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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (72 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No puedo moverme —dijo Sertorio, lamiéndose los agrietados labios—. Tengo la pierna muerta... Esperaba que llegase alguien... y creí que era un germano.

—Me muero de sed —farfulló Druso—. Voy a buscar agua y vuelvo.

Todo eran cadáveres, áreas y más áreas de cuerpos sin vida, pero sobre todo en la imprecisa ruta de Druso en busca de agua, porque había caído en la primera línea al principio de la batalla y los romanos, sin avanzar un centímetro, no habían hecho más que retroceder. Si Sertorio no hubiese caído también en primera línea y se hubiera hallado entre los montones de cadáveres más retrasados, Druso no le habría visto.

Despojado de su pesado casco ático, Druso iba con la cabeza descubierta; un soplo de aire movió un mechón de cabello sobre una hinchazón encima del ojo derecho, y era tal la contusión, tan tensa estaba la piel y tan sanguinolenta la frente, que aquel simple roce del pelo hizo que cayera de rodillas atenazado por el dolor.

Pero las ganas de vivir eran enormes. Volvió a incorporarse como pudo y siguió andando hacia el este, pensando en que no tenía con qué coger agua y que habría otros, como Sertorio, muertos de sed. Quejándose por efecto del agudo dolor al agacharse, quitó el casco a dos marsos muertos y siguió, llevándolos colgados de las correillas.

En medio del campo de cadáveres de los marsos había un borriquillo aguador, parpadeando sus amables ojos de largas pestañas a la vista de aquella carnicería, pero incapaz de moverse por tener trabado el ronzal en el brazo de un cadáver sepultado bajo otros cuerpos. El animal había tratado de zafarse, pero lo único que había conseguido había sido apretar más la soga del ronzal, de tal modo que se le veía la carne abotagada entre las tirantes correas. Druso, que había conservado el puñal, cortó la soga a la altura del brazo inerte y se la ató al cinturón para que, en caso de desmayarse, el jumento no pudiera escapar, pero el animal, contento de ver a un ser humano, aguardó pacientemente a que Druso calmara su sed y luego le siguió mansamente.

En un extremo del enorme revoltijo de cadáveres en torno al asno había dos piernas que se movían; en medio de repetidos grunidos de dolor, que el burro repetía entristecido, Druso logró apartar una serie de cadáveres y vio que había destapado a un oficial marso con vida. Su coraza de bronce estaba rota en el lado derecho, por debajo del brazo, y por un orificio de la enorme raja salía, mas que sangre, un flujo rosáceo.

Con el mayor cuidado que pudo, Druso sacó al oficial de entre los cadáveres hasta un trozo de hierba pisoteada y comenzó a desabrocharle la coraza por el lado izquierdo. El oficial tenía los ojos cerrados, pero una vena del cuello le latía con fuerza, y cuando Druso le quitó la coraza, estirando de ella sobre pecho y abdomen, lanzó un fuerte grito.

—¡Cuidado! —añadió en tono irritado en el más puro latín.

Druso se detuvo un instante y siguió desabrochando la camisa de cuero.

—¡Estáte quieto, necio! —dijo—. Sólo intento ayudarte. ¿Quieres agua, antes?

—Agua —balbució el oficial marso.

Druso le dio de beber con el casco y se vio recompensado con la mirada de dos ojos verde amarillos, que le recordaron las serpientes; los marsos eran adoradores de serpientes, bailaban con ellas, las encantaban y hasta les daban la lengua. Con aquellos ojos, no era de extrañar.

—Me llamo Quinto Popedio Silo —dijo el marso—. Un irrumator de ocho pies de altura me cogió desprevenido —dijo, cerrando los ojos, al tiempo que dos lagrimones le corrían por las ensangrentadas mejillas—. Mis hombres han muerto todos, ¿verdad?

—Eso me temo —contestó Druso en voz baja—. Y los míos y los de todos, creo, Me llamo Marco Livio Druso. Ahora aguanta, que voy a moverte haciendo fuerza.

