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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (67 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Lancelot miró a Bors y después a mí. En aquel momento lo desprecié con todo mi corazón. Tenía que haber estado luchando contra nosotros y no arrastrando los pies por el patio de armas de Lindinis, pero la osadía de Arturo lo había ofuscado. No sabía con cuántos hombres contábamos, sólo sabía que las almenas de Caer Cadarn estaban erizadas de lanzas y el ánimo de lucha se le había caído a los pies. Se acercó a su primo e intercambiaron unas palabras. Lancelot se dirigió a mí nuevamente tras el breve intercambio con su primo y esbozó una sonrisa.

—Mi paladín, Bors —dijo—, acepta el reto de Arturo.

—El reto es para que luchéis vos —dije—, no para que vuestro verraco amaestrado sea atado y abierto a la canal.

Bors gruñó al oír esas palabras e hizo el gesto de desenvainar, pero el jefe belga que se había comprometido a respetar la tregua dio un paso adelante y Bors se detuvo.

—¿Y el paladín de Arturo sería él en persona? —preguntó Lancelot.

—No —dije, y sonreí—. Rogué que me concediera tal honor y me lo concedió. Lo deseo por la forma en que ofendisteis a Ceinwyn, pues pretendisteis obligarla a desfilar desnuda por toda Dumnonia. Y en cuanto mi hija, ya he vengado su muerte convenientemente. Los druidas yacen sobre el costado izquierdo, Lancelot. Sus cuerpos no han sido incinerados y sus almas vagan errantes.

Lancelot me escupió a los pies.

—Di a Arturo que enviaré la respuesta al mediodía. —Me dio la espalda y se marchó.

—¿Ningún mensaje para Ginebra? —pregunté, y la pregunta le hizo girarse de nuevo—. Tu amante se encuentra en el Caer. ¿No quieres saber lo que le va a suceder? Arturo me ha dicho el destino que le reserva.

Me miró con desprecio, volvió a escupir y se alejó nuevamente. Yo hice lo mismo.

Volví al Caer y encontré a Arturo en la muralla de la puerta occidental donde, hacía ya tantos años, me había hablado del deber del soldado, el cual consistía, me dijo, en luchar por los que no podían hacerlo por sí mismos. Tal era su credo y, a lo largo de todos aquellos años, había luchado por un niño: Mordred. Mas en aquel momento, finalmente, luchaba por sí mismo, perdiendo al hacerlo lo que más quería. Le transmití la respuesta de Lancelot; él asintió, guardó silencio y me despidió con un ademán.

Aquella misma mañana, más tarde, Ginebra envió a Gwydre a buscarme. El niño subió a las murallas donde me encontraba con mis hombres y me tironeó del manto.

—Tío Derfel —me miraba lánguidamente—, madre dice que vayas —me dijo temeroso y con lágrimas en los ojos.

Miré a Arturo, pero él no estaba pendiente de ninguno de nosotros y bajé con Gwydre; fui con él hasta la cabaña del lancero. A Ginebra hubo de dolerle profundamente en su herido orgullo pedirme que fuera a verla, pero deseaba enviar un mensaje a Arturo y sabía que en Caer Cadarn no había nadie tan cercano a él como yo. Se levantó cuando entré por la puerta agachando la cabeza. La saludé con una leve inclinación y esperé mientras le decía a Gwydre que fuera a hablar con su padre.

La cabaña apenas permitía a Ginebra mantenerse erguida. Estaba demacrada, casi ojerosa, pero la pesadumbre le prestaba una belleza luminosa que su habitual actitud arrogante ocultaba.

—Nimue me ha dicho que has visto a Lancelot —dijo en voz tan baja que tuve que aguzar el oído para entenderla.

—Sí, señora, así es.

Inconscientemente se manoseaba los pliegues del vestido con la mano derecha.

—¿Ha enviado algún mensaje?

—No, señora.

