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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (38 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Oh, sí, estoy segura de que lo seréis —contestó, dando una palmada para que viniese un criado—. Tráenos una infusión de hojas secas y unos pastelillos de los que me gustan. No tardará —añadió, dirigiéndose a Mario—. Cuando lo traigan, hablaremos. Mientras, permaneceremos en silencio.

No queriendo ofenderla, Mario permaneció sentado en silencio, y cuando llegó el humeante brebaje dio un sorbo a la copa que le tendió, olfateándola, no muy convencido. No sabía mal, pero él no estaba acostumbrado a tomar bebidas calientes; al quemarse la lengua, dejó a un lado la copa. Ella, muy acostumbrada, lo tomaba a breves sorbos, ingiriéndolo con audible placer.

—Es delicioso —dijo la siria—, aunque supongo que preferiréis el vino.

—No —respondió Mario muy cortés.

—Tomad un pastelillo —musitó ella con la boca llena.

—No, muchas gracias.

—Bien, bien, entiendo —dijo ella, enjuagándose la boca con otro sorbo de pócima caliente y alargando imperiosa una de sus garras—. Dadme la mano derecha.

Mario obedeció.

—Os aguarda un gran destino, Cayo Mario —comenzó a decir escrutando ardientemente las líneas de la palma—. ¡Qué mano! Refleja todo lo que acomete. ¡Y qué línea del cerebro! Rige vuestro corazón, rige vuestra vida, rige todo menos los estragos del tiempo, Cayo Mario, pues ésos nadie los puede resistir. Pero vos resistiréis mucho más que otros. Veo una grave enfermedad... pero la superaréis en su primera manifestación... Enemigos que acechan, enemigos sin número... pero los venceréis... Seréis cónsul al año siguiente del que acaba de comenzar, es decir, el año que viene... Y después seréis cónsul seis veces más... Siete veces en total seréis cónsul, y os llamarán el tercer fundador de Roma, pues salvaréis a Roma del mayor de los peligros.

Notaba que el rostro le ardía como brasas removidas, en su cabeza sentía un inmenso fragor, el corazón le latía como un tambor batido por el hortator para estimular la velocidad de los remeros. Un espeso velo rojo tapaba su vista; porque la siria decía la verdad. El lo sabía.

—Tenéis el amor y el respeto de una gran mujer —prosiguió Marta, examinando ahora las rayas menores—, y su sobrino será el más grande entre los romanos de todos los tiempos.

—No, ése soy yo —dijo Mario, ya con los reflejos más serenos, al oír aquel vaticinio menos placentero.

—No, es su sobrino —insistió Marta—. Un hombre mucho más grande que vos, Cayo Mario. Lleva vuestro primer nombre, Cayo, pero es de la familia de ella, no de la vuestra.

Tomaba buena nota y no lo olvidaría.

—¿Y mi hijo? —inquirió.

—Vuestro hijo también será un gran hombre, pero no tan grande como su padre ni vivirá con mucho tantos años como él. Pero aún estará vivo cuando llegue vuestra hora.

La adivina retiró la mano y metió los sucios pies descalzos bajo el diván con un tintineo y tañir de campanillas, ajorcas y pulseras.

—Ya he visto todo lo que había que ver, Cayo Mario —dijo arrellanándose y cerrando los ojos.

—Os doy las gracias, adivina Marta —dijo él, poniéndose en pie y sacando la bolsa—. ¿Cuánto...?

Marta abrió sus pérfidos ojos negros, diabólicamente vivos.

—A vos no os cobro nada. La compañía de los grandes es suficiente. Cobro a los que son como el príncipe Gauda, que nunca será grande, aunque será rey —añadió con otro cacareo—. Pero eso lo sabéis tan bien como yo, Cayo Mario, pues aunque no tenéis el don de leer el futuro, sí que tenéis el de leer en el corazón de los hombres; y el príncipe Gauda tiene un corazón mísero.

—Vuelvo a daros las gracias.

