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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (118 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Al día siguiente de la aprobación de la ley, Metelo el Numídico se puso en pie en el Senado y anunció con gran dignidad que él no iba a prestar juramento.

—¡Mi conciencia, mis principios y toda mi vida gravitan en torno a esta decisión! —gritó—. Pagaré la multa y me exiliaré en Rodas. Porque no pienso prestar juramento. ¿Me oís, padres conscríptos? ¡No-voy-a-prestar-juramento! No puedo jurar una cosa que repugna a lo más íntimo de mi ser. ¿Qué significa abjurar? ¿Qué es crimen más alevoso, jurar mantener una ley y ponerme en contra de ella, o no jurar? Vosotros mismos podéis contestaros. Mi respuesta es que el mayor crimen es jurar. Así, yo os digo, Lucio Apuleyo Saturnino, y a vos, Cayo Mario, ¡que-no-prestare-juramento! Prefiero pagar la multa y exiliarme.

Su postura causó profunda impresión, pues todos los presentes sabían que hablaba en serio. Mario frunció el entrecejo y Saturnino esbozó una sonrisa. Comenzaron los murmullos, las dudas, las protestas en progresión creciente.

—Van a dar la lata —musitó Glaucia desde su silla curul próxima a la de Mario.

—Si no cierro la sesión, se negarán a jurar —musitó Mario poniéndose en pie—. Os conmino a que vayáis a vuestras casas y penséis durante tres días las graves consecuencias si decidís no prestar juramento. A Quinto Cecilio le resulta fácil porque tiene dinero de sobra para pagar la multa y vivir bien en el exilio. Pero ¿cuántos de vosotros podréis hacer lo mismo? Id a casa, padres conscriptos, y pensáoslo estos tres días. Esta cámara se reunirá dentro de cuatro días y entonces deberéis decidiros, porque hay que tener en cuenta que es el plazo límite que estipula la lex Appuleia agraria secunda.

No puedes hablarles así, se decía Mario para sus adentros paseando por el magnífico suelo de su preciosa casa a los pies del templo de Juno Moneta, mientras su esposa le contemplaba impotente y su revoltoso hijo se escapaba al cuarto de juegos.

¡No puedes hablarles así, Cayo Mario, no son soldados! Ni siquiera son oficiales bajo tu mando, pese al hecho de que seas cónsul y casi todos ellos unos simples magistrados que jamás pondrán sus gordos culos en una silla curul. Sí, ellos, hasta el último, se consideran mis iguales. ¡A mí, Cayo Mario, seis veces cónsul de esta ciudad, de este imperio! Tengo que vencerlos, no puedo dejar un solo resquicio a la ignominia de la derrota. Mi dígnítas es muchísimo más grande que la de ellos, por mucho que digan lo contrario. Y no lo aguanto. Soy el primer hombre de Roma. Y cuando muera, tendrán que admitir que yo, Cayo Mario, el patán itálico que no hablaba griego, fue el hombre más grande de la historia de la república, el Senado y el pueblo de Roma.

Unicamente sobre esto giraron sus pensamientos durante los tres días de plazo que había dado a los senadores. Una y otra vez pensaba en lo terrible de perder la dígnítas si le derrotaban. Y al amanecer del cuarto día salió para la Curia Hostilia decidido a vencer y sin pensar en absoluto en el tipo de tácticas a que recurrirían los padres de la patria para derrotarle. Puso particular cuidado en su aspecto para que nadie pudiese advertir su impaciencia de aquellos tres días, y descendió a buen paso la colina de los Banqueros con los doce lictores precediéndole, como si realmente fuese el amo de Roma.

La cámara se reunió en asombroso silencio; casi no se oía ruido de sillas, toses ni murmullos. Se efectuó impecablemente el sacrificio y los presagios se dictaminaron propicios.

Con perfecto dominio, Mario irguió su corpachón con gran majestad. Aunque no había reflexionado a propósito de la táctica que adoptarían los padres de la patria, él sí que había elaborado la suya hasta el más minimo detalle y todo su ser irradiaba plena confianza.