Se quedó mirándome con sus enormes ojos verdes.

—Te lo ruego, Derfel —insistió en voz baja.

—Le invité a hablar, señora, pero no quiso decir nada.

Se dejó caer en un rudo banco, permaneció un rato en silencio y vi que una araña caía del tejado e iba tejiendo el hilo cada vez más cerca de su pelo. Me quedé absorto mirando el insecto, preguntándome si debía apartarlo de un manotazo o dejarlo en paz.

—¿Qué le dijiste? —me preguntó.

—Lo reté en combate singular, señora, hombre contra hombre, Hywelbane contra Espada de Cristo. Y le prometí arrastrar luego su cuerpo desnudo por toda Dumnonia. —Ginebra sacudió la cabeza brutalmente.

—¡Combates! —gritó iracunda—. ¡Es lo único que sabéis hacer, salvajes! —Cerró los ojos unos segundos—. Lo lamento, lord Derfel —se disculpó cohibida—. No debería insultarte, menos aún cuando preciso que pidas un favor a lord Arturo. —Me miró a los ojos y vi que era tan desdichada como mi propio señor—. ¿Lo harás? —me rogó.

—¿Qué favor, señora?

—Pídele que me deje marchar, dile que me iré al otro lado del mar, que se quede con su hijo si lo desea y que es hijo de los dos y que me iré y jamás volverá a verme ni a saber nada de mí.

—Se lo pediré, señora —le dije.

Captó una duda en mi voz y me miró entristecida. La araña había desaparecido entre su espesa cabellera pelirroja.

—¿Crees que me lo negará? —preguntó atemorizada, con un hilo de voz.

—Señora, os ama. Os ama tanto que no sé si podrá dejaros marchar jamás.

Una lágrima asomó en un ojo y resbaló por la mejilla.

—Entonces, ¿qué piensa hacer conmigo? —preguntó, pero no contesté—. ¿Qué piensa hacer, Derfel? —preguntó de nuevo con algo de su antigua energía—. ¡Dímelo!

—Señora —dije con pesadumbre— os llevará a un lugar seguro y os dejará allí bajo vigilancia. —Y todos los días, pensé, se acordaría de ella, y todas las noches la conjuraría en sus sueños y todas las madrugadas daría media vuelta en la cama y descubriría que no estaba—. Recibiréis buen trato, señora —le dije con suavidad.

—No —gimió. Tal vez esperara la muerte, pero la promesa de semejante encierro le parecía peor aún—. Dile que me deje marchar, Derfel. ¡Díselo, te lo ruego!

—Se lo diré, señora —le prometí—, pero no creo que acepte. Creo que no le es posible.

Lloraba amargamente con la cabeza entre las manos y, aunque permanecí a la espera, no me dijo nada más, de forma que me retiré. Gwydre había encontrado a su padre de un ánimo sombrío y deseaba volver con su madre, pero me lo llevé y juntos limpiamos y amolamos a Excalibur. El pobre Gwydre estaba asustado pues no comprendía lo que había sucedido, y ni Arturo ni Ginebra estaban en condiciones de explicárselo.

—Tu madre está muy enferma —le dije— y ya sabes que los enfermos tienen que estar solos de vez en cuando —le sonreí—. A lo mejor vienes a vivir con Morwenna y Seren.

—¿De verdad?

—Creo que tu padre y tu madre te dejarán, y a mí me gustaría. ¡Pero no restriegues la espada! Tienes que afilarla con caricias largas y suaves. ¡Así!

Al mediodía me acerqué a la puerta occidental para ver si se acercaba el mensajero de Lancelot, pero nadie llegó. El ejército de Lancelot iba desparramándose como la arena se desparrama con la lluvia. Unos cuantos fueron hacia el sur y Lancelot cabalgaba con ellos, las blancas alas de cisne del yelmo relumbraban en la distancia; pero la mayoría se acercaron a los prados del pie de Caer Cadarn y allí dejaron las lanzas en el suelo, los escudos y las espadas, y se arrodillaron en la hierba en espera de la clemencia de Arturo.

