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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (24 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Qué asco! ¡Adiós, pegajoso!

Tras lo cual arrojó la garrafa por la ventana al porche del jardín. Pero se le fue la mano y aterrizó contra el pedestal de su grupo escultórico preferido: Apolo persiguiendo a Dafne. Una enorme estrella de vino pegajoso mojó la piedra lisa y comenzó a chorrear hasta el suelo. Nicopolis se llegó corriendo a la ventana y se echó a reír.

—Tienes razón —dijo—. ¡Era un asqueroso!

A continuación mandó a la criadita Biti que limpiase el pedestal de la estatua con un paño y agua.

Nadie advirtió los restos de polvo blanco adheridos al mármol, porque también era blanco, y con el agua desapareció.

—Me alegro de que no acertaras en la estatua —dijo Nicopolis, sentándose en las rodillas de Sila, mientras ambos miraban cómo Biti fregaba el pedestal.

—Yo lo lamento —replicó Sila; pero parecía muy contento.

—¿Lo lamentas? ¡Lucio Cornelio, habrías estropeado la pintura! Menos mal que el pedestal es de mármol blanco.

—¡Bah! —replicó él, enseñando los dientes—. ¿Por qué tendré que estar constantemente rodeado de tontos? —añadió, apeando a Nicopolis del asiento.

No había quedado ninguna mancha; Biti retorció el trapo y vació el cubo en los pensamientos.

—¡Biti! —gritó Sila—. Lávate las manos, y lávatelas bien. No sabemos de qué ha muerto Stichus, y sí que le gustaba mucho el vino con miel. ¡Vamos, muévete!

Radiante porque él había advertido su presencia, Biti desapareció de escena.

 

* * *

 

—Hoy he conocido a un joven de lo más interesante —dijo Cayo Mario a Publio Rutilio Rufo.

Estaban sentados en el pórtico del templo de Tellus en el Carinae, que se hallaba cerca de la casa de Rutilio Rufo y en el que áquel día ventoso de otoño se tomaba bien el sol.

—Aquí da más sol que en mi peristilo —había comentado Rutilio Rufo, conduciendo a su visita hacia un banco de madera de aspecto destartalado que había en el recinto del espacioso templo—. En estos tiempos nuestros dioses están muy abandonados, sobre todo mi querida vecina Tellus. Todos se dedican a adorar y limpiar a la Magna Mater asiática y olvidan que la mejor protección para Roma es su propia diosa de la tierra.

Fue precisamente para evitar la triste homilía sobre la diosa más sombría, misteriosa y antigua de Roma que Cayo Mario había mencionado su encuentro con aquel interesante joven. Y el comentario surtió efecto, naturalmente, porque Rutilio Rufo no era inmune a la gente interesante, de la edad o sexo que fuera.

—¿Y quién era? —inquirió, ya sentado, alzando su morro de viejo zorro al sol, con los ojos placenteramente cerrados.

—El joven Marco Livio Druso, que debe de tener unos diecisiete o dieciocho años.

—¿Mi sobrino Druso?

—¿Ah, sí? —replicó Mario, volviendo la cabeza para mirarle.

—Debe de serlo, si se trata del hijo de Marco Livio Druso, que celebró el triunfo el pasado enero y va a presentarse a las elecciones de censor el año que viene —respondió Rutilio Rufo.

—¡Oh, qué embarazoso! —dijo Mario riendo y moviendo la cabeza—. ¿Por qué nunca recordaré esas cosas?

—Probablemente —replicó Rutilio Rufo secamente— porque mi esposa Livia, quien, para refrescar tu bucólica memoria, era hermana del padre del interesante joven, lleva muchos años muerta, nunca salía y nunca cenaba conmigo cuando yo daba fiestas. Desgraciadamente, los Livios Drusos tienen tendencia a quebrantar el espíritu de sus mujeres. Una mujercita adorable, mi esposa. Me dio dos buenos hijos y jamás un disgusto. La adoraba.

