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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (65 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¿Cuál es la renta que se percibe? —inquirió el joven César.

—Diez talentos al año; un cuarto de millón de sestercios.

—¡Bien, bien! —dijo Cota, asintiendo con la cabeza.

—Los gastos de mantenimiento del edificio son mínimos porque su construcción es de primera calidad —dijo el agente—. Lo que, por otra parte, significa que siempre está alquilado al completo. Muchas de estas edificaciones se caen o se abarquillan como el corcho. ¡Esta no! Tiene dos fachadas y la tercera da a una bocacalle más ancha de lo habitual, lo que quiere decir que hay menos probabilidades de que se propague un incendio cercano. Sí, es un inmueble tan sólido como un barco de Granius. Puedo asegurarlo.

Como era absurdo circular por el Subura en una litera o una silla portátil, Cota y el joven César habían traído al par de galos como escolta suplementaria y ellos acompañaron a Aurelia a pie. No es que existiera gran peligro, porque era mediodía y todos los que llenaban las calles estaban más interesados en sus cosas que en molestar a la hermosa Aurelia.

—¿Qué te ha parecido? —inquirió Cota conforme descendían la leve cuesta de Fauces Subura hasta el Argiletum y se disponían a cruzar el extremo inferior del Foro Romano.

—¡Oh, sí, creo que es ideal! —contestó ella, volviéndose a mirar al joven César—. ¿Estáis de acuerdo, Cayo Julio?

—Sí, creo que nos convendrá —dijo él.

—Pues entonces, de acuerdo. Esta tarde cerraré el trato. Por noventa y cinco talentos es una buena compra, aunque no sea una ganga. Y os quedan cinco talentos para los muebles.

—No —dijo con firmeza el joven César—, de los muebles me encargo yo. No creáis que me falta dinero; mis tierras de Bovillae me dan una buena renta.

—Lo sé, Julio César —replicó Cota pacientemente—. ¿No recordáis que me lo dijisteis?

No lo recordaba. Aquellos días, en lo único que pensaba el joven César era en Aurelia.

 

Se casaron en abril, un día espléndido de primavera, con todos los auspicios favorables; incluso Cayo Julio César mejoró un poco.

Rutilia y Marcia lloraron; la una porque Aurelia era el primero de sus hijos que se casaba, y la otra porque era el último hijo el que se le casaba. Asistieron también Julia y Julilla, y Claudia, esposa de Sexto, pero no fue ningún marido. Mario y Sila seguían en Africa y Sexto César estaba reclutando tropas en Italia y no consiguió permiso del cónsul Cneo Malio Máximo.

Cota quiso alquilar una casa en el Palatino para que la pareja pasara el primer mes de casados.

—Primero habituaros a estar casados y luego acostumbraos a vivir en el Subura —dijo, preocupado por su única hija.

Pero la pareja se negó con firmeza, así que el recorrido del cortejo nupcial fue muy largo y la novia fue aclamada, por así decirlo, por todo el Subura. El joven César se alegró enormemente de que el velo cubriese el rostro de su amada y supo aguantar animoso las bromas obscenas, sonriente y saludando con inclinaciones de cabeza durante la marcha.

—Es nuestro nuevo vecindario y más vale que sepamos llevarnos bien con él —dijo—. No escuches.

—Yo más bien los disolvería —dijo Cota, que quería haber alquilado gladiadores de escolta; la abigarrada masa y el índice de criminalidad le asqueaban profundamente. Y no menos aquel lenguaje.

Cuando llegaron a la insula de Aurelia llevaban a la zaga una buena multitud, animada por la idea de que habría vino para todos y dispuesta a participar en la fiesta. Sin embargo, cuando el joven César abrió la puerta principal y cogió a su esposa en brazos para cruzar el umbral, Cota, Lucio Cota y los dos galos contuvieron a la multitud para que los recién casados pudieran entrar y cerrar la puerta a sus espaldas. Entre gritos de protesta, Cota se alejó del Vicus Patricii con la cabeza muy alta.

Dentro sólo estaba Cardixa; Aurelia había decidido emplear el dinero que le quedaba para comprar servidores, pero lo había dejado para después de la boda, porque quería hacerlo ella misma, sin tener que aguantar la presencia de su madre o de su suegra. El joven César también tenía que comprar criados —mayordomo, escanciador, secretario, empleado y un ayuda de cámara—, pero más necesitaba Aurelia: dos criadas para la limpieza, una lavandera, un cocinero y un pinche, dos doncellas y un forzudo. No era una vivienda enorme, pero bastaría.

Estaba oscureciendo, pero en el interior la penumbra era mayor aún, circunstancia que no habían imaginado en su anterior visita a plena luz del día. La luz que entraba por el patio central de los nueve pisos llegaba muy disminuida, igual que la procedente de la calle, bordeada por altos inmuebles. Cardixa había encendido las lámparas, pero eran insuficientes para iluminar los rincones; la criada se había retirado a su cuarto para dejar a solas a los recién casados.

