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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (71 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Llevado a presencia de Boiorix, Teutobodo y del resto de los cincuenta jefes que habían acudido a parlamentar, Escauro supo conducirse con insuperable entereza, cabeza erguida y gesto altivo, sin que le afectasen las ofensas y agresiones que le infligieron ni le obligasen a agachar la cabeza. Le metieron en una gran jaula de mimbre, obligándole a contemplar cómo hacían una pira con buena leña, le prendían fuego y la dejaban arder. Aurelio miraba con las piernas erguidas, sin temblarle las manos ni mostrar temor alguno ni aferrarse a las barras de su reducida prisión. Como no formaba parte del plan que Aurelio muriese asfixiado por el humo o que pereciese rápidamente consumido por las llamas, aguardaron a que se hiciesen brasas y luego colgaron la jaula sobre ellas para asarle vivo. Pero fue él quien venció, aunque fuese una victoria pírrica, pues no dejó que de su boca saliera un solo estertor o grito de agonía ni encogió las piernas. Murió como un auténtico noble romano para que su conducta les enseñara la verdadera dimensión de Roma y se grabara en sus mentes la urbe capaz de dar hombres como él, un romano descendiente de romanos.

Los germanos permanecieron dos días junto a las ruinas del campamento de caballería romana y luego prosiguieron la marcha hacia el sur con la misma falta de planificación. Al llegar a la altura del campamento de Cepio siguieron avanzando a millares, hasta que los aterrorizados soldados de Cepio perdieron toda esperanza de contarlos y algunos optaron por abandonar la coraza y cruzar a nado a la otra orilla del Rhodanus. Pero eso era el último recurso que Cepio había previsto exclusivamente para sí; quemó todas las barcas de su flotilla y situó una fuerte guardia a lo largo de la orilla, mandando ejecutar a cualquier fugitivo. Aislados en un auténtico mar de germanos, los 55.000 soldados y tropas auxiliares del campamento de Cepio no podían hacer más que esperar a ver si aquella marea pasaba sin causarles daño.

El sexto día de octubre, las primeras filas germanas alcanzaron el campamento de Malio Máximo, que había optado por no mantener al ejército en su interior, formando las diez legiones en campo abierto en dirección norte, antes de que los germanos, ya claramente visibles, cercasen el campamento, con las tropas desplegadas en la zona anterior a las primeras estribaciones de los Alpes, situados a unas cien millas al este. Las legiones aguardaron, cara al norte, unas junto a otras, cubriendo una distancia de cuatro millas, lo cual fue el cuarto error de Malio Máximo, ya que no sólo podía ser fácilmente rebasado por el flanco, dado que no disponía de caballería para proteger la desguarnecida derecha, sino que, además, el despliegue era muy débil en profundidad.

No le habían llegado noticias de lo ocurrido en el norte, en el campamento de Aurelio, ni en el de Cepio, y no disponía de nadie para que, disfrazado, se llegase hasta las hordas bárbaras, pues a los intérpretes y exploradores los había enviado al norte con Aurelio. Por consiguiente, su única opción era esperar la llegada de los germanos.

Lógicamente, su puesto de mando era la torre más alta de las defensas del campamento, y allí se situó con su estado mayor a caballo y listo para llevar al galope las órdenes a las distintas legiones; entre el personal de estado mayor se hallaban sus dos hijos y el joven retoño de Metelo el Meneítos. Quizá porque Malio Máximo considerase a la legión de marsos de Quinto Popedio Silo la más disciplinada y preparada, quizá porque juzgase preferible sacrificar a esa tropa en vez de a los romanos, aun cuando se tratara de escoria romana, fue ésta la que situó más al este de la primera línea, a la derecha del despliegue y sin ninguna protección de caballería. Junto a ella se encontraba la legión reclutada a principios de año, al mando de Marco Livio Druso, quien tenía de ayudante a Quinto Sertorio. Luego estaban las fuerzas auxiliares samnitas y a continuación otra legión romana de reclutas más veteranos; cuanto más se aproximaba la línea al río, menor preparación tenían las legiones y más tribunos militares había entre ellas para infundirles ánimo. La legión de tropas totalmente bisoñas de Cepio hijo cubría la orilla del Rhodanus, y a su lado había más tropas bisoñas al mando de Sexto César.

Parecía existir una ligera planificación en el ataque germano iniciado dos horas después del amanecer del sexto día de octubre, casi simultáneo con el efectuado al campamento de Cepio.

Ninguno de los 55000 soldados de Cepio sobrevivió a las hordas germanas que los rodeaban, ya que éstas simplemente desbordaron los tres lados del campamento que daban a la parte de tierra, aplastándolo hasta que heridos y muertos quedaron entremezclados en informe montón. Cepio no perdió un segundo y en cuanto vio que la tropa no podía contener aquella marea, se apresuró a llegarse a la orilla, montar en la barca y ordenar a los remeros que le llevasen al otro lado a toda velocidad. Un puñado de sus hombres intentó salvarse a nado, pero había tal cantidad de germanos dando hachazos y tajos, que ningún romano tuvo tiempo ni sitio para despojarse de la cota de malla de veinte libras de peso ni de apenas desabrocharse el casco; por lo que todos los que intentaron nadar perecieron ahogados. Cepio y sus remeros fueron prácticamente los únicos supervivientes.

