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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (77 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Julilla le esperaba con una actitud muy distinta a la de Julia respecto a Mario, convencida de que le amaba mucho más que Julia a Mario. Para Julilla, cualquier evidencia de disciplina o autocontrol era prueba irrefutable de una clase de amor inferior; el amor de rango supremo debía rebasar y derribar las barreras espirituales, aniquilar todo indicio de pensamiento racional, rugir tempestuoso, aplastar todo a su paso como un elefante. Y esperaba enfebrecida, incapaz de dedicarse a nada que no fuese la frasca de vino, cambiar de vestido varias veces al día o peinarse de una manera u otra; volvía locos a los criados.

Y todo eso lo lanzó sobre Sila como un palio tejido a base de las más tupidas telarañas. Nada más entrar en el atrium, allí la encontró, cruzando como una loca el vestíbulo para echarse en sus brazos extasiada; antes de haberla podido contemplar para motivar sus sentimientos, ella ya le había pegado los labios a los suyos como una sanguijuela, chupándole, devorándole, retorciéndose, húmeda, negra y sanguinolenta. Se aferraba con las manos a sus partes pudendas, hacia ruidos de lo más lascivo y ni siquiera se retuvo en enroscársele con las piernas en aquel recinto tan poco íntimo y en presencia de una docena de irónicos esclavos, totalmente desconocidos para Sila.

No pudo evitarlo: alzó las manos y le desprendió los brazos, al tiempo que echaba atrás la cabeza y se zafaba de aquella boca glotona.

—¡Conteneos, señora! —exclamó—. ¡No estamos solos!

Ella contuvo un grito, como si le hubiera escupido en la cara, pero había servido para reducir su ardor. Con inigualable torpeza, se cogió de su brazo y siguió con Sila por el peristilo hasta su sala de estar, en los antiguos aposentos de Nicopolis.

—¿Es esto lo bastante íntimo? —inquirió, algo desdeñosa.

Pero Sila ya había perdido el ánimo y no quería que aquella boca y aquellas manos se abrieran camino hacia los rincones más íntimos de su ser, sin consideración a la sensibilidad de las capas que vulneraban.

—¡Después, después! —replicó, dirigiéndose a una silla.

Julilla permaneció de pie, asustada y perpleja, como si fuese el fin del mundo. Estaba más hermosa que nunca, pero se la notaba más frágil y delicada, con sus delgados brazos asomando por un vestido que él en seguida reconoció como la última moda —un hombre con el pasado de Sila nunca perdía ese instinto para reconocer los estilos— y aquellos ojos enormes, con algo de loca, hundidos en las órbitas entre un denso sombreado negro y azul.

—¡No lo entiendo! —chilló sin moverse de donde estaba y devorándole con la mirada, no con la avidez del reencuentro, sino con esa especie de fascinación que se siente ante alguien que no se sabe si es amigo o enemigo.

—Julilla —respondió él con la paciencia que tan bien dominaba—, estoy cansado. Aún no me ha dado tiempo a acostumbrarme a andar en tierra. Apenas conozco a la servidumbre, y como no estoy en absoluto ebrio, tengo las inhibiciones naturales respecto a la licencia que puede permitirse un matrimonio en público.

—¡Pero yo te amo! —protestó ella.

—Eso espero. Igual que yo a ti. No obstante, hay ciertos límites —replicó él hierático, deseoso de que todo en el ámbito romano fuese lo correcto, desde la esposa y la casa hasta la carrera en el Foro.

Cuando, durante aquellos dos años, había pensado en Julilla, no había realmente recordado la clase de persona que era, sino solamente su aspecto y su frenético y apasionado comportamiento en la cama. De hecho, había pensado en ella como un hombre piensa en su querida, no en la esposa. Ahora contemplaba a la joven esposa, y pensó que resultaría una querida mucho más preciada siendo alguien a quien viese a su comodidad, con quien no tuviese que compartir la casa ni presentarla a sus amigos y socios.