El ruido fue lo que más sorprendió a Aurelia. Entraba por todas partes: de la calle, de la escalera a los pisos de arriba, del patio de luces... hasta el suelo parecía retumbar. Chillidos, maldiciones, golpes, conversaciones a voz en grito, altercados con vituperios, niños de pecho que lloraban, críos berreando, hombres y mujeres que tosían y escupían, una banda atronando con tambores y timbales, canciones, mugidos de bueyes, balidos de ovejas, mulas y asnos que rebuznaban, carros con infernal traqueteo y risotadas.

—¡Oh, no podremos ni siquiera pensar! —dijo Aurelia conteniendo las lágrimas—. ¡Cayo Julio, cuánto lo siento! ¡No había pensado en el ruido!

El joven César era lo bastante inteligente y sensible para darse cuenta de que, en parte al menos, aquel arrebato de nervios se debía, más que al ruido, a la tensión provocada por la precipitación de los últimos días en los preparativos de la boda. El mismo la había sufrido, ¿cómo no iba a ser mayor en su mujercita?

—No te preocupes, ya nos acostumbraremos —replicó riendo—. Ya verás como dentro de un mes ni nos damos cuenta. Además, en el dormitorio no se oirá tanto —añadió, cogiéndola de la mano y notando que temblaba.

Desde luego, el cubículo dormitorio del paterfamilias, al que se accedía a través del despacho, era más tranquilo. Aunque era un cuarto totalmente oscuro y sin ventilación, de no dejar abierta la puerta del despacho, y, además, tenía un falso techo para guardar cósas.

El joven César dejó a Aurelia en el despacho y fue a por una lámpara al recibidor. Cogidos de la mano, entraron en el cubículo y se quedaron extasiados. Cardixa lo había llenado de flores, cubriendo el lecho con fragantes pétalos; junto a las paredes había dispuesto toda clase de floreros con rosas, hojas de vid y violetas, y en una mesa había un jarro de vino, otro de agua, dos copas de oro y una gran bandeja de pastelillos de miel.

Ninguno de los dos era tímido. Por ser romanos, estaban debidamente informados de las cuestiones sexuales, por discretos que fuesen. Todo romano que podía permitírselo prefería la intimidad para los asuntos del cuerpo, sobre todo si había que desnudarse, pero no eran personas inhibidas. Naturalmente, el joven César había tenido sus aventurillas, pero su rostro ocultaba su verdadero carácter, y, a juzgar por aquella cara, no se hubiese creído que, pese a sus dotes innegables, era fundamentalmente un hombre retraído, sin la fuerza y la resolución de los agresivos personajes políticos; un hombre en quien los demás podían confiar, pero más capaz de hacerlos progresar a ellos que de abrirse paso él.

La corazonada de Publio Rutilio Rufo había sido acertada: el joven César y Aurelia se compenetraban. El era tierno, considerado, respetuoso y amante cálido más que impetuoso; quizá si la pasión le hubiera consumido, se la habría contagiado a ella; pero ninguno de los dos lo sabría. Hicieron el amor con delicadas caricias, suaves besos y sin precipitarse. Les satisfacía y se sentían inspirados. Y Aurelia pudo decirse para sus adentros que seguramente se habría ganado la incondicional aprobación de Cornelia, madre de los Gracos, porque había cumplido su obligación exactamente como Cornelia, madre de los Gracos, debía haberla cumplido, con un placer y un gozo que garantizaban que el acto en sí jamás rigiese su vida ni dictara su comportamiento fuera del lecho conyugal, y también garantizaba el que nunca detestara aquel lecho matrimonial.

 

* * *

Durante el invierno que Quinto Servilio Cepio pasó en Narbo llorando su oro perdido, recibió una carta del joven abogado Marco Livio Druso, uno de los pretendientes más fervientes de Aurelia, y uno de los más decepcionados.

 

Tenía diecinueve años al morir mi padre el censor, quien me dejó en herencia no sólo sus bienes, sino también el cargo de paterfamilias. Quizá por suerte, la única carga molesta fue mi hermana de trece años, por ser huérfana de padre y madre. En aquel entonces, mi madre Cornelia se ofreció a admitir a mi hermana en su casa, pero, naturalmente, yo me negué. Aunqe no hubo divorcio, sé que conocéis la frialdad que existía entre mis padres y que llegó a su punto culminante cuando mi padre dispuso que mi hermano fuese adoptado. Mi madre siempre le quiso más que a mi y, al convertirse en Marco Emilio Lépido Liviano, alegó que era muy joven y fue a vivir con él en el nuevo hogar, en donde, efectivamente, encontró una clase de vida mucho más libre y licenciosa de la que habría tenido bajo el techo de mi padre. Os refresco la memoria en estas cosas por pundonor, pues considero mancillado mi honor por la conducta vil y egoísta de mi madre.