A Malio Máximo le fue algo mejor. Luchando valientemente contra aquellos gigantes, los marsos perecieron casi hasta el último hombre, igual que Druso y la legión que combatía junto a ellos. Silo cayó herido en el costado y Druso quedó inconsciente de un golpe recibido con la empuñadura de una espada germana, poco después de que su legión entrara en combate; Quinto Sertorio intentó, a caballo, reagrupar a sus hombres, pero no hubo manera de contener el ataque germano, cuyos caídos eran reemplazados inmediatamente por tropas de refresco; y sus reservas eran inagotables. Sertorio cayó también, herido en el muslo, en el punto más vulnerable de inserción de los grandes músculos de la pierna; que la herida de lanza cortase los nervios y se detuviese a poca distancia de la arteria femoral fue un simple albur de la guerra.

Las legiones más próximas al río dieron media vuelta y entraron en el agua, logrando en su mayoría desprenderse del pesado equipo antes de cruzar a nado el Rhodanus. Cepio hijo fue el primero que cedió a la tentación, mientras que Sexto César resultó arrollado por sus propios soldados al intentar detener la retirada y quedó mutilado de la cadera izquierda.

Pese a las protestas de Cota, los seis senadores fueron trasladados a la orilla occidental antes de iniciarse la batalla, pues Malio Máximo había insistido en que, dado que eran observadores civiles, debían abandonar el campo y verlo todo desde un lugar seguro.

—Si caemos, debéis sobrevivir para llevar la noticia al Senado y al pueblo de Roma —dijo.

Era costumbre romana respetar la vida de los vencidos, ya que los guerreros útiles alcanzaban los más altos precios en los mercados de esclavos destinados al trabajo, ya fuera en minas, puertos, canteras o en la construcción. Pero ni celtas ni germanos perdonaban la vida de sus adversarios, pues preferían esclavizar a los que hablaban su propia lengua y sólo en la cantidad que les imponía su estilo de vida poco estructurado.

Así, tras una breve hora de batalla nada gloriosa, cuando las huestes germanas se proclamaron vencedoras, sus soldados fueron pasando por entre los miles de cadáveres romanos para rematar a los supervivientes. Afortunadamente no fue una acción disciplinada ni sistemática, pues, de haberlo sido, ninguno de los veinticuatro tribunos militares habría sobrevivido a la batalla de Arausio. Druso yacía inconsciente, de manera que les pareció muerto a todos los germanos que pasaron por su lado, y Quinto Popedio Silo, que asomaba por debajo de un montón de marsos muertos, estaba tan lleno de sangre que también pasó inadvertido. Incapaz de moverse por tener la pierna totalmente paralizada, Quinto Sertorio se fingió cadáver. Y Sexto César, totalmente visible, respiraba tan trabajosamente y tenía el rostro tan congestionado, que ningún germano de los que le vieron se molestó en poner fin a una vida tan a punto de extinguirse.

Los dos hijos de Malio Máximo perecieron galopando de un lado para otro llevando las órdenes de su aturdido padre, pero el hijo de Metelo el Numídico, el Meneitos joven, era duro de pelar, y al ver la irremediable derrota instó al impávido Malio Máximo y a media docena de sus ayudantes a saltar las empalizadas y acercarse a la orilla, donde los hizo subir a una barca. La acción de Metelo hijo no estuvo totalmente dictada por el simple deseo de supervivencia, pues era valeroso; lo que sucedió es que prefirió aplicar ese valor a salvar la vida de su comandante.

 

A la quinta hora del día todo había terminado. Los germanos emprendieron una vez más el camino hacia el norte y cubrieron las treinta millas que los separaban de sus millares de carros en torno al campamento del fenecido Aurelio. En el campamento de Malio Máximo y en el de Cepio habían descubierto algo maravilloso: grandes existencias de trigo y alimentos y suficientes vehículos, mulas y bueyes para llevárselos. No es que no los atrajera el oro, el dinero, las ropas y las armas y corazas, pero las vituallas de Malio Máximo y de Cepio eran el principal atractivo de su botín y no dejaron una sola loncha de tocino ni un tarro de miel, apoderándose, además, de centenares de amphorae de vino.

Uno de los intérpretes germanos, capturado al invadir el campamento de Aurelio y devuelto a su etnia cimbra, no llevaba entre los suyos más que unas horas, cuando se dio cuenta de que había vivido tanto tiempo entre romanos que no tenía añoranza alguna de volver a vivir entre los bárbaros. Cuando no le veía nadie, robó un caballo y cabalgó en dirección sur hacia Arausio, siguiendo una ruta muy apartada al este del río para no tropezarse con la desastrosa derrota romana y evitar el hedor de los cadáveres.