La herida estaba restañada, pues, gracias a la lana de la túnica, la espada germana no había penetrado mucho. Druso sintió las costillas rotas al agarrarle, pero la coraza, el justillo de cuero y las costillas habían impedido que la hoja profundizase en el tórax.

—Te salvarás —dijo—. ¿Puedes ponerte en pie apoyándote en mi? Tengo un compañero de mi legión que espera ayuda. Así que, o te quedas aquí y vienes cuando puedas o vienes ahora conmigo.

Otro roce del pelo en la ceja en carne viva le hizo dar un alarido de dolor.

Quinto Popedio Silo consideró la situación.

—Tal como estás no podrás ayudarme —dijo—. A ver si puedes darme mi puñal; cortaré un trozo de la tunica para vendarme la herida. No puedo seguir sangrando en medio de este tártaro.

Druso le dio el puñal y se alejó con el burro.

—¿Dónde estás? —inquirió Silo.

—Una legión más allá —contestó Druso.

Sertorio seguía inconsciente. Bebió con gran fruición y después consiguió sentarse. Su herida era peor que la de Druso y la del marso, y era evidente que era incapaz de moverse si no le ayudaban los dos. Así que Druso se sentó a su lado y se quedó quieto para descansar, hasta que una hora después apareció Silo. El sol ya estaba alto y hacía calor.

—Tendremos que llevar los dos a Quinto Sertorio lejos de los cadáveres para que no se le infecte la herida —dijo Silo—. Luego, creo que lo mejor será hacerle algún sombrajo y ver si queda alguien vivo por ahí.

Lo hicieron todo con agobiante lentitud y horribles dolores, pero finalmente lograron dejar a Sertorio lo más cómodo posible y los dos se dedicaron a buscar a alguien. No habían andado mucho, cuando a Druso le acometió un acceso de náuseas y se vio obligado a hacerse un ovillo en el polvo, sacudido por espasmos del diafragma y el estómago, lanzando gemidos de agonía. Poco más entero que él, Silo se dejó caer a su lado, y el burro, que seguía amarrado al cinturón de Druso, aguardó pacientemente.

Luego, Silo, echándose sobre el costado, examinó la hinchazón de la frente de Druso y lanzó un gruñido.

—Marco Livio, si no puedes aguantar el dolor, creo que se te calmaría bastante si te sajo ese bulto con el puñal y dejamos que sangre. ¿De acuerdo?

—¡A la Hidra me enfrentaría con tal de hallar alivio! —masculló Druso.

Antes de aplicar la punta del puñal, Silo farfulló un encantamiento en una lengua que Druso no consiguió identificar; no era osco, porque ésa la entendía él bien. Lo que estaba salmodiando era un encantamiento de serpientes, pensó Druso, y se sintió curiosamente tranquilo. El dolor era insoportable y perdió el sentido. Mientras estaba inconsciente, Silo extrajo la mayor cantidad posible de pus y flujo, enjugándolo con un trozo de túnica que arrancó a Druso. Cuando éste comenzaba a volver en sí, le arrancó otro trozo.

—¿Te sientes mejor? —inquirió.

—Mucho mejor —contestó Druso.

—Si te lo vendase, te dolería más. Toma, límpiatelo con esto si te ciega; tarde o temprano dejará de supurar —dijo Silo, alzando la vista hacia el implacable sol—. Tenemos que buscar una sombra o pereceremos, lo que quiere decir que el joven Sertorio también perecería —añadió, poniéndose en pie.

Cuanto más se aproximaban al río más signos de vida veían entre aquella carnicería: gemidos, débiles gritos de auxilio, movimientos.

—Esto es una ofensa a los dioses —dijo Silo, cabizbajo—. Nunca he visto una batalla peor planeada. ¡Nos han ejecutado! ¡Maldigo a Cneo Malio Máximo! ¡Que mi gran serpiente portadora de luz se enrosque a los sueños de Cneo Malio Máximo!

