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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (43 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Como en su vida no había habido vírgenes inexpertas, Sila arrostró sin reparo alguno los acontecimientos inmediatos y se ahorró muchas preocupaciones innecesarias. Independientemente del estado clínico de su virginidad, Julilla era tan madura y tan fácil de pelar como un melocotón a punto de desprenderse del árbol. Ella le contempló despojarse de la túnica de matrimonio y quitarse la corona de flores, tan fascinada como excitada, y ella misma se despojó de todas las prendas sin que él se lo dijera, del maquillaje nupcial de crema y azafrán, de la tiara de lana de siete tiras de la cabeza y de los nudos y ceñidores especiales.

Una vez desnudos, se miraron uno a otro con entera satisfacción: Sila magníficamente bien formado y Julilla demasiado delgada, pero con aquella gracia cimbreante que tanto aminoraba lo que en otra habría resultado anguloso y feo. Y fue ella quien se acercó a él, le puso las manos en los hombros y con exquisita y natural voluptuosidad unió su cuerpo al suyo, suspirando de deleite cuando él la rodeó con sus brazos y comenzó a acariciarle la espalda recorriéndosela con ambas manos.

'A él le encantaba su levedad, la ligereza acrobática con que podía alzarla en volandas por encima de su cabeza y con que ella se retorcía sobre su cuerpo. Nada de lo que le hacía la asustaba o la ofendía y toda maniobra la repetía ella dentro de sus posibilidades. Enseñarla a besar fue cuestión de segundos y, pese a ello, durante los años que vivieron juntos, ella jamás dejaría de aprender a besar. Era una mujer preciosa y ardiente, deseosa de complacerle y ansiosa porque él la complaciera. Toda suya; para él sólo. ¿Y quién de los dos podía imaginar, aquella noche, que las cosas cambiarían para ser menos perfectas, menos deseables?

—Si alguna vez se te ocurre mirar a otro, te mataré —dijo él durante una pausa en sus escarceos.

—Te creo —respondió ella, recordando la acerba prédica de su padre a propósito de los derechos del paterfamílias. Ahora había pasado de la potestad paterna a la del esposo. Como patricia, no podía comportarse como si fuera su querida. En ese aspecto, Nicopolis y Clitumna tenían ventaja en cuanto a sus gustos.

La diferencia de estatura era poca, pues Julilla era bastante alta para ser mujer y Sila no lo era mucho para ser hombre; así, las piernas de ella eran algo más largas que las de él y se las apretaba entre las rodillas, maravillada de la blancura de la piel comparada con el tono tostado de la suya.

—A tu lado parezco una asiria —le dijo cogiendo su brazo y levantándolo para que viera el contraste.

—Yo no soy normal —dijo él secamente.

—Estupendo —replicó ella, inclinándose sobre él y besándole.

Ahora le tocaba a él contemplarla y observar el contraste y la esbeltez de sus formas, parecidas a las de un muchacho. Le dio bruscamente la vuelta con una mano poniéndola cabeza abajo y observó las líneas de espalda, nalgas y muslos. Una preciosidad.

—Eres tan hermosa como un muchacho —dijo.

Ella intentó revolverse, indignada, pero él la mantuvo contra la almohada.

—¡Qué divertido! ¡No digas que prefieres a los chicos, Lucio Cornelio...!

Lo había dicho con toda inocencia, acompañándolo de risitas ahogadas en la almohada.

—Eso creía hasta que te conocí a ti —replicó él.

—¡Tonto! —exclamó ella entre risas, pensando que lo decía en broma, al tiempo que se zafaba de su brazo, se montaba a horcajadas en su pecho y se arrodillaba en sus brazos—. ¡Por decir eso puedes mirar de cerca mi colita y decirme si no parece un lanzón!

—¿Sólo mirar? —replicó él, subiéndosela hasta el cuello.

—¡Un muchacho! —repitió, aún divertida por la idea—. ¡Eres un tonto, Lucio Cornelio!

