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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (46 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—En estos momentos —dijo a los senadores, casi todos presentes porque desconfiaban de Mario—, Roma se ve obligada a guerrear en tres frentes, sin contar Hispania. Necesitamos tropas para luchar en Numidia, Macedonia y contra los germanos en la Galia. No obstante, en estos quince años desde la muerte de Cayo Graco hemos perdido sesenta mil soldados romanos en los distintos campos de batalla. Otros miles han quedado inútiles para el servicio. Repito la duración de ese período, padres conscriptos: quince años. Ni siquiéra la mitad de una generación.

La cámara guardaba silencio; entre los asistentes se encontraba Marco Junio Silano, que había perdido más de un tercio de aquella cifra dos años antes y aún se veía obligado a defenderse del cargo de traición. Nadie había osado hasta aquel momento mencionar ante el Senado aquella tremenda cifra, pero todos los presentes Sabían que, si acaso, Mario pecaba por defecto. Aturdidos por la contundencia de aquellos números, pronunciados en latín provinciano, los senadores escuchaban con atención.

—No podemos completar las levas —prosiguió Mario— por una razón de peso: no hay hombres. La carencia de ciudadanos romanos y de individuos con derechos latinos es abrumadora, pero la penuria de itálicos es aún peor. Aunque alistásemos tropas en todos los distritos al sur del Arno, no podríamos alcanzar el número que necesitamos para las campañas de este año. Supongo que el ejército africano, las seis potentes legiones, entrenadas y equipadas, regresarán a Italia con Quinto Cecilio Metelo para que mi estimado colega Lucio Casio las emplee en la Galia Transalpina. Las legiones de Macedonia están también equipadas y formadas por veteranos y estoy seguro de que seguirán luchando bien a las órdenes de Marco Minucio y su joven hermano —hizo una pausa para recobrar aliento, mientras la cámara permanecía en silencio—. Pero subsiste el problema de la necesidad de un nuevo ejército para Africa. Quinto Cecilio Metelo ha dispuesto de seis potentes legiones. Personalmente creo que podría reducirse a cuatro el número de esas legiones si necesario fuera. ¡Pero Roma no dispone de cuatro legiones de reserva! Para refrescaros la memoria, os daré las cifras exactas de los elementos de un ejército de cuatro legiones.

No necesitaba Mario consultar ninguna nota. Bajo el palio de cónsul, en pie ante la silla curul, citó las cifras de memoria.

—Con plenos efectivos, cada legión consta de cinco mil ciento veinte soldados de infantería, más mil doscientos ochenta hombres libres no combatientes y otros mil esclavos no combatientes. Luego tenemos la caballería, una fuerza de dos mil jinetes, más dos mil hombres libres y esclavos no combatientes como tropa de apoyo. Por consiguiente, me enfrento a la tarea de reclutar veinte mil cuatrocientos ochenta soldados de infantería, cinco mil ciento veinte hombres libres no combatientes, cuatro mil esclavos no combatientes, ocho mil jinetes y ocho mil fuerzas auxiliares de caballería —dijo recorriendo la cámara con la vista—. Bien, nunca ha sido difícil alistar las tropas auxiliares y no lo será, dado que los requisitos para ello los cumple un simple aparcero. Tampoco habrá dificultades con la caballería, ya que, por tradición, Roma siempre ha tenido tropas a caballo de origen romano o itálico; encontraremos los hombres que necesitemos en Macedonia, Tracia, Liguria y Galia Transalpina, y ellos mismos aportarán los caballos y las fuerzas auxiliares.

Hizo una pausa más prolongada, mirando a determinados senadores, como Escauro, el fallido candidato consular Catulo César, el pontífice máximo Metelo Dalmático, Cayo Memio, Lucio Calpurnio Piso Cesónimo, Escipión Nasica, Cneo Domicio Ahenobarbo. Según la actitud que adoptaran aquéllos, los demás senadores los seguirían como borregos.