—Yo también he pasado estos tres días pensando, padres conscriptos —comenzó diciendo, con los ojos fijos en algún punto entre los senadores asistentes y en ningún rostro en particular, enemigo o partidario suyo. Y nadie podía saber en dónde clavaba la mirada porque las espesas cejas cubrían sus ojos. Metió la mano izquierda por debajo de la orla de la toga en el punto en que caía en bellos pliegues desde el hombro izquierdo hasta los tobillos, y bajó del estrado—. Un hecho es evidente —añadió dando unos pasos y deteniéndose—. Si esta ley es válida, a todos nos obliga a jurar defenderla —dio otros cuantos pasos—. Si esta ley es válida, todos debemos jurarla —continuó hasta las puertas de la cámara y se volvió hacia los senadores—. Pero ¿es válida? —inquirió con fuerte voz.

Su pregunta cayó en medio de un impresionante silencio.

—¡Ya está! —musitó Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico—. ¡Se acabó! ¡El mismo se ha buscado la ruina!

Pero Mario, de nuevo junto a las puertas, no oyó nada y no se detuvo a reflexionar.

—Hay entre vosotros —prosiguió— quienes persisten en decir que no puede ser válida ninguna ley aprobada en las circunstancias de la lex Appuleia agraria secunda. He oído cuestionar la validez de la ley en relación con dos tesis, una que se aprobó en contra de los presagios; y otra que se aprobó pese a la violencia ejercida contra la sacrosanta persona de un tribuno de la plebe legalmente elegido. —comenzó a andar y se detuvo—. Es evidente que existen dudas sobre el futuro de la ley. La Asamblea de la plebe tendrá que reexaminarla a la luz de esas dos objeciones a su validez —afirmó, dando un paso y parándose—. Pero eso, padres conscriptos, no es la alternativa que contemplamos en esta sesión. La validez per se de la ley no es lo que más nos preocupa. Nuestra preocupación es más urgente —otro paso más—. La propia ley estipula que debemos jurarla, y eso es lo que hemos venido a debatir hoy. Hoy vence el plazo en que podemos prestar juramento para defenderla, por lo que la cuestión del voto es urgente. Y hoy la ley es una ley válida; luego hemos de jurar defenderla.

Comenzó a caminar a buen paso hasta casi el estrado, para, a continuación, girar sobre sus talones y dirigirse de nuevo a paso lento hacia las puertas, donde se volvió otra vez hacia la cámara.

—Hoy, padres conscriptos, juraremos todos. Tenemos que hacerlo por decisión específica del pueblo de Roma. ¡El es quien hace la ley! Nosotros, los senadores, somos sus simples servidores. Así que juraremos. Porque a nosotros tanto nos da, padres conscriptos. Si en el futuro, la Asamblea de la plebe reexamina la ley y encuentra que no es válida, con ello quedan invalidados nuestros juramentos —añadíó con voz de triunfo—. ¡Eso es lo que hemos de comprender! Cualquier juramento que hagamos de defender una ley será vigente mientras exista esa ley. Pero si la Asamblea de la plebe decide anular la ley, con ello queda anulado nuestro juramento.

Escauro, príncipe del Senado, asentía sincopadamente con la cabeza, y Mario pensó que era por estar de acuerdo con todo lo que decía. Pero Escauro asentía rítmicamente con la cabeza por razones muy distintas, y sus movimientos craneales correspondían a lo que le estaba diciendo en voz baja a Metelo el Numídico.

—¡Ya lo tenemos, Quinto Cecilio! ¡Por fin lo tenemos! Ha retrocedido y no ha podido resistirnos; le hemos obligado a admitir que toda la cámara duda de la validez de la ley de Saturnino. ¡Se la hemos jugado al zorro de Arpinum!

Eufórico, pensando en que tenía a la cámara de su parte, Mario regresó al estrado con gran decisión, subió y permaneció de pie ante su silla curul para continuar su discurso.

—Yo seré el primero en prestar juramento —añadió con voz plena de lógica—. Y si yo, Cayo Mario, vuestro primer cónsul durante más de cuatro años, estoy dispuesto a jurar, ¿qué inconveniente vais a tener vosotros? He hablado con los sacerdotes del colegio de los Dos Dientes y nos han preparado el templo de Semo Sancus Dius Fidius. ¡No está muy lejos! ¡Os insto a que me sigáis!

