El enemigo de Dios (62 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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—Siempre y cuando me dejéis quedar aquí —replicó Gwenhwyvach— no se lo contaré ni a las abejas. Y eso que a ellas se lo cuento todo. Es necesario hablarles, de lo contrario, la miel se amarga. ¿No es cierto, Gwen? —preguntó a la perra acariciándole las caídas orejas.

—Os dejaré aquí, si es lo que deseáis —le prometió Arturo.

—A mí sola, con los perros y las abejas. Es lo único que quiero. Yo sola con los perros, las abejas y el palacio. Que Ginebra se quede con la luna. —Volvió a sonreír y luego me tocó el hombro con la gordezuela mano—. ¿Os acordáis de la puerta de la bodega por la que os conduje, Derfel? ¿La que está en el jardín?

—Creo que sí —respondí.

—La dejaré desatrancada. —Soltó otra risita anticipándose a la diversión—. Me esconderé en la bodega y quitaré la tranca de la puerta cuando todos estén esperando a la luna. Allí no hay centinelas por la noche porque la puerta es muy sólida. Los centinelas se quedan en la parte de delante. —Se volvió hacia Arturo—. ¿Vendréis? —preguntó anhelosamente.

—Os lo prometo —replicó Arturo.

—Ginebra se alegrará —dijo Gwenhwyvach—, y yo también. —Estalló en carcajadas y se puso de pie con esfuerzo—. Esta noche, cuando la luna entre y haga ¡plop! —Y, con esas palabras, se alejó llevándose a los dos perros. Iba riéndose por el camino, y hasta hizo un par de torpes piruetas de baile—. ¡Plop! —dijo en voz alta, y los lebreles bajaron la verde loma retozando a su lado.

—¿Está loca? —preguntó Arturo.

—Está amargada, creo.

Se quedó mirando su rotunda figura que descendía sin gracia por la ladera.

—Pero nos abrirá las puertas, Derfel, nos abrirá las puertas. —Sonrió y cortó un ramillete de flores de aciano de la pradera. Hizo con ellas un pequeño pomo y me sonrió tímidamente—. Para Ginebra, esta noche —dijo.

Al anochecer, los segadores de heno volvieron de los prados habiendo concluido la siega, y los centinelas de la tarima bajaron la larga escala. Llenaron de leña los braseros de la arcada y los encendieron más para iluminar el lugar que para advertir el posible acercamiento de enemigos, me imaginé. Las gaviotas iban recogiéndose en sus nidos de tierra adentro y el sol del atardecer les teñía las alas de rosa, como los convólvulos que medraban entre las zarzamoras.

Mientras tanto, en el bosque, Arturo se colocaba la cota maclada. Se ató a Excalibur por encima de la brillante coraza metálica y se echó sobre los hombros un manto negro. Raramente vestía de negro, pues prefería el blanco, pero por la noche las prendas oscuras nos ayudarían a pasar desapercibidos. Se taparía el casco con el manto para ocultar el vistoso penacho de largas y blancas plumas de ganso.

Diez jinetes permanecerían en el bosque aguardando a que sonara el cuerno de plata de Arturo, que sería la señal para que cargaran contra las cabañas donde dormían los lanceros. La ruidosa irrupción de los grandes caballos con sus jinetes vestidos de armadura en medio de la noche habría de bastar para provocar la desbandada entre los soldados que se atrevieran a interferir en nuestra acción. Arturo esperaba no tener necesidad de tocar el cuerno hasta que hubiéramos encontrado a Gwydre y a Ginebra y estuvieran listos para partir.

Los demás cubriríamos el largo camino hasta el flanco occidental del palacio y, desde allí, al amparo de las sombras de los huertos de las cocinas, alcanzaríamos la puerta de la bodega. Si Gwenhwyvach no cumplía su promesa, tendríamos que dar un rodeo hasta la fachada principal del palacio, matar a los guardianes y entrar rompiendo los postigos de una ventana de la terraza. Una vez dentro del palacio, tendríamos que acabar con cuanto lancero encontrásemos.

