rey, mirando tembloroso a Sila—. ¡No tenéis nadie que os ayude a llevarle a Icosium!

—Lo único que me hace falta son unos buenos grilletes con cadenas y seis de vuestros caballos más veloces —contestó Sila.

 

Sila estaba deseando que llegase el momento sin experimentar la más mínima duda ni inquietud. ¡Sí, su nombre quedaría para siempre vinculado a la captura de Yugurta! Poco importaba que actuase por orden de Cayo Mario; era su valor, su inteligencia y su iniciativa los que habían logrado la hazaña, y eso nadie se lo podía quitar. No es que pensara que Cayo Mario fuese a atribuirse el mérito; Cayo Mario no codiciaba la gloria, pues sabía que ya la había alcanzado. Y no se opondría a que corriera la voz de que era él quien había capturado a Yugurta. Para un patricio, la clase de fama necesaria para garantizarle la elección a cónsul la obstaculizaba el impedimento de no poder ser tribuno de la plebe. Por consiguiente, un patricio tenía que recurrir a otros medios para obtener la aprobación y asegurarse que el electorado sabía que era un miembro de valía de su familia. Yugurta le había costado muy caro a Roma. Y toda Roma sabría que Lucio Cornelio Sila, infatigable cuestor, había logrado él solo capturar al númida.

Así, cuando se reunió con Boco en el lugar previsto, iba confiado, eufórico y deseoso de acabar.

—Yugurta no espera veros con cadenas —dijo Boco—. Cree que habéis solicitado verle con intención de convencerle de que se rinda, y me ha encargado que lleve bastantes hombres para haceros cautivo, Lucio Cornelio.

—Bien —respondió Sila, lacónico.

Cuando llegó Boco con Sila, seguido de una nutrida fuerza de caballería mora, Yugurta los esperaba, escoltado únicamente por un grupo de sus barones, entre los que se hallaba Aspar.

Sila espoleó a su cabalgadura y se adelantó a Boco para ir al encuentro de Yugurta, desmontó y extendió la mano en gesto universal de paz y amistad.

—Rey Yugurta —dijo, y aguardó.

Yugurta miró la mano extendida y desmontó para estrecharla.

—Lucio Cornelio.

Mientras se desarrollaba la escena, la caballería mora había rodeado en silencio a los protagonistas, y, mientras Sila y Yugurta se daban la mano, la captura se efectuó tan limpia y suavemente como habría deseado el propio Cayo Mario. Los barones númidas fueron sorprendidos sin tener tiempo de desenvainar la espada y Yugurta fue reducido y tumbado en tierra. Cuando le dejaron ponerse en pie, estaba sujeto por grilletes en las muñecas y los tobillos, con unas cadenas que le permitían una postura encogida.

Sila advirtió, a la luz de las antorchas, que sus ojos eran muy claros para una tez tan oscura; además, su corpulencia era notable y se conservaba bien, pero los años habían marcado bastante su rostro aguileño y parecía mucho mayor que Cayo Mario. Sila comprendió que podía llevarlo donde quisiera sin necesidad de escolta.

—Ponedle en el bayo grande —dijo a los soldados de Boco, mientras observaba cómo fijaban las cadenas a unos ganchos de la silla especial. Luego comprobó la cincha y las hebillas y dejó que le ayudasen a subir a otro bayo, cogió la brida del caballo del cautivo y la ató a su propia silla. Si a Yugurta le daba por encabritar la montura, no tendría espacio ni podría arrebatarle la brida. Las cuatro monturas de reserva fueron atadas juntas y unidas a la silla de Yugurta por una cuerda corta. Así no tendría posibilidad de maniobra. Finalmente, para mayor seguridad, otra cadena unía el grillete de la mano izquierda a un grillete en la muñeca izquierda de Sila.

Sin decir una palabra a los moros desde el momento en que Yugurta había sido capturado, Sila azuzó al caballo y se alejó, seguido dócilmente de la montura del cautivo, obligada por las riendas y la cadena que la unían al captor. Los cuatro caballos de reserva siguieron detrás, y al poco rato habían desaparecido entre las sombras de los árboles.

Boco lloraba, mientras Volux y Dabar le contemplaban desalentados.

—¡Padre, dejadme que le alcance! —suplicó de pronto Volux—. ¡No puede cabalgar de prisa con tanto estorbo... puedo alcanzarle!

—Ya es tarde —dijo Boco, cogiendo el fino pañuelo que le entregaba su criado para enjugarse los ojos y sonarse—. Ése no se dejará coger. Somos niños indefensos comparados con Lucio Cornelio Sila, que es un romano. No, hijo, el destino del pobre Yugurta ya no está en nuestras manos. Tenemos que pensar en Mauritania. Ya es hora de que regresemos a nuestro querido Tingis. Quizá nuestro lugar no esté en el Mediterráneo.

 

Durante una milla aproximadamente, Sila cabalgó sin decir palabra ni aminorar el paso. Retenía su júbilo, su inenarrable placer, su deslumbramiento, con la misma fuerza que la brida de su prisionero Yugurta. Sí, si efectuaba la divulgación como era debido sin merma de las hazañas de Cayo Mario, la historia de la captura de Yugurta se uniría a las maravillosas leyendas que las madres contaban a los niños: el joven Marco Curcio arrojándose a la sima del Foro Romano, el heroísmo de Horacio Coclés resistiendo en el puente de Madera frente a Lars Pórsena de Clusio, el círculo trazado en torno a los pies del rey de Siria por Cayo Popilio Lenas, Lucio Junio Bruto dando muerte a sus traidores hijos, Cayo Servilio Ahala dando muerte a Espurio Melio, heredero del trono de Roma. La captura de Yugurta por Lucio Cornelio Sila se uniría a aquellas historias, pues contaba con los ingredientes adecuados, incluido el paso por el centro del campamento númida.

Pero él no tenía naturaleza de novelista, soñador y fantasioso, y pronto desechó aquellas ideas al llegar el momento de hacer un alto y desmontar. Con cuidado de no aproximarse a Yugurta, se dirigió a la cuerda que sujetaba los cuatro caballos de reserva, la cortó y dispersó a los animales a pedradas en todas direcciones.

—Ya veo —dijo Yugurta, mirando cómo Sila volvía a montar agarrándose a las crines del caballo—. Vamos a cabalgar cien millas en las mismas monturas, ¿eh? Ya me decía yo cómo ibais a trasladarme de un caballo a otro... —añadió riendo, sarcástico—. ¡Mis fuerzas de caballería os darán alcance, Lucio Cornelio!

—Espero que no —replicó Sila, tirando del caballo del cautivo.

En lugar de dirigirse directamente hacia el mar, tomó por una pequeña llanura que cruzó sin detenerse aquella noche de principios de verano, bajo la sola luz de una raja de luna al oeste. A lo lejos se perfilaba una cadena montañosa, totalmente negra, delante de la cual, mucho más cerca, destacaba un montón de enormes piedras desordenadas, por encima de unos árboles desperdigados y pequeños.

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