Pero luego dejó de pensar en ello, inmersa en el descubrimiento de nuevos placeres.

 

Como era de esperar, la Asamblea del pueblo eligió cuestor a Sila, y aunque el año en que había de desempeñar el cargo no tenía que iniciarse hasta el cinco de diciembre (aunque, como a todos los cuestores personales, no se le exigiría presentarse hasta Año Nuevo, cuando su superior asumiera el cargo), Sila se presentó al día siguiente de las elecciones en casa de Mario.

Ya estaba avanzado noviembre y amanecía más tarde, circunstancia que Sila agradecía enormemente, pues sus excesos nocturnos con Julilla hacían que le costase más que antaño levantarse. Pero sabía que tenía que presentarse antes de que saliera el sol, porque el hecho de que Mario le hubiera solicitado como cuestor personal cambiaba sutilmente su situación.

Aunque no se tratase de una clientela de por vida, Sila era, en la práctica, cliente de Mario mientras desempeñase el cargo de cuestor, que duraría todo el tiempo que aquél tuviera imperium en lugar del año normal. Y un cliente no permanecía en la cama con su joven esposa cuando ya ha amanecido, sino que se presenta en casa de su patrón con las primeras luces del día para ofrecerle sus servicios con arreglo a lo que él le indique. Tal vez le despida cortésmente o le pida que le acompañe al Foro o a cualquier basílica para resolver algún negocio público o privado, o tal vez le encomiende alguna tarea.

Aunque no llegaba con un retraso que mereciera reproche, se encontró con el espacioso atrium de la casa de Mario lleno ya de los clientes más madrugadores. Sila se dijo que algunos debían haber dormido en la calle, porque la costumbre era recibirlos conforme llegaban. Lanzó un suspiro y se situó en un rincón discreto, dispuesto a una larga espera.

Algunos personajes importantes tenían secretarios y nomenclatores que clasificaban a los clientes matutinos, dejando a un lado la morralla y haciendo pasar a los peces gordos. Pero Cayo Mario, advirtió Sila complacido, efectuaba personalmente la criba sin necesidad de ayudante. Aquel hombre tan importante, cónsul electo, y por consiguiente de suma relevancia para muchos en Roma, hacía su propia selección con pasmosa celeridad, separando el grano de la paja con mayor eficacia que ningún secretario. Al cabo de veinte minutos las cuatrocientas personas que se apiñaban en el atrium y en los pórticos del peristilo habían sido clasificadas y la mitad se marchaban contentos, llevando cada cliente liberto u hombres libres de baja categoría un donativo entregado por un Mario todo sonrisas y gestos de insistencia.

Bien, pensó Sila, puede que sea un arribista y más provinciano que romano, pero sabe actuar. Ni Fabio ni Emilio habrían desempeñado mejor el papel de patrón. No era necesario mostrar generosidad con los clientes si no lo pedían y, aun en ese caso, era criterio del patrón negarla. Pero Sila advirtió por la actitud de los que esperaban turno, conforme Mario iba de uno a otro, que aquel hombre si tenía costumbre de ser generoso, bien que en sus modales se transparentaba sutilmente la advertencia de que ¡ay del que cayera en la codicia!

—¡Lucio Cornelio, no tenéis por qué aguardar aquí fuera! —dijo Mario al llegar al rincón en que esperaba—. Pasad a mi despacho y sentaos tranquilamente. Seré con vos en breve y hablaremos.

—No, Cayo Mario —replicó Sila sonriente, sin abrir los labios—. He venido a ponerme a vuestra disposición como cuestor y esperaré complacido mi turno.

—Podéis aguardar vuestro turno sentado en mi despacho. Si queréis actuar bien como cuestor mio, más vale que veáis cómo resuelvo los asuntos —dijo Mario, poniéndole una mano en el hombro y conduciéndole al tablinum.