—Oh, tengo que pediros un favor —añadió la adivina cuando Mario se hallaba ya casi en la puerta.

—Decidme —contestó Mario, volviéndose rápidamente.

—Cuando seáis cónsul por segunda vez, Cayo Mario, llevadme a Roma y tratadme con honores. Tengo deseos de ver Roma antes de morir.

—Veréis Roma —dijo él, y salió.

¡Siete veces cónsul! ¡El primer hombre de Roma! ¡Tercer fundador de Roma! ¿Qué destino más grande que aquél? ¿Qué roma no podía superarlo? Cayo... Debía referirse al hijo de su joven cuñado, Cayo Julio César. Claro, su hijo sería sobrino de Julia, el único que llevaría el nombre de Cayo, por supuesto.

—Por encima de mi cadáver —dijo Cayo Mario, montando en el caballo y encaminándose a Utica.

Al día siguiente fue a entrevistarse con Metelo. El cónsul se hallaba examinando unos documentos y cartas de Roma, pues la noche anterior había llegado un barco retrasado por los temporales.

—¡Estupendas noticias, Cayo Mario! —dijo Metelo, por una vez afable—. Han prorrogado mi mando en Africa, con imperium proconsular y con buenas perspectivas de que lo prorroguen si necesito más tiempo.

Dejó a un lado el nombramiento y cogió otra hoja por simple exhibición, pues era evidente que ya las había leído. Ninguno de los dos se limitó a hojear en silencio los papeles con una mirada de comprensión, pues los dos sufrían la necesidad de alzarse y leer en voz alta para facilitar el proceso.

—Es una suerte que mi ejército esté intacto, porque parece que la escasez de tropa en Italia se ha agudizado, gracias a la acción de Silano en la Galia. Ah, claro, no lo sabéis, es cierto. Pues sí, mi colega consular ha sido derrotado por los germanos, con grandes pérdidas —añadió, cogiendo otro rollo, que esgrimió—. Silano dice que en el campo de batalla había más de medio millón de gigantes germanos. —Dejó el rollo en la mesa y enarboló otro en dirección de Mario—. El Senado me notifica que ha anulado la lex Sempronia de Cayo Graco, que limitaba el número de campañas completas exigibles. ¡Magnífico! Podemos alistar a miles de veteranos en caso necesario —añadió, complacido.

—Es una decisión legislativa muy perjudicial —replicó Mario—. Si un veterano desea retirarse al cabo de diez años o seis campañas completas, debe permitírsele con la garantía de que no va a ser llamado nunca más a filas. ¡Estamos diezmando a los pequeños propietarios, Quinto Cecilio! ¿Cómo puede un hombre abandonar sus escasas tierras al cabo, quizá, de veinte años de servicio en las legiones, y esperar que éstas prosperen en su ausencia? ¿Cómo puede engendrar hijos que le sustituyan en su granja y en las legiones? Cada vez recae con mayor peso sobre la esposa la tarea de cuidar la tierra, y las mujeres no poseen la fuerza, la previsión y la aptitud para ello. Deberíamos procurarnos tropa de otra manera y protegerla de los generales.

—¡Cayo Mario, no es competencia vuestra —replicó Metelo con rostro impasible y labios prietos— criticar la sabiduría de la más ilustre entidad que nos gobierna! ¿Quién os créeis que sois?

—Quinto Cecilio, creo que ya me dijisteis en una ocasión, hace muchos años, quién era: un palurdo itálico que no habla griego, si no recuerdo mal. Y puede que sea verdad. Pero eso no me impide que diga lo que pienso de una mala legislación —respondió Mario sin levantar la voz—. Nosotros, y con ese "nosotros" me refiero al Senado, ilustre entidad de la que tanto vos como yo formamos parte, estamos consintiendo que perezca toda una clase de ciudadanos por no tener el valor y la presencia de espíritu para poner coto a todos esos pretendidos generales que hemos estado nombrando durante años. ¡La sangre de los soldados romanos no es para derrocharla, Quinto Cecilio, sino para emplearla en una vida útil!

