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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (104 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Los cimbros se habían situado aquel mismo día al norte de las seis legiones de Catulo César, esparciéndose por el valle en vanguardia de sus carros, hasta quedar detenidos por las fortificaciones del campamento romano; y allí permanecieron, enardecidos, mientras la noticia se difundía entre las legiones y los escuchas se dirigían al norte para atisbar por entre los parapetos de mimbre el pavoroso espectáculo de la mayor horda jamás vista por un romano, y, además, de hombres gigantescos.

La reunión de Sila en el campamento samnita fue breve. Cuando concluyó había aún suficiente luz para que los conjurados cruzasen el puente de madera, con Sila a la cabeza, y se dirigiesen al pueblo de Tridentum en donde Catulo César había sentado su cuartel general en casa del magistrado local. El general había convocado una reunión para hablar de la llegada de los cimbros, y precisamente estaba quejándose de la ausencia de su lugarteniente cuando Sila hizo su entrada.

—Os ruego que seáis puntual, Lucio Cornelio —dijo con gesto glacial—. Tomad asiento y pasemos al asunto de preparar el ataque de mañana.

—Lo lamento, pero no tengo tiempo para sentarme —contestó Sila, que no vestía coraza, sino camisa de cuero y pteryges, con espada y puñal al cinto.

—¡Pues id, si tenéis cosas más importantes que hacer! —replicó Catulo César con el rostro congestionado.

—Oh, no voy a ir a ninguna parte —dijo Sila, sonriente—. Las cosas importantes que tengo que hacer están en este cuarto, y lo más importante de todo es que mañana no va a haber ninguna batalla, Quinto Lutacio.

—¿Que no habrá batalla? ¿Por qué? —inquirió Catulo César poniéndose en pie.

—Porque os enfrentáis a un motín y yo soy quien lo ha instigado —contestó Sila desenvainando la espada—. ¡Adelante, centuriones! —exclamó—. Estaremos algo estrechos, pero cabemos todos.

Ninguno de los que rodeaban al general dijo palabra; Catulo César, porque estaba furioso y los demás porque vieron el cielo abierto —no a todos los oficiales les convencía la perspectiva de aquella batalla— o porque no salían de su asombro. Setenta centuriones cruzaron el umbral y se situaron muy apretados a espaldas de Sila, dejando un estrecho espacio de tres pies entre el grupo que formaban y el estado mayor de Catulo César, que ahora estaban todos en pie, literalmente de espaldas a la pared.

—¡Por esto os arrojarán de la roca Tarpeya! —exclamó Catulo César.

—Que así sea, si es mi destino —replicó Sila, envainando la espada—. Pero, ¿hasta qué punto es motín un motín, Quinto Lutacio? ¿Hasta qué extremo debe un soldado obedecer ciegamente? ¿Es auténtico patriotismo ir voluntariamente a la muerte, cuando el general que da las órdenes es militarmente imbécil?

Era evidente que Catulo César no sabía qué decir y no encontraba la réplica adecuada a tan brutal sinceridad. Por otra parte, era demasiado soberbio para farfullar ninguna protesta y demasiado seguro de su posición para rebajarse a contestar. Finalmente, dijo con glacial dignidad:

—¡Esto es inaudito, Lucio Cornelio!