Se oyó un débil susurro y rozar de pies, mientras los de los bancos de atrás comenzaban a ponerse en pie.

—Una cuestión, Cayo Mario —dijo Escauro.

Volvió a hacerse el silencio en la cámara, mientras Mario asentía con la cabeza.

—Cayo Mario, me gustaría saber vuestra opinión personal, no vuestra opinión oficial. Vuestra opinión personal.

—Si apreciáis mi opinión personal, Marco Emilio, naturalmente que os la daré —respondió Mario—. ¿Sobre qué?

—¿Qué pensáis personalmente —inquirió Escauro con fuerte voz para que todos le oyesen—, es válida la lex Appuleia agraria secunda a la luz de lo que sucedió cuando se aprobó?

Silencio. Un silencio absoluto. Nadie respiraba. Ni siquiera Cayo Mario que repasaba apresuradamente las ideas que había concatenado, movido por su absoluta confianza.

—¿Queréis que os repita la pregunta, Cayo Mario? —dijo con amable voz Escauro.

Mario pudo sacar la lengua para humedecerse los labios. ¿Qué decir, qué hacer? Finalmente has pegado un resbalón, Cayo Mario. Te has metido en un pozo del que no puedes salir. ¿Cómo no habré pensado que me plantearían esta pregunta y lo haría el más inteligente de ellos? Y ahora mi propia astucia me tiene amordazado. ¡Era lógico que lo preguntasen! Y no se me había ocurrido. Ni una sola vez en estos tres días interminables.

Bien, no tengo salida. Escauro me tiene agarrado por el escroto y tengo que bailar al son que toque. Me tiene en sus manos. No hay escapatoria. Ahora tengo que decir a la cámara que personalmente creo que la ley no es válida, porque si no, nadie prestará juramento. Les he imbuido la idea de que existía duda y les he convencido de que la duda hacía permisible el prestar juramento. Si me retracto, pierdo su apoyo. Pero si digo que pienso que la ley no es válida, el que se pierde soy yo.

Miró hacia el banco de los tribunos y vio a Lucio Apuleyo Saturnino sentado, con las manos cogidas, muy serio, pero esbozando una sonrisa.

Perderé a este hombre que tan útil me es si digo que creo que la ley no es válida. Y perderé al mejor legalista de Roma, a Glaucia... Juntos podríamos haber arreglado Italia, a pesar de los padres de la patria, pero si digo que creo que su ley no es válida, los pierdo para siempre. Y, sin embargo, debo decirlo. Porque si no lo digo, estos cunni no prestarán juramento y mis soldados no tendrán sus tierras. Eso es lo único que puedo salvar del desastre. Tierra para mis soldados. Estoy perdido. Me han vencido.

Cuando la pata de la silla de marfil de Glaucia chirrió sobre el mármol del suelo, la mitad del Senado dio un respingo. Glaucia se miró las uñas, con los labios fruncidos y con cara de palo, pero nadie rompía el silencio.

—Creo que será mejor que os repita la pregunta, Cayo Mario —dijo Escauro—. ¿Cuál es vuestra opinión personal? ¿Es válida o no la ley?

—Yo creo... —comenzó a decir Mario con el entrecejo furiosamente fruncido—. Personalmente creo que la ley probablemente no es válida —concluyó.

Escauro se golpeó los muslos con la palma de la mano.

—¡Gracias, Cayo Mario! —dijo poniéndose en pie y volviéndose con una gran sonrisa a los de atrás y luego hacia los de enfrente—. ¡Bien, padres conscriptos, si un hombre como nuestro héroe conquistador Cayo Mario, nada menos, no considera válida la lex Appuleia, yo me complazco en prestar juramento! añadió, haciendo una reverencia hacia Saturnino y hacia Glaucia—. ¡Vamos, colegas senadores, como primero del Senado sugiero que nos apresuremos a llegar sin dilación al templo de Semo Sancus!

—¡Alto!