—Estoy de acuerdo. Ha sido un fracaso y el mando ha sido peor que el de Casio en Burdigala. Pero hay que repartir la responsabilidad por igual, Quinto Popedio. Si Cneo Malio tiene culpa, ¡qué no tendrá Quinto Servilio Cepio!

¡Cómo le dolía tener que decir aquello, tratándose nada menos que del padre de su esposa!

—¿Cepio? ¿Y él qué tiene que ver? —inquirió Silo.

La herida ya no le dolía tanto; Druso comprobó que podía volver fácilmente la cabeza para mirar a Silo.

—¿Es que no lo sabes? —replicó.

—¿Qué va a saber un itálico de las decisiones del mando romano? —contestó Silo, escupiendo despectivamente en el suelo—. Nosotros hemos venido a combatir y no intervenimos para nada en cómo ha de plantearse el combate, Marco Livio.

—Bien, desde el momento en que llegó de Narbo, Quinto Servilio se negó a colaborar con Cneo Malio —dijo Druso con un estremecimiento—. No quiso aceptar órdenes de un hombre nuevo.

Silo miró a Druso de hito en hito, clavando sus ojos verdeamarillos en los negros del romano.

—¿Quieres decir que Cneo Malio quería que Quinto Servilio viniese a este campamento?

—¡Claro! Igual que los seis senadores que vinieron de Roma. Pero Quinto Servilio se negó a ponerse bajo el mando de un hombre nuevo.

—¿Quieres decir que fue Quinto Servilio quien mantuvo separados los dos ejércitos...?

Silo no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—Sí; Quinto Servilio, que es mi suegro —tenía que decirlo—. Estoy casado con su única hija. ¿Cómo puedo soportarlo? Su hijo es mi mejor amigo y está casado con mi hermana... ha luchado aquí con Cneo Malio y ha muerto... supongo... —El líquido que Druso se enjugaba del rostro era principalmente lágrimas—. ¡El orgullo, Quinto Popedio! ¡El necio e inútil orgullo!

Silo se había detenido.

—Ayer murieron seis mil soldados marsos con sus dos mil servidores... ¿y tú me dices que ha sido porque un necio romano de alta alcurnia tiene inquina a otro necio romano de menor alcurnia? —exclamó Silo, rabioso y bufando de furor—. ¡Que la gran serpiente portadora de luz acabe con los dos!

—Algunos de tus hombres estarán vivos —dijo Druso, no por excusar a sus superiores, sino por tratar de animar a aquel hombre a quien apreciaba enormemente.

Le embargaba un profundo dolor, un dolor que nada tenía que ver con la herida física, el dolor producto de una pena horrorosa. El, Marco Livio Druso, que no había conocido hasta aquel momento la realidad de la vida, lloraba de vergúenza al pensar en una Roma dirigida por hombres capaces de causar tanto dolor por sus rencillas sociales.

—No, han muerto —respondió Silo—. ¿Por qué crees que tardé tanto en llegar a donde estaba Quinto Sertorio? Estuve recorriendo el campo, mirando. Muertos. ¡Muertos todos!

—Y los míos —añadió Druso, sin dejar de llorar—. Aguantamos la avalancha por la derecha y no teníamos ni un solo escuadrón de caballería.

Poco después avistaban a lo lejos al grupo senatorial y pidieron auxilio.

 

Marco Aurelio Cota llevó en persona a los tribunos militares a Arausio, caminando pacientemente las cinco millas detrás de un carro de bueyes, que era el medio mejor para hacer el viaje. Dejó a sus colegas tratando de organizar lo que pudieran en aquel caos. Marco Antonio Meminio logró convencer a algunos elementos de las tribus galas que vivían en las alquerías cercanas para que se llegasen al campo de batalla y ayudasen en lo que fuera posible.

—Estamos ya en la tarde del tercer día —dijo Cota a Meminio nada más llegar— y habrá que hacer algo con los cadáveres.