—Lo sé —dijo Mario, molesto por haber sido aleccionado de aquel modo. ¿Es que no aprendería nunca? Por muy viejo amigo que fuese Rutilio Rufo, no recordaba haber conocido a su mujer—. Deberías volver a casarte —dijo, partidario como era aquellos días del matrimonio.

—¿Para qué, para no llamar la atención? No, gracias. Suficiente desahogo a mis pasiones encuentro escribiendo cartas —dijo abriendo uno de sus ojos azules y mirando a Mario—. Bien, ¿qué te pareció tan interesante en mi sobrino Druso?

—Esta última semana me han abordado diversos aliados itálicos, de distintos pueblos, quejándose amargamente de que Roma emplea desastrosamente sus levas militares —respondió Mario pausadamente—. En mi opinión, se quejan con razón. Hace más de una década que casi todos los cónsules desperdician la vida de sus soldados... y con la misma despreocupación que si fuesen estorninos o gorriones. Y los primeros en perecer son las tropas de aliados itálicos, porque se ha convertido en costumbre utilizarlas en cabeza de las tropas romanas en cualquier situación en que las vidas de éstas corran peligro. Es raro el cónsul que sepa comprender que los soldados de los aliados itálicos son tropas propiedad de los pueblos que las pagan y no de Roma.

Rutilio Rufo nunca hacía objeciones a una argumentación indirecta, y conocía demasiado bien a Mario para pensar que lo que estaba diciendo no guardara relación con su sobrino Druso. Por ello respondió complacido a la aparente digresión.

—Los aliados itálicos se pusieron bajo la protección militar de Roma para unificar la defensa de la península —dijo—, y a cambio de aportar sus soldados se les concedió la categoría especial de aliados, recibiendo muchos beneficios, uno de ellos, y no poco importante, el de la integración de los pueblos de la península. Dan sus tropas a Roma para que todos luchemos por una causa común. De otro modo, aún estarían guerreando entre sí, perdiendo en ello, sin duda, más hombres de los que pueda haber perdido un cónsul.

—Eso es discutible —replicó Mario—. Podían haberse unido, formando una nación itálica.

—Eso se ha logrado con la alianza con Roma, hace ya dos o tres siglos, mi querido Cayo Mario; no sé a dónde quieres ir a parar —comentó Rutilio.

—Los delegados que han venido a verme sostienen que Roma utiliza a sus tropas para luchar en guerras extranjeras que en nada benefician al común de Italia —replicó Mario pacientemente—. El señuelo que agitamos ante los pueblos itálicos fue la concesión de la ciudadanía romana. Pero hace casi ochenta años que todos los pueblos itálicos o latinos tienen la ciudadanía, como sabes. Tuvo que darse la revuelta de Fregelles para que el Senado concediera los derechos a los pueblos latinos!

—Simplificas en exceso —replicó Rutilio Rufo—. A los aliados itálicos no les prometimos emancipación total, sino una ciudadanía gradual a cambio de su firme lealtad. Derechos latinos en primer lugar.

—Los derechos latinos significan bien poco, Publio Rutilio. A lo sumo, una burda ciudadanía de segunda clase que no da derecho a votar en las elecciones de Roma.

—Bien, sí; pero tienes que admitir que en los quince años transcurridos desde la revuelta de Fregelles han mejorado las cosas para los que adquirieron derechos latinos —replicó Rutilio Rufo, tenaz—. Todo el que desempeña una magistratura en una ciudad con derechos latinos adquiere automáticamente la ciudadanía romana para él y su familia.

—Lo sé, lo sé, y eso significa que ahora hay un notable contingente de ciudadanos romanos en cada ciudad con derechos latinos... Sí, un contingente en alza! Aparte de que la ley provee a Roma con nuevos ciudadanos de lo más idóneo, hombres con propiedades y gran influencia local, hombres en quienes se puede confiar que voten correctamente en Roma —espetó Mario.

