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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (64 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Arturo blandió a Excalibur.

—Y tu hijo también —le advirtió Lavaine, y los dos quedamos petrificados—. Ahora, marchad —prosiguió con calma y autoridad—. Habéis invadido el santuario de la diosa y ahora os marcharéis y nos dejaréis en paz. De lo contrario, todos aquellos a los que amáis morirán.

Esperamos. A su espalda, entre la olla mágica y el lecho, se encontraba la mesa redonda de Arturo con la incrustación del caballo alado y, encima del caballo vi una insulsa cesta, un viejo cabestro, un cuchillo gastado, una piedra de amolar, un manto con mangas, una capa, un plato de loza, un tablero de dados, un aro de guerrero y un montón de maderos rotos y podridos. También estaba la trenza de la barba de Merlín con su cinta negra. Todo el poder de Britania se hallaba en aquella reducida estancia, aliado con un fragmento de la más poderosa magia cristiana.

Blandí a Hywelbane y Lavaine hizo el gesto de dejar caer la astilla de la verdadera cruz en el líquido, pero Arturo puso la mano en mi escudo para detenerme.

—Idos —insistió Lavaine. Ginebra no decía nada, sólo nos miraba, con los ojos desmesuradamente abiertos, por encima de la manta que la cubría a medias.

Nimue sonrió en aquel momento con el manto arrebujado entre las manos, miró a Lavaine y dejó caer la carga con un grito, un chillido espeluznante que resonó con fuerza por encima de los gemidos de las mujeres que teníamos a la espalda.

Las víboras saltaron en el aire. Había al menos una docena de áspides, que Nimue había recogido aquella tarde para soltarlas en aquel momento. Se retorcieron en el vacío y Ginebra dejó escapar un chillido al tiempo que tiraba de la manta para cubrirse el rostro. Lavaine, al ver la víbora que se le venía encima de los ojos, se movió instintivamente y se encogió. El fragmento de la verdadera cruz rebotó en el suelo mientras las serpientes, excitadas por la alta temperatura de la habitación, se deslizaban por encima de la cama y entre los tesoros de Britania. Avancé un paso y di a Lavaine un fuerte puntapié en el estómago. Cayó al suelo y gritó cuando una serpiente lo mordió.

Dinas se alejaba de las que reptaban por la cama pero se quedó inmóvil en el momento en que Excalibur le tocó la garganta.

Hywelbane se apoyaba en la garganta de Lavaine y, con la hoja, obligué al druida a levantar la cabeza hacia mí; le sonreí.

—Mi hija —dije en voz baja— nos está mirando desde el más allá y te manda saludos, Lavaine.

Quiso decir algo pero no le salieron las palabras.

Arturo miraba el bulto de su esposa, oculta bajo las pieles. Entonces, casi con ternura, limpió de víboras las pieles negras con la punta de Excalibur y retiró la manta hasta que el rostro de Ginebra quedó al descubierto. Ella lo miraba fijamente sin rastro de su altivo orgullo. Era simplemente una mujer aterrorizada.

—¿Tienes ropas aquí? —le preguntó con suavidad. Ella negó con la cabeza.

—En el trono hay un manto rojo —le dije.

—¿Vas a buscarlo, Nimue? —preguntó Arturo.

Nimue le llevó el manto y Arturo se lo pasó a su esposa prendido en la punta de Excalibur.

—Toma —dijo, hablando aún con suavidad—, para ti.

Un brazo desnudo salió de entre las pieles y tomó el manto.

—Date la vuelta —me dijo Ginebra asustada, con un hilo de VOZ.

—Date la vuelta, Derfel, por favor —dijo Arturo.

—Primero, una cosa, señor.

—Date la vuelta —insistió, sin dejar de mirar a su esposa.