—La población ha huido y los granjeros están convencidos de que los germanos volverán... No tenéis idea de lo difícil que es convencer a nadie para que vaya a ayudaros —respondió Meminio.

—No sé dónde están los germanos —replicó Cota— y no me explico por qué tomaron en dirección norte. Pero, de momento, no se les ha vuelto a ver. Desgraciadamente no tengo a nadie para enviarle de exploración. Ahora lo más importante son los muertos.

—¡Oh! —exclamó Meminio, dándose una palmada en la frente—. Hace unas cuatro horas llegó un hombre, y por lo que he podido entender, porque no le comprendo bien, es uno de los intérpretes germanos que estaban en el campamento de la caballería. Habla latín, pero no entiendo su acento. ¿Queréis verle? Quizá quiera serviros de explorador.

Cota mandó traer al germano, y lo que le dijo cambió todos sus planes.

—Han tenido una tremenda disputa; el consejo de jefes se halla dividido y tres pueblos han seguido rutas distintas —dijo el intérprete.

—¿Una disputa entre los jefes, dices?

—Bueno, entre Teutobodo de los teutones y Boiorix de los cimbros, al menos, al principio —respondió el germano—. Los guerreros regresaron a poner en marcha los carros y el consejo se reunió para repartir el botín. Habían capturado gran cantidad de vino en los tres campamentos romanos y el consejo estuvo bebiendo. Luego, Teutobodo dijo que había tenido un sueño cuando iba camino de los carros y que se le apareció el gran dios Ziu, que le dijo que si su pueblo continuaba la marcha hacia el sur por tierras romanas, los romanos le infligirían una derrota por la cual guerreros, mujeres y niños acabarían vendidos como esclavos. Entonces él dijo que iba a conducir a los teutones a Hispania por tierras de los galos y no de los romanos. Pero Boiorix lo desaprobó tajantemente, acusó a Teutobodo de cobarde y anunció que los cimbros pasarían por tierras romanas, hicieran lo que hicieran los teutones.

—¿Estás seguro de ello? —inquirió Cota, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo han dicho o estabas tú presente?

—Estaba allí, dominus.

—¿Y por qué estabas allí? ¿Cómo es que estabas con ellos?

—Yo aguardaba que me llevasen a los carros de los cimbros, porque soy cimbro. Todos estaban borrachos y nadie advirtió mi presencia. Pero me di cuenta de que ya no quería ser germano y decidí enterarme de lo que pudiera hasta escapar.

—¡Sigue, sigue! —dijo Cota, impaciente.

—Bien, el resto de los jefes se sumó a la disputa; entonces, Getorix, jefe de los marcomanos, los queruscos y los tigurinos, propuso llegar a un acuerdo quedándose en las tierras de los eduos y los ambarres, pero, excepto su pueblo, nadie quiso aceptarlo. Los jefes teutones se pusieron de parte de Teutobodo y los jefes cimbros de parte de Boiorix. Así que, ayer, el consejo acabó con la disensión de los tres pueblos. Teutobodo ha dado orden a los teutones de seguir hasta la lejana Galia y proseguir su ruta hacia Hispania por tierras de los cardurcios y los petrocoros. Getoríx y su pueblo van a quedarse entre los eduos y ambarres, y Boiorix va a conducir a los cimbros a la otra orilla del gran río Rhodanus para marchar hacia Hispania por fuera de las tierras romanas.

—¡Así que por eso no se los ve! —exclamó Cota.

—Sí, domínus. No van a ir hacia el sur por tierras romanas —dijo el germano.

Cota volvió con Marco Antonio Meminio y le comunicó la noticia con una gran sonrisa.

—¡Corred la voz, Marco Meminio, y lo antes posible! Hay que enterrar esos cadáveres antes de que se contaminen tierras y aguas, pues la peste causaría mayores males a las gentes de Arausio que los germanos —dijo Cota—. ¿Dónde se encuentra Quinto Servilio Cepio? —añadió, ceñudo, mordiéndose el labio.

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