Me enorgullezco de haber criado a mi hermana Livia Drusa como corresponde a su alta posición. Tiene ahora dieciocho años y está en edad casadera. Igual que yo mismo, Quinto Servilio, con mis veinticinco años. Sé que existe la costumbre de aguardar hasta pasados los veinticinco años para casarse y sé que hay muchos que prefieren esperar hasta entrar en el Senado, pero yo no puedo. Soy el paterfamilias y el único Livio Druso varón que queda de mi generación. Mi hermano Mamerco Emilio Lépido Liviano ya no puede reclamar sus derechos al nombre de Livio Druso ni a heredar parte de la fortuna. Por consiguiente, me incumbe a mí el casarme y procrear, si bien al morir mi padre había decidido esperar hasta que mi hermana tuviese edad para casarse.

 

Era una carta tan rígida y formalista como su autor, pero Quinto Servilio Cepio no encontraba falta en ello; él había sido buen amigo del padre del joven, del mismo modo que lo eran su hijo y el joven.

 

Por consiguiente, Quinto Servilio, desearía, como cabeza de familia, proponeros una alianza matrimonial a vos, cabeza de vuestra familia. Por cierto, no he considerado oportuno hablar de este asunto con mi tío Publio Rutilio Rufo. Aunque nada tengo contra él como marido de mi tía Livia y padre de sus hijos, no creo tampoco que su sangre y su carácter tengan suficiente categoría como para que su consejo cuente. Por ejemplo, hace poco llegó a mis oídos que había convencido a Marco Aurelio Cota para que permitiese a su hijastra Aurelia elegir esposo por si misma. Difícil es imaginar actitud más antirromana. Y naturalmente, ella eligió a un guapo mozo llamado Julio César, un muchacho débil y pobre que nunca llegará a nada.

 

Ya estaba. Con eso ajustaba cuentas con Publio Rutilio Rufo. Al pobre Marco Livio Druso le habían dado calabazas, pero también habían herido su dignitas.

 

Al decidir esperar a mi hermana, pensé que evitaba a mi futura esposa la responsabilidad de acogerla en su casa y corresponder a su conducta. No veo virtud alguna en transmitir las tareas de uno a quienes no puede esperarse que las desempeñen con igual esmero.

Lo que os propongo, Quinto Servilio, es que consintáis en darme en matrimonio a vuestra hija, Servilia Cepionis, y permitáis que vuestro hijo Quinto Servilio se case con mi hermana Livia Drusa. Es una solución ideal para ambas familias. Nuestros lazos conyugales se remontan a muchas generaciones y tanto mi hermana como vuestra hija tienen dotes iguales, lo cual significa que no habrá dinero que cambie de manos, una ventaja en estos tiempos de escasez monetaria.

Os ruego me comuniquéis vuestra decisión.

 

En realidad no había nada que decidir; era el enlace que Quinto Servilio Cepio había soñado, pues la fortuna de los Livio Druso era inmensa, igual que su alcurnia.

Contestó inmediatamente:

 

Mi apreciado Marco Livio, estoy encantado. Tenéis mi permiso para hacer todos los preparativos.

 

Druso abordó el asunto con su amigo Cepio hijo, ansiando preparar el terreno antes de que llegase la carta que, indudablemente, Quinto Servilio Cepio dirigiría a su hijo; mejor que Cepio hijo viese su próximo matrimonio tan deseable como impuesto por una orden paterna.

—Me gustaría casarme con tu hermana —le dijo a Cepio hijo, algo más bruscamente de lo que había previsto.

Cepio hijo parpadeó sin contestar.

—Y me gustaría que tú te casases con mi hermana —añadió Druso.

Cepio hijo parpadeó sucesivamente, pero no contestó.

—Bien, ¿qué me dices? —inquirió Druso.

Finalmente, Cepio hijo centró su cerebro (que no era tan grande como su fortuna ni su alcurnia) y contestó:

—Tendré que pedírselo a mi padre.

—Ya lo he hecho yo —replicó Druso—. Y está encantado.

—¡Ah! Pues bien —dijo Cepio hijo.

—¡Quinto Servilio, quiero saber qué te parece a ti! —añadió Druso, exasperado.

—Bien, a mi hermana le gustas, así que no hay nada que objetar. Y a mí me gusta tu hermana, pero...

—¿Pero qué? —inquirió Druso.

—No creo que yo le guste a ella.

Ahora fue Druso el que se quedó perplejo.

—¡Bah, tonterías! ¿Cómo no vas a gustarle? ¡Eres mi mejor amigo! ¡Claro que le gustas! Es un arreglo ideal; así todos seguiremos juntos.

—Pues me encantará —añadió Cepio hijo.

—¡Bien! —exclamó Druso—. Ya he hablado todo lo que hay que hablar en la carta que le escribí a tu padre. Por las dotes y todo lo demás. No hay de qué preocuparse.

—Muy bien —dijo Cepio hijo.

Estaban sentados en un banco, bajo una espléndida encina que había junto al estanque de Curcio, en la parte baja del Foro Romano; acababan de comer unas deliciosas empanadas sin levadura rellenas con una mezcla muy bien aderezada de lentejas con cerdo picado.

Druso se puso en pie, entregó la servilleta a su criado personal y aguardó a que le revisara la impoluta túnica por si tenía manchas de comida.

—¿Adónde vas con tanta prisa? —inquirió Cepio hijo.

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