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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (63 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Para comprender aquella noche tuve que conocer la historia de Isis, y la aprendí más tarde, pero en aquel momento, atisbando por encima del corto cabello de Nimue, no tenía la menor idea de lo que significaba aquella ceremonia. Sólo sabía que Isis era una diosa considerada muy poderosa por gran número de romanos, una diosa con los más altos poderes. También sabía que era protectora de los tronos, cosa que justificaba el bajo trono negro que seguía en el estrado del extremo opuesto de la caverna, aunque lo veíamos a medias a causa de la espesa humareda que flotaba y se retorcía por la negra estancia buscando la salida chimenea arriba. El humo provenía de los braseros; habían alimentado la llamas con hierbas que exhalaban un aroma acre y embriagador, el que habíamos percibido desde el lindero del bosque.

No vi el coro, que seguía cantando a pesar de la humareda, pero sí a las adoradoras de Isis y, al principio no di crédito a mis ojos. No quería creerlo.

Vi a ocho personas arrodilladas en el negro suelo de piedra, todas desnudas. Nos daban la espalda, pero a pesar de ello, supe que algunos eran hombres. Comprendí que Gwenhwyvach se hubiera reído tanto al pensar en aquel momento, debía de conocer el secreto. Ginebra siempre decía que no se permitía a los hombres entrar en el templo de Isis, pero aquella noche sí, y sospeché que sucedería igual todas las noches que la luna llena arrojaba su luz fría por el agujero del tejado de la bodega. Las llamas temblorosas de los braseros alumbraban con luz pálida las espaldas de los adoradores. Todos estaban desnudos, hombres y mujeres, todos desnudos tal como me dijera Morgana tantos años atrás.

Los adoradores estaban desnudos, pero no los dos oficiantes. Lavaine era uno de ellos; hallábase de pie a un lado del trono negro, y mi espíritu saltó de júbilo al verlo. La espada de Lavaine había cortado la garganta a Dian, y la mía se hallaba en aquel instante a la distancia de una bodega de él. Se mantenía erguido junto al trono, la luz de los braseros le iluminaba la cicatriz de la mejilla y su pelo negro y engrasado como el de Lancelot le caía por la espalda sobre la negra túnica. Aquella noche no llevaba el ropaje blanco de los druidas, sino un simple atavío negro, y sujetaba en la mano una fina vara negra con una pequeña luna dorada en la punta. No había rastro de Dinas.

Dos antorchas sujetas por sendos tederos de hierro alumbraban el trono donde se hallaba Ginebra encarnando a Isis. Tenía el pelo recogido en la cabeza y sujeto con un aro de oro del que sobresalían dos cuernos hacia arriba. Eran cuernos de algún animal que no había visto jamás y, más tarde, descubrí que estaban tallados en marfil. Alrededor del cuello lucía una gruesa torques de oro, pero no llevaba ninguna otra joya, sólo un enorme manto granate que le envolvía todo el cuerpo. No vi el suelo que tenía a los pies, pero sabía que allí estaba el pozo poco profundo y que estaban esperando a que la luz de la luna entrara por la chimenea y bañara de plata las negras aguas. Las cortinas del fondo, tras las que había un lecho, según me había contado Ceinwyn, permanecían cerradas.

De pronto, un rayo de luz tembló en el humo y los desnudos adoradores se estremecieron, expectantes. El delgado haz plateado indicaba que por fin el astro de la noche había ascendido lo suficiente como para arrojar el primer reflejo oblicuo al suelo de la gruta. Lavaine aguardó un momento a que la luz aumentara y después golpeó el suelo con la vara dos veces.

—Es la hora —dijo con su voz áspera y profunda—, es la hora. —El coro enmudeció.