—¿Y qué hay de malo en eso? —insistió Rutilio Rufo enarcando las cejas.

—¿Sabes, Publio Rutilio, que por liberal y progresista que seas en muchos aspectos, de corazón eres un noble romano tan inaguantable como Cneo Domicio Ahenobarbo? —replicó Mario, malhumorado—. ¿Acaso no ves que Roma e Italia forman un todo unidas?

—No es cierto —respondió Rutilio Rufo, comenzando a perder la continencia—. ¡Vamos, Cayo Mario! ¿Cómo puedes propugnar, sentado tranquílamente, dentro de los muros de Roma, la igualdad política entre romanos e itálicos? ¡Roma no es Italia! ¡Roma no ha llegado a ser por casualidad la primera ciudad del orbe, ni lo ha hecho con tropas itálicas! Roma es distinta.

—Roma es superior, quieres decir —añadió Mario.

—¡Sí! —respondió Rutilio Rufo, envanecido—. Roma es Roma. Roma es superior.

—¿Y no se te ha ocurrido nunca, Publio Rutilio, que si Roma admitiese dentro de su hegemonía a toda Italia, incluida la Galia itálica y el valle del Po, se vería engrandecida?

—¡Bobadas! Roma dejaría de ser Roma —replicó Rutilio.

—Y, lógicamente, Roma sería menos...

—Desde luego.

—Pero la situación actual es una farsa —insistió Mario—. ¡Italia es un revoltijo! Tiene regiones con plena ciudadanía, regiones con derechos latinos, regiones con la simple condición de aliadas... Lugares como Alba Fucentia y Aesernia con derechos latinos, totalmente rodeadas de marsos y samnitas itálicos, colonias con ciudadanía implantadas en medio de los galos del Po... ¿Cómo puede así existir un auténtico sentimiento de unidad, de identificación con Roma?

—Sembrar colonias romanas y latinas entre los pueblos itálicos sirve para mantenerlos enjaezados a nosotros —respondió Rutilio Rufo—. Los que gozan de plena ciudadanía o de los derechos latinos no nos traicionarán. No les traería cuenta traicionarnos, previendo las consecuencias.

—Te refieres a la guerra con Roma —dijo Mario.

—Bueno, no quiero decir tanto —replicó Rutilio Rufo—. Antes que nada implicaría una pérdida de privilegios que las comunidades romanas y latinas no podrían soportar. Y no hablemos ya de la pérdida de valía y posición social.

—Todo se reduce a la dignítas —dijo Mario.

—Exactamente.

—¿Así que crees que los hombres influyentes de esos núcleos romanos y latinos servirán de impedimento para que los pueblos itálicos piensen en aliarse contra Roma?

Rutilio Rufo hizo un gesto de perplejidad.

—Cayo Mario, ¿por qué adoptas esa postura? ¡No eres Cayo Graco ni ningún reformista!

Mario se puso en pie y comenzó a pasear por delante del banco y luego se volvió para dirigir sus fieros ojos, bajo sus no menos fieras cejas, hacia el menudo Rutilio, agazapado y a la defensiva.

—Tienes razón, Publio Rutilio, no soy reformista, y sería risible vincular mi nombre al de Cayo Graco. Pero soy hombre práctico y poseo una inteligencia más que regular, de lo cual me enorgullezco. Además, no soy un romano descendiente de romanos, como se esfuerzan por señalarme todos los que lo son. Bien, quizá mi origen rural me confiera una especie de distanciamiento del que los romanos descendientes de romanos son incapaces. Y veo el peligro de ese revoltijo itálico. ¡Lo veo, Publio Rutilio, lo veo! Escuché hace unos días lo que manifestaban los aliados itálicos, y barrunté que iban a soplar nuevos vientos. Y, por el bien de Roma, espero que nuestros cónsules en años venideros sean más prudentes en el empleo de las tropas itálicas que los de estos diez últimos años.