Mario se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio de Metelo para proseguir su diatriba.

—Cuando al principio estructuramos nuestro ejército, era para realizar campañas en Italia, de manera que los hombres pudieran volver a sus hogares en invierno para atender sus tierras, engendrar hijos y asesorar a sus mujeres. Pero, hoy día, cuando un hombre se alista o se ve obligado a incorporarse por la leva, le envían a ultramar y, en lugar de servir en una campaña que dure un verano, está en filas dos años seguidos sin poder volver a casa, de modo que esas seis campañas pueden suponerle doce y hasta quince años... ¡y fuera de su patria! ¡Cayo Graco legisló en contra de eso para impedir que los pequeños terratenientes itálicos no cayesen en las garras de los ganaderos especuladores! —añadió con un forzado suspiro, mirando irónico a Metelo—. ¡Ah, pero se me olvidaba, claro! Porque vos mismo sois uno de esos ganaderos codiciosos, ¿no es cierto? ¡Y os encanta ver cómo van a parar a vuestras manos esas pequeñas propiedades, cuando los hombres que deberían volver a casa caen en suelo extranjero por culpa de la brutal desidia y la codicia de la aristocracia!

—¡Ajá! ¡Ahora lo habéis dicho! —exclamó Metelo, poniéndose en pie de un salto y aproximando el rostro al de Mario—. ¿Así que codicia y desidia aristocrática? Tenéis lo de la aristocracia clavado muy hondo, ¿verdad? ¡Pues os diré un par de cosas, advenedizo Cayo Mario! ¡El haberos casado con una Julia de los Julios no os convertirá en aristócrata!

—Ni lo deseo —replicó desdeñoso Mario—. ¡Os desprecio a todos, con la sola excepción de mi suegro, quien, de milagro, ha sabido seguir siendo un hombre honrado a pesar de sus orígenes!

Ya hacía rato que hablaban a gritos y en la antecámara todos estaban pendientes de la discusión.

—¡Dale, Cayo Mario! —decía un tribuno de la tropa.

—¡Dale donde duele, Cayo Mario! —añadía otro.

—¡Méate en ese chupapollas arrogante, Cayo Mario! —espetaba un tercero, riendo.

Lo que demostraba que todos, hasta el último soldado, sentían mucha más simpatía por Mario que por Quinto Cecilio Metelo.

Pero los gritos habían llegado más allá de la antecámara, y cuando el hijo del cónsul irrumpió en el antedespacho, todo el personal consular simuló estar trabajando eficientemente. Metelo hijo, sin dirigirles una mirada, abrió la puerta del despacho de su padre.

—¡Padre, se oyen vuestras voces a varias millas! —exclamó el joven, dirigiendo una mirada de odio a Mario.

Era de fisico muy parecido a su padre; de estatura y contextura medias, pelo castaño, ojos marrones y relativamente bien parecido según los cánones romanos, de forma que no tenía ninguna característica por la que hubiera destacado entre la multitud.

La interrupción apaciguó a Metelo, aunque en nada palió la rabia de Mario. Ninguno de los dos hizo ademán de querer sentarse de nuevo, y el joven Metelo permaneció a un lado, alarmado y molesto, y apasionadamente predispuesto a ponerse de parte de su padre, pero muy contenido, habida cuenta en particular de las indignidades a que había sometido a Mario desde que su padre le había nombrado comandante de la guarnición de Utica. Ahora veía por primera vez a un Cayo Mario distinto, fisicamente crecido y con valentía, coraje e inteligencia muy por encima de cualquier Cecilio Metelo.

—No tiene objeto proseguir la conversación, Cayo Mario —dijo Metelo, ocultando el temblor de sus manos mediante el recurso de apoyarlas sobre el escritorio—. En cualquier caso, ¿para qué queríais verme?

—He venido a deciros que quiero dejar el servicio en esta guerra a finales del verano dijo Mario—. Vuelvo a Roma para presentarme a las elecciones de cónsul.