Alcancé el borde de la olla y la incliné hasta que cayó del pedestal. La preciosa olla dio en el suelo con estrépito y el líquido se derramó sobre las losas formando un charco oscuro. Eso le llamó la atención. Me miró fijamente y a duras penas reconocí su rostro de puro duro y frío, vacío de vida; pero aquella noche había que decir una cosa más, y si mi señor tenía que beber aquella copa de horrores, que la apurara hasta la última gota. Coloqué la punta de Hywelbane bajo la barbilla de Lavaine.

—¿Quién es la diosa? —le pregunté.

Movió la cabeza negativamente e hinqué la punta de mi espada lo suficiente como para hacerle sangrar.

—¿Quién es la diosa? —repetí.

—Isis —dijo en un susurro. Se apretaba el tobillo donde le había mordido la víbora.

—¿Y quién es el dios? —volví a preguntar.

—Osiris —dijo aterrado.

—¿Y quién se sentará en el trono? —Se estremeció de arriba a abajo pero nada dijo—. Señor, éstas son las palabras que no oísteis —dije a Arturo, con la espada todavía en la nuez de Lavaine—. Pero yo sí las oí, y también Nimue. ¿Quién se sentará en el trono? —insistí.

—Lancelot —dijo, en voz muy baja, apenas audible, pero suficiente para que Arturo lo oyera; además, acababa de ver el gran bordado blanco en la lujosa manta negra que había en la cama bajo la piel de oso en aquella habitación de espejos. Era el águila pescadora de Lancelot.

Escupí a Lavaine, envainé a Hywelbane y lo agarré por los largos cabellos. Nimue ya se había hecho cargo de Dinas. Los llevamos de nuevo al templo a rastras y dejé la cortina en su sitio al salir para que Arturo y Ginebra estuvieran a solas. Gwenhwyvach había presenciado toda la escena y reía con ganas. Los adoradores y el coro, todos desnudos, permanecían agazapados en un rincón de la bodega donde los hombres de Arturo los vigilaban a punta de lanza. Gwydre, aterrorizado, aguardaba acuclillado en la entrada de la bodega.

—¿Por qué? —gritó Arturo a nuestra espalda.

Y saqué a los asesinos de mi hija a la luz de la luna.

Al amanecer todavía estábamos en el palacio del mar. Teníamos que haber partido, pues un puñado de lanceros había logrado escabullirse de las chozas cuando por fin el cuerno de Arturo llamó a los jinetes desde la colina; dichos fugitivos estarían esparciendo las noticias hacia el norte de Dumnonia, pero Arturo, parecía incapaz de tomar una decisión. Estaba completamente anonadado.

Cuando la aurora se asomó al mundo con su luz, Arturo aún lloraba.

Dinas y Lavaine murieron aquella noche a la orilla del río. No me tengo por hombre cruel, pero su muerte fue muy cruel y sumamente lenta. Nimue preparó la agonía y durante todo el tiempo, mientras cada espíritu abandonaba su carne, ella les decía al oído el nombre de Dian cutre dientes. Cuando murieron ya no eran hombres, ya no tenían lengua y no les quedaba sino un ojo a cada uno, pequeña clemencia que les concedió sólo con el fin de que presenciaran la siguiente tortura; y así supieron la forma en que murieron. Lo último que vieron fue el lustroso mechón de pelo de Dian prendido a la cruz de mi espada, cuando me encargué de rematar lo que Nimue había comenzado. Los gemelos eran meros desechos a esas alturas, amasijos de sangre y estremecido terror y, cuando al fin dejaron de respirar, besé el mechón de pelo y lo llevé a uno de los braseros de las arcadas del palacio para arrojarlo a las brasas; de esa forma no quedaría ningún fragmento del espíritu de Dian vagando por esta tierra. Nimue hizo lo mismo con la trenza de la barba de Merlín. Dejamos los cadáveres tumbados sobre el lado izquierdo junto al mar y, cuando el sol salió, las gaviotas acudieron a rasgar la atormentada carne con sus largos picos curvos.