—Habéis vencido, señor —le dije.

—Sí, Derfel —dijo, sentado todavía—, eso parece. —Su nueva barba tan cana lo envejecía sobremanera. No parecía más débil sino mucho mayor y más duro. Y le favorecía. Por encima de su cabeza, un soplo de aire levantó la enseña del oso. Me senté a su vera.

—La princesa Ginebra —dije, mirando al ejército enemigo que continuaba dejando armas en el suelo y arrodillándose a nuestros pies— me ha rogado que os pida un favor. —No dijo nada, ni siquiera me miró—. Quiere...

—Marcharse —me interrumpió.

—Sí, señor.

—Con su águila pescadora —añadió amargamente.

—No ha dicho eso, señor.

—¿A qué otra parte, si no? —preguntó, y me miró con ojos fríos—. ¿Él preguntó por ella?

—No, señor. No dijo nada.

Arturo se rió, pero fue una risa cruel.

—Pobre Ginebra. Pobrecita Ginebra. No la ama, ¿verdad? No era más que otro objeto hermoso para él, otro espejo en que admirar su propia belleza. Tal desengaño debe de dolerle mucho, Derfel, mucho.

—Os ruega que la dejéis marchar —perseveré, tal como le había prometido a Ginebra—. Os deja a Gwydre, se irá...

—No puede poner condiciones —replicó Arturo furioso—. Ninguna.

—No, señor —dije, había hecho cuanto estaba en mi mano, pero había fracasado.

—Se quedará en Dumnonia —sentenció Arturo.

—Sí, señor.

—Y tú también —me ordenó bruscamente—. Aunque Mordred te libre del juramento, yo no. Eres mi hombre, Derfel, mi consejero, y te quedarás aquí conmigo. A partir de este día, eres mi paladín.

Me giré a mirar la espada, limpia y recién afilada, que reposaba en la piedra de los reyes.

—¿Todavía soy el paladín de un rey, señor? —pregunté.

—Ya tenemos rey —dijo—, y no pienso faltar a ese juramento, pero gobernaré este país. Nadie más, Derfel, sólo yo.

Pensé en el puente de Pontes, donde habíamos cruzado el río antes de enfrentarnos con Aelle.

—Si no vais a ser rey, señor, seréis nuestro emperador. Seréis señor de reyes.

Sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír desde que Nimue corriera la cortina negra en el palacio del mar. Una sonrisa pálida, pero una sonrisa al fin. Y no se opuso al tratamiento que le había dado. Emperador Arturo, señor de reyes.

Lancelot había partido y lo que había sido su ejército se hallaba en aquel momento aterrorizado, postrado ante nosotros. Habían caído sus enseñas, sus lanzas reposaban en tierra y sus escudos yacían junto a las lanzas. La sinrazón había abatido Dumnonia como una tormenta, pero había pasado y Arturo había vencido. Debajo de nosotros, bajo el alto sol del verano, un ejército entero se arrodillaba pidiéndole clemencia. Tal había sido el sueño de Ginebra en algún tiempo. Dumnonia a sus pies y la espada en la piedra, pero ya era tarde. Para ella era tarde.

Sin embargo para nosotros, que manteníamos los juramentos, era lo que siempre habíamos deseado, pues en aquel momento, en todo excepto en el nombre, Arturo era rey.

BERNARD CORNWELL vivió su infancia en el sur de Essex. Después de graduarse en la Universidad de Londres, trabajó para la cadena de televisión BBC durante siete años, principalmente como realizador del programa Nationwide. Posteriormente se hizo cargo del departamento de noticias de actualidad de la BBC en Irlanda del Norte, y en 1978 pasó a dirigir el programa Thames at Six para la Thames Television. Actualmente vive en los Estados Unidos.

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