—Nuestro Estado es frugal, padres conscriptos. Cuando expulsamos a los reyes derogamos el concepto de organizar un ejército pagado fundamentalmente por el Estado, y por tal motivo limitamos el servicio de las armas a los que contaban con medios suficientes para adquirir el armamento, las armaduras y el equipo auxiliar, requisito aplicable a todos los soldados, romanos, latinos eitálicos, sin ninguna excepción. Un hombre que tiene propiedades está dispuesto a defenderlas y se interesa por la conservación del Estado y de sus propiedades. Está dispuesto a luchar de corazón. Por ese motivo nos hemos mostrado reacios a tener un imperio de ultramar y constantemente hemos evitado poseer provincias. Pero, tras la derrota de Perseo falló nuestro loable intento de implantar un autogobierno en Macedonia, porque los macedonios no entendían otro sistema que la autocracia. Y por eso tuvimos que incorporar Macedonia a título de provincia romana porque no podíamos permitirnos el riesgo de unas tribus bárbaras que invadieran su costa occidental, tan próxima a la costa oriental de Italia. La derrota de Cartago nos obligó a hacernos cargo del imperio cartaginés en Hispania, para no correr el riesgo de que otras naciones se posesionasen del mismo. Entregamos la mayor parte del Africa cartaginesa a los reyes de Numidia y sólo nos reservamos una pequeña provincia en torno a la propia Cartago para impedir el resurgir púnico. Sin embargo, ved lo que ha sucedido por ceder tanto territorio a los reyes númidas. Ahora nos vemos obligados a conquistar Africa para defender nuestra pequeña provincia y contener las flagrantes ansias expansionistas de un solo hombre: Yugurta. ¡Pues se trata, padres conscriptos, de un solo hombre que nos trae en jaque! El rey Atala nos legó Asia al morir ¡y aún seguimos tratando de eludir allí nuestras responsabilidades provinciales! Cneo Domicio Ahenobarbo abrió toda la costa de Galia entre Liguria y la Hispania Citerior para que dispusiésemos para nuestros ejércitos de un corredor seguro, estrictamente romano, entre Italia e Hispania, pero con ello nos hemos visto obligados a crear otra provincia.

Mario carraspeó. ¡Qué silencio!

—Nuestros soldados luchan ahora en campañas fuera de Italia. Están lejos de su patria largos períodos, tienen sus casas y tierras abandonadas, sus mujeres los engañan, no engendran hijos. Con el resultado de que cada vez tenemos menos voluntarios y nos vemos obligados a decretar levas. ¡Ningún hombre que se dedique a la agricultura o tenga un negocio desea estar apartado de su quehacer cinco, seis o siete años! Y cuando se le licencia corre el riesgo de ser de nuevo llamado a filas cuando no hay voluntarios que se presenten.

"Pero, sobre todo —continuó en tono sombrío—, ¡han muerto tantos hombres de éstos en los últimos quince años! Y no han sido reemplazados. Toda Italia carece de hombres con los requisitos necesarios para formar un ejército romano tradicional. Bien, desde tiempos de la segunda guerra contra Cartago —prosiguió cambiando otra vez de tono, con una voz que resonó en las vigas de la antigua nave, construida en tiempos del rey Tulio Hostilio—, los funcionarios de reclutamiento han tenido que hacer la vista gorda en lo relativo a los requisitos de propiedad. Y después de la pérdida del ejército de Carbo el Joven hace seis años, hemos incluso permitido la incorporación a filas de hombres que ni siquiera podían pagarse la armadura, y menos el resto del equipo. Si bien esto siempre se ha hecho de tapadillo, oficiosamente y siempre como últimO recurso.