Nimue nos acompañaría. Cuando Arturo terminó de darnos las instrucciones, ella nos dijo que Dinas y Lavaine no eran druidas de verdad, como Merlín o el anciano Iorweth, pero nos advirtió que los gemelos silurios poseían extraños poderes y que seguramente tendría que enfrentarse a su hechicería. Había pasado la tarde husmeando por el bosque y nos enseñó un manto atado como un fardo que parecía moverse en el aire, y tan extraña visión hizo a mis hombres tocar la punta de la lanza.

—Aquí tengo con qué anular sus hechizos —nos dijo—, ¡pero tened cuidado!

—¡Quiero a Dinas y Lávame vivos! —dije yo a mis hombres.

Aguardamos pertrechados con armas y armaduras, cuarenta hombres cubiertos de acero, hierro y cuero. Esperamos hasta que el sol se puso y, cuando la luna llena de Isis salió desde el mar como una gran bola de plata, Nimue pronunció sus encantamientos, y algunos rezamos. Arturo estaba sentado en silencio y me vio sacar de la bolsa un pequeño mechón de cabello dorado. Besé el mechón, que conservaba todo su color, me lo acerqué a la mejilla un momento y lo até a la cruz de Hywelbane. Una lágrima se me escapó mejilla abajo al pensar en mi pequeña, convertida en cuerpo de sombra; pero aquella noche, con la ayuda de los dioses, procuraría paz a mi Dian.

13

Me puse el yelmo, até el cierre de la barbilla y extendí la cola de lobo sobre los hombros. Doblamos los dedos, protegidos por rígidos guantes de cuero, pasamos el brazo izquierdo por el asidero del escudo, desenvainamos las espadas y se las ofrecimos a Nimue para que las tocara. Por un momento, pareció que Arturo fuera a tomar la palabra, pero tan sólo encajó el pequeño pomo de flores en el cuello de su cota e hizo un gesto de asentimiento a Nimue, la cual, envuelta en negro y con su misterioso fardo entre los brazos, nos condujo hacia el sur entre los árboles.

Más allá de los árboles se extendía una pequeña pradera que descendía suavemente hasta la orilla del río. Cruzamos la oscura pradera en fila india, aún no se columbraba el palacio. Unas cuantas liebres que comían a la luz de la luna se asustaron al vernos y huyeron presas de pánico mientras subíamos por entre unos matorrales bajos; descendíamos después por la escabrosa orilla hasta alcanzar la playa de cantos del río. Desde allí seguimos hacia el oeste, ocultos a los guardianes de las arcadas del palacio tras el alto terraplén de la ribera. Al sur, el mar rompía y bramaba ahogando con su rugir el ruido de nuestras botas contra las piedras.

Me asomé por encima del terraplén una sola vez para mirar al palacio del mar, posado en la tierra oscura como un gran prodigio blanco a la luz de la luna. Su hermosura me recordó a Ynys Trebes, la ciudad mágica del mar destruida y saqueada por los francos. El palacio del mar poseía la misma belleza etérea y parecía rielar sobre el negro suelo como si estuviera hecho de rayos de luna.

Cuando quedamos frente al ala occidental del palacio subimos el terraplén ayudándonos unos a otros con el asta de las lanzas, y luego seguimos a Nimue por el bosque en dirección norte. Entre las hojas se filtraba el claro de luna, que nos iluminaba el camino; ningún centinela nos dio el alto. El rumor incesante del mar acolchaba la noche, aunque en un momento oímos un grito cercano y nos quedamos todos inmóviles, hasta que identificamos el grito: una liebre acababa de ser cazada por una comadreja. Respiramos aliviados y proseguimos la marcha.