—Estoy de acuerdo —replicó Sila, asintiendo con la cabeza—. Es inaudito. En realidad, nuestra presencia aquí en Tridentum es inaudita. Mañana, los cimbros encontrarán centenares de senderos de ganado en las faldas de las montañas. ¡No una Anopaea, sino cientos! Vos no sois espartano, Quinto Lutacio, sino romano, y me sorprende que vuestra remembranza de las Termópilas sea más espartana que romana. ¿No aprendisteis que Catón el censor se sirvió del sendero Anopaea para rebasar el flanco del rey Antioco? ¿O es que consideráis a Catón de cuna demasiado baja para servir como ejemplo de algo más que hubris? ¡Es a Catón el censor en Termópilas a quien yo admiro, no a Leónidas y su guardia real pereciendo en bloque! Los espartanos decidieron perecer únicamente para retrasar a los persas lo suficiente para que la flota griega se aprestara en Artemisium. Sólo que no les salió bien, Quinto Lutacio. ¡No salió bien! La flota griega sucumbió y Leónidas murió inútilmente. ¿Influyó la resistencia de las Termópilas sobre el curso de la guerra contra los persas? ¡Claro que no! Cuando otra flota griega venció en Salamina, las Termópilas no habían sido el preludio. ¿Es que diréis acaso con toda sinceridad que preferís el gesto suicida de Leónidas a la brillante estrategia de Temístocles?

—Confundís la situación —replicó altivo Catulo César, desmoronándose su orgullo por efecto de aquel Ulises pelirrojo y chanchullero, pues lo cierto es que lo que más le preocupaba era salir indemne con su dignitas y auctorítas y no lo que pudiera pasar con su ejército o los cimbros.

—No, Quinto Lutacio, el que confunde la situación sois vos —replicó Sila—. Vuestro ejército es ahora mío en virtud del motín. Cuando Cayo Mario me envió aquí —añadió pronunciando cáusticamente el nombre en el denso silencio—, me dio una orden concreta: conservar intacto este ejército hasta que él pueda hacerse cargo de él, y eso no podrá hacerlo hasta que derrote a los teutones. Cayo Mario es nuestro comandante en jefe, Quinto Lutacio, y yo en este momento actúo a sus órdenes, no a las vuestras. Si consintiera esta temeraria locura, el ejército acabaría aniquilado en el campo de Tridentum. Por eso no va a haber batalla en Tridentum. Este ejército emprenderá la retirada esta misma noche. Entero. Y estará entero para combatir otro día, cuando las posibilidades de victoria sean muchísimo más favorables.

—He jurado que ningún pie germano pisaría el suelo de Italia —dijo Catulo César— y no seré perjuro.

—No sois vos quien adopta la decisión, Quinto Lutacio, así que no seréis perjuro —replicó Sila.

Quinto Lutacio Catulo César era uno de aquellos senadores de la vieja guardia que se negaba a llevar un anillo de oro como emblema de su cargo y prefería el viejo anillo de hierro tradicional, por lo que, cuando hizo un ademán imperativo con la mano derecha, dirigido a los presentes, no surgió del dedo índice ningún destello, sino que el gesto fue como un borrón grisáceo por efecto del cual los hombres se rebulleron y susurraron.

—Salid —dijo Catulo César—. Aguardad afuera, quiero hablar a solas con Lucio Cornelio.

Los centuriones dieron media vuelta y salieron, seguidos por los tribunos militares, el estado mayor de Catulo César y sus legados mayores. Cuando estuvieron a solas, Catulo César volvió a su silla y se dejó caer en ella.

Estaba en un brete, y lo sabía. El orgullo le había impulsado a remontar el curso del Athesis; no orgullo por Roma o su ejército, sino ese orgullo personal que le había llevado a afirmar que no consentiría que el pie germano hollase el suelo de Italia y que le impedía retractarse, siquiera fuese por mor de Roma o de su ejército. Cuanto más había avanzado por el valle, más profunda era su convicción de que cometía un error garrafal; cuanto más remontaba el curso del río, más deprimido se hallaba. Así, al llegar a Tridentum y considerar el parecido de aquel lugar con las Termópilas —aunque, en estricto sentido geográfico, era bien consciente de que no se parecía en nada—, había concebido el sacrificio útil de todos, salvando con ello su honor y su nefasto orgullo. Tridentum, igual que las Termópilas, sería una gesta que pasaría a la Historia. El exterminio de unos cuantos valientes enfrentados a un enemigo arrollador. ¡Extranjero, ve y dí a los romanos que aquí yacen los que cumplieron con su deber!, un magnífico monumento, peregrinaciones y poemas épicos inmortales.