"Esa época se ha acabado, padres conscriptos. Yo, Cayo Mario, cónsul del Senado y el pueblo de Roma, hago saber a los miembros de esta cámara que voy a reclutar mis tropas, no por el sistema de leva obligatoria. ¡Yo quiero soldados conscientes y no hombres que prefieren estar en su casa! ¿Y dónde voy a encontrar unos veinte mil voluntarios, os preguntaréis? Bien, la respuesta es sencilla. ¡Voy a hallarlos entre los del censo del estrato social más bajo, aquellos tan pobres que no se les permite ingresar en ninguna de las cinco clases! ¡Voy a buscar esos voluntarios entre los que no tienen ni dinero, ni propiedades, y muchas veces ni siquiera trabajo fijo! ¡Voy a buscar mis voluntarios entre aquellos a quienes nunca se les ha dado la oportunidad de luchar por su país, de luchar por Roma!

Comenzó a oírse un murmullo que fue creciendo y generalizándose hasta que toda la cámara gritaba estentórea: "¡No! ¡No! ¡No!"

Mario aguardaba impasible sin encolerizarse, a pesar de que la ira de los senadores le envolvía y por doquier todo eran puños esgrimidos y rostros congestionados, el ruido de más de doscientas sillas plegables moviéndose y el frufrú de las togas de los que se ponían en pie y las arrojaban al suelo de mármol, todo ello ensordecido por un pateo continuo.

Por fin cesó el alboroto, pues, a pesar de su indignación, los senadores sabían que Mario aún tenía la palabra y su curiosidad no era menor que su ira.

—¡Podéis gritar, chillar y aullar hasta que las ranas críen pelo! —vociferó Mario una vez apagadas las protestas—. ¡Pero os notifico desde este mismo momento qué es lo que voy a hacer! ¡Y, además, no necesito vuestro consentimiento! ¡No hay ninguna tablilla con una ley que me lo impida, pero en cuestión de días habrá una que especifique que puedo hacerlo! ¡Una ley que estipule que cualquier magistrado mayor legalmente elegido que necesite un ejército, puede buscarlo entre los capite censi, los proletarii! ¡Porque voy a presentar mi causa al pueblo!

—¡Jamás! —gritó Dalmático.

—¡Por encima de mi cadáver! —chilló Escipión Nasica.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaba la cámara como un solo hombre.

—¡Esperad! —gritó la voz aislada de Escauro—. ¡Esperad, esperad! ¡Dejadme que le refute!

Pero nadie escuchaba. La curia hostilia, sede del Senado desde la instauración de la República, temblaba hasta los cimientos con el ensordecedor griterío de los senadores.

—¡Vamos! —dijo Mario, saliendo como una tromba del Senado, seguido de su cuestor Sila y su tribuno de la plebe Tito Manlio Mancino.

La multitud se había congregado en el Foro nada más oír los primeros truenos de la tormenta y la zona de los comicios ya estaba atestada de seguidores de Mario. El segundo cónsul y Mancino, el tribuno de la plebe, descendieron la escalinata de la curia y cruzaron hacia la tribuna de los espolones de barcos enemigos, detrás de la zona de votación, mientras el patricio Sila permanecía en la escalinata del Senado.

—¡Oíd, oíd! —gritaba Mancino—. ¡Se convoca sesión de la Asamblea de la plebe! ¡Convoco un contio!

Delante de la tribuna del orador, en el límite de los trofeos, se situó Cayo Mario de tal forma que quedaba frente a la zona de comicios y el espacio abierto del bajo foro; los situados en la del Senado le veían de espaldas y cuando todos los senadores, menos los escasos patricios, comenzaron a bajar los escalones hasta las divisiones de la zona de votación, desde donde le veían de frente para vituperarle, las filas de sus partidarios y clientes convocados se apretaron para cerrarles el paso. Hubo empujones y puñetazos, amenazas y gritos, pero las huestes de Mario no cedieron. Sólo dejaron paso a los otros nueve tribunos de la plebe, que se situaron detrás de los trofeos con grave expresión, discutiendo en voz baja si iba a ser posible interponer el veto impunemente.