El camino entre los árboles se nos hizo largo, pero, por fin, Nimue giró hacia el este, la seguimos hasta el final del bosque y avistamos los muros encalados del palacio. No estábamos lejos de la chimenea por donde se colaba la luna hasta el templo, y comprobé que aún faltaba un poco para que el astro ascendiera en el cielo y proyectara su luz por el cañón hasta la bodega de paredes negras.

Mientras aguardábamos en el confín del bosque oímos un cántico. Al principio, tan suave era, lo tomé por el gemir del viento, pero después fue alzándose y al cabo comprendí que era un coro de mujeres que entonaba una especie de planto extraño y sobrecogedor desconocido para mí. La música debía de colarse por la chimenea de la luna pues sonaba muy lejos, semejante a una canción de espíritus, un coro de muertos que nos cantara desde el más allá. No oíamos palabras pero supimos que era una triste balada, pues la melodía se deslizaba de una forma inusual subiendo y bajando en semitonos, hinchándose y deshinchándose hasta reducirse a un murmullo suave que se mezclaba con el murmullo distante del romper de las olas. Era una música muy hermosa, me hizo estremecer y toqué la punta de la lanza.

Si hubiéramos salido de entre los árboles, habríamos quedado a la vista de los centinelas de la arcada occidental, de modo que ascendimos un poco más por el bosque y, desde allí, nos acercamos al palacio entre las múltiples sombras que proyectaba la luna. Había un huerto, algunas hileras de arbustos frutales y hasta una alta valla que protegía las verduras de los corzos y las liebres. Caminábamos despacio, de uno en uno, y el extraño cántico seguía subiendo y bajando, deslizándose y gimiendo. Por el cañón de la luna se elevaba una débil columna de humo cuyo aroma nos llegó en la suave brisa nocturna. Olía a templo, una esencia penetrante, casi empalagosa.

Nos hallábamos ya a pocas yardas de las chozas de los lanceros. Un perro empezó a ladrar, luego otro, pero nadie sospechó que había motivo de alarma porque las únicas voces que oímos mandaron callar a los perros, los cuales fueron calmándose poco a poco hasta que sólo quedó el ruido de la brisa en los árboles, el lamento del mar y la melodía sutil y sobrecogedora del cántico.

Abría yo la marcha, pues era el único que había estado ya ante la pequeña puerta, y me preocupaba no encontrarla, pero en seguida di con ella. Bajé con sigilo los escalones de piedra y empujé la hoja suavemente. Se resistió y, por un instante, pensé que estaría atrancada todavía; sin embargo, en seguida cedió con un chirrido agudo de goznes metálicos y se abrió de par en par bañándome en un chorro de luz.

En la bodega había velas encendidas. Parpadeé aturdido y entonces oí la voz sibilante de Gwenhwyvach.

—¡Rápido! ¡Rápido!

Entramos en fila, treinta hombres grandes con armaduras, mantos, lanzas y yelmos. Gwenhwyach nos pidió silencio, cerró la puerta tras nosotros y volvió a colocar la tranca en su lugar.

—El templo está allí —musitó, señalando al final de un pasillo flanqueado por teas de juncos encendidas que iluminaban el camino hasta la puerta del templo. Estaba exaltada y sofocada. El cántico del coro se oía mucho menos allí, pues quedaba amortiguado por las colgaduras del interior del templo y por la pesada puerta.

—¿Dónde está Gwydre? —preguntó Arturo a Gwenhwyvach en un susurro.

—En su alcoba —contestó Gwenhwyvach.

—¿Tiene guardianes? —pregunté yo.

—Sólo los criados de la noche —musitó ella.

—¿Dinas y Lavaine están aquí? —inquirí.

—Los veréis —dijo con una sonrisa—, os lo prometo. —Tiró a Arturo de la capa para llevarlo hacia la puerta del templo—. Venid.

—Primero quiero ir a buscar a Gwydre —insistió Arturo soltándose de ella; luego tocó a seis hombres en el hombro—. Los demás, esperad aquí —musitó—. Esperad aquí y no entréis en el templo. Dejaremos que terminen sus oraciones. —Pisando sin ruido, se llevó a sus seis hombres por donde habían venido y salieron por los peldaños de piedra.