La visión de los cimbros esparciéndose por el alto valle del Athesis le hizo recobrar el sentido común, y el resto fue obra de Sila. Porque, indudablemente, tenía ojos; y un cerebro, aunque fuese un cerebro fácilmente obnubilado por su inconmensurable dígnítas. Y los ojos habían advertido las innumerables terrazas a guisa de gigantescos escalones en las abruptas y verdes faldas montañosas, y el cerebro había comprendido con qué facilidad podían rebasar los flancos los guerreros cimbros. No se trataba de una garganta con acantilados, sino de un estrecho valle alpino inadecuado para desplegar un ejército por aquellas pendientes, que ninguna formación podría superar en orden de combate y menos maniobrar debidamente.

Lo que no había sido capaz de ver era cómo salir bien librado de aquel dilema sin perder la cara; en principio, la irrupción de Sila en la reunión del estado mayor le había parecido de perilla. Podía alegar insubordinación ante el Senado y mandar procesar por traición a todos los oficiales implicados, desde Sila hasta el último centurión. Pero aquella solución había quedado inmediatamente descartada. El motín era el más denigrado delito en la esfera militar, pero un motín en el que él quedase solo frente a todos los oficiales del ejército (había advertido en seguida en sus rostros que todos secundaban a Sila) era exponente de sentido común frente a una estupidez monumental. Si no hubiese habido un Arausio —si Cepio y Malio Máximo no hubieran mancillado para siempre el concepto del imperium del general romano ante los ojos del pueblo romano, e incluso de algunas facciones del Senado—, habría sido distinto. Tal como se producían los acontecimientos, entendió en seguida, tras la aparición de Sila, que si se obcecaba en la postura de un motín sería precisamente él quien sufriría los reproches de sus conciudadanos, él quien podría acabar acusado de traición ante el tribunal especial de Saturnino.

En consecuencia, Quinto Lutacio Catulo César lanzó un profundo suspiro y optó por la conciliación.

—No se hable más de motín, Lucio Cornelio —dijo—. No había necesidad de que lo expusierais en público. Habríais debido venir a hablar a solas conmigo, y entre los dos habríamos arreglado las cosas.

—No estoy de acuerdo, Quinto Lutacio —replicó Sila sin alterarse—. Si hubiese venido a veros a solas, me habríais despedido con cajas destempladas. Necesitabais un ejemplo fehaciente.

Catulo César frunció los labios y miró por encima de su larga nariz romana, consciente de ser un miembro ilustre de un clan ilustre, rubio y con ojos azules, altanero y beligerante.

—Lleváis demasiado tiempo con Cayo Mario —dijo—. Este comportamiento no concuerda con vuestra condición patricia.

—¡Oh, por todos los dioses —exclamó Sila, dando una palmada sobre su camisa de cuero que hizo tintinear los flecos y adornos de metal—, olvidaos de toda esa farfulla de linajes, Quinto Lutacio! ¡Estoy al borde de la náusea con tanto elitismo! ¡Y antes de que comencéis a despotricar sobre nuestro común superior Cayo Mario, dejad que os recuerde que en lo que respecta a asuntos militares y estrategia, nosotros somos un candil y él es el faro de Alejandría! ¡Ni vos ni yo somos militares! Pero yo tengo la ventaja de que he hecho mi aprendizaje a la luz del faro de Alejandría y mi candil brilla más que el vuestro.

—¡A ese hombre se le sobrestima! —masculló Catulo César.

—¡Oh, no! ¡Quejaos y refunfuñad tanto como queráis, Quinto Lutacio, pero Cayo Mario es el primer hombre de Roma! El hombre de Arpinum os ha superado a todos con un brazo atado a la espalda.

—Me sorprende que seáis tan acérrimo partidario suyo... pero os prometo, Lucio Cornelio, que esto no lo olvidaré.