—¡Pueblo de Roma, dicen que no puedo hacer lo que es preciso para asegurar la salvación de Roma! —gritó Mario—. ¡Roma necesita soldados! ¡Roma necesita desesperadamente soldados! ¡Estamos rodeados de enemigos por todos los frentes y a los nobles padres conscriptos, como de costumbre, les preocupa más conservar su derecho heredado a gobernar que asegurar la salvación de Roma! ¡Son ellos, pueblo de Roma, quienes han agotado la sangre de romanos, latinos e itálicos por su indiferente explotación de las clases que tradicionalmente han servido en las filas del ejército romano! ¡Porque yo os digo que no quedan ya hombres de esas clases! ¡Los que no han muerto en algún campo de batalla gracias a la codicia, la arrogancia, la estupidez de algún cónsul con mando, están inútiles para servir en las legiones!

"¡Pero existe una alternativa de reclutamiento, hay hombres dispuestos y con ganas de ser soldados voluntarios de Roma! ¡Me refiero a los proletarios, los ciudadanos de Roma o de Italia que son demasiado pobres para tener voto en las centurias, demasiado pobres para tener tierra o un negocio, demasiado pobres para adquirir el equipo de soldado! ¡Pero ya es hora, pueblo de Roma, de que esos miles y miles de hombres sean llamados a hacer algo más por Roma que formar cola siempre que se ofrece trigo barato o abrirse camino a codazos para acudir al circo para divertirse en las fiestas, y criar hijos e hijas a los que no pueden alimentar! ¡El que no tengan nada no significa que no valgan nada! ¡Y ni se me ocurre pensar que amen menos a Roma que cualquier hombre que se precie! ¡En realidad, creo que su amor por Roma es más, muchísimo más puro que el amor del que alardean la mayoría de los honorables miembros del Senado!

Mario se alzó sobre la punta de los pies en un arrebato de indignación y abrió los brazos como abrazando a toda Roma.

—¡Tengo aquí a mis espaldas al colegio de tribunos que os va a solicitar un mandato, pueblo de Roma, que el Senado me niega! ¡Os solicito el derecho a recurrir a las posibilidades militares del proletariado! ¡Quiero que los proletarios, de seres inútiles e insignificantes, se conviertan en soldados de las legiones romanas! ¡Quiero ofrecer a los proletarios un empleo remunerado, una profesión más que un trato! ¡Un futuro para ellos y para sus hijos con honor, prestigio y posibilidades de mejora! ¡Quiero ofrecerles el sentido de dignidad y de valía, la oportunidad de desempeñar un importante papel en el progreso de la poderosa Roma!

Hizo una pausa, mientras los comicios le contemplaban en profundo silencio, sin quitar la vista de su fiero rostro, de sus ojos de fuego, de aquel tórax y aquel maxilar indomables.

—¡Los padres conscriptos del Senado niegan esa oportunidad a esos miles de hombres! ¡Me niegan la oportunidad de requerir sus servicios, su lealtad, su amor a Roma! ¿Y por qué? ¿Porque los conscriptos padres del Senado aman a Roma más que yo? ¡No! ¡Porque se aman a sí mismos y a su clase más que a Roma y a nadie más! ¡Por eso he venido a vosotros, pueblo de Roma, a pediros que me deis, y deis a Roma, lo que el Senado le niega! ¡Dadme los capite censi, pueblo de Roma! ¡Dadme a los más humildes y necesitados! ¡Dadme la oportunidad de hacer de ellos unos ciudadanos de los que Roma pueda enorgullecerse, una clase de ciudadanos a los que Roma dé empleo en lugar de sustentarlos, una clase de ciudadanos equipados, entrenados y pagados por el Estado para servir al Estado como soldados con alma y corazón! ¿Me daréis lo que os pido? ¿Daréis a Roma lo que necesita?

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