Nimue había recuperado la olla y los tesoros. Dinas y Lavaine confesaron todo antes de morir y quedó demostrado que Nimue no se había equivocado. Efectivamente, Morgana había robado los tesoros y se los había entregado a Sansum a cambio de que se casara con ella, y Sansum se los dio a Ginebra. Ginebra se había reconciliado con el señor de los ratones bajo la promesa de recibir tales presentes, mucho antes del bautismo de Lancelot en el río Churn. Cuando supe lo sucedido, pensé que si hubiera consentido en la iniciación de Lancelot en los misterios de Mitra tal vez habría evitado tan funestos sucesos. El destino es inexorable.

Las puertas del templo estaban cerradas y no escapó ninguno de los que se hallaban dentro. Tan pronto como Ginebra salió de allí y mantuvo una larga conversación con Arturo, éste volvió solo a la bodega con Excalibur en la mano y tardó una hora cumplida en salir de nuevo. Cuando por fin salió, su rostro era más frío que el mar y gris como la hoja de Excalibur, aunque en aquel momento, el precioso acero estaba rojo, teñido de sangre. En una mano llevaba el aro con los cuernos que Ginebra llevaba cuando encarnaba a Isis, y en la otra llevaba la espada.

—Están muertos —me dijo.

—¿Todos?

—Hasta el último —contestó con extraña indiferencia, a pesar de la sangre que tenía en los brazos, en la cota maclada y hasta en las plumas de ganso del yelmo.

—¿Las mujeres también? —pregunté, porque Lunete era adoradora de Isis. Ya no lo amaba, pero había sido mi amor en otro tiempo y le guardaba cierto cariño. Los hombres del templo eran los más bellos lanceros de Lancelot, y las mujeres, las doncellas de Ginebra.

—Todos muertos —repitió Arturo casi alegremente. Bajó despacio por el sendero de arena del jardín—. No era la primera noche que se reunían —dijo, casi confundido—. Al parecer, lo hacían frecuentemente, todos ellos, siempre que la luna lo permitía. Y fornicaban unos con otros, todos excepto Ginebra. Ella sólo lo hacía con los gemelos o con Lancelot. —Se estremeció, y fue el primer síntoma de emoción desde que emergiera de la bodega con la mirada glacial—. Al parecer, antes lo hacía por mí. «¿Quién se sentará en el trono?» «Arturo, Arturo, Arturo», pero a la diosa no debí de parecerle apropiado. —Había empezado a llorar—. O bien, me resistí a sus designios con excesiva firmeza, y por eso cambiaron mi nombre por el de Lancelot. —Rasgó el aire inútilmente con la espada—. Lancelot —repitió embargado por el dolor—. Lleva años yaciendo con Lancelot, y sólo por motivos religiosos, dice. ¡La religión! Él solía ser Osiris y ella siempre era Isis. ¿Qué otra cosa habría de ser? —Llegó a la terraza y se sentó en un banco de piedra desde el cual se veía el río bañado por la luna—. No tenía que haberlos matado a todos —dijo tras una larga pausa.

—No, señor —le dije—; no tendríais que haberlos matado.

—Pero no podía hacer otra cosa. ¡Era pura indecencia, Derfel! ¡Nada más! —Empezó a llorar. Dijo algo de la vergüenza, de los muertos que habían presenciado el deshonor de su esposa y el suyo propio y, cuando no pudo articular más palabras, siguió llorando inconsolablemente en silencio. No parecía importarle que yo estuviera allí o no, pero me quedé hasta la hora de llevar a Dinas y Lavaine a la orilla del mar para que Nimue les arrancara el espíritu del cuerpo pulgada a pulgada, terriblemente.

Y luego, en la gris aurora, Arturo permaneció sentado, vacío y exhausto ante el mar, con los cuernos de marfil a sus pies y el yelmo y Excalibur desnuda en el banco de piedra. La sangre de la hoja se había secado formando una gruesa costra marrón.

—Debemos alejarnos, señor —le dije, cuando el amanecer tiñó el mar del color de la espada.

—Amor —dijo con amargura.