—Ya lo creo que no... —replicó Sila, sonriente.

—Lucio Cornelio, os aconsejo que en el futuro cambiéis de lealtad —añadió Catulo César—. Si no lo hacéis, nunca seréis pretor, y menos aún cónsul.

—¡Oh, me gustan las amenazas claras! —replicó Sila con voz queda—. ¿Queréis impresionarme? Tengo linaje, y si llegase el momento en que os interesara mi apoyo, me lo solicitaríais —añadió con una mirada aviesa—. Algún día seré el primer hombre de Roma, el árbol más alto, igual que Cayo Mario. Esos árboles altos nadie los corta; cuando caen es porque están podridos por dentro.

Catulo César no contestó; Sila tomó asiento y se inclinó para servirse vino.

—Hablemos del motín, Quinto Lutacio, y desechad cualquier veleidad de imaginaros que no estoy decidido a llevarlo hasta sus máximas consecuencias.

—Confieso que sois un desconocido para mí, Lucio Cornelio, pero he visto lo suficiente de vuestra energía estos dos últimos meses para darme cuenta de que hay muy pocas cosas que no estéis dispuesto a hacer para saliros con la vuestra —dijo Catulo César, mirando su viejo anillo de hierro de senador, como buscando inspiración—. Lo he dicho antes y os lo repito, no se hable más de motín —añadió, haciendo un ruido al tragar saliva—. Me avengo al deseo del ejército de retirarse, con una condición: que no se vuelva a repetir la palabra "motín".

—Acepto en representación del ejército —contestó Sila.

—Quisiera ordenar yo mismo la retirada. Al fin y al cabo, supongo que habréis planeado la estrategia.

—Es absolutamente necesario que ordenéis vos mismo la retirada, Quinto Lutacio —contestó Sila—. Si, tengo una estrategia planeada. Una estrategia muy sencilla. Al amanecer, el ejército arrancará las estacas y procederá a retirarse lo antes posible. Todos deben haber cruzado el puente y hallarse al sur de Tridentum antes de que anochezca. Los auxiliares samnitas se situarán cerca del puente para cubrir la maniobra y lo cruzarán los últimos. La lástima es que está construido sobre pilares de piedra y no podamos derruirlos, por lo que los germanos podrán volver a tenderlo. De todos modos, no son ingenieros y tardarán más de lo debido, aparte de que se hundirá unas cuantas veces mientras lo cruzan las huestes de Boiorix. Si quiere seguir hacia el sur, tendrá que cruzar el río aquí en Tridentum. Por eso hay que hacer que se retrase.

—Pues acabemos con esta farsa —dijo Catulo César, poniéndose en pie y saliendo del cuarto con aparente calma y dominio, recuperando poco a poco su dignítas y auctorítas—. Nuestra posición es insostenible y voy a ordenar la retirada —añadió claro y terminante—. He dado instrucciones a Lucio Cornelio al respecto y él las cursará. Pero quiero que quede bien claro que aquí no se ha hablado de "motín" para nada. ¿Entendido?

Un murmullo de consenso surgió entre los oficiales, profundamente satisfechos de olvidar lo del "motín".

Catulo César giró sobre sus talones.

—Podéis retiraros —dijo por encima del hombro.

Conforme el grupo se deshacía, Cneo Petreio se acercó a Sila y le acompañó hasta el puente.

—Creo que ha salido muy bien, Lucio Cornelio. Se comportó mejor de lo que yo esperaba; mejor que otros de su clase.

—Bah, a pesar de todos sus modales, no es tonto —replicó Sila—. Pero tiene razón, olvidemos la palabra "motín".

—¡No me la oiréis a mí! —dijo Petreio con fruición.

Ya había oscurecido, pero el puente se hallaba iluminado por antorchas y cruzaron los imperfectos troncos sin dificultad. En la otra orilla se adelantaron a los centuriones y tribunos y Sila se volvió hacia ellos.

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