—¿Cómo decís? —exclamó Metelo sin dar crédito a lo que acababa de oír.

—Que marcho a Roma para participar en las elecciones consulares.

—No lo haréis —replicó Metelo—. ¡Habéis firmado como mi legado mayor, y además con imperium de prepretor, durante mi mandato como gobernador de la provincia africana. Me han prorrogado el cargo, lo que quiere decir que el vuestro queda prorrogado.

—Podéis licenciarme.

—Si quisiera, sí; pero no quiero —respondió Metelo—. De hecho, si de mí dependiera, Cayo Mario, os dejaría aquí en provincias para el resto de vuestros días.

—No me obliguéis a hacer algo repugnante, Quinto Cecilio —dijo Mario en tono más bien amistoso.

—¿Obligaros a hacer algo ¿qué? ¡Bah, salid de aquí, Mario! ¡Dedicaos a algo útil y no me hagáis perder el tiempo! —añadió Metelo, advirtiendo la mirada de su hijo y sonriéndole como en connivencia.

—Insisto en que se me releve del servicio en esta guerra para poder presentarme a la elección de cónsul este otoño en Roma.

Envalentonado por la actitud cada vez más cerrada de mando y superioridad de su padre, el Meneítos hijo comenzó a lanzar unas risitas que estimularon a su progenitor.

—Os digo una cosa, Cayo Mario —añadió éste, sonriendo—. Tenéis casi cincuenta años y mi hijo veinte. ¿Me aceptaríais la sugerencia de presentaros a cónsul el mismo año que él lo haga? Por entonces habréis logrado ser aceptable para el cargo de cónsul. Y estoy seguro que a mi hijo le encantará daros algunas indicaciones.

Metelo hijo soltó una carcajada.

Mario los miró a ambos bajo sus erizadas cejas, con su cara de águila mucho más orgullosa y altiva que la de ellos.

—Seré cónsul, Quinto Cecilio, perded cuidado —dijo—. Seré cónsul, no una, sino siete veces.

Y salió del despacho, dejando a los dos Metelos boquiabiertos, entre sorprendidos y atemorizados, preguntándose por qué no encontraban nada divertida aquella arrogante afirmación.

 

Al día siguiente, Mario volvía a la antigua Cartago y pedía audiencia con el príncipe Gauda.

Conducido a presencia de éste, hincó una rodilla en tierra y besó su fría mano.

—¡Alzaos, Cayo Mario! —exclamó Gauda, encantado y alborozado porque aquel hombre de impresionante aspecto le mostrara semejante respeto y admiración.

Mario comenzó a incorporarse y luego volvió a dejarse caer sobre las dos rodillas con los brazos tendidos.

—Alteza real —dijo—, no soy digno de estar en vuestra presencia, pues vengo a vos como el más humilde de los suplicantes.

—¡Alzaos, alzaos! —chilló Gauda, en la gloria—. ¡De rodillas no prestaré oídos a vuestras peticiones! Venid, sentaos a mi lado y decidme qué queréis.

El asiento que Gauda le indicaba estaba, efectivamente, a su lado, aunque un escalón más bajo que el trono. Haciendo una profunda reverencia mientras se dirigía a él, Mario se sentó en el borde, como deslumbrado por el esplendor de quien sí estaba cómodamente sentado.

—Cuando decidisteis ser cliente mío, príncipe Gauda, acepté ese extraordinario honor pensando en que podría hacer prosperar vuestra causa en Roma; pues me proponía presentarme a la elección de cónsul el próximo otoño —dijo Mario, haciendo una pausa con un profundo suspiro—. ¡Mas, ay, no podrá ser! Quinto Cecilio Metelo va a quedarse en Africa porque le han prorrogado el cargo de gobernador, lo que quiere decir que yo, como legado suyo que soy, no puedo abandonar el servicio sin su consentimiento. Y cuando le he manifestado que deseaba presentarme a la elección consular, me ha negado el permiso para abandonar Africa antes que él.

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