Todos se detuvieron. Metelo el Numídico dio una palmada y desde la última fila bajó su criado, cargado con dos grandes bolsas que le hacían ir encorvado arrastrándolas por los anchos escalones de seis pies con un sordo sonido metálico. Cuando Metelo tuvo las dos bolsas a sus pies, el criado volvió a subir a buscar una tercera. Varios de los senadores de los bancos de atrás vieron lo que había acumulado contra la pared e hicieron señal a sus criados para que le ayudaran. Así se transportaron con mayor rapidez las cuarenta bolsas, que quedaron apiladas en torno al escabel de Metelo el Numídico. Entonces se puso en pie.

—Yo no prestaré juramento —dijo—. ¡Y no voy a jurar aunque el primer cónsul me diera todas las garantías de que la lex Appuleia no es válida! Por consiguiente, he aquí veinte talentos de plata en pago de la multa, y declaro que mañana al amanecer partiré en exilio a Rodas.

Aquello fue un pandemónium.

—¡Orden! ¡Orden! ¡Orden! —gritaban Escauro y Mario.

Una vez restablecido el orden, Metelo el Numídico miró a sus espaldas y habló por encima del hombro con uno que estaba en los bancos de atrás.

—Cuestor del Tesoro, haced el favor de acercaros —dijo.

Hasta la primera fila descendió un presentable joven de pelo castaño y ojos marrones, con toga blanca impecable y bien marcados todos los pliegues. Era Quinto Cecilio Metelo, Meneitos hijo.

—Cuestor del Tesoro, os entrego estos veinte talentos de plata como pago de la multa que me ha sido impuesta por negarme a jurar la defensa de la lex Appuleia agraria secunda —dijo Metelo el Numídico—. Pero exijo que se cuente mientras la cámara está reunida para que los padres conscriptos tengan la garantía de que no falta ni un solo denario.

—Todos estamos dispuestos a aceptar vuestra palabra, Quinto Cecilio —dijo Mario, sonriendo sin ninguna gana.

—¡Oh, no, insistO en que se cuente! —replicó Metelo el Numídico—. Nadie se va a mover de aquí hasta que no se haya contado. Creo que en total —añadió con una tosecilla— tienen que haber ciento treinta y cinco mil denarios.

Todos volvieron a tomar asiento con un suspiro. Dos empleados de la cámara trajeron una mesa y la colocaron ante Metelo el Numídico, quien se colocó agarrando la toga con la mano izquierda y apoyando la derecha por la punta de los dedos sobre la propia mesa. Los empleados abrieron la primera bolsa y la pusieron entre los dos sobre la mesa para verter una cascada de relucientes monedas que formaron un montón junto a la mano del Numídico. Su hijo hizo signo a los empleados de que dejasen la bolsa abierta a su lado y comenzó el recuento de las monedas, echándoselas rápidamente en el hueco de la mano situada junto al borde de la mesa.

—¡Esperad! —exclamó Metelo.

Meneítos hijo se detuvo.

—¡Contadlas en voz alta, cuestor del Tesoro!

Se oyó una especie de grito contenido y un gruñido generalizado.

Metelo hijo volvió a situar las monedas contadas en la mesa para comenzar otra vez.

—U... u... uno, do... do... dos, tr... tr... tres, cu... cu... cuatro...

Al anochecer, Mario se levantó de la silla curul.

—Padres conscriptos, se acaba el día y no hemos concluido. Pero en esta cámara no se prosigue la sesión una vez puesto el sol. Por consiguiente, sugiero que vayamos ahora al templo de Semo Sancus a prestar juramento. Debemos hacerlo antes de la medianoche para no violar una orden directa del pueblo —dijo mirando de través hacia donde estaba Metelo el Numídico, mirando cómo contaba su hijo, al que se le había acentuado notablemente el tartamudeo, aunque ya no se le notaba nervioso—. Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, es deber vuestro permanecer aquí vigilando esta larga tarea. Espero que lo hagáis. En consecuencia, os eximo de prestar juramento hoy; ya lo haréis mañana. O pasado mañana de no haber finalizado el recuento —añadió con un atisbo de sonrisa.

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