Transcurridas tres horas quedó despachada la multitud de clientes, sin prisas pero sin pausas; sus solicitudes incluían desde ayuda económica hasta peticiones para que los tuviera en cuenta cuando se reanudase el comercio en Numidia. Mario no les pedía nada a cambio, aunque era evidente que aquellos favores implicaban la recíproca por parte de los favorecidos cuando el patrón se lo pidiera, al día siguiente o años más tarde.

—Cayo Mario —dijo Sila una vez que hubo marchado el último cliente—, como a Quinto Cecilio Metelo le han prorrogado el mando en Africa un año más, ¿cómo pensáis que podréis favorecer a vuestros clientes en la reanudación del comercio con Numidia?

—Es cierto —respondió Mario, pensativo—. Quinto Cecilio seguirá en Africa el año que viene, ¿no es eso? —Era claramente una pregunta ociosa y Sila obvió contestarla, limitándose a observar fascinado cómo funcionaba el raciocinio de Mario. ¡No era de extrañar que hubiese llegado a cónsul!—. Si, Lucio Cornelio, he estado reflexionando sobre el problema de la presencia de Quinto Cecilio en Africa y no es insoluble.

—Pero el Senado nunca os nombrará sustituto de Quinto Cecilio —añadió Sila—. No es que esté aún muy al corriente de las tendencias políticas dentro del Senado, pero si me consta la animosidad de los senadores más influyentes respecto a vuestra persona, y la juzgo demasiado fuerte para que os enfrentéis a ella.

—Muy cierto —dijo Mario, sin abandonar una sonrisa de complicidad—. Soy un patán de provincias que no habla griego, por decirlo con palabras de Metelo, a quien os diré que yo llamo el Meneítos, e indigno de ser cónsul. Y eso sin tener en cuenta que tengo cincuenta años, edad excesiva para el cargo y considerada inadecuada para el mando militar. Los dados me son adversos en el Senado, pero siempre me lo han sido, ¿sabéis? Sin embargo, aquí me tenéis: ¡cónsul a los cincuenta! Algo misterioso, ¿no es cierto, Lucio Cornelio?

Sila sonrió, con la consiguiente mueca feroz, pero a Mario no pareció inquietarle.

—Sí, Cayo Mario, lo es.

Mario se inclinó sobre el escritorio y juntó las manos sobre el fabuloso mármol verde.

—Lucio Cornelio, hace muchos años descubrí la diversidad de maneras que existen para despellejar un gato. Mientras hay quienes recorren el cursus honorum sin un solo sobresalto, a mí me ha llevado tiempo. Pero no ha sido tiempo perdido. Lo he dedicado a catalogar los modos de despellejar un gato. Entre otras muchas cosas útiles. Daos cuenta de que cuando se espera la vez, uno observa, evalúa y ata cabos. Yo nunca he sido un gran abogado ni experto en nuestras leyes consuetudinarias, mientras que Metelo seguía los pasos en el Foro de Casio Ravila y se aprendía hasta los requisitos para condenar a las mismísimas vestales; bueno, es un decir. Yo estaba en el ejército y seguí en él, y es mi especialidad. Sin embargo, no creo que me equivoque jactándome de haber llegado a conocer mejor las leyes y la constitución que cincuenta Metelos juntos. Yo veo las cosas desde fuera, porque mi cerebro no ha sido encauzado en el carril de la rutina. Así que os digo que voy a derribar a Quinto Cecilio Metelo de ese caballo de mando en Africa para sustituirle.

—Os creo —dijo Sila con un suspiro—, pero ¿cómo?

—Porque son unos inocentones legalistas —respondió Mario con desdén—. Por el hecho de que tradicionalmente el Senado haya otorgado el cargo de gobernador, a nadie se le ocurre pensar que, en puridad, los decretos senatoriales no tienen peso de ley. Oh, todos lo saben si uno se toma la molestia de hacérselo confesar, pero es un concepto que nunca ha calado, a pesar de los escarmientos de los hermanos Graco. Los decretos senatoriales sólo tienen el valor de costumbre, de tradición. ¡No de ley! Hoy dia quien hace la ley es la Asamblea, Lucio Cornelio, y yo tengo mucho más poder en la Asamblea de la plebe que ningún Cecilio Metelo.