—Debemos alejarnos, señor —repetí pensando que no me había entendido.

—¿Para qué?

—Para cumplir vuestro juramento.

Escupió y siguió sentado en silencio. Habían llevado los caballos del bosque, y la olla y los tesoros de Britania estaban preparados para el viaje. Los lanceros aguardaban pendientes de nosotros.

—¿Queda algún juramento por violar? —preguntó con amargura—. ¿Uno solo?

—Debemos alejarnos, señor —insistí, pero no se movió ni habló, de modo que me giré sobre los talones—. En tal caso, partiremos sin vos —añadí brutalmente.

—¡Derfel! —me llamó con verdadero pánico en la voz.

—¿Señor?

Miró su espada y pareció sorprenderse al verla tan sucia de sangre.

—Mi esposa y mi hijo están arriba en una estancia —dijo—. ¿Vas a buscarlos, por favor? Que monten en el mismo caballo, y luego partiremos. —Se esforzaba por imprimir a su voz un tono normal, como si la nueva madrugada fuera sólo una más.

—Sí, señor.

Se puso en pie y enfundó a Excalibur con sangre y todo.

—Entonces —comentó con amargura—, supongo que tendremos que rehacer Britania.

—Sí, señor. Es nuestro deber.

Me miró fijamente y supe que tenía ganas de llorar otra vez.

—¿Sabes una cosa, Derfel?

—Decid, señor.

—Mi vida jamás volverá a ser igual, ¿verdad?

—No lo sé, señor. No lo sé.

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—La amaré hasta el día de mi muerte. Pensaré en ella todos los días de mi vida. La veré todas las noches antes de dormirme, y todas las madrugadas, cuando me dé la vuelta en la cama, descubriré que ya no está. Todos los días, Derfel, todas las noches y todas las madrugadas hasta que me muera.

Recogió el yelmo con el penacho salpicado de sangre, dejó los cuernos de marfil y se alejó conmigo. Fui a buscar a Ginebra y a su hijo al dormitorio y nos marchamos.

Gwenhwyvach se quedó en el palacio del mar, a vivir sola allí, con el sentido perdido, rodeada de perros, en medio de tesoros maravillosos. Se asomaría a la ventana a aguardar la llegada de Lancelot, pues estaba segura de que un día su señor llegaría a vivir a su lado, a la orilla del mar, en el palacio de su hermana. Pero su señor jamás acudió, los tesoros fueron robados, el palacio se derrumbó y Gwenhwyvach murió allí, o eso nos contaron. Tal vez aún siga allí, aguardando en la ribera al hombre que nunca llega.

Partimos. En la orilla lodosa del río, las gaviotas devoraban la carnaza.

Ginebra, vestida con un largo vestido negro y tapada con un manto verde oscuro, el cabello severamente recogido hacia atrás y atado con un lazo negro, montaba a lomos de Llamrei, la yegua de Arturo. Iba sentada de lado, agarrada al asidero de la silla con la mano derecha y sujetando por la cintura a su lloroso y atemorizado hijo con la izquierda; el niño no dejaba de mirar a su padre, que caminaba como en sueños tras la yegua.

—Supongo que soy su padre —dijo Arturo.

Ginebra, con los ojos enrojecidos por el llanto, desvió la mirada. El caballo la hacía balancearse hacia delante y hacia atrás y, sin embargo, ella no perdía la gracia.

—De ningún otro, lord príncipe —dijo al cabo de largo rato—, de ningún otro.

A partir de aquel momento, Arturo caminó en silencio. No deseaba mi compañía, no quería a nadie a su lado, sólo su desgracia, de modo que me fui junto a Nimue, que encabezaba la procesión. Después iban los caballos, luego Ginebra, y mis lanceros escoltaban la olla en la retaguardia. Nimue recorría el mismo camino que nos había llevado a la costa, que en aquel tramo no era sino una senda accidentada que subía por un brezal desnudo jalonado por tejos y aulagas.

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