Después no sucedió nada. Esperaron en silencio a que se ensanchara la columna de plateada luz lunar que se dibuja en el humo y creciera en el suelo, y me acordé de una lejana noche en que me hallaba agazapado en la cima del montículo de piedras cerca de Llyn Cerrig Bach; aquella noche vi la luz de la luna deslizarse y llenar el espacio en el silencioso templo de Isis. Se palpaba el portento en el silencio. Una de las mujeres arrodilladas exhaló un suave gemido y nada más. Otra se balanceaba de adelante atrás.

El rayo de luna se agrandó más aún y tiñó de un brillo pálido el rostro grave y hermoso de Ginebra. La luz entraba casi verticalmente ya. Una de las mujeres desnudas tembló, pero no de frío sino sacudida por el éxtasis; Lavaine se inclinó hacia delante y miró cañón arriba. La luna iluminó su gran barba y su cara ancha y dura con la cicatriz de guerra. Se quedó observando la boca de la chimenea unos instantes, volvió atrás y tocó a Ginebra solemnemente en el hombro.

Ella se puso en pie y los cuernos de la cabeza casi rozaron el bajo techo abovedado de la cueva. Mantenía los brazos y las manos bajo los pliegues del manto, que caía recto desde sus hombros hasta el suelo. Cerró los ojos.

—¿Quién es la Diosa? —preguntó.

—Isis, Isis, Isis —recitaron las mujeres en voz baja—. Isis, Isis, Isis.

La columna de luz lunar era casi tan ancha como el cañón, un gran pilar de humo plateado que brillaba y oscilaba en el centro de la cueva. Cuando vi por primera vez el templo, me había parecido un lugar de mal gusto, pero aquella noche, a la luz temblorosa de la columna de luz blanca, me pareció el templo más misterioso y estremecedor que había visto en mi vida.

—¿Y quién es el Dios? —preguntó Ginebra con los ojos cerrados aún.

—Osiris —respondieron los hombres desnudos con voces graves—. Osiris, Osiris, Osiris.

—¿Y quien se sentará en el trono? —preguntó Ginebra.

—Lancelot —contestaron hombres y mujeres a una—, Lancelot, Lancelot.

En cuanto oí ese nombre, supe que nada volvería a su lugar aquella noche. Aquella noche no nos devolvería a la vieja Dumnonia. Aquella noche no nos depararía sino horror, pues aquella noche destruiría a Arturo. Quise alejarme de la cortina y volver a la bodega, llevármelo de allí al aire fresco y a la limpia luz de la luna y hacerlo retroceder todos los años, todos los días, todas las horas para que aquella noche no volviera a suceder jamás. Pero no me moví y Nimue tampoco. Ninguno de nosotros se atrevió a moverse porque Ginebra había extendido la mano derecha para tomar el báculo de Lavaine, el gesto apartó el lado derecho del manto y vi que, bajo los gruesos pliegues, estaba desnuda.

—Isis, Isis, Isis —suspiraban las mujeres.

—Osiris, Osiris, Osiris —suspiraban los hombres.

—Lancelot, Lancelot, Lancelot —recitaban todos juntos.

Ginebra tomó la vara de la luna en la punta y se adelantó; el manto volvió a cerrarse y le ocultó el seno derecho. Después, muy despacio, con gestos exagerados, tocó con la vara algo que había bajo el agua justamente debajo del luminoso haz de humo que caía ya en vertical desde los cielos. Nadie más se movió, habríase dicho que nadie respiraba.

—¡Levántate! —ordenó Ginebra—. Levántate —y el coro empezó a cantar otra vez la misma melodía extraña y embrujadora.

—Isis, Isis, Isis —cantaban y, por encima de las cabezas de los fieles vi a un hombre emerger del estanque. Era Dinas, chorreando agua por su musculoso cuerpo desnudo y su largo pelo negro mientras se levantaba lentamente al son del cántico del coro, cada vez más fuerte.