Sila permanecía totalmente callado y hasta un poco atemorizado, cosa rara en él. Por terrible que fuese la capacidad mental de Mario, no era eso lo que atemorizaba a Sila. No, lo que le abrumaba era la experiencia nueva para él de que un individuo vulnerable le hiciera aquellas confidencias. ¿Cómo sabía Mario que podía confiar en él? La lealtad no había formado nunca parte de su fama, y Mario no era esa clase de persona dispuesta a no haber averiguado a fondo la reputación de alguien como él. Y, sin embargo, ahí estaba desvelándole sus futuras intenciones y actos para que él las valorase, y depositando toda su confianza en un cuestor desconocido, como si ya se la hubiese ganado.

—Cayo Mario —dijo, sin poder contenerse—, ¿qué me impediría llegarme a casa de Cecilio Metelo después de salir de aquí y contarle todo lo que me estáis diciendo?

—Pues, nada, Lucio Cornelio —respondió Mario, impasible.

—¿Por qué, pues, me confiáis todo esto?

—Oh, es muy fácil, Lucio Cornelio —respondió Mario—. Porque me dais la impresión de ser un hombre muy capaz e inteligente. Y todo hombre capaz e inteligente es altamente capaz de emplear su inteligencia ventajosamente y no un estúpido para ponerse de parte de un Cecilio Metelo cuando un Cayo Mario le está ofreciendo el estímulo y la tentación de varios años de trabajo interesante y fructífero —dijo con un profundo suspiro—. ¡Eso es todo! Creo que ha quedado bastante claro.

—Vuestros secretos están seguros conmigo —dijo Sila echándose a reír.

—Lo sé.

—De todos modos, quiero que sepáis que aprecio vuestra confianza.

—Somos cuñados, Lucio Cornelio. Estamos unidos por algo más que los Julios César. Nosotros compartimos otra cosa: la suerte.

—¡Ah!, la suerte.

—La suerte es un signo, Lucio Cornelio. Tener suerte es ser dilecto de los dioses. Tener suerte es ser un elegido —dijo Mario, mirando con gran satisfacción a su nuevo cuestor—. Yo soy un elegido, y os he elegido porque creo que también vos lo sois. Somos importantes para Roma, Lucio Cornelio. Los dos dejaremos huella en Roma.

—Así lo creo yo —asintió Sila.

—Sí. Bien... dentro de un mes asumirá el cargo un nuevo Colegio de Tribunos de la plebe. Cuando ese nuevo colegio esté en funciones, iniciaré mi jugada de Africa.

—Vais a valeros de la Asamblea de la plebe para dictar una ley derogando el decreto senatorial de prórroga del mando de Metelo en Africa —dijo Sila sin una vacilación.

—Exactamente —contestó Mario.

—Pero ¿eso es legal? ¿Tendrá fuerza esa ley? —inquirió Sila, mientras para sus adentros se decía hasta qué extremo un arribista muy inteligente, emancipado de la tradición, podía trastornar todo el sistema.

—No hay nada en las tablillas que diga que no es legal, y, por consiguiente, nadie puede reprochar que se lleve a cabo. Siento grandes deseos de poner coto al Senado, y el modo mejor de hacerlo es socavar para siempre su autoridad consuetudinaria de crear precedente.

—¿Por qué dais tanta importancia al mando en Africa? —inquirió Sila—. Los germanos están a las puertas de Tolosa y son mucho más peligrosos que Yugurta. Alguien tendrá que ir a la Galia para enfrentarse a ellos el año que viene, y yo haría votos porque fueseis vos y no Lucio Casio.

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