Gwenhwyvach se reía a mi lado.

—He rezado a Clud —musitó—, y ella nos ayudará.

—Bien —le dije. Clud es la diosa de la luz y no era mala idea contar con su ayuda aquella noche.

—A Ginebra no le gusta Clud —comentó Gwenhwyvach en tono reprobatorio—. No le gusta ningún dios britano. ¿Está alta la luna?

—No mucho todavía, pero ya ha empezado a subir.

—Entonces, todavía no es el momento —me dijo Gwenhwyvach.

—¿De qué, señora?

—¡Ya lo veréis! —dijo riendo entre dientes—. Ya lo veréis —repitió, y se retiró temerosa al ver a Nimue abriéndose paso entre el puñado de hombres inquietos. Nimue se había quitado el parche de cuero y la arrugada cuenca vacía era como un agujero negro en su cara. Gwenhwyvach gimió aterrorizada ante tamaño horror.

Nimue no le prestó la menor atención. Empezó a registrar la bodega y a olisquear como un sabueso en busca de rastros. Yo no veía sino telarañas, pellejos y frascos de hidromiel y no olía más que el húmedo aire de la podredumbre, pero Nimue percibió algo repugnante, resopló y escupió en dirección al templo. El hatillo de sus manos se agitó despacio.

Los demás no nos movíamos. En verdad, una especie de temor nos invadió en aquella bodega iluminada por juncos. Arturo no estaba y no nos habían descubierto, pero la melodía y la quietud del lugar resultaban escalofriantes. Tal vez aquel terror fuera un hechizo que Dian y Lavaine hubieran producido, o acaso, sencillamente, que nada parecía natural allí. Estábamos acostumbrados al bosque, al suelo de hierba, y el oscuro recinto de arcos de ladrillo y suelo de piedra nos era ajeno
y
nos producía inquietud. Uno de los hombres temblaba.

Nimue lo acarició en la mejilla para devolverle el valor y luego se acercó sigilosamente, descalza como estaba, hasta la puerta del templo. Fui tras ella pisando con cuidado para no hacer ruido, con la intención de detenerla. Estaba empeñada en desobedecer las órdenes de Arturo de que esperásemos al final de las ceremonias, y temí que cometiera alguna imprudencia y alertara con ello a las mujeres del templo o que las hiciera gritar, atrayendo con sus voces a los soldados que dormían en las cabañas; pero con las pesadas y ruidosas botas no podía avanzar tan deprisa como ella con los pies desnudos, y desoyó el murmullo ronco con que la llamé. Puso la mano en uno de los picaportes de bronce de la puerta del templo, vaciló un instante, abrió la hoja y el etéreo planto se hizo de pronto mucho más fuerte.

Los goznes estaban bien engrasados y no chirriaron al abrirse la puerta a la oscuridad absoluta. Era una negrura total como no había visto en mi vida, procurada por las tupidas cortinas que colgaban a pocos pasos de la entrada. Hice un gesto a mis hombres para que se quedaran donde estaban y seguí a Nimue al interior. Quería sacarla de allí pero se resistió y cerró nuevamente la puerta del templo. El cántico era muy fuerte, no veía nada ni oía sino la música, pero el olor era intenso y nauseabundo.

Nimue palpó con la mano hasta que me encontró y me acercó la cabeza a ella.

—¡El mal! —dijo en un susurro.

—No tendríamos que estar aquí —murmuré.

Lejos de escucharme, tanteó en la oscuridad hasta tocar la cortina y, un momento después, una diminuta rendija de luz entró por un extremo. Me coloqué detrás de Nimue, encogido, y miré por encima de su hombro. Al principio, era tan reducido el resquicio que Nimue había abierto que apenas distinguí nada, pero después, en cuanto logré entender lo que había al otro lado, vi más de lo que habría querido. Vi los misterios de Isis.

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