—¡Isis! ¡Isis! ¡Isis! —cantaban, hasta que por fin, Osiris quedó erguido ante Ginebra, de espaldas a nosotros, desnudo también. Salió del estanque y Ginebra le entregó el báculo negro de Lavaine, levantó las manos y se desató el manto, el cual cayó en el trono. Allí estaba Ginebra, la esposa de Arturo, desnuda a excepción del oro que llevaba en la garganta y el marfil de la cabeza, y abrió los brazos para que el desnudo nieto de Tanaburs subiera al estrado al encuentro de su abrazo.

—¡Osiris! ¡Osiris! ¡Osiris! —gritaban las mujeres. Algunas se convulsionaban como los fieles cristianos que habíamos visto en Isca, presas de un éxtasis similar. Las voces iban en aumento—. ¡Osiris! ¡Osiris! ¡Osiris! —cantaban, y Ginebra dio un paso atrás cuando Dinas, desnudo, se giró a mirar a los fieles y alzó los brazos triunfante. Así mostró su magnífico cuerpo desnudo, y no cabía duda de que era un hombre, como tampoco cabía duda de lo que haría seguidamente cuando Ginebra, con su hermoso cuerpo alto y recto, mágicamente plateado por el temblor de la luz de la luna en el humo, lo tomó del brazo derecho y lo llevó hacia las cortinas de detrás del trono. Lavaine también los acompañó y las mujeres se retorcían en su adoración y se balanceaban adelante y atrás repitiendo a gritos el nombre de su poderosa diosa—. ¡Isis! ¡Isis! ¡Isis!

Ginebra abrió la cortina, entreví la estancia del otro lado, que me pareció luminosa como el sol, y el cántico desgarrado alcanzó nuevas alturas de exaltación cuando los hombres del templo tomaron a las mujeres que tenían al lado; en aquel preciso momento, las puertas que teníamos detrás se abrieron de par en par y Arturo, resplandeciente con su atuendo guerrero, entró en el reducido vestíbulo del templo.

—¡No, señor! —le dije—. ¡No, señor, os lo ruego!

—No tendrías que estar aquí, Derfel —me dijo en voz baja, pero recriminándome. En la mano derecha llevaba el pomo de flores de aciano que había recogido para Ginebra, y en la izquierda, la mano de su hijo—. Sal de aquí —me ordenó, pero en aquel momento, Nimue apartó la gran cortina y comenzó la pesadilla de mi señor.

Isis es una diosa que trajeron a Britania los romanos, aunque no procedía de Roma tampoco, sino de un país lejano al este de Roma, como Mitra, que también proviene de un lejano país al este de Roma, aunque no del mismo que Isis, creo. Galahad me contó que la mitad de las religiones del mundo se habían originado en el Oriente, donde, sospechaba yo, los hombres se parecían más a Sagramor que a nosotros. También el cristianismo es una fe procedente de aquellas tierras remotas donde, según me dijo Galahad, en los campos sólo crece la arena, el sol quema mucho más que en Britania y jamás nieva.

Isis procedía de aquellas tórridas tierras. Entre los romanos se convirtió en una diosa muy poderosa y muchas britanas adoptaron su religión, que permaneció después de que los romanos se marcharan. No llegó a extenderse tanto como el cristianismo, pues éste dejaba las puertas abiertas a cualquiera que deseara adorar a su dios, mientras que Isis, igual que Mitra, sólo aceptaba como adoradores a aquellos que se hubieran iniciado en sus misterios. Galahad me dijo que Isis se parecía en algunas cosas a la santa madre de los cristianos, pues era considerada como la madre perfecta de su hijo Horus, pero Isis poseía además otros poderes que la Virgen María jamás se adjudicó. Isis era para sus adeptos la diosa de la vida y de la muerte, de la curación y, naturalmente, de ios tronos de los mortales.