—Y yo también, aunque por distintos motivos —dijo Rutilio Rufo—. El don de mando mal empleado es un crimen, sobre todo cuando redunda en la pérdida de vidas de la tropa, sea romana o itálica —irritado, alzó la vista hacia Mario—. ¡Siéntate, te lo rúego! Me duele el cuello.

Mario se sentó a regañadientes y estiró las piernas.

—Estás consiguiendo clientes entre los itálicos —dijo Rutilio Rufo.

—Cierto —contestó Mario, mirando su anillo de senador, de oro en vez de hierro, pues sólo las familias senatoriales más antiguas mantenían la tradición de hacerlo en hierro—. Pero no soy el único, Publio Rutilio. Cneo Domicio Ahenobarbo ha enrolado a ciudades enteras como clientes por el simple expediente de asegurarles reducción de impuestos.

—O incluso la exención, tengo entendido.

—Efectivamente. ¿Y no está Marco Emilio Escauro detrás de la captación de clientes entre los itálicos del Norte? —dijo Mario.

—Sí, pero no me negarás que es menos fiero que Cneo Domicio —objetó Rutilio, que era partidario de Escauro—. Al menos hace obras importantes en las ciudades de sus clientes, deseca marismas y construye nuevos edificios públicos.

—Lo admito, pero no olvides que los Cecilios Metelos en Etruria no paran.

Rutilio Rufo lanzó un prolongado suspiro de impaciencia.

—Cayo Mario, ¡ojalá supiera por qué tardas tantísimo en decir lo que tienes que decirme!

—Ni yo mismo lo sé muy bien —replicó Mario—. Unicamente que noto un mar de fondo en el clan de las familias notables, un nuevo sentimiento de la importancia de los aliados itálicos. No creo que sean conscientes de que esa importancia pueda constituir un peligro para Roma, y sólo actúan por instinto, sin entenderlo. ¿Será que barruntan algo...?

—Tú sí que barruntas algo —dijo Rutilio Rufo—. Bien, eres un hombre muy sagaz, Cayo Mario. Y por mucho que te haya contrariado, también he tomado buena nota de lo que me has dicho. A primera vista, un cliente es poca cosa. Su patrón puede ayudarle mucho más de lo que él puede ayudar al patrón, salvo en el caso de elecciones o de un desastre. En lo único que quizá pueda servirle es negándose a actuar en contra de sus intereses. Los instintos son importantes; estoy de acuerdo. Son como luces que iluminan zonas de hechos ocultos, muchas veces antes que la propia lógica. Así que, tal vez tengas razón en cuanto a lo del mar de fondo. Y quién sabe si alistar a todos los aliados itálicos a título de clientes de una gran familia romana no es el medio para contrarrestar ese peligro que dices se cierne. Sinceramente, no lo sé.

—Ni yo —dijo Mario—. Pero estoy alistando clientes.

—Y te vas por las ramas —añadió Rutilio Rufo, sonriendo—. Si no recuerdo mal, empezamos hablando de mi sobrino Druso.

Mario dobló las piernas y se puso en pie tan súbitamente, que Rutilio Rufo, que había vuelto a cerrar los ojos, se llevó un sobresalto.

—¡Ya lo creo! Ven, Publio Rutilio; no lleguemos tarde a que veas un ejemplo del nuevo sentimiento hacia los aliados itálicos que hay entre las familias notables.

—¡Voy, voy! —dijo Rutilio, poniéndose en pie—. Pero ¿adónde?

—Al Foro, por supuesto —respondió Mario, iniciando el descenso de la rampa del templo hacia la calle—. Ahora mismo se está celebrando un juicio, y espero que lleguemos antes de que concluya —añadió mientras caminaban.

—Me sorprende que lo supieras —dijo secamente Rutilio Rufo, dado que Mario no era muy dado a preocuparse por los juicios del Foro.

—Y a mí me sorprende que no hayas asistido a él ninguno de estos días —replicó Mario—. Al fin y al cabo, es el estreno de tu sobrino como abogado.

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