Nunca debí casarme con ella, pensó. Me dejé llevar por una visión del futuro a través de los ojos de ella, pues eso es lo único que hizo: servir de medio para transmitir una visión entre la Fortuna y su elegido. No me detuve a pensar que habría docenas de jóvenes mujeres nobles más convenientes para mí que esta pobre tonta que quiso matarse de hambre por mi amor. Eso ya es un exceso. Y no es que me importe el exceso, sino el exceso dirigido a mi persona. ¡No, lo que me gusta es el exceso cuando lo hago yo! ¿Por qué he pasado mi vida unido a mujeres que me atosigan tanto?

El rostro de Julilla se alteró. Su mirada sufrió un desvío en aquellas órbitas inflexibles del rostro, con un destello que no expresaba amor ni lujuria. ¡Ah, sí! ¿Qué haría ella sin el vino... el fiel y amigable vino? Sin pararse a pensar, se acercó a una mesita y se sirvió una copa de vino puro, que vació de un solo trago; sólo en ese momento se acordó de Sila y se volvió hacia él con una pregunta en la mirada.

—¿Vino, Sila? —inquirió.

—¡Deja eso inmediatamente! —replicó él con ceño—. ¿Es que sueles beber de esa manera?

—¡Necesitaba beber! —contestó ella inquieta—. Estás muy frío y deprimente.

—Ya lo creo —replicó él con un suspiro—. Pierde cuidado, Julilla. Ya mejoraré. O quizá tengas razón... sí, sí, dame vino —añadió, arrebatándole casi la copa que ella le había estado ofreciendo y bebiendo de ella a sorbos—. La última vez que tuve noticias tuyas... no escribes mucho, que digamos, ¿verdad?

Las lágrimas le corrían a ella por las mejillas, pero no sollozaba.

—¡Odio escribir cartas!

—Eso está claro —replicó él secamente.

—Bueno, ¿qué decías? —inquirió ella, sirviéndose otra copa, que despachó con igual rapidez que la primera.

—Iba a decir que la última vez que supe de ti, entendí que teníamos dos hijos. Un niño y una niña, ¿no? No es que te molestases en decirme lo del niño; tuve que enterarme por tu padre.

—Estaba enferma —respondió ella sin dejar de llorar.

—¿No voy a ver a los niños?

—¡Oh, están ahí! —respondió ella, señalando irritada hacia la parte posterior del peristilo.

Sila la dejó enjugándose las lágrimas con el pañuelo y sirviéndose otra copa.

Los vio a través de la ventana del cuarto de juegos, pero ellos no se percataron de su presencia; se oía una voz de mujer, pero él nada más veía los dos pequeños de su sangre. Una niña, sí, ya de dos años y medio, y un niño que debería tener año y medio.

La pequeña era una delicia; la muñequita más preciosa que había visto en su vida, con una cabecita llena de rizos pelirrojos y dorados, cutis de leche y rosas, mejillas con hoyuelos y unos ojos grandes muy azules bajo sus sedosas cejas doradas. Feliz, sonriente y llena de cariño por su hermanito.

El niño, aquel hijo que Sila no conocía, era todavía más encantador. Ya caminaba —¡bien!— y estaba desnudito; por eso andaba su hermana detrás de él, debía hacerlo a menudo; ¡y también hablaba! El bergante no paraba de parlotear con la hermanita. Y se reía. Se parecía a César; el mismo rostro largo y atractivo, el mismo pelo espeso dorado, los mismos ojos azules vivaces que los de su finado suegro.

Y el adormecido corazón de Lucio Cornelio Sila no se despertó con un simple bostezo, desperezándose, sino que saltó al mundo del sentimiento como habría saltado Atenea desarrollada y armada de la frente de Zeus, haciendo sonar el clarín. En el umbral, se arrodilló y extendió hacia ellos los brazos, trémulo.

—Ha llegado tata —dijo— Tata ha vuelto a casa.

Los pequeños no lo dudaron un instante y echaron a correr a sus brazos, cubriendo de besos su rostro extasiado.