El noveno día de octubre, tres días después de la batalla, entraba al paso con su exhausto corcel por la calle principal enlosada de la próspera ciudad, buscando inútilmente a alguien a quien dar la noticia. Toda la población había huido ante el avance de los germanos, pero al final de la calle principal atisbó en torno a la villa del personaje más importante de Arausio —ciudadano romano, naturalmente— y vio que había movimiento.

Aquel personaje de Arausio era un galo llamado Marco Antonio Meminio, por haberle sido concedida la ciudadanía por un Marco Antonio, merced a sus servicios al ejército de Cneo Domicio Ahenobarbo diecisiete años antes. Exaltado por tal distinción y ayudado por el patrocinio de la familia de Antonio para la obtención de concesiones mercantiles entre la Galia Transalpina y la Italia romana, Marco Antonio Meminio se había enriquecido extraordinariamente. Era ya el principal magistrado de la ciudad y había tratado de convencer a sus conciudadanos para que se quedasen en Arausio, al menos hasta saber si la batalla que se libraba al norte resultaba o no favorable a Roma. Al no conseguirlo, él había optado por quedarse, limitándose, prudentemente, a enviar fuera de la ciudad a sus hijos a cargo del pedagogo, enterrar su oro y esconder la trampilla de su bodega tapándola con una gran losa. Su mujer prefirió quedarse con él en vez de irse con los niños, y así los dos pequeños, acompañados de un grupo de fieles servidores, habían oído los lamentos de angustia que traía el viento desde el campamento de Malio Máximo.

Como ni romanos ni germanos llegaban a la ciudad, Meminio había enviado a un esclavo a que averiguase qué había sucedido, y aún estaba abrumado por la noticia cuando el primero de los oficiales romanos de alta graduación que habían salvado el pellejo entró en la ciudad. Se trataba de Cneo Malio Máximo y su grupo de ayudantes, que llegaban más como animales drogados camino del sacrificio ritual que como militares romanos; esta impresión de Meminio la corroboró el comportamiento del hijo de Metelo el Numídico, que los dirigía con la dureza y el ahínco de un perro de pastor. Meminio y su esposa salieron a recibir al grupo y lo invitaron a entrar en la villa; les dieron comida y vino, y trataron de que les hicieran un relato coherente de lo acaecido. Pero fue inútil; el único que conservaba el sentido común, el joven Metelo, sufría un impedimento bucal que le impedía hablar, y Meminio y su esposa no sabían griego y únicamente se expresaban en un rudimentario latín.

Durante los dos siguientes días llegaron más, aunque pocos, y ningún soldado raso, pese a que un centurión dijo que había algunos miles en la orilla occidental que deambulaban atontados y sin rumbo fijo. Cepio fue el último en llegar, acompañado de su hijo, Cepio el joven, con quien se había encontrado en la orilla occidental cuando bajaba hacia Arausio. Cuando Cepio supo que Malio Máximo estaba en casa de Meminio, se negó a quedarse y optó por encaminarse a Roma, llevándose a su hijo. Meminio le dio dos calesines con tiro para cuatro mulas y le puso en camino con provisiones y cocheros.

Abatido por el dolor de haber perdido a sus dos hijos, Malio Máximo fue incapaz de preguntar por los seis senadores hasta tres días después; hasta ese momento, Meminio ni siquiera sabía de su existencia, pero cuando Malio Máximo le instó a organizar un grupo de búsqueda, él puso pegas, temiendo que los germanos aún anduviesen por el campo de batalla, y le invadió una enorme preocupación ante la perspectiva de que tanto él y su esposa como sus abatidos huéspedes se dispusieran a emprender la huida.

Tal era la situación cuando el intérprete germano llegó a Arausio y localizó a Meminio. Este comprendió en seguida que el recién llegado traía importantes noticias, pero, desgraciadamente, no se entendían en latín y a Meminio no se le ocurrió llevarle a presencia de Malio Máximo. Le dio albergue y le indicó que esperase hasta que llegase alguien con dominio del idioma para interrogarle.

 

Con Cota a la cabeza, la embajada de senadores se había aventurado a cruzar de nuevo el río en cuanto los germanos volvieron grupas hacia el norte, dispuesta a buscar supervivientes en aquella horrible carnicería. Incluidos lictores y sirvientes, totalizaban veintinueve, que se dedicaron a cumplir temerosamente la tarea ante el posible regreso de los germanos. El tiempo transcurría y nadie acudía a ayudarlos.

Druso había recobrado el sentido al oscurecer, se había pasado la noche medio consciente, y al amanecer se hallaba lo bastante repuesto para poder arrastrarse en pos de su único deseo: encontrar agua. El río quedaba a tres millas y el campamento casi tan lejos, así que se encaminó hacia la derecha, con la esperanza de encontrar algún riachuelo en las primeras estribaciones del terreno. A pocos metros de allí se tropezó con Quinto Sertorio, quien hizo una seña con una mano al verle.

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