Según el relato de Galahad, estaba casada con un dios llamado Osiris, pero, en una guerra entre dioses, Osiris murió y su cuerpo fue arrojado al río cortado en muchos fragmentos. Isis buscó todos los trozos y, tiernamente, los volvió a unir; después yació con el cuerpo reconstruido para devolverlo a la vida y Osiris resucitó gracias al poder de Isis. Galahad odiaba el relato y se santiguaba una y otra vez mientras lo contaba; supongo que lo que Nimue y yo contemplamos en aquel negro subterráneo lleno de humo fue la repetición de tal resurrección y del acto de una mujer que da vida a un hombre. Habíamos contemplado a Isis, la diosa, la madre, la dadora de vida, llevar a cabo el milagro que devolvió a su esposo a la vida y la transformó en guardiana de los vivos y los muertos y en arbitro de los tronos de los hombres. Y era precisamente ese último atributo, el de decidir qué hombres habían de ocupar los tronos de la tierra, el que Ginebra consideraba atributo supremo de la diosa. Ginebra adoraba a Isis porque poseía poder para conceder tronos.

Nimue apartó la cortina y la cueva se llenó de gritos.

Durante un segundo, un instante abrumador, Ginebra vaciló al pie de la otra cortina y se volvió a mirar el motivo de la intromisión en su ceremonia. Permaneció allí, alta y desnuda, temible en su pálida hermosura, y a su lado, un hombre desnudo. En la entrada de la cueva, plantado, con su hijo en una mano y unas flores en la otra, estaba su esposo. Arturo llevaba levantados los protectores de las mejillas; yo tuve que contemplar su rostro en aquel momento de horror; me pareció que el espíritu lo hubiera abandonado.

Ginebra desapareció tras la cortina llevando a Dinas y Lavaine consigo, y Arturo profirió un sonido espantoso, mitad de guerra mitad de hombre hundido en la más absoluta desgracia. Hizo salir a Gwydre, dejó caer las flores, desenvainó a Excalibur y cargó ciegamente entre los aterrorizados adoradores, que se apartaron de su camino con desesperación.

—¡Prendedlos a todos! —grité a los lanceros que seguían a Arturo—. ¡Que no escapen! ¡Prendedlos!

Eché a correr tras mi señor con Nimue a mi lado. Arturo saltó por encima del estanque tirando una antorcha al salvar el estrado de un brinco y abrió la cortina negra del fondo con la punta de la espada.

Y allí se detuvo.

Me paré junto a él. Había dejado la lanza atrás al cargar en el templo y llevaba a Hywelbane en la mano. Nimue estaba conmigo y lanzo un aullido triunfal al mirar lo que había en la pequeña estancia cuadrada que se abría la fondo de la cueva. Al parecer, estábamos en el santuario íntimo de Isis, y allí, al servicio de la diosa, se hallaba la olla mágica de Clyddno Eiddyn.

La olla fue lo primero que vi porque estaba sobre un pedestal negro, que debía de llegarme por la cintura, y había tantas velas en la estancia que la olla refulgía como el oro y la plata al reflejar su luz brillante. La fuerte luminosidad se intensificaba más aún porque todas las paredes, excepto la de la cortina, estaban cubiertas de espejos. Había espejos hasta en el techo, que multiplicaban las llamas de las palmatorias y reflejaban el cuerpo desnudo de Ginebra y Dinas. Ginebra, aterrorizada, se había refugiado en el espacioso lecho que ocupaba el fondo, y allí se tapó con una manta de pieles para ocultar su blanca piel. Dinas estaba junto a ella ocultándose la ingle con las manos y Lavaine nos miraba con expresión desafiante.

Miró a Arturo de arriba abajo, despreció a Nimue con sólo una mirada y me señaló con la fina vara. Sabía que había ido a darle muerte y se dispuso a evitarlo con la magia más poderosa de que disponía. Apuntó el báculo hacia mí y en la otra mano sujetó el fragmento de la verdadera cruz de Cristo guardado en un cristal que el obispo Sansum había regalado a Mordred el día de la proclamación. Sostenía el fragmento suspendido sobre la olla, que estaba llena de un líquido oscuro y aromático.

—Tus otras hijas también morirán —me dijo—, si tan sólo lo dejo caer.

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