 

Publio Rutilio Rufo no fue el primer magistrado que visitó a Mario en Cumas. Apenas acababa de reinstalarse en la rutina del hogar el héroe africano, cuando el mayordomo entró a preguntarle si recibiría a Lucio Marcio Filipo. Intrigado por lo que querría Filipo, pues Mario no le conocía y sólo sabía de su familia por detalles muy superficiales, dijo que le hiciera pasar al despacho.

Filipo no se anduvo con rodeos y fue directamente al grano. Era un hombre de aspecto tranquilo, pensó Mario —demasiada carne en la cintura y demasiada sotabarba—, pero conservaba la arrogancia y el aplomo del clan de los Marcios, que se decían descendientes de Anco Marcio, cuarto rey de Roma y constructor del puente de Madera.

—No me conocéis, Cayo Mario —dijo, mirándole con sus ojos marrón oscuro directamente a la cara—, así que pensé en aprovechar la primera oportunidad para corregir la situación... dado que sois el primer cónsul del año que viene y que yo soy tribuno de la plebe recién elegido.

—Muy amable por vuestra parte en corregir la situación —contestó Mario con una franca sonrisa.

—Si, supongo que sí —añadió con voz queda Filipo, reclinándose en la silla y cruzando las piernas, un gesto que Mario jamás se había atrevido a hacer por considerarlo poco masculino.

—¿Qué deseáis de mi, Lucio Marcio?

—Pues, bastante —respondió Filipo adelantando la cabeza, mostrando, de pronto, un rostro menos blando y claramente feroz—. Me encuentro en un apuro económico, Cayo Mario, y pensé que me incumbía, por así decirlo, ofreceros mis servicios como tribuno de la plebe. Se me ocurrió, por ejemplo, si no necesitaríais que se aprobase alguna ley o simplemente saber que podíais contar con un leal partidario entre los tribunos de la plebe en Roma mientras os encontráis fuera de ella conteniendo al lobo germano. ¡Esos estúpidos! Aún no se han dado cuenta de que Roma es un lobo, ¿no es cierto? Pero ya lo comprobarán, no me cabe la menor duda. Si hay alguien que pueda demostrarles la naturaleza vulpina de Roma, ése sois vos.

La mente de Mario había trabajado con singular rapidez durante aquel preámbulo. También él se recostó en la silla, pero sin cruzar las piernas.

—En realidad, mi querido Lucio Marcio, hay una pequeña ley que me gustaría aprobase la Asamblea de la plebe sin que se levantara revuelo. Y me encantaría ayudaros a solventar vuestros apuros económicos si me evitáis ese obstáculo legislativo.

—Cuanto más generoso sea el donativo a mí causa, Cayo Mario, menor revuelo levantará la ley —respondió Filipo con una gran sonrisa.

—¡Estupendo! Decid el precio —dijo Mario.

—¡Oh, así... tan bruscamente...!

—Decid el precio —repitió Mario.

—Medio millón —contestó Filipo.

—De sestercios... —añadió Mario.

—De denarios —replicó Filipo.

—Ah, bien, por medio millón de denarios quiero algo más que una simple ley —dijo Mario.

—Por médio millón de denarios, Cayo Mario, obtendréis mucho más. No sólo mis servicios mientras desempeñe el cargo, sino también después. Os lo prometo.

—Pues, trato hecho.

—¡Qué fácil! —exclamó Filipo, relajándose—. ¿Qué es lo que puedo hacer por vos?

—Necesito una ley agraria —contestó Mario.

—¡Eso ya no es fácil! —replicó inmediatamente Filipo, con cara de sorpresa—. ¿Para qué demonios queréis una ley agraria? Yo necesito dinero, Cayo Mario, pero sólo si voy a vivir para gastar lo que me quede después de pagar las deudas. No entra en mis proyectos morir apaleado en el Capitolio, pues os aseguro, Cayo Mario, que yo no soy un Tiberio Graco.

—La ley es de naturaleza agraria, pero no contenciosa —dijo Mario, apaciguándolo—. Os aseguro, Lucio Marcio, que no soy un reformador ni un revolucionario y que tengo previstas otras cosas para los pobres de Roma que darles el precioso ager publicus. Los alistaré en las legiones y les haré sudar las tierras que se les concedan. No se le dará a nadie nada sino a cambio de algo, pues el hombre no es una bestia.

—Pero ¿qué otra tierra hay para dar que no sea el ager publicus? ¿O es que intentáis que el Estado compre más o conquiste otras tierras? Eso requiere dinero —replicó Filipo, manteniendo su inquieta actitud.

—No hay por qué alarmarse —respondió Mario—. La tierra en cuestión ya está en manos de Roma. Mientras conserve el imperium proconsular en Africa se dictará en mi provincia el USO de la tierra confiscada al enemigo; la puedo arrendar a mis clientes o venderla al mejor postor, o concedérsela a un rey extranjero como parte de sus dominios. Unicamente debo tener la seguridad de que el Senado confirma mis disposiciones.

Mario cambió de postura, se inclinó hacia delante y prosiguió:

—Pero no tengo la menor intención de pillarme los dedos para solaz de Metelo el Numídico, así que me propongo actuar como siempre he hecho, estrictamente de acuerdo con la ley o la costumbre general precedente. Así pues, el día de Año Nuevo voy a ampliar mis potestades proconsulares en Africa sin dar a Metelo el Numidico el menor pretexto.

"Las principales disposiciones relativas al territorio adquirido en nombre del Senado y el pueblo de Roma ya han recibido sanción senatorial, pero hay un asunto que quiero abordar, y es tan delicado, que deseo llevarlo a cabo en dos etapas. Una el año que viene y la otra al siguiente.

"Vuestro cometido, Lucio Marcio, consistirá en poner en marcha la primera fase. En pocas palabras, creo que si Roma ha de seguir organizando ejércitos como es debido, las legiones deben constituir una carrera atractiva para los que pertenecen al censo por cabezas, y no una simple alternativa a la que se vean impulsados por celo patriótico en las situaciones de urgencia, o por aburrimiento en otras circunstancias. Si se le ofrecen los incentivos de siempre, un modesto salario y una modesta parte del botín que produzca la campaña, no se sentirán atraídos. Mientras que si se les ofrece una buena parcela de tierra para que se asienten o la vendan al retirarse, tendrán un buen incentivo para hacerse soldados. Ahora bien, no puede ser tierra en Italia, ni veo por qué tiene que ser en Italia.

—Creo que vislumbro lo que queréis, Cayo Mario —dijo Filipo, mordiéndose el grueso labio inferior—. Es interesante.

—Eso creo. He reservado las islas de la Sirte menor africana como terrenos para asentamiento de mis soldados del censo por cabezas que estén licenciados, lo que, gracias a los germanos, no se producirá de momento. Así, quiero que el pueblo dé su aprobación para asentar a mis soldados en Meninx y Cercina. Pero tengo enemigos que tratarán de obstaculizarlo, por el simple hecho de que siempre se han dedicado a ponerme obstáculos —dijo Mario.

—Desde luego, enemigos sí que tenéis, Cayo Mario —dijo Filipo, asintiendo con la cabeza repetidas veces.

Sin saber con certeza si la afirmación encerraba sarcasmo, Mario lanzó una desdeñosa mirada a Filipo y continuó:

—Vuestro cometido, Lucio Marcio, consistirá en proponer una ley a la Asamblea de la plebe para reservar las islas de la Sirte menor africana dentro del ager publicus de Roma sin que puedan arrendarse, dividirse ni venderse si no es mediante futuros plebiscitos. No mencionaréis nada respecto a los soldados ni al censo por cabezas. Lo único que tenéis que hacer, muy suavemente y como de pasada, es aseguraros de que esas islas quedan a buen recaudo de manos codiciosas. Es fundamental que mis enemigos no sospechen que soy yo